CAPÍTULO 3

La estación de tránsito Lagrange 4, a medio camino entre la Tierra y la Luna, poseía una apariencia formidable si se la contemplaba a algunos kilómetros de distancia. Pero conforme el visitante se aproximaba a ella, su encanto iba decayendo al comprobar que Lagrange 4 tenía muy poco de bella, y sí en cambio de agregado caótico. La estación era una inmensa red compuesta de módulos cilíndricos, plataformas de atraque y vigas de acero suspendidas en el espacio, ensambladas a lo largo de décadas según las disponibilidades presupuestarias del gobierno de turno. Tal vez en sus inicios hubo un propósito arquitectónico global, pero los criterios de estética habían sido degradados con el paso de los años hasta el punto de desaparecer por completo. Lagrange 4 era una obra de ingeniería singular, una enorme tela de araña a la que las naves acudían para dejarse atrapar transitoriamente en sus redes y luego seguir su marcha. Los grandes buques de la Unión interestelar, cuyo descenso a la Tierra o a la Luna sería demasiado costoso, atracaban en las plataformas con docilidad, se proveían diligentemente de combustible, cargaban o descargaban mercancía y reemplazaban tripulaciones antes de proseguir su viaje hacia los confines del sistema solar, las explotaciones mineras de Oort o los territorios de la frontera.

Keil Parmet estuvo en una ocasión a bordo de una nave espacial. Sucedió hace siete años, cuando acabó sus estudios de microelectrónica. Debía haber alunizado en el cráter Aristarco, pero algo falló y la lanzadera se vio obligada a realizar un atraque de emergencia en una estación orbital de servicio y regresar a la Tierra. Sólo hizo la mitad del viaje, pero no le devolvieron la mitad de su dinero, como hubiera sido lo lógico. Keil juró que jamás volvería a pagar un cred por subir al espacio.

Y no lo había hecho. Los gastos del viaje corrían a cargo de la Unión interestelar. Keil era ya un empleado en nómina, y de momento no podía quejarse de su nuevo patrón. Había cenado un estupendo asado de cordero, ensalada de pepinos y fresas con nata. Por lo menos, eso rezaban las etiquetas de los deliciosos botes que tenía en su bandeja. Keil quedó un tanto defraudado porque la lanzadera no contase con un sistema de gravedad artificial que le permitiese partir un filete sin que saliese flotando a la altura de sus narices. La Unión reservaba los lujos de la gravedad para navíos de mayor importancia.

Tomó con la pajita un último sorbo de sus fresas con nata y volvió la cabeza hacia el ojo de buey de su asiento. La Tierra quedaba a su derecha, ofreciéndole un dudoso color anaranjado. Una plaga de algas marinas había desolado la flora oceánica, sustituyéndola por un cultivo bacteriano que confería al agua un tono sanguinolento. La plaga se conocía desde hace años, pero no se había logrado hasta el momento un remedio para aniquilar aquellos pertinaces microorganismos, con una capacidad desquiciante para resistir todas las sustancias que los científicos habían ideado para intentar vencerles. Cuando Keil estuvo en el espacio hace siete años y vio la Tierra, el color de los océanos no presentaba aquel aspecto macabro. Era como si las algas hubiesen desgarrado las entrañas del océano y el planeta se estuviese desangrando lentamente, pensó en un arranque poético.

Apartó su atención del ojo de buey. El espectáculo empezaba a deprimirle, y no quería que nada ensombreciese lo que sería el primer día de su nueva vida. Atrás había quedado su existencia miserable en el taller de electrónica. Braj jamás le perdonaría haberlo dejado tirado, pero eso ya no le importaba. No volvería a ver el desagradable rostro de su socio nunca más. La Unión interestelar deparaba a Keil un porvenir plagado de sorpresas. No sabía si serían buenas o malas, pero desde luego, estaba seguro de que su vida sufriría un giro repentino.

Acarició su pequeño ordenador, del tamaño de un libro de bolsillo. Era una de las pocas pertenencias que se había traído consigo. Aunque se trataba de un modelo anticuado, en su interior se almacenaban bibliotecas enteras de datos. Tenía libros suficientes para distraerse los próximos mil años. Fuera adonde fuese no tendría que preocuparse por quedarse sin lectura, mientras el aparato siguiese funcionando, claro.

Abrió la tapa del ordenador y pulsó el botón de encendido para cerciorarse de su estado. Las instrucciones de un programa de autochequeo se visualizaron en la pantalla extraplana. Pocos segundos después, el ordenador le habló.

—Buenos días, Keil. Estoy preparado para recibir instrucciones.

—Comprueba el nivel de tus baterías, Warmis —se había acostumbrado a llamar así al aparato, porque uno de los programas que más usaba tenía ese nombre.

—Están en perfecto estado. ¿Deseas oír un poco de música?

—No. Sólo quería comprobar que el viaje no ha provocado un mal funcionamiento en tu equipo. Puedes apagarte.

La pantalla se oscureció, y Warmis volvió a quedar en silencio.

Un aviso en los monitores de la lanzadera parpadeó intermitentemente.

