Sueños

—¿Mamá? Mamá, ¿dónde estás? —dijo la voz, casi inaudible—. Mamá, duele. Tengo frío, mucho frío.

Nadie contestó a sus súplicas. El lamento de la niña resonaba en la espesura del bosque mientras la noche caía silenciosa y húmeda sobre sus dorados cabellos. Cerró los ojos con fuerza, tratando de borrar la escena de su cabeza. Recordaba que, cuando de noche tenía miedo y creía ver terribles monstruos, su padre le decía que cerrase los ojos con fuerza y contase hasta diez; que al abrirlos todo habría vuelto a la normalidad. Pero esta vez no fue así.

—¡Mamá, tengo miedo! —gritó despavorida la niña desde algún lugar cercano a la cuenca del río. No se oía más que a un búho ululando a lo lejos.

Allí estaba, sola, con la ropa sucia, hecha jirones y completamente mojada. De su frente descendía un hilo de sangre. Sus tobillos se hundían en el agua; sus manos, llenas de barro, se agarraban de forma estéril a los pies de un viejo sauce.

—Duele, duele mucho —decía, entre sollozos angustiados que nadie podía oír —. ¡Mami, mami!

Si hubiese hecho caso a su madre y no se hubiese acercado sola hasta el río, pensó. Desesperada, volvió a tomar aire y chilló con todas sus fuerzas:

—¡Mami!

Nadie parecía oírla. Entonces recordó todas las veces que su madre le había hablado de hombres malos que hacían daño a las niñas; ella nunca la creyó. Conocía a Sam desde siempre, y nunca vio en él nada peligroso. Aquella mañana, como muchas otras, Sam estaba en el río jugando a tirar piedras cuando ella llegó. Aunque tenía la mentalidad de un niño, se trataba de un hombre de mediana edad que vivía cerca su casa. ¿Por qué iba a hacerle daño?

La sangre que salía de entre sus piernas se fundía con el agua, tiñendo el río de rojo carmín. Al fondo, unos pasos se acercaban. ¿Sería su madre? El cansancio y la debilidad fueron haciendo mella, y finalmente la niña se quedó adormecida sobre el frío suelo. Cuando despertó, los ojos de Sam la miraban fijamente.

—Lo siento, cariño, pero no puedo ayudarte.

—¡Sam! —replicó la pequeña con voz temblorosa.

—Lo siento —contestó Sam mientras la enterraba, aún viva.

* * *

La casa era exactamente lo que Frank y Cathy andaban buscando. Habría que invertir bastante dinero para dejarla en condiciones, pero valía la pena. Desde el porche, Cathy contemplaba como el río fluía a lo lejos. Su sonido era envolvente, y el aroma a hierba fresca penetraba por todos los poros de su piel. Tras bajar las últimas cajas de la furgoneta, Frank la abrazó por detrás.

—¿Estás contenta? —preguntó, mientras le besaba la nuca.

—Mucho —exclamó ella, inmersa en la belleza del entorno.

Mientras tanto Melanie corrió escaleras arriba en busca de su habitación.

—¡Mami! —exclamó la pequeña—. ¡Sube! Desde aquí se ve el río.

Al principio todo fue perfecto; perfecto hasta que Melanie conoció a Sam Davis, su vecino. Habían pasado cinco largos años desde la desaparición de Kate, y nadie sospechó jamás de él. Aunque la policía dragó el río en numerosas ocasiones, nunca fue capaz de encontrar su cuerpo. Pasaron los meses y Melanie, al igual que ocurrió con Kate, fue trabando una bonita amistad con Sam. Por las tardes, al volver de la escuela, se acercaba al río donde Sam la esperaba para jugar un rato antes de cenar. Aunque los primeros días Cathy lo miraba con cierta reticencia, luego vio en él a un compañero de juegos nada peligroso.

Las pesadillas apenas la dejaban conciliar el sueño. Habían empezado una semana atrás, pero su recurrencia y el estado de ansiedad que le ocasionaban eran notables. Una noche más Cathy se incorporó angustiada y sudorosa. Las imágenes, la voz desesperada llamándola. En su sueño el frío, la humedad y el miedo estaban siempre presentes. Luego las señales, los símbolos que no lograba descifrar. Primero se oía una melodía infantil que le resultaba muy familiar. Al instante, la imagen de un desierto enorme y vasto, y, en su centro, una hermosa flor azul que teñía súbitamente sus pétalos de rojo. Acto seguido, la voz fina y temblorosa diciendo «estoy aquí» mientras, al fondo, una lechuza blanca ululaba y batía las alas con fuerza. Después llegaba la tempestad, una intensa lluvia que batía el agua del río, haciendo que el frío y la humedad le calasen hasta los huesos. Por último aparecía una mano pequeña, como la de un niño, posada sobre una mesa, y de pronto un enorme cuchillo antiguo de mango labrado que surgía de la nada cortaba de cuajo uno de sus dedos.

