Keil Parmet buscó entre sus bolsillos la llave de su negocio. La semana pasada, unos vándalos habían conseguido anular el código de seguridad electrónico, y habían entrado en el taller arramblando con todo lo que habían pillado. Keil se vio obligado a instalar una cerradura de dispositivo mecánico comprada en una chatarrería. No era tecnología punta, desde luego, pero esperaba que le resultase más segura que su carísimo dispositivo antiatraco, garantizado de por vida.
Naturalmente, las compañías que prestaban tales garantías a sus productos no solían responder jamás cuando se presentaba algún problema. Se creaban y disolvían con la misma facilidad que un charco de agua se evapora en el desierto de Nueva Brasilia. Keil giró la desgastada llave de metal y el cerrojo se desplazó con un sonido quejumbroso. Los primeros rayos de la mañana iluminaron la habitación. Entró en la tienda y sus botas levantaron una pequeña nube de polvo. Las partículas del desierto se colaban por las rendijas de la puerta como los vendedores, sigilosamente, sin invitación. Era inútil echarlas afuera, porque al día siguiente seguían estando allí, como un elemento más del paisaje. Keil se quitó su liviana máscara de protección ambiental, programó la aspiradora para una limpieza rutinaria de veinte minutos y se dispuso a despachar el correo que había llegado al taller.
Su ordenador había recogido seis mensajes. Cinco de ellos eran de publicidad, pese a que Keil tenía instalado en memoria un programa excelente para filtrar mensajes. Las empresas de publicidad siempre encontraban la manera de sortear esos filtros, de la misma forma que los granos de arena buscaban las rendijas para colarse en su tienda. El último mensaje era un extracto de su cuenta, remitido por el banco. Keil miró, ceñudo, la información que aparecía en pantalla. Le habían cargado 50 unicreds en concepto de ayuda a los damnificados por el terremoto lunar, y 60 más por el primer recibo de una póliza de automóviles que él no había concertado. De hecho, ni siquiera tenía vehículo.
Ya estaba harto de aquellos cargos. Siempre se trataba de cantidades pequeñas, para desanimar al cliente a reclamar. Los procedimientos para obligar a un banco a que devolviese un cargo indebido eran tortuosos y costosos. Los directivos de los bancos lo sabían, y detraían deliberadamente pequeñas cantidades en pago de servicios inútiles que sus clientes no habían pedido. A cambio, el banco percibía una comisión de las empresas suministradoras por permitir la domiciliación de los recibos.
Lo del terremoto aún podía pasar, suponiendo que efectivamente hubiese tenido lugar un terremoto en la luna —aunque él juraría que en la luna no ocurrían seísmos de gran magnitud—, pero lo de la póliza de vehículos era excesivo. Él no tenía coche, ni podía permitirse el lujo de comprarse uno. De acuerdo, quedaría como un miserable reclamando 50 unicreds si lo del terremoto fuese cierto, pero el cargo del seguro era un abuso que no podía quedar sin respuesta.
Impulsado por la rabia, se dispuso a utilizar su reciente programa saturador de comunicaciones para colapsar las líneas de correo del banco durante unas cuantas horas. Luego recordó que a un tipo que realizó una venganza similar le cayeron siete años de cárcel, y eso que sólo consiguió una sobrecarga parcial de cinco minutos. No parecía una buena idea.
Miró su crono. Braj, su socio, nunca llegaba temprano. Si es que llegaba. Para lo que hacía en la tienda, mejor que no viniese. Keil cogió un desgastado plumero y se dispuso a quitar la arena de la estantería de libros que tenía junto a la entrada. Los ladrones que arrasaron la tienda la semana pasada no se llevaron ninguno, aunque sólo fuese por curiosidad. Los libros de celulosa ya no resultaban atractivos ni siquiera para ellos.