—Iniciada maniobra de aproximación a la estación de tránsito Lagrange 4. Permanezcan en sus asientos y abróchense las correas de sujeción.

Keil miró al resto de pasajeros. Dos de ellos estaban durmiendo, con restos de comida flotando a su alrededor. Otro, desgreñado y con barba de tres días, masticaba chicle mientras tamborileaba en sus rodillas una melodía horrorosa que remarcaba con golpes de tacón. El individuo, al notar que Keil lo miraba, se volvió y le hizo un gesto obsceno con el dedo.

El muelle de atraque de la estación era visible desde su ventanilla. Los cohetes de orientación de la nave comenzaron a rotar el vehículo, hasta situarlo en posición de acoplamiento. Los restos de comida que flotaban por los alrededores cruzaban sin control el habitáculo. Keil tuvo que apartar de un manotazo un bote de zumo de grosella casi lleno, que se dirigía directamente hacia su cara e iba dejando un rastro de gotas esféricas a su paso.

Instantes después, una vibración recorrió el casco de la nave. Los objetos que vagaban sin control quedaron sometidos al campo de gravedad de la estación y se precipitaron velozmente al suelo. Al tipo que mascaba chicle le tocó en suerte el bote de grosella, que le provocó una enorme mancha violácea en su camiseta.

—¿De qué maldito agujero has salido, paleto? —le gritó el hombre a Keil—. Me has tirado este bote a propósito.

—Perdone, pero no era mi intención.

—¿No lo era? Deberías tener más cuidado, gaznápiro. Era la única camiseta limpia que me quedaba.

—Ya le he dicho que lo siento.

El hombre se aproximó a su butaca con paso vacilante y ojos vidriosos. Keil se preguntó con qué oscuros criterios seleccionaba la Unión interestelar a sus colonos.

—¿Qué tienes ahí? —dijo, señalando el ordenador de Keil.

—Déjeme en paz. No he venido a Lagrange 4 para perder el tiempo con individuos como usted.

No se le veía muy fuerte, y además, sus movimientos eran lentos y torpes. Keil evaluó sus posibilidades, y calculó que podría tumbar a aquel pendenciero de un solo golpe; tiempo suficiente para salir de la lanzadera y avisar a Seguridad.

Por fortuna, no fue necesario. Un oficial de la tripulación abrió la escotilla de salida y se dirigió a los pasajeros, que ya se levantaban entre bostezos de sus asientos.

—¿Qué se supone que hacen? Salgan inmediatamente de esta nave. Dentro de diez minutos tengo que volver a la Tierra a recoger más zánganos como ustedes, así que muévanse.

—Eh, oiga, no intente tratarnos como a reclutas —dijo el tipo de la camiseta, olvidándose momentáneamente de Keil—. Somos personal civil, no imberbes a los que se les pueda patear el trasero.

Las botas del oficial resonaron en la parrilla metálica de la nave. Llevaba consigo una carpeta electrónica, que se puso a examinar distraídamente.

—¿Su nombre? —le pidió el militar.

—Paws.

Los expertos dedos del oficial se deslizaron sobre la superficie luminosa de la carpeta.

—¿Qué va a hacer? —le provocó Paws—. ¿Arrestarme.

Una sonrisa perversa se dibujó en el rostro del oficial de la Unión.

—No, creo que no lo haré. Acabo de comprobar su destino. Debí haberlo imaginado sólo con verle a usted.

Giró sobre sus talones y se alejó por el pasillo. Su risa burlona fue claramente audible para todos.

—¿Qué destino te han dado? —le preguntó uno de los pasajeros.

—Y yo qué sé. Se supone que no te lo dicen hasta que llegas aquí.

Keil aprovechó la conversación para recoger sus cosas y salir fuera de la lanzadera. No le apetecía tener aquel sujeto cerca de él.

Atravesó la cámara intermedia y llegó a una sala circular bañada por una luz azul pálido. El eje de la sala lo ocupaba el tubo de un ascensor que en esos momentos hacia acto de presencia. Las puertas se abrieron, pero nadie bajó de él.

Junto al ascensor había un terminal de ordenador, atendido por una mujer de uniforme. Keil le exhibió la tarjeta de identificación que le habían entregado al embarcar.

—Plataforma siete —le indicó la mujer—. Módulo treinta y dos.

—¿Podría decirme qué destino me han dado? —pidió Keil, nervioso—. En la Tierra no me lo dijeron.

—Tengo el terminal ocupado y no puedo consultar ese dato ahora —dijo la mujer con sequedad, sin dedicarle una segunda mirada—. Vaya a la plataforma siete y allí le informarán.

Keil cogió el ascensor. Al llegar al nivel que le habían señalado, preguntó dónde localizar el módulo treinta y dos, pero ninguna de las personas con quienes se cruzó le hizo caso. En Lagrange 4, la amabilidad brillaba por su ausencia.

Tras un buen rato dando vueltas —el número de los módulos no era correlativo—, consiguió localizar el treinta y dos. Se trataba de una sala de reuniones con capacidad para una docena de personas, pero en su interior sólo había dos: un anciano canoso de unos setenta años y un hombre subido a un estrado, de barba poblada y mediana edad que se hallaba limpiando unas gafitas redondas mientras observaba cómo Keil se asomaba tímidamente por la puerta. A su espalda había una pantalla electrónica mural.