Aquella mañana Cathy se despertó especialmente nerviosa. Tenía la extraña sensación de que algo no iba bien. Preparó el desayuno, ayudó a Melanie a vestirse y luego se puso a recoger la casa mientras su hija se acercaba al río a jugar. Cathy la había aleccionado muy bien, sabía perfectamente que no debía meterse en el agua ni acercarse demasiado a la orilla. Pero ese día algo imprevisto, algo extraño e inexplicable hizo que Melanie no regresara a casa. Durante más de una hora Frank y Cathy la buscaron desesperadamente por todo el bosque, pero no apareció. Los nervios y la angustia por no encontrar a su pequeña estaban minando su tranquilidad por momentos. Frank no tardó en llamar a la comisaría mientras Cathy, sumida en un mar de lágrimas, no dejaba de gritar el nombre de la niña. Los policías, conscientes de la edad de la pequeña, dieron inmediatamente la orden de que dragaran gran parte del río, pero no hallaron rastro alguno de Melanie. Mientras seguían barriendo la zona, Frank y Cathy decidieron hacer una visita a sus vecinos; quizá ellos hubieran visto a la pequeña. No podían quedarse sentados viendo pasar las horas, no mientras Melanie siguiese ahí fuera, perdida y sola. Primero se acercaron a la casa de Ron y Olivia Fox, luego a la de los Lipman, y, por último, a casa de Sam y su madre, una adorable anciana que apenas salía de casa. Ninguno de los dos parecía saber nada de la niña. La madre contestaba a sus preguntas, sonriente, mientras Sam, cabizbajo, se mantenía en silencio entonando una suave melodía.

Era tarde y la policía debía suspender la búsqueda hasta el amanecer. Ambos se quedaron en casa con una tremenda sensación de vacío: en aquel estado era imposible dormir. Cathy, abrazada a Frank, no podía dejar de llorar desconsoladamente. La sola idea de que su hija estuviese muerta le revolvía el estómago hasta ponerla enferma. Sentados en el sofá, ambos se preguntaban qué más podían hacer. Quedarse allí quietos les hacía sentirse inútiles, como si le estuviesen fallando a su niña. Finalmente, pese a que se resistieron con todas sus fuerzas, el sueño les venció, y ambos se quedaron dormidos en el salón.

Una vez más aquella terrible pesadilla la hizo despertarse sobresaltada a los pocos minutos. Pese a sus múltiples intentos, los símbolos no le decían nada. Inquieta, Cathy encendió el ordenador y escribió:

Significado de los sueños.

Ante ella se abrió un índice de palabras.

Poseída por la loca idea que acababa de tener, Cathy intentó desentrañar el sentido de su pesadilla.

—«Desierto», «desierto»… ¡Aquí está! «El desierto representa la soledad, el vacío, la falta de todo.»

Luego vino otra palabra:

—«Flor. Soñar que ve crecer flores en un terreno desierto y desnudo, sin vegetación, significa que le tocará vivir una experiencia triste y penosa» —leyó, temiendo hallarse ante el preludio del final de su hija.

Y la siguiente:

—«Rojo. Indica gran pasión, fuerza, energía, coraje, agresión, poder, peligro, vergüenza, fuertes impulsos sexuales. Indica la necesidad de reflexión».

Y el resto:

—La tempestad simboliza el peligro, la lechuza, la muerte, y el dedo, el dedo… un suceso trágico en la familia.

Sin aliento, consternada, se quedó mirando el ordenador. ¿De qué le servía tener aquellos sueños si no podía ayudar a Melanie? Rompió a llorar con una mezcla de rabia y desconsuelo. Quería sentirse útil, hacer algo por encontrar a su hija. Trató de recordar cada detalle de sus sueños para ver si se le escapaba algún elemento, si podía obtener alguna pista. Pasaban las horas, y ya no tardaría en amanecer. De repente su rostro palideció, abrió mucho los ojos y se tapó la boca con la mano. ¿Cómo no se había dado cuenta antes?