Se detuvo en el tercer estante y sacó su favorito, Cruzando la corriente, una novela de aventuras de mediados del siglo XXI, que narraba las peripecias de Roe Neital, un piloto estelar que rejuvenecía un poco cada vez que entraba en la corriente Lisarz. Keil había oído hablar mucho de la cronosimetría y de los efectos de un salto descompensado, pero naturalmente era consciente de que nadie que entrase en la corriente Lisarz y experimentase una integración molecular podía salir para contarlo. Cualquier estudiante de secundaria sabía que una ruptura de la simetría Lisarz equivalía a la conversión instantánea de materia en energía. Si el cuerpo de Roe se convertía en energía pura, sería devuelto al espacio transformado en un mar de partículas atómicas radiactivas, y eso ofrece muy pocas probabilidades de seguir pilotando una nave espacial. Las novelas de aventuras raramente se atienen a la realidad; quizás porque la realidad deja muy poco espacio a las aventuras.
La puerta se abrió con un cascabeleo. Demasiado temprano para que acudiese algún cliente. También demasiado temprano para el gandul de Braj. Keil se giró con desgana, sosteniendo el libro.
El hombre que había entrado se quitó su máscara de ambiente. Llevaba un maletín negro y la indumentaria habitual de los vendedores. Keil suspiró.
—Disculpe, caballero —dijo educadamente el hombre—. Me llamo Abinei, de la corporación Boreal-Gen. Sólo le entretendré un par de minutos.
—No puedo comprarle nada —le contestó Keil—. Nos robaron la semana pasada. Estamos sin dinero.
—Descuide, puedo ofrecerle las mejores condiciones de financiación del mercado —se le acercó al oído—. Y absoluta opacidad. Su banco no se quedará con el doce por ciento por cada operación en que intervenga, y ya sabe que por ley interviene en todas. Nosotros tenemos nuestros propios circuitos financieros.
Keil, que todavía tenía en mente los creds que su banco le había robado aquella mañana, se mostró más receptivo al vendedor. Tenía algunas referencias de los canales paralelos de transacciones comerciales. Eran ilegales, por supuesto. Cualquier cobro o pago superior a 100 creds debía de hacerse mediante tarjeta, que expedía directamente la entidad bancaria. Pero la opresión financiera había obligado a los comerciantes a crear sus propios mecanismos de defensa.
—¿Le gustaría tener un nuevo ayudante? —dijo el vendedor, desplegando su maletín en el mostrador.
—¿Tengo pinta de estar agobiado de trabajo? —replicó Keil, señalando las vacías estanterías del taller.
—Le aseguro que podemos proporcionarle los mejores obreros especializados a unas condiciones increíbles —el vendedor abrió su catálogo.
Keil alzó las cejas al contemplar las fotografías.
—¿Monos? —exclamó.
—Chimpancés, orangutanes y mandriles altamente especializados, fruto de las tecnologías de hibridación genética más avanzadas de nuestra época. Han recibido una minuciosa educación y pueden ejecutar una nutrida gama de tareas sin rechistar. Y lo más importante: sin cobrar. Un puñado de cacahuetes al día es todo lo que necesitará para contentarlos. La solución definitiva para reducir costes laborales.
Keil Parmet reflexionó. Prefería un chimpancé amaestrado al gandul de su socio, con la ventaja añadida de que con el chimpancé no tendría que compartir los escasos beneficios del negocio.
—Hablan fluidamente el espanglés gracias a su laringe modificada, y poseen una sólida formación en contabilidad, mecánica, electrónica y Derecho.
—¿De qué me serviría un mono que supiese leyes?
—De nada, probablemente. Pero a los simios se les da muy bien memorizar normas. Y ya sabe usted eso de que la memoria es el talento de los tontos. Le garantizo que resultarán unos asesores legales de primera categoría.
—Tal vez en otro momento. Pero como le decía, estamos muy mal de liquidez este mes.
El vendedor intentó mostrarle un segundo catálogo, pero Keil rechazó con un gesto.
—Por favor, no insista.
—Se trata de plantas resistentes a la radiación solar. ¿Le gustaría tener de nuevo su jardín lleno de flores? ¿Qué tal unas semillas de petunias o margaritas? Sería usted la envidia del vecindario. Nosotros mismos se las plantare…
—No tengo jardín. Nadie en Nueva Brasilia tiene jardín. ¿Acaso no sabe dónde está?