—Pasa, por favor —le dijo el de la barba—. Siéntate donde quieras —con la mano señaló las sillas vacías.

El anciano gruñó, y volvió la cabeza para ver quién había entrado.

—¿Quién es usted? —dijo.

—Creo que se trata de nuestro experto en electrónica, doctor Nelser —le informó el hombre, ajustándose sus gafas al puente de la nariz—. ¿Me equivoco?

—Me llamo Keil Parmet —se acercó hacia el estrado y le estrechó la mano.

—Allis Reyan, geólogo jefe de la misión. Y este señor es Sare Nelser, nuestro bioquímico.

El anciano cabeceó ligeramente, sin levantarse para saludar.

—Discúlpale. Está un poco cansado del viaje —dijo Reyan.

—No estoy cansado del viaje —intervino el doctor—. Simplemente, no me apetece levantarme. Detesto los rituales de saludo. Aparte de servir para transmitir gérmenes no tienen otra utilidad.

—Nuestro ilustre doctor es un personaje muy peculiar —sonrió Reyan—. Ya te irás dando cuenta.

—¿Cuál es nuestro destino? —preguntó Keil, impaciente.

—Un planeta recién descubierto, situado en el sistema Cetus Moss. Se llama Nuxlum. Posee una magnífica atmósfera de nubes azules y una gravedad similar a la Tierra.

—Otra roca de metano y lava, seguro —murmuró Nelser—. A mí no me engañan.

—¿Es habitable? —quiso saber Keil.

—Me temo que todavía no —dijo Reyan—. Pero quizás lo será dentro de algún tiempo. La verdad, no dispongo de muchos datos acerca del planeta. El objeto de la reunión es explicaros cómo realizaremos el viaje y en qué consistirá nuestro trabajo en la colonia. El resto de la información ha sido almacenado en la computadora de la nave que nos llevará hasta allí. Ah, ahí viene el tercer miembro de la tripulación.

Una mujer entró en la sala. Llevaba el pelo muy corto y vestía pantalones de tela grises y cazadora. Keil abrió la boca.

—Luria, qué… qué casualidad.

—¿Os conocéis? —se interesó Reyan, frotándose la barba, pensativo.

La mujer tomó asiento junto a Keil y dejó la bolsa de equipaje en el suelo. Reyan los miró de reojo, envidiando la suerte de aquel joven de aspecto apocado.

—Hasta hace una semana éramos vecinos —dijo Keil.

—Y lo seguirán siendo durante una buena temporada —añadió Nelser por lo bajo.

—Al menos durante los próximos diez años, que es el período de tu contrato —dijo Reyan, consultando su reloj—. Bueno, quedan todavía dos personas más.

Keil contó en silencio las sillas vacantes. Había nueve.

—El control de la misión decidió en el último momento reducir el número de tripulantes —aclaró Reyan a la pregunta no formulada—. Sólo hay una nave disponible para el viaje interestelar en este momento, la Newton, y su capacidad máxima es de seis plazas.

Keil anotó mentalmente aquel detalle para analizarlo posteriormente.

El quinto miembro entró en la sala. Se trataba de otra mujer, de unos treinta años de edad, mirada sombría y tez muy pálida. Vestía una especie de mono de cuero bastante siniestro. Se apartó de un manotazo un mechón de cabello negro, que le caía sobre los ojos y ocupó sin decir palabra la silla más alejada del grupo, colocando la bolsa del equipaje sobre sus rodillas, como si temiese que alguien se la fuese a quitar.

—Según la lista de embarque —dijo Reyan— tú debes ser Glae, ¿no?

La aludida afirmó con la cabeza.

—Glae se encargará del manejo y mantenimiento de maquinaria —explicó el geólogo—. Tiene gran experiencia en eso. Bueno, sólo falta el mecánico especialista para que el grupo esté completo. Ya debería estar aquí.

Del pasillo llegaba un estrépito de voces que aumentaba de volumen. Todos —a excepción de Glae, que ni se estremeció— se volvieron para ver qué sucedía. Keil tuvo en aquel momento un fatal presentimiento.

Dos guardias de seguridad entraron en la sala. Llevaban sujeto a un individuo mal aseado que masticaba chicle y no paraba de insultarles. Su camiseta estaba manchada de zumo de grosella.

—Aquí les dejamos este paquete —dijo uno de los guardias—. Que les aproveche.

Paws fue empujado al interior del módulo y los vigilantes desaparecieron, cerrando la puerta.

—Disculpad si me he entretenido un poco —sonrió Paws, estirándose la camiseta—. Creo que seré vuestro primer mecánico. Eh, ¿por qué me miráis así? Tuve problemas con un imbécil en la lanzadera que me puso perdido, y luego… —se quedó mirando a Keil—. ¡Tú!

—Por lo visto, nuestro técnico en electrónica es bastante conocido —bromeó Reyan.

Paws se acercó al grupo. Keil advirtió que cojeaba ligeramente de la pierna derecha.