Al borde del colapso, Cathy llamó a Frank.

—¡La canción! —exclamó, tras reconocer en la melodía de su sueño la pieza que Sam entonaba en el granero—. ¡Sam tiene a nuestra hija!

Frank no entendía lo que quería decirle Cathy; su breve explicación no le convenció, pero, viendo el estado en que se encontraba su mujer, decidió que no perdían nada por volver a la casa de sus vecinos.

Caminaban por la orilla del río en dirección a ella cuando Frank agarró a Cathy del brazo y le dijo:

—¿Has visto esa flor? Es como la de tu sueño, ¿no?

Frente a ellos hallaron una hermosa y gran flor azul cuyos pétalos estaban salpicados por sutiles rayas rojizas. Se encontraba ligeramente escondida entre la maleza junto al pie del viejo sauce. Cathy se acercó y miró cuidadosamente la zona. Seguro que aquello quería decir algo. Luego, sentada sobre el frío suelo, trató de arrancar la flor con el fin de llevársela consigo.

—¿Qué es?… —se preguntó sobrecogida cuando algo semejante a un hueso empezó a aflorar ante sus ojos. Quince minutos más tarde la zona estaba ya infestada de policías. Bajo sus pies desenterraron el cuerpecito putrefacto de una criatura de no más de seis años. Todo apuntaba a que aquel era el cuerpo de Kate, la niña desaparecida hacía un lustro.

Asustada por la historia de la pequeña, Cathy tenía claro que el tiempo jugaba en su contra. Estaba tan convencida de la culpabilidad de Sam que, sin dudarlo, salió rápidamente hacia la vieja casa dejando a Frank con la policía. Allí estaba Sam, cuidando de sus gallinas.

—Dime, ¿dónde está mi hija? —gritó con todas sus fuerzas.

Confuso, Sam no contestó.

—Sé que mataste a Kate, la policía vendrá en cualquier momento. ¡Devuélveme a Melanie!

Sam, asustado, se llevó las manos a la boca y retrocedió lentamente.

—¡Devuélvemela! —lo increpó Cathy, agarrándole de la ropa.

Nervioso, Sam empezó a negar con la cabeza y a llamar a su madre tartamudeando:

—¡No, no!… Mamá, mam… mmmamá… mma… mammá.

Cathy siguió a Sam hasta el interior de la casa. Allí, en la cocina, la anciana sujetaba a Melanie con una mano mientras blandía un viejo cuchillo con la otra: el cuchillo labrado de su sueño.

—Es usted… —dijo Cathy, con la voz medio rota.

—Sam es mío, ¿sabes? Solo lo tengo a él —dijo, con voz aguda y agresiva—. Ninguna mocosa va a quitármelo. Ya lo intentó antes esa zorra de Kate.

—¡Dios! —exclamó Cathy, horrorizada al descubrir a la verdadera culpable—. ¡Son niñas!

—¡Serán mujeres! —respondió la vieja loca.

—La policía viene hacia aquí, han encontrado el cuerpo de Kate —dijo Cathy, intentando que la mujer desistiera de su actitud y soltase a la niña.

—Sam es un buen hijo, la enterró por mí. Y volverá a hacerlo.

En ese momento Cathy se dio cuenta de que la mujer había apartado el cuchillo lo suficientemente lejos de su hija como para que pudiera lanzarse sobre ella. Sin pensarlo, saltó sobre la anciana, agarrando el cuchillo con fuerza. Melanie quedó libre mientras aquella loca y su madre forcejeaban en el suelo.

—¡Corre! —gritó Cathy.

Entonces Melanie, desobedeciéndola por primera vez, se acercó a Sam y, con lágrimas en los ojos, le dijo:

—No dejes que le haga daño a mi mamá.

Sam miró compasivamente a la niña y, tras abrazarla con fuerza, saltó sobre su madre y, arrebatándole el cuchillo, se lo clavó en el corazón.

—No ta bien mmamaaá, no ta bien —dijo Sam, mientras la sujetaba entre sus brazos y entonaba aquella vieja y conocida canción:

Cinco lobitos tiene la loba,

blancos y negros detrás de una escoba.

Cinco tenía y cinco criaba,

y a todos los cinco tetita les daba.

Cuando llegó la policía la anciana estaba muerta, pero Sam seguía acunándola sin dejar de cantar.