Premonición

Desde que le alcanzaba la memoria, Maya siempre recordaba haber tenido sueños premonitorios. Sueños que se diferenciaban claramente del resto; que siempre, sin excepción, se cumplían. Esa especie de rigor casi científico, lejos de ser algo positivo, la había llevado a la circunstancia actual, una que, si sus sueños no la engañaban, duraría el resto de su vida.

Despertó empapada en sudor. Su corazón latía acelerado por lo violento de la pesadilla que acababa de tener. Sabía que era una de aquellas, de las reales, de las inamovibles. Dios sabe cuántas veces trató de alterar el curso de uno de esos augurios. Jamás, ni siquiera en los casos en que la realidad soñada tenía una importancia mísera, conseguía variar un ápice el resultado final. Sin embargo, nunca había soñado algo de aquel calibre, algo tan terrorífico y atroz que el solo hecho de pensarlo le revolvía el estómago. Aquello superaba con creces los límites de lo aceptable, y por muchas pruebas que tuviese de la invariabilidad de los resultados, de su incapacidad para distorsionar la realidad soñada, no podía quedarse impasible. Quería creer que había una posibilidad, aunque fuera ínfima, de detener, de variar, de alterar aquel final; estaba prácticamente convencida de ello. Repasó el sueño en su cabeza más de mil veces. Tenía que encontrar un fallo, una pista, una rendija, por estrecha que fuese, que le permitiera romper aquella cadena de acontecimientos. Agarró una hoja y un bolígrafo, y escribió al detalle todo lo que había soñado. Cuanto más tiempo tardase, más riesgo había de que se le olvidara algo.

Me veo a mí misma en el salón de la casa, leyendo tranquilamente. Por la luz del sol puedo deducir que debe de ser cerca del mediodía; entre las doce y las tres de la tarde, para ser más precisos. De pronto se oye un estruendo similar al sonido que hace un cristal al romperse. Jeff dice alguna cosa en voz alta, aunque no consigo descifrar sus palabras.

—Amor, ¿qué ocurre? —pregunto mientras me incorporo.

Nadie responde. Me acerco a la habitación de Julia, mi hija de un año. Parece que el ruido proviene de ahí. La oigo llorar. La puerta está entornada. La abro ligeramente y veo a Jeff con Julia en brazos y blandiendo un trozo de cristal con la mano derecha. Parece completamente fuera de sí.

—¡Jeff! ¿Qué haces?

—¡Vete!— me contesta, con el rostro desencajado.

De pronto viene hacia mí con actitud amenazadora. Cierro la puerta y corro hacia la cocina en busca de un cuchillo. Cuando la abro de nuevo, veo a Julia inmóvil, tendida en la alfombra y cubierta de sangre, y a Jeff con las manos ensangrentadas.

—¡Jeff! ¿Qué has hecho?…

Ahí termina el sueño.

Por más que repasó la escena una y otra vez, no logró comprenderla. ¿Por qué iba Jeff a hacerle daño a su hija? No era lógico, él adoraba a Julia. Desde que había llegado a este mundo, Jeff vivía por y para ella. Era tal el amor que le profesaba que incluso Maya había llegado a sentirse celosa. ¿Qué podía llevar a alguien a hacer algo así? Su mente iba a mil por hora. Había un tema que no dejaba de inquietarla: ¿cuándo se suponía que iba a ocurrir aquello? Trató de repasar el sueño buscando algún elemento que pudiese indicarle una fecha, pero no fue capaz de encontrar nada.

Desde el mismo instante en que Jeff llegó a casa aquella tarde, Maya no le quitó ojo. Por la noche no logró dormir. A la mañana siguiente volvió a repasar punto por punto toda la escena.

—¡Tiene que ser un fin de semana! —exclamó.

Jeff no comía en casa los días laborables, y en su sueño la tragedia sucedía, como mucho, durante las primeras horas de la tarde.

El primer fin de semana fue muy estresante; no se separó de Julia ni un momento. Jeff empezó a darse cuenta de que algo extraño ocurría. Su mujer no podía seguir así: lo insostenible de la situación iba a acabar con su salud y con su matrimonio. Durante la siguiente semana Maya dedicó su tiempo a elaborar un plan mejor. Era necesario encontrar una brecha que le permitiese modificar el curso de los acontecimientos. ¿Y si se llevaba a la niña lejos de allí? Sabía que justificarlo le sería muy complicado. Jeff no aceptaría separarse de su hija sin un motivo concreto. ¿Y si durante los mediodías del fin de semana llevase encima algún tipo de arma? Según el sueño, su marido mataba a la niña mientras ella iba a la cocina a por un cuchillo. De haber entrado armada la primera vez, quizá pudiera haberlo impedido. Recordó entonces la vieja Magnum que su padre guardaba en la caja de seguridad.