—¿Qué miras, gaznápiro? ¿Te parece graciosa mi forma de andar? —Paws miró hacia la muchacha de negro, frunció el ceño y se sentó junto a Luria—. Encantado de conocerte, nena. Creo que pasaremos una larga temporada juntos trabajando en una jodida colonia del quinto infierno.

Luria lo miró de hito en hito, pero no respondió. Keil alzó un dedo en señal de advertencia.

—¿Qué te pasa en el dedo? —Paws hizo un globo con el chicle—. ¿Se te ha quedado tieso?

Keil hizo ademán de levantarse, pero Luria lo cogió del hombro y le obligó a permanecer sentado.

—Partiremos mañana a las 13.15, tiempo local —dijo Reyan, pulsando el control que encendía la pantalla situada tras él—. Para quienes todavía no lo hayáis hecho, os recomiendo que pongáis en hora vuestros relojes con el de la estación. Antes de zarpar se os enseñará cuanto debáis saber acerca del funcionamiento de la Newton —apareció un modelo en tres dimensiones de la astronave, girando para ofrecer diferentes ángulos—. Nuestro destino será el tercer planeta del sistema Cetus Moss, un mundo deshabitado llamado Nuxlum. Para quienes no sepáis dónde está, os informo que se encuentra a unos ochenta años luz de la Tierra.

—Lo que yo decía. En el quinto infierno —apostilló Paws con una sonrisa estúpida.

—Aceleraremos durante año y medio hasta alcanzar la velocidad de la luz, entraremos en la corriente Lisarz y seguidamente desaceleraremos a velocidad sublumínica durante otro año y medio hasta llegar a la órbita de Nuxlum —Reyan se volvió hacia la pantalla. Apareció un gráfico con el curso estimado de la nave, surcando el sistema solar y adentrándose en el espacio profundo—. Aquí en la Tierra habrán transcurrido tres años para cuando lleguemos a nuestro destino, pero nosotros sólo envejeceremos seis meses por efecto del viaje relativista. A pesar de eso, el control de la misión ha decidido ahorrar al máximo en provisiones, así que la mayor parte del tiempo lo pasaremos bajo neuroestasis.

—¿Qué? —exclamó Paws.

—Un método de reducción artificial del metabolismo humano —aclaró Reyan—, basado en sustancias depresoras de las funciones vegetativas del organismo.

—Creo que eso me gustará —Paws cruzó las manos tras su cabeza, colocando los codos en una postura que incomodaba a Luria. Ésta comenzó a notar el olor que emanaba de las axilas recién descubiertas.

—La neuroestasis es más barata que la hibernación clásica —continuó Reyan—. Podríamos pasarnos durmiendo todo el viaje perfectamente, porque los sistemas de a bordo están completamente automatizados y la Newton ha sido diseñada para realizar un viaje estelar sin intervención humana; pero para mayor seguridad, dos personas vigilarán los equipos en turnos de dos meses. Yo me adscribiré al primer turno. Y mi compañero será… —simuló consultar una carpeta de notas— la doctora Luria Ebrehs.

—¿Quién ha establecido esos turnos? —protestó Paws.

—Yo —dijo Reyan—. Soy el geólogo jefe de la misión.

Keil levantó la mano, interrumpiendo una nueva protesta que Paws estaba realizando.

—¿Cuál será nuestro trabajo en Nuxlum? —preguntó.

—Extracción de minerales. La construcción de la base acaba de finalizar. Nosotros tendremos el honor de estrenarla. Luria y yo seremos los geólogos de la colonia, el doctor Nelser se encargará de la investigación bioquímica, Paws y Glae del manejo de las máquinas; Keil, de mantener el sistema cibernético de la base —hizo una pausa—. Bien, si no hay más preguntas, tenemos un descanso de una hora para comer. Luego nos reuniremos en el muelle cinco para que empecéis a familiarizaros con el instrumental de la Newton.

Reyan apagó la pantalla y bajó del estrado, alcanzando en tres zancadas la salida.

—Creí que tu campo era la biología, Luria, no la geología —le comentó Keil.

—Me ofrecieron este puesto y lo acepté —dijo la mujer—. Mi trimestre de especialización en geodinámica les debió bastar.

El doctor Nelser, que estaba oyéndoles, agregó:

—No se sorprenda, joven. Aquí no son muy exigentes seleccionando al personal —y con un gesto señaló a Paws, que se estaba hurgando la oreja izquierda y extrayendo el cerumen con cara de placer.

—Esa observación también le incluye a usted —replicó Keil.

—Desde luego —afirmó Nelser—. Yo no tengo mucho donde elegir —abrió la boca para añadir algo, pero se interrumpió, juzgando que no debía hablar de ciertas cosas con unos desconocidos—. Acabo de cumplir los setenta y estoy sin empleo. Lo único que quiero es un lugar apartado donde jubilarme. Pero ustedes… parecen buena gente.

—¿Insinúa que usted no lo es? —inquirió Keil—. ¿O Reyan?

—Llevo en Lagrange 4 cerca de una semana, y he averiguado algunas cosas de nuestro geólogo jefe realmente interesantes. Su último destino fue una plataforma orbital en Io. Le gusta empinar el codo más de lo debido, y estando de servicio y totalmente ebrio discutió con su jefe. No creo que Reyan se marchase a Nuxlum si pudiese elegir.

