Caroline estaba desesperada. Toda su vida era, desde hacía mucho tiempo, un auténtico desastre. Primero fue lo de Jack. La imagen no iba a borrarse de su mente durante muchos años. Recordaba como si fuera ayer el vuelco que le dio el corazón al abrir la puerta del dormitorio y descubrirle en la cama con aquella chica. Ese fue el inicio de un sinfín de despropósitos que destruyeron su existencia. El divorcio la dejó tan descentrada que todo su mundo se vino abajo. Se pasaba las noches llorando, y durante el día su cabeza estaba a miles de kilómetros, como perdida en un pozo sin fondo. Al cabo de unos meses, como consecuencia de su estado, su trabajo se resintió seriamente, y terminaron despidiéndola. Sola y sin empleo, Caroline sabía que no tardarían en retirarle la custodia de su hija. Y así fue: primero perdió a su pequeña y luego su casa. Su viejo coche, su ropa y su teléfono móvil acabaron convertidos en las únicas pertenencias que le quedaban.
Aunque era de noche y apenas había automóviles, detuvo el vehículo cerca del puente en un intento por no entorpecer el tráfico. Hasta en esos instantes prefería no llamar la atención. Abrió la puerta y dejó que una bocanada de aire fresco la despejara. Ya no le quedaba nada por lo que luchar, nada por lo que vivir. La luna, brillante y serena, se reflejaba sobre las aguas del río, trazando caminos de plata que la invitaban a sumergirse. Para su sorpresa, una tímida lágrima le brotó de los ojos: estaba convencida de que, secos y agotados como estaban, ya no podían albergarlas. Suspiró, como si dejara atrás una pesada carga. Le había costado tanto tomar la decisión que llevarla a cabo se había convertido en un alivio. Sin embargo, aún se preguntaba si tendría el valor suficiente para lanzarse. Encendió la radio y puso su canción preferida, la única que le hacía pensar en tiempos felices. Reposó la cabeza en el asiento y sonrió por última vez: sus recuerdos eran lo único hermoso que le quedaba. Se tomó su tiempo, con calma. Al rato, cabizbaja, se levantó del asiento y empezó a caminar lentamente hasta el puente. La música acompañaba sus pasos como si de una marcha fúnebre se tratase. Se sentó en el muro durante un rato. No tenía prisa, ninguna prisa, nadie la esperaba. Aquel momento era solo suyo, y nadie iba a arrebatárselo. Angustiada, pensó en lo que sería de su niña. Ella no la recordaría. Era tan pequeña aún… En el fondo sabía que era mejor así. Nunca se lo perdonaría si, además de perderla, la hacía sufrir.
Había llegado el momento, pensó. Subió al pretil y observó fijamente la luna por última vez; el único testigo de su final. Fue entonces cuando la vio. Era una chica joven, delgada y rubia. Al igual que ella, estaba de pie sobre el pretil, aunque en el otro extremo del puente. El viento ondeaba sus largos cabellos y hacía volar la falda de su vestido, creando una imagen poética. Desde allí podía oír sus llantos. Indignada, decidió ir adonde ella. Nadie iba a quitarle el protagonismo esta vez, pensó. Era su noche, y también su puente. Enfadada, se acercó a la chica con paso firme, dispuesta a convencerla de que aquella noche, aquel lugar, estaban reservados únicamente para ella. Llevaba tanto tiempo planeándolo, tanto tiempo haciéndose a la idea, que ahora no podía permitir que nadie lo estropeara. Sin embargo, cuando apenas le quedaban veinte metros para llegar al otro extremo, la muchacha saltó.
—¡No! —gritó, con una mezcla de indignación y sentimiento de responsabilidad—. ¿Y ahora qué? —se preguntó, sabiendo que debía hacer alguna cosa. Era tan desgraciada que, además de no lograr suicidarse a solas siquiera, podían culparla de omisión de socorro.
Angustiada, corrió hasta el final del puente y descendió lo más rápidamente que pudo hasta la orilla del río. Con premura, se quitó los zapatos y se lanzó, decidida, en busca de la joven. El agua estaba tan sumamente fría que se le hacía difícil nadar. Miró a su alrededor tratando de ver dónde estaba la chica. Sumergió la cabeza en varias ocasiones sin éxito, pero, cuando estaba a punto de darse por vencida, la vio. Agarrándola por el cuello, tiró de ella con todas sus fuerzas. La corriente era fuerte, y nadar en su contra no era tarea fácil. Exhausta, logró alcanzar la orilla por fin. Arrastró a la muchacha fuera del agua y, tras recuperar el aliento, se dispuso a practicarle el boca a boca. Mientras, en su mente se agolpaban todo tipo de improperios. Encima de no poderse suicidar, tenía que hacerle el boca a boca a una desconocida, y seguro que iba a terminar con gripe. Tras unos largos y exasperantes minutos, la chica pareció recuperarse.
—¿Por qué lo has hecho? —le preguntó Caroline.
—Para que no lo hicieses tú —contestó la muchacha para su sorpresa.
—¿Cómo?
—Lo mío ya no tiene solución, pero lo tuyo sí. No dejes que la niña crezca sin su madre.
Anonadada, Caroline se incorporó de un salto y empezó a dar vueltas en círculos, tratando de entender lo que estaba pasando. Entonces se giró nuevamente hacia la chica, dispuesta a conseguir más respuestas; pero la muchacha ya no estaba allí. Sorprendida, observó de nuevo el cauce del río: quizá hubiera vuelto a lanzarse al agua. Se acercó a la orilla y miró en todas direcciones, pero no halló nada extraño. Temiéndose lo peor, Caroline corrió hacia el coche en busca del teléfono móvil para llamar a la policía. Si la chica había vuelto a tirarse al río, ya no sería capaz de encontrarla.
* * *
Dos agentes llegaron al cabo de media hora.
—¿Y dice que era rubia y delgada? —preguntó uno de ellos, receloso.
—Sí, era una chica joven y muy guapa. Llevaba un vestido blanco.
Ambos agentes se miraron como si la historia les resultase familiar. Mientras uno iba hasta el coche a hablar por radio, el otro se quedó a su lado. Cuando se hubo asegurado de que su compañero no le oía, le dijo en voz baja:
—Y… ¿se puede saber qué hacía usted aquí a estas horas?
—Bueno, yo… estaba… yo…
—Sé lo que va a decir. No es la primera vez que ocurre…
—¿A qué se refiere? —le contestó Caroline, confusa.
—La chica que usted trató de salvar… en realidad… bueno… Murió aquí varias décadas atrás.
Caroline no podía dar crédito a lo que oía.
—¿Pero…?
—Se quitó la vida después de perder a su hija de tan solo tres años. —La miró con preocupación y añadió—: ¿Tiene hijos usted?
Caroline enmudeció, dirigió su mirada hacia las oscuras aguas del río y, después de unos segundos, le respondió, sonriente:
—Sí, una niña. Y, si me disculpa, tengo que irme: estoy ansiosa por verla.