Era sábado, y después de comer Jeff se fue al cuarto a echarse un rato mientras ella leía tumbada en el sofá del salón. Estaba nerviosa, así que hizo un esfuerzo por tranquilizarse. De pronto sonó un estruendo similar al sonido que hace el cristal al romperse. Al fondo se oyó la voz de Jeff diciendo algo que Maya no alcanzaba a descifrar.

—Amor, ¿qué ocurre? —preguntó, mientras se incorporaba.

Nadie respondió. Aquello le era familiar.

—¡Está pasando! —exclamó, mientras corría rumbo a la habitación de su hija.

Se acercó al cuarto de Julia rápidamente. Abrió la puerta con determinación y vio, tal como temía, la escena de su sueño. Jeff tenía a Julia en brazos, y un trozo de cristal en la mano derecha. Parecía completamente fuera de sí.

—Jeff! ¿Qué haces? —chilló, intentando detenerlo.

—¡Vete! —contestó Jeff, con el rostro desencajado.

De repente empezó a andar hacia ella. Maya sacó el revólver y le apuntó, resuelta.

—¡Maya! ¿Qué haces?…

Sin dudarlo, disparó a Jeff entre los ojos, y este cayó desplomado al suelo. Maya avanzó a toda prisa hacia él y agarró a Julia. Lo había logrado, pensó, había encontrado una brecha. En ese instante sintió una fuerte punzada en la espalda, y un dolor agudo atravesó todo su cuerpo.

Despertó tumbada en una cama de hospital.

—¿Dónde estoy?

—En el hospital de Saint Bartholomew’s. Lleva usted inconsciente cerca de dos días —le dijo un policía que estaba al pie de la cama.

—¿Y mi hija? ¿Dónde está? ¿Qué pasó? ¿Quién…?

—¿Qué recuerda?

—¿Y mi hija?

—Desgraciadamente su hija está… —dijo el policía, bajando la mirada.

—¿Muerta? ¡No! Pero si yo lo maté, él no pudo matarla… ¡No pudo!

—¿Él? ¿Quién? ¿Su marido?

—¡Jeff, sí! —exclamó Maya, deshecha por el dolor.

—Pero… ¿por qué mató a su marido?

—¿Por qué? Porque iba a matar a mi hija.

—¿Qué? Eso no es lógico. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Tenía un cristal en la mano derecha y a la niña en brazos. Se acercó en actitud agresiva y con la cara desencajada, y yo, yo le disparé, y…

—¿Y?

—¿Quién…? ¿Qué me ha pasado?… ¿Por qué estoy aquí?

—Alguien entró a robar por la ventana del cuarto de su hija. Suponemos que su marido lo oyó y fue a ver qué había pasado.

—¿Un ladrón? ¡No!… Yo no vi… no puede ser… no.

—Pensamos que su marido cogió a la niña en brazos para protegerla y estaba ahuyentando al ladrón cuando usted irrumpió en la estancia.

—¿Proteger? —preguntó Maya, perpleja, mientras en sus ojos se podía observar que se hallaba en estado de shock.

—Después de que le disparara, el ladrón le clavó a usted un cuchillo en la espalda.

—¡No… no puede ser! Yo no vi… —contestó, y, tras un fallido intento de levantarse de la cama, se dejó caer, vencida por el dolor.

Maya estaba destrozada, abatida por un cúmulo de noticias que se sentía incapaz de procesar. Su niña, su pequeña, ya no estaba a su lado, y ella había sido la única culpable de su muerte y la de su marido. Deshecha, rompió a llorar sin consuelo hasta quedarse vacía de lágrimas. El policía, ayudado por una enfermera, intentó devolverla a la cama.

—Tiene que descansar —apuntó la enfermera, ahuyentando al policía.

—Probablemente estuviera escondido detrás de la puerta cuando usted entró. Lo siento —añadió él, haciendo caso omiso a la enfermera.

—¡Dios! Y yo… yo maté a Jeff… ¡Mi niña, mi niña! ¡No! —dijo, desmoronándose por completo.

—¿Puede explicarme qué hacía usted con un revólver? —preguntó el agente al cabo de algunos minutos.

Cuando Maya consiguió recuperar la calma, trató de contarle a la policía lo de sus premoniciones, pero nadie la creyó.

Al cabo de unos meses un diario local se hizo eco de la noticia. En el artículo se recogían las declaraciones que Maya realizó durante el juicio:

Me llamo Maya Rodale y tengo treinta y dos años. Hace un mes que me quedé viuda y sin mi hija. Desde entonces estoy parapléjica por una lesión medular producida por arma blanca y afronto una condena de diecisiete años de prisión por homicidio en primer grado. Ahora sé que el curso de las premoniciones se puede alterar; la cuestión es si es aconsejable hacerlo.