Keil se volvió disimuladamente para mirar a Glae, que continuaba sentada en la última silla, con su bolsa de equipaje sobre las rodillas. La mujer, absorta en sus pensamientos, parecía ajena a cuanto sucedía a su alrededor.

—¿Y ella? —preguntó—. ¿Qué ha averiguado de ella?

—Nada —dijo Nelser—. Llegó poco antes que ustedes a la estación, en una lanzadera procedente de la Tierra.

Keil dudó en acercarse a la mujer. Parecía necesitada de compañía, pero quizás lo único que quisiese fuera que la dejasen en paz. Ya habría tiempo más adelante de hablar.

—Tomaremos algo en la cafetería —dijo Nelser.

Acompañaron al anciano. Paws, sorprendentemente, no les siguió. Tal vez estuviese esperando que se marchasen de allí para quedarse a solas con Glae.

—Doctor, ¿no le parece un poco precipitada nuestra partida? —preguntó Luria—. Acabamos de llegar y ya se nos ha dicho que zarparemos mañana. Keil y yo no tenemos experiencia en viajes estelares.

—Sí, yo también lo he pensado. Y sólo se me ocurre una respuesta. Están ansiosos por vernos partir.

El computador de la Newton realizaba rutinariamente los últimos ajustes en la evaluación de los sistemas de navegación. La nave estaba concebida para llevarles al otro extremo de la galaxia si fuese necesario, sin que tuviesen que poner un dedo en la consola de mandos. A la tripulación se le enseñó lo esencial para solventar las emergencias que podrían presentarse durante el vuelo; y a Keil y Luria, únicos que carecían de experiencia en el espacio, a ajustarse correctamente los trajes de presión. Paws y Glae habían pilotado transbordadores de carga y reparado satélites en órbita. Reyan presumía de una dilatada carrera como ingeniero planetario antes de especializarse como geólogo, y en cuanto a Nelser, había trabajado algún tiempo en una estación médica y en una base de Marte.

Llegarían al sistema Cetus Moss en un plazo de seis meses, tiempo de la nave, si bien en la Tierra habrían transcurrido tres años para cuando alcanzasen su destino. Una vez que abandonasen el sistema solar no podrían contactar con el control de la misión, salvo que desde la Tierra se les enviasen instrucciones mediante un vehículo correo.

En el siglo XXII, la transmisión hiperespacial de datos era imposible. Enviar desde Nuxlum un mensaje hasta la Tierra tardaría ochenta años en llegar, y la respuesta otro período igual. Las naves correo eran la única alternativa de obtener una comunicación más fluida, pero la Unión interestelar no iba a malgastar su dinero en mandar mensajes si no eran absolutamente imprescindibles, por lo que había pocas posibilidades de que recibiesen noticias del control de misión durante el transcurso del viaje.

Cuando un vehículo se acelera a velocidades próximas a la luz, su energía cinética se transmite al continuo espacial creando un frente de choque conocido como corriente Lisarz, que acorta sensiblemente el tiempo de vuelo. La corriente no existe en ningún punto concreto del espacio, es el propio vehículo espacial quien la crea. Las sondas de mensajes podían cruzar la corriente, pero no los rayos de luz o las emisiones electromagnéticas.

A menos que ocurriese una catástrofe a bordo de la Newton, la Unión interestelar no enviaría ninguna de sus naves. Y aunque lo hiciese, el salvamento no llegaría a tiempo para rescatarles. Cualquier mensaje de socorro lanzado desde la Newton estaba limitado a viajar a la velocidad de la luz. Si se daba una emergencia a mitad del viaje, significaría que tardaría cuarenta años en llegar a la Tierra; por lo que, a menos que la situación de emergencia se diese cerca del sistema solar, la posibilidad de ser rescatados con vida era muy próxima a cero.

Las camas de estasis se hallaban listas para recibir los cuerpos de la tripulación. Keil había esperado ver algo más espectacular, urnas de cristal o cápsulas criogénicas de avanzado diseño. Nada de eso. Se trataba de vulgares camas con sábanas blancas y almohada. Un pequeño monitor situado encima de cada cabezal controlaba las constates vitales del individuo, pero por lo demás, se parecían más a camastros de hospital que a equipos de tecnología punta. Paws se prestó voluntario para entrar el primero en el sueño inducido, a lo que ninguno de sus compañeros puso la menor objeción. Todos estaban ansiosos de verle callado, y aunque todavía faltaba media hora para el despegue, Allis Reyan se encargó personalmente de sumirle en el sopor de la estasis química.

—Quítate el chicle —le advirtió Reyan—. Podrías tragártelo.

Paws se lo sacó de la boca, y lo pegó en el lateral del monitor que tenía sobre el cabezal.

—¿Así está mejor? —sonrió—. Ya lo recobraré cuando despierte.

—Deberías habérselo dejado —dijo Keil—. No creo que perdiésemos mucho si se ahogase.

—Eh, gaznápiro, mucho cuidado con lo que dices.