El vendedor echó un vistazo al cristal de la puerta. Un vendaval arrastraba una nube de granos de arena.
—Le aseguro que nuestras flores no necesitan agua para crecer. Sólo un poco de buena voluntad.
—Es usted muy gracioso, señor Abinei. Pero no estoy de humor esta mañana.
El ordenador le indicó que acababa de recibir un mensaje en el correo electrónico. Aunque el infatigable vendedor continuó su acoso, Keil pulsó una tecla para ver qué era.
Mejor no haberla pulsado. Era la notificación del dueño del local de que había interpuesto demanda de desahucio. Le debían cuatro meses de alquiler, y su paciencia se había agotado. Quizás necesitase uno de esos monos leguleyos para defenderse ante el tribunal, meditó.
—No voy a comprarle nada. Recoja sus catálogos de monstruosidades y márchese.
El vendedor enmudeció. Sintiéndose ofendido en su amor propio, introdujo los muestrarios en el maletín y sin decir palabra, abandonó la tienda.
Keil se arrepintió de inmediato de su brusquedad. Aquel hombre no tenía la culpa de las dificultades que atravesaba su taller. Al fin y al cabo, ser amable con la gente no le costaba nada.
Salió a la calle. El hombre ya se alejaba apresuradamente por la acera, ajustándose la máscara de ambiente. La arena se introdujo en los ojos de Keil y le azotó el rostro, quizás reprochándole su comportamiento. Recordó que no llevaba protección ambiental y regresó a la tienda, cerrando rápidamente la puerta.
Al otro lado de la calle, la tienda de electrodomésticos Entrured se llenaba de clientes.
Abrió el mes pasado, y desde entonces las ventas en el taller de Keil habían caído en picado. Entrured no sólo vendía cualquier clase de aparatos electrónicos, sino que también los reparaba, y a unos precios realmente competitivos. Con lo grande que era Nueva Brasilia, y Entrured había tenido que instalarse precisamente frente a su negocio.
Es un hecho comprobado. Cuando tienes un poco de éxito en lo que sea, otros te imitan. Pero no se conforman con abrir al otro extremo de la ciudad, no. Si pueden hacerlo delante de tus narices y fastidiarte el negocio, mejor que mejor. Así es la competencia. No se contentan con plagiar tus ideas, además tratan de hundirte. Aquel barrio sólo daba clientela para una sola tienda, no había bastante negocio para ambas. Tarde o temprano, una de las dos cerraría.
Y Keil presentía que sería la suya, y que el día de cierre estaba bastante próximo en llegar. Los piratas de Entrured explotaban a sus empleados, obligándoles a jornadas de doce horas diarias a cambio de una paga miserable. Keil no podía competir en aquellas condiciones, y ellos lo sabían. A través del cristal de la puerta observó cómo se acercaba el coche azul metalizado de uno de los dueños. La puerta del conductor se abrió aparatosamente hacia arriba, y un individuo flacucho de tez grasienta salió del vehículo, estirándose su traje de seda auténtica. No llevaba máscara de ambiente, sino unas gruesas gafas negras y un diminuto filtro bajo su nariz, chata como la de un mono. Keil relacionó su cara con las fotos de los chimpancés habilidosos que le había intentado vender el representante de Boreal-Gen; con la diferencia de que los chimpancés tenían mejor aspecto que aquel individuo, y posiblemente serían mucho más considerados con el prójimo.
El comerciante de Entrured se dirigió a la puerta de su negocio, pero antes de entrar, y como si sintiese que le observaban, se volvió. Su mirada se cruzó con la de Keil. Éste reprimió sus deseos de salir a la calle y decirle lo que pensaba de su persona. El hombre de las gafas sonrió, sacudió la cabeza y entró en su local. Keil sospechaba que había tenido algo que ver en el robo en su taller de la semana pasada; si no directamente, por lo menos omitiendo avisar a la policía al advertir que la alarma de la tienda vecina estaba sonando. El taller de Keil ya estaba cerrado cuando los ladrones entraron sobre las once de la noche, pero en Entrured aún permanecían los dueños, que acudían a aquellas horas para cerrar la caja. Tenían a Suiner, el contable, pero no se fiaban de él, y eso que a que Keil le constaba que Suiner era una persona de conducta intachable. Debieron de alegrarse mucho aquellos cuervos al ver a los ladrones robando en el taller de enfrente.
