El Trampolín de la Muerte

Era tarde, y estaba muy cansado. Aquella noche los ochenta y cinco kilómetros que hay entre las poblaciones de San Francisco y Mocoa, en el Putumayo, resultaban especialmente oscuros, solitarios e inhóspitos. El cielo encapotado amenazaba lluvia, y el viento doblegaba las copas de los árboles generando una imagen casi fantasmagórica. Subí ligeramente el volumen de la música para no dormirme y tomé un trago de Coca-Cola. Aunque aquel tramo de carretera no era muy largo, lo sinuoso del trazado lo hacía especialmente fatigoso y comprometido. Fue entonces cuando la vi, a lo lejos, sentada en la cuneta, temblando de frío. Aunque la idea de parar no me hacía demasiada gracia, me parecía casi inhumano dejarla allí. Reduje la marcha del coche y me acerqué lentamente para observarla con más detenimiento. La chica no parecía peligrosa; su aspecto, lejos de generar desconfianza, despertaba ternura. Me pareció de fiar. Finalmente me detuve.

—Gracias por recogerme —dijo ella, acercándose—. Creí que iba a morirme de frío.

—¿Adónde vas? —le pregunté.

—A Mocoa —contestó—. Por cierto, mi nombre es Monica.

—Andrew —respondí, dándole la mano—. ¿Y qué hacías aquí sola, en mitad de la nada?

—Es una larga historia —respondió, intentando escurrir el bulto.

—Tenemos tiempo —contesté, lleno de curiosidad.

—Bien, es sencillo. Me peleé con mi chico y me hizo bajar del coche. De eso hace dos horas.

—Pero… Hay que ser hijo de…

—Prefiero no pensar en él. Ahora sí que se acabó; para siempre —añadió ella, con los ojos humedecidos.

—¿Quieres que ponga la radio? —pregunté, procurando cambiar de tema.

—Sí, está bien.

Mientras sonaba la música, Monica observaba el paisaje por la ventana. Parecía muy triste, y apenas me prestaba atención. La miré de reojo. Era joven, tendría veinticinco años como mucho. Su melena castaña lucía bastante alborotada, lo que resultaba lógico tras haber pasado varias horas a la intemperie. Al contemplar su rostro de nuevo, esta vez con mayor atención, descubrí una pequeña brecha en su frente.

—Tienes una herida en la frente —le dije, pensando que quizá se habría golpeado con algo al bajarse del coche.

—Lo sé, es de la caída.

—¿Caída? —pregunté, sin entenderla.

—Sí, cuando me tiré del coche en marcha —dijo ella, para mi desconcierto.

—Pero ¿no decías que tu novio te obligó a bajar del automóvil?

—Más o menos —respondió, con una extraña sonrisa en el rostro.

Confundido por su respuesta, la miré con suspicacia. En mi interior algo me decía que aquella muchacha escondía alguna cosa.

—A ver —dije, ralentizando la marcha—. ¿Qué es exactamente lo que ha pasado?

—Pues eso, que discutimos y yo decidí que no quería seguir viaje con él.

—¿Y te lanzaste en marcha?

—Sí —dijo, escueta.

—¡Podrías haberte matado! —respondí.

—De hecho lo hice. —Una sonrisa se dibujó en sus labios.

—¿Cómo? —pregunté, con los ojos abiertos.

En ese preciso momento, una inquietante voz masculina que procedía de la parte trasera del coche añadió:

—Tendrías que haberte suicidado conmigo. Hubiera sido más romántico.

Atemorizado, miré por el retrovisor. Allí, como si de una aparición se tratase, vi a un chico completamente bañado en sangre. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda; me giré con brusquedad, pero el asiento trasero volvía a estar vacío.

—No se moleste en buscarme. Yo también estoy muerto, y a diferencia de Monica a mí no me gusta demasiado que me vean —dijo la voz en tono irónico, obligándome a mirar el espejo de nuevo.

—Usted también lo estará en breve —añadió la chica, riéndose.

Histérico, aterrado, frené bruscamente el vehículo, que dio varias vueltas de campana para caer despeñándose barranco abajo. Una tremenda explosión resonó en todo el valle al cabo de unos instantes.

—¿No te dan pena? —preguntó la muchacha al chico mientras miraban arder el coche desde el borde del precipicio.

—¿Has pensado en lo aburrida que sería la eternidad sin este tipo de distracciones? —inquirió él—. Además, hay que hacer honor al nombre de tan solitaria carretera.

—Sí, es cierto —dijo, pensativa—. ¿A quién se le ocurriría llamarla «el Trampolín de la Muerte»?

—A alguien con mucho sentido del humor, está claro —respondió el chico, mientras se iba diluyendo entre la bruma del camino.

* * *

Ahora vago como ellos por esta carretera, y revivo también, una y otra vez, el accidente que me costó la vida.