Reyan le descubrió el torso y colocó sobre su cuerpo tres ventosas, una sobre la frente, otra encima del corazón y la tercera en el abdomen. El monitor del cabezal comenzó a registrar las constantes vitales de Paws. Reyan cabeceó aprobatoriamente, afianzó el cuerpo a la cama con un par de cintas de seguridad y cogió una pistola médica, que acercó al antebrazo derecho del hombre.

—Eh, no me dijeron que fueran a vacunarme —protestó Paws.

Reyan apretó el gatillo. La solución química se extendió rápidamente por el torrente sanguíneo del mecánico.

—Bueno, el bello durmiente nos dejará en paz durante una temporada —anunció Reyan—. Gracias al cielo.

—¿Estás seguro de que ya no puede oírnos? —dijo Keil.

—Completamente.

—Bien, pues yo sugiero que nos las arreglemos para dejar a este bastardo en la estación. Sólo nos causará disgustos, y además…

—¿Además qué? —dijo una voz chillona.

Paws, que simulaba estar dormido, los estaba oyendo.

—¿Qué clase de mierda me has metido en las venas, aprendiz de matasanos? —graznó—. Por cierto, ¿desde cuándo un geólogo está capacitado para poner inyecciones? Podrías meterte en un follón con el sindicato de enfermeros.

—No lo comprendo —dijo Reyan, asombrado—. Los efectos de esta droga son instantáneos. Dormiría hasta un caballo.

Nelser arrebató al geólogo la pistola médica.

—Déjeme a mí —colocó el instrumento sobre la yugular de Paws y disparó una nueva carga. Luego comprobó en el monitor que efectivamente la droga había tenido efecto, y para cerciorarse mejor, alzó el brazo de Paws y lo dejó caer—. Ahora sí está realmente dormido.

—No entiendo qué puede haber pasado. Quizás le administré una dosis menor.

—No, Reyan —negó el doctor—. El hecho tiene una explicación más sencilla. Paws ha desarrollado un alto grado de tolerancia a las drogas. Por eso ha necesitado una dosis mayor —señaló el chicle, que el mecánico había pegado en el lateral del monitor—. Contiene alcaloides —aclaró, y volviéndose hacia Keil, dijo—: ¿Era eso lo que iba a decirnos antes?

—Hice algunas averiguaciones sobre él después de comer —reconoció Keil—. Presiento que nos traerá problemas.

—Dejarlo en Lagrange 4 es algo que escapa a mis atribuciones —alegó Reyan—. Ni he escogido a la tripulación de esta nave, ni puedo rescindir su contrato.

—No es necesario rescindirlo. Digamos que no se presentó a tiempo para embarcar —sugirió Keil—. Seguro que lo incluirán pronto en otra nave.

—Dejémoslo estar —Reyan consultó su reloj—. Glae y Nelser, creo que ahora les toca a ustedes.

—¿Está seguro que sabe manejar correctamente ese aparato? —dijo el anciano, acostándose en una de las camas y quitándose la chaqueta.

—Vamos, doctor. Si necesito su ayuda, ya le despertaré, ¿de acuerdo? —Reyan le colocó las ventosas y acercó la pistola al antebrazo, cubierto de un vello escaso y blanco—. La próxima vez que abra los ojos se encontrará a docenas de años luz de la Tierra, desacelerando para situarse en órbita de Nuxlum.

Nelser cerró los ojos. La droga acababa de hacer un efecto inmediato en su organismo. El geólogo ajustó las cintas de seguridad para evitar que el anciano pudiese caer en una sacudida de la nave y se volvió hacia Glae.

—Bien, tú eres la siguiente.

—Preferiría que fuera la doctora Luria quien me atendiese —dijo Glae ásperamente.

Reyan se encogió de hombros y dejó a las dos mujeres solas, mientras se alejaba hacia el puente de mando con Keil.

—No te dormiré hasta que no haya entrado en funcionamiento el conversor de gluones —le dijo Reyan—. Quiero que alguien con experiencia en computadoras esté conmigo cuando el motor principal arranque.

—No tengo la menor idea de ingeniería —admitió Keil.

—Yo tampoco tengo mucha habilidad manejando ordenadores —dijo Reyan—. El proceso de encendido de los motores es bastante seguro, y la separación de los quarks debe dar comienzo unos minutos después de abandonar la estación. Pero si algo sale mal, prefiero a mi lado alguien que sepa entenderse con el piloto automático de la Newton.

Una de las paredes del puente era transparente, y ofrecía la visión del muelle donde la nave esperaba autorización para salir. En las consolas, los procedimientos de comprobación se verificaban sin la menor incidencia. Reyan, con los brazos en jarras, contempló las luces que parpadeaban en los instrumentos un tanto fastidiado.

—Algún día enviarán únicamente monos inteligentes a las colonias —dijo—. La verdad es que los hombres estamos cada vez de más.

Luria entró al puente.

—Glae ya duerme —dijo.

—Deberían realizar una evaluación psiquiátrica del personal antes de contratarlo —observó Reyan, ácido.

—¿Sólo porque no ha querido que tú le colocases las ventosas? —exclamó Luria.