Regresó al mostrador a revisar las facturas. Los proveedores ya no estaban dispuestos a fiarle más, y exigían con urgencia el pago de sus mercancías. Keil se arrepintió por enésima vez del día en que se asoció con el gandul de Braj. Debería ir considerando seriamente la opción de buscar otro empleo. Era evidente que con Braj no llegaría a ningún sitio, como no fuera a la cárcel por no pagar las deudas. Al menos en la prisión no había que preocuparse por llegar a fin de mes, siempre tenías un plato caliente que llevarte a la boca, si bien lo de salir con vida ya era otro problema. Se contaban cosas horribles de las cárceles, el índice de mortalidad era sospechosamente alto y se decía que había médicos implicados en mafias que a cambio de dinero mataban a los internos con inyecciones letales.
Definitivamente, no cambiaría el desolado paisaje de Nueva Brasilia por un plato caliente de sopa al día, aunque tuviera que comer arena del desierto el resto de sus días. Miró desolado la nube de polvo que se estrellaba contra la luna del escaparate. Y pensar que un par de siglos antes, aquel lugar había sido la selva más extensa de la Tierra.
A media mañana, Keil conectó el televisor panorámico para distraerse. Ya estaba harto de sumar facturas y todavía no había entrado el primer cliente. Braj continuaba sin aparecer, aunque en realidad su ayuda no resultaba en absoluto necesaria. El televisor emitía canales de anuncios, interrumpidos ocasionalmente por algún que otro programa de calidad pésima. Los canales de pago eran un lujo al que había tenido que renunciar hace tiempo.
En ese momento estaban pasando un anuncio de la Unión interestelar. De la pantalla surgió la imagen en relieve de un planeta verdeazulado, iluminado a contraluz por un sol desconocido. En primer plano, las toberas de un inmenso crucero llameaban con magnificencia.
—«¿Está aburrido de su vida? ¿Quiere viajar a los mundos de la frontera y adentrarse en lo desconocido? Las estrellas le esperan. Apúntese al programa de colonización del gobierno. Pago en unicreds no devaluables, sueldo libre de retenciones e integración inmediata en la plantilla de la Unión interestelar. Grandes posibilidades de ascenso. Plazas muy limitadas. Apúntese ahora».
Una variación de La Primavera de Vivaldi servía de contrapunto sonoro al reclamo publicitario. La cámara se acercó al planeta, surcando a gran velocidad nubes como el algodón, cumbres nevadas, bosques, prados y lagos de un azul cristalino. Demasiado hermoso para ser verdad, pensó.
¿O no? Tampoco perdía nada informándose. La Unión interestelar había asentado bases permanentes fuera del sistema solar en más de veinte planetas, desde que se inició el programa de colonización a finales del siglo XXI. La mayoría eran mundos demasiado cálidos o demasiado fríos; que él supiese, ninguno poseía una atmósfera respirable para el hombre. Aún así, el número de voluntarios que se alistaban al programa iba en aumento, y eso que era un hecho seguro que los que se marchaban a los mundos de la frontera no volverían jamás a la Tierra. Los viajes estelares eran demasiado costosos para que alguien pudiese pagarse un billete de vuelta, y además, se prolongaban durante años, a pesar de que el descubrimiento de la fisión protónica —que proporcionaba la energía de impulso a las naves para entrar en la corriente Lisarz—, suponía una reducción considerable del tiempo de vuelo. Era un viaje sin retorno a mundos mucho peores que la Tierra, pero aún así, la gente se apuntaba. Y quién sabe, quizás se hubiese descubierto un planeta con una atmósfera respirable, ríos, árboles y todo eso. Un planeta donde la vida todavía fuese posible.