—No sólo por eso. Glae parece una mujer bastante extraña. Sólo hay que verle la cara para darse cuenta —miró a Keil, buscando apoyo a sus palabras.

—El hecho de que vista de negro, o de que no quiera conversar con nosotros, no significa nada —dijo aquél.

—Ya, pero esa expresión suya… Cuando la miras, parece como ausente. No sé si realmente sabe adónde va.

—Lo sabe perfectamente —intervino Luria—. No es estúpida, si es eso lo que insinúas —la doctora echó un vistazo al reloj digital del puente. Quedaban cuatro minutos para el despegue—. ¿No deberías estar ya bajo neuroestasis, Keil?

—Le he pedido que se quede un poco —dijo Reyan—. Por si surgen problemas con los motores. El despegue y el aterrizaje son los momentos más críticos de un viaje estelar.

—Eso es obvio —replicó Luria—. ¿Tienes mucha experiencia en navegación, Reyan?

—Al menos una veintena de viajes, siempre dentro del sistema solar. La navegación interestelar es muy similar. La única diferencia es que dura algo más.

—Atravesar la corriente Lisarz también es otra significativa diferencia —dijo Luria.

—Sí, desde luego. Será toda una experiencia. Lástima que para cuando suceda nos encontremos echando la siesta. Paws y Glae serán quienes estén de turno.

Keil suspiró de alivio. Temía que Luria intentase cometer alguna insensatez provocando un salto descompensado. Pero si iba a estar dormida cuando la Newton alcanzase la velocidad de la luz, no había de qué preocuparse.

La estructura de la nave estaba vibrando.

—Las abrazaderas van a retirarse —advirtió Reyan—. Será mejor que nos sentemos.

Luces rojas comenzaron a girar en la bóveda del puente de mando. Keil ocupó el sillón más cercano y se abrochó el cinturón. El despegue iba a dar inicio.

Las vibraciones volvieron a sacudir el casco. Una pequeña ignición del motor secundario impulsó a la Newton suavemente hacia el vacío interplanetario. La estación disminuyó rápidamente de tamaño en el cristal panorámico, hasta quedar reducida al tamaño de un punto minúsculo. A su izquierda, el disco anaranjado de la Tierra era cada vez más pequeño. Aquella sería la última vez en muchos años que contemplaría su mundo natal. Si es que volvía a la Tierra. Recordó por un instante a su socio, y sonrió al imaginar las calamidades por las que Braj debía estar pasando ahora, mientras él iniciaba su viaje a las estrellas. Por fin sabría aquel parásito lo que significaba trabajar. Si es que no había embaucado ya a alguien para que continuase llevando el taller, mientras él fundía las ganancias en cerveza.

—¿Ya podemos levantarnos? —preguntó Keil.

—Todavía no —le respondió Reyan—. El conversor de gluones va a entrar en funcionamiento.

A finales del siglo XXI, el descubrimiento de un método para fisionar los protones revolucionó la física moderna. Los gluones, partículas elementales que ligan los quarks, atraen a éstos entre sí con una fuerza enorme; virtualmente es como si se hallasen pegados. Gracias a esa demostrada fama de adherencia, los gluones fueron conocidos durante muchos años como un pegamento nuclear imposible de disolver. Pero la palabra imposible, en la Ciencia, es un concepto relativo que varía con los tiempos. La fisión de los componentes de un protón liberaba una cantidad gigantesca de energía, mucho mayor que la generada por los procesos habituales de fusión atómica que tenían lugar en el interior de las estrellas. Tal energía, convenientemente transformada, proporcionaba la aceleración necesaria que hacía posible el viaje interestelar, careciendo de los inconvenientes del combustible químico, utilizado en el pasado sin demasiado éxito durante los primeros escarceos espaciales.

Tras décadas de uso, los conversores de gluones se habían revelado bastante fiables, podían acelerar un vehículo tripulado a velocidades próximas a la luz en pocos meses; e incluso naves no tripuladas en unas semanas, a aceleraciones de vértigo que el organismo humano no resistiría. El problema de la duración de los viajes estelares no radicaba tanto en la fuente de energía como en la fragilidad de los seres vivos que iban a bordo.

Las sondas no tripuladas se habían convertido en una forma barata para explorar la galaxia y buscar mundos interesantes. Miles de vehículos robot circunnavegaban la Vía Láctea, acelerando y desacelerando a velocidades que habrían convertido en pulpa a sus tripulantes de haber existido. Viajaban a miles de años luz de la Tierra y volvían obedientemente al cabo de los años como bumeranes cósmicos, repletos de valiosísimos datos acerca de lejanas estrellas que ningún ser humano había visto jamás. La mayoría de esta información no tenía interés para la labor colonizadora de la Unión interestelar. Muchas estrellas carecían de planetas, o éstos eran gigantes gaseosos donde el asentamiento de colonias no era posible. Pero una pequeña parte de las sondas, alrededor del uno por ciento, encontraba información que los planificadores de la Tierra devoraban con gula.

Y en ese uno por ciento se hallaba Nuxlum.

Explorar sistemáticamente los doscientos mil millones de soles de la Vía Láctea consumiría un período de tiempo muy superior al que la especie humana llevaba existiendo en el universo. Aún suponiendo que las sondas robot estudiasen cien mil estrellas al año, se precisarían como mínimo dos millones de años para que la humanidad consiguiese dar un vistazo somero a la Vía Láctea. Y dos millones de años, en términos prácticos, es un período demasiado largo para obtener resultados. Para los políticos que gobernaban la Unión interestelar, incluso un siglo era demasiado tiempo, y urgían a los científicos a obtener resultados tangibles en términos no ya de décadas, sino de períodos de cuatro o cinco años, que era lo que por término medio duraban sus mandatos antes de la renovación del Congreso. Toneladas de datos sumamente valiosos acerca de la dinámica de las estrellas eran apartados a un lado mientras los investigadores, atosigados por los dirigentes de la Unión, se centraban en la obtención a corto plazo de beneficios económicos.

Para planificar la labor de exploración se escogían estrellas del tipo G similares al sol, descartando por lo general a las gigantes o a las parejas estelares. Eso reducía sensiblemente el número de sistemas a estudiar, pero aún así, seguía siendo inabarcable en términos humanos. La exploración, iniciada a finales del XXI, cumpliría pronto sus primeros cien años de vida, y sin embargo no se había encontrado hasta la fecha un solo planeta comparable a la Tierra, o vestigios acerca de civilizaciones que existieran en la actualidad o hubieran existido en el pasado, o formas exóticas de vida que cautivasen la atención de los ciudadanos. El volumen explorado de la galaxia no había despertado el ansia de los colonos por emigrar en masa a las fronteras, a pesar de que la Unión falseaba deliberadamente sus campañas de publicidad, para dar la impresión de que los mundos similares a la Tierra abundaban como las moscas en verano.

Una parte del cerebro de Keil Parmet tenía plena conciencia de aquel engaño. Sabía que en Nuxlum no encontraría riachuelos, bosques que se perdiesen en el horizonte, ni cordilleras nevadas rodeadas de nubes. Nuxlum tenía todas las probabilidades de ser una roca salpicada de charcos de metano, como sugería Nelser; pero la alternativa de quedarse en la Tierra no se presentaba mucho mejor, y el sueldo que le pagarían era bastante alto y en unicreds no devaluables. Había hecho cálculos, y con el capital e intereses acumulados durante sus diez años de servicio para la Unión podría vivir perfectamente el resto de su vida hasta jubilarse. Además, siempre había querido vivir fuera de la Tierra. Desde pequeño había deseado viajar a las estrellas, su experiencia durante el frustrado viaje al cráter lunar Aristarco espoleó aún más sus ansias por abandonar la Tierra, y ahora por fin había llegado la oportunidad de su vida; con el atractivo añadido de que además le pagarían por cumplir su sueño.

Miró a Luria y se preguntó si los motivos de la mujer serían lo bastante sólidos para que no tuviese pronto que lamentar aquel viaje. Sus razones para dejar la Tierra eran muy diferentes a las suyas. Ella se había quedado sin empleo, y además, sin su único hijo, y todo en un mismo día. Luria no lo resistió. Su decisión había sido irreflexiva e impulsiva; pero en fin, Keil era el primero que se alegraba de que viajase con él. Sobre todo porque iban a pasar mucho tiempo totalmente aislados de la civilización. Y porque Luria, si quería elegir algún hombre entre la tripulación, no escogería al zarrapastroso de Paws, o al anciano doctor Nelser. Se fijaría necesariamente en él, o en Allis Reyan. Y en cuanto al geólogo jefe, si las maledicencias que el doctor le había contado eran ciertas, las opciones de Luria quedarían limitadas a una sola persona.

Keil sonrió, reconfortado por aquel pensamiento.

Las luces de alarma del puente dejaron de girar. Reyan se quitó el cinturón, y Keil y Luria le imitaron.

—El motor principal ha funcionado conforme a lo previsto —dijo el geólogo—. Bien, creo que ha llegado la hora de que te vayas a la cama, chaval.

Keil asintió y se dirigió a la sala de estasis. Recorrió con la mirada los cuerpos de sus compañeros, plácidamente sumidos en una letargia química que disminuía al mínimo sus metabolismos. La expresión de Paws se había congelado en una media sonrisa estúpida. El rostro de Nelser, en cambio, aparecía como enojado, con el labio inferior ligeramente saliente. Glae era la única cuyo semblante no revelaba ninguna emoción. Nadie podría decir que estuviese triste o alegre, parecía como petrificada. Keil sintió escalofríos al contemplarla. Su estado era de una inexpresividad inquietante.

Se tendió en la cama. Luria le colocó las correas de sujeción y le destapó el pecho para colocarle las ventosas. Al adherirse a su piel notó que el plástico estaba frío. Miró a Luria, y ésta le sonrió.

—¿Me despertarás si algo va mal? —preguntó.

Reyan se acercó a la cama.

—Nada va a ir mal. Puedes estar tranquilo.

La pistola descargó un torrente adormecedor sobre sus venas. Keil sintió un sabor agrio en el paladar, y a continuación la habitación se disolvió ante sus ojos.