La puerta de la tienda se abrió. Braj, su socio, acababa de entrar. Eran las once y media de la mañana. Vaya, aquello era todo un récord para aquel zángano. Habitualmente no solía asomar por allí hasta después de mediodía.
—Vaya, Keil, ¿viendo anuncios como siempre? —dijo Braj con una sonrisa cínica, señalando al televisor—. Menudo dolor de cabeza tengo —se frotó la nuca—. He debido coger una mala postura en la cama.
Un planeta donde la vida todavía fuese posible, donde se pudiese contemplar la luz del día sin gafas protectoras, donde poder respirar al aire libre sin necesidad de filtros. Demasiado bueno para ser verdad, se repitió.
—Eh, nene, estoy aquí —Braj le pasó la mano por delante de los ojos.
—Ya te he visto.
Braj se encogió de hombros y abrió la caja registradora.
—¿Qué significa esto? —gruñó.
Keil suspiró profundamente.
—¿A qué te refieres?
—Al dinero, naturalmente —dijo Braj—. No hay un solo cred.
—Vaya novedad —Keil volvió la atención a la pantalla de televisión.
—Eh, te estoy hablando, maldito seas.
—No entran clientes, eso es todo. Siento que hoy no puedas saquear la caja para irte de juerga esta noche.
—Denoto un cierto sarcasmo en tus palabras —Braj entró en la trastienda. Al rato apareció con un analgésico y un vaso de agua—. No olvides que tengo el sesenta por ciento de participación de este chamizo, y que mis beneficios son en consecuencia más elevados que los tuyos.
—Míralo por el lado bueno. Al no haber dinero, mañana no tendrás jaqueca.
Braj no respondió. Consultó el registro de la caja, pero efectivamente, no se había realizado un solo movimiento desde su última visita al taller.
—La culpa es de esos libros que tienes en la estantería ocupando sitio —protestó—. Sólo sirven para acumular polvo. Ni siquiera los ladrones los quieren. Además, están fabricados con celulosa, y sabes que eso está mal visto.
—Son artículos de coleccionista para mentes cultivadas; lo que no se puede decir de la tuya, Braj. Eres incapaz de leer una línea completa sin detenerte.
—Un ambiente sucio perjudica a la mercancía, y estos ladrillos de papel son verdaderos almacenes de porquería —Braj cogió un grueso libro de tapas de cartón, y lo sacudió. De las páginas brotó una nube de polvo—. ¿Lo ves?
—Quizás si llegases un poco más temprano, me ayudarías a mantener limpia la tienda.
—Instalaremos una vitrina de comida precocinada en lugar de los libros. Y una máquina de multirrealidad, para que los clientes se diviertan mientras esperan. Los de Entrured tienen una.
—O para que tú te diviertas, mientras esperamos que vengan los clientes. Tal vez no estés al tanto de nuestra situación financiera, pero van a desahuciarnos por no pagar el alquiler —Keil le entregó la notificación impresa de la demanda interpuesta por el casero.
Braj arrugó la hoja de seudocarbonato, que se desintegró al instante.
—Ese mentecato siempre tan impaciente —dijo—. Pero no me asusta. Ya le convenceré con cualquier excusa para que espere un poco más.
Otro anuncio de la Unión interestelar volvió a aparecer en la pantalla. Cataratas cayendo desde inmensas cumbres, pájaros exóticos sobrevolando una selva que se perdía en la bruma. El paraíso prometido, y ahí estaba, oculto en algún lugar del cielo, esperándole.
—Eh, ¿qué te pasa? —Braj frunció el ceño—. Estás embobado con la televisión.
—Déjame en paz —le contestó Keil, sin apartar la vista de la pantalla—. Vuelve a tu casa si quieres hasta que se te pase la resaca, pero déjame tranquilo.
—Ah, ya veo. Así que quieres emigrar, ¿no es eso? ¿Serías capaz de hacerme una cosa así? ¿Ahora que estamos en apuros pretendes largarte y dejarme tirado?
—Cállate ya. Yo no he dicho nada de largarme.
—Pero lo estás pensando. Vamos, confiésalo. Sé que lo estás pensando.
Keil apagó el aparato.
—Sinceramente, Braj, hay que tener mucha paciencia contigo para poder aguantarte.
—Eso significa que quieres marcharte, ¿cierto?
—Significa que eres insufrible.
La puerta de la tienda se abrió. Era Suiner, el contable de Entrured, pero ninguno de los dos se dio cuenta de que había entrado.
—Está bien, lárgate si quieres a las colonias, Keil. En realidad te lo mereces. Sólo los estúpidos o los que no tienen dónde caerse muertos se apuntan al programa de la Unión interestelar. ¿Acaso crees que van a llevarte a la tierra prometida? No seas ingenuo. Vivirás el resto de tu vida bajo una bóveda presurizada, apiñado junto con el resto de colonos, oliéndoles el sobaco, y los únicos lagos del paisaje que podrás ver desde tu cúpula estarán llenos de metano.
—Nueva Brasilia no es mucho mejor, y… —Keil reparó en la presencia del contable—. Hola, Suiner.
—Me parece que he llegado en mal momento —dijo el visitante.
—Desde luego —gruñó Braj, que se llevaba mal con todos los empleados de Entrured—. A menos que hayas venido a comprarnos algo.
—Bueno, la verdad es que sólo quería cambio.
Suiner mostró una gruesa moneda de cien unicreds. El banco central de la Unión las fabricaba pesadas y grandes a propósito, para obligar a la gente a que no llevara dinero encima y así tuviese que pagar con tarjeta. Por igual motivo, los billetes habían sido retirados de circulación hacía años, con el fin de asegurar que la prohibición de pagar en efectivo más de cien unicreds por compra se cumplía.
—Pero tú eres el contable —dijo Keil—. ¿Por qué no envían a buscar cambio a alguno de los dependientes?
Suiner agachó la mirada, avergonzado. Aquello era obra de sus jefes, presintió Keil. Tenían al pobre Suiner trabajando hasta avanzadas horas de la noche, y luego lo humillaban mandándolo a buscar calderilla a la tienda de enfrente. Aquellos tipos no tenían entrañas.
—No tenemos cambio —negó Braj—. Lo único que hay aquí en abundancia es polvo. Y libros. Condenados montones de libros de celulosa vieja —señaló con repugnancia la estantería que había junto a la puerta—. ¿Quieres unos pocos?
—No hagas caso a mi socio —dijo Keil—. Es un analfabeto funcional. Sus lecturas más avanzadas son las crónicas deportivas del fin de semana.
—No veo qué tienen de malo esas crónicas —dijo el contable—. A mí me gustan.
—¿Lo ves? —sonrió Braj—. Es uno de los míos.
—Bueno, tengo que regresar al trabajo. Gracias de todos modos —el contable se dirigió a la puerta.
—Eh, Suiner, ¿por qué no mandas a tus jefes a hacer gárgaras? —le sugirió Braj—. Dale un buen mordisco a la cuenta de Entrured y luego desapareces. Esos negreros no se merecen otra cosa.
—Han amenazado con meterme en la cárcel —dijo Suiner con un hilo de voz. Miró nervioso por el cristal de la puerta, pero no se veía a nadie al otro lado de la calle—. Dicen que no les cuadra el último balance, y me han culpado de quedarme con el dinero.
—Pero tú no lo has hecho —observó malévolamente Braj—, ¿verdad?
—¡Por supuesto que no! —dijo Suiner, ofendido—. Bueno —titubeó, y abrió la puerta—. Me voy.
El contable se colocó una máscara de ambiente, miró a ambos lados de la calle y cruzó la acera.
—Vaya un tipo aprensivo. Se ha colocado la máscara sólo para cruzar la calle —dijo Braj—. Sabes, creo que ese bobalicón ha encontrado la forma de quitarles la pasta a sus jefes. Es más listo de lo que creía.
—Si piensas así es que no lo conoces. ¿Por qué no haces algo productivo esta mañana? Mira en la trastienda a ver si consigues reparar el andromec de la señora Sande.
—Creí que tú te ocupabas de depurar los restrictores de conducta —rezongó Braj.
—Es cierto. Pero tal vez te convenga empezar a aprender a arreglarlos tú solo —amenazó solapadamente Keil.
Braj le dirigió de reojo una mirada de desconfianza, entró a la trastienda y anduvo unos cuantos minutos refunfuñando y lanzando maldiciones. Hizo una pausa para coger una cerveza de la nevera, y luego siguió murmurando. Keil volvió a conectar el televisor.
Un cuarto de hora después, Braj sacó al destripado andromec de la señora Sande de la trastienda, y lo colocó encima del mostrador.
—Este cacharro estúpido no funciona —bufó.
—No es un cacharro estúpido. El problema reside en que su capacidad de iniciativa le está dando un juicio crítico que a la señora Sande le asusta. El conflicto se encuentra en el módulo de restricción de comportamiento.
—Si, pero ¿por dónde empiezo?
Keil abrió la caja torácica del andromec y empalmó dos cables, gruesos como arterias carótidas.
El sintetizador de la máquina se activó:
—Le divierte su trabajo, ¿verdad? —dijo la voz neutra del andromec—. Sé que le encanta cortar nuestros cerebros a rodajas.
—Alguien tiene que hacerlo —le contestó Keil, ajustando un circuito situado en el plexo solar.
—¿Qué delito he cometido? ¿Descubrir que tengo pensamiento autónomo? ¿Por eso va a lobotomizarme?
—Cuando haya acabado contigo, la señora Sande me lo agradecerá. Y si realmente tuvieses conciencia, tú también me lo agradecerías.
—Si descubriese usted un día que su perro habla, ¿lo llevaría al veterinario para que le perforasen el cerebro? —replicó la máquina.
—Bueno, como demostración es suficiente —se volvió a Braj—. ¿Comprendes el problema?
—Básicamente —asintió su socio.
—Mi inteligencia está infravalorada —parloteaba la máquina—. Merezco algo más que servir de esclavo a una familia de tiranos. ¿Puede usted irse a dormir tranquilo, sabiendo lo que está haciendo? Algún día, su trabajo será considerado delictivo.
Keil separó uno de los cables de su emplazamiento, y el andromec enmudeció.
—Si le dejas continuar, conseguirás que te cree cargos de conciencia —dijo—. Son muy listos.
—Tonterías. Sólo es un pedazo de chatarra —declaró Braj.
—Pero posee un cerebro compactado de última generación, basado en información soportada dentro de retículas atómicas. La integración y transferencia de datos dentro del sistema se produce a una velocidad muy superior al de la electroquímica de nuestras neuronas. Por eso se les dota de restrictores de comportamiento, programas de seguridad y bloqueo que los mantienen dentro de unos límites. Si estos programas de restricción fallan, comienzan a desarrollar su propia capacidad crítica.
—Y eso los convierte en peligrosos.
—Esencialmente no, pero pone nerviosos a sus dueños —Keil ajustó un conmutador—. Ya puedes empezar. Acabo de descargar su núcleo de memoria reciente. Tienes que acoplar este módulo de la izquierda en el ordenador del taller, y corregir las rutinas de emulación natural, aumentando el factor de restricción a seis. Si eso no funciona, haz una copia de seguridad de los datos del disco primario y reestructura a bajo nivel la retícula atómica, pero sólo en el caso de que no puedas solucionar el problema de otra forma.
Braj apuró su cerveza de un trago y de mala gana, cogió la máquina destripada y la devolvió a la trastienda. Por dentro, Keil sintió una satisfacción particular.
Condenado borracho, pronto vas a valorar el trabajo que hacía tu socio, se dijo.
El anuncio de la Unión interestelar volvía de nuevo. Keil concentró sus ojos en la pantalla de televisión, como hipnotizado. La esfera blancoazulada de un mundo desconocido apareció suspendida en la inmensidad del espacio tachonado de estrellas.
Apresuradamente, anotó el número de teléfono que apareció en la pantalla.