La casa parecía un museo. El anciano tío Claus había pasado sus últimos años pintando óleos y acuarelas, y ahora las viejas y roídas paredes de la mansión parecían las de una sala de exposiciones. Ray miró una por una todas aquellas esperpénticas obras. ¿Cómo podía alguien pintar tan mal y sin embargo creer que lo hacía lo suficientemente bien como para llenar las paredes de su casa? Acababan de enterrarlo, y las habitaciones vacías todavía estaban impregnadas de su olor a puro. Extenuado por el largo viaje que había realizado esa misma mañana, Ray pidió a Amanda, el ama de llaves, que le trajese un té y algo para merendar. Mientras esperaba, sentado en el sillón del cuarto de lectura, miró detenidamente el cuadro que tenía frente a sí. Era una acuarela donde su tío había pintado el jardín de la casa. Aunque la finca poseía un parterre bellísimo, colorido y lleno de luz, Claus lo había dibujado sombrío, lúgubre, casi aterrador. Luego dirigió su mirada al siguiente lienzo. El trazo dejaba bastante que desear, pero a Ray no le costó demasiado reconocer en él a su tío, pese a que aparecía con los ojos cerrados.
—Estos dos últimos años los pasó pintando —apuntó Amanda desde el umbral de la puerta.
—Ya veo —le contestó Ray, con cara de circunstancias.
—Decía que los cuadros estaban vivos, que le hablaban, que en ellos podía ver cosas.
Ray miró a Amanda con sorpresa.
—El pobre hombre debía de tener el juicio algo trastocado.
Amanda arqueó las cejas, como si cuestionara su afirmación.
—Yo no soy nadie para meterme donde no me llaman, pero créame si le digo que el señor Newshire tenía sus facultades en perfecto estado —dijo, mientras avanzaba hasta Ray.
—¿Entonces, cómo explica este autorretrato?
Amanda se acercó al cuadro y no pudo evitar sobresaltarse ante la imagen que en él se mostraba. Se quedó lívida, y trató de apoyarse en la pared del fondo para no caer desplomada por la impresión. Era como si hubiese visto un fantasma.
—¡Dios mío! El amo tenía razón, los cuadros están vivos.
—¿Pero cómo van a estar vivos? ¿Qué sandeces son esas? —dijo Ray, mirándola con incredulidad.
—Le juro que hace unos días tenía los ojos abiertos.
—¿Pretende hacerme creer que el cuadro ha cerrado los ojos por sí solo?
—Yo no pretendo nada. Mejor recojo mis cosas y me voy cuanto antes de esta casa.
Viendo el miedo que se reflejaba en la mirada de Amanda, Ray trató de tranquilizarla. Todavía tenía muchas preguntas que hacerle antes de que se fuera, pero fue inútil: Amanda salió despavorida de la sala gritando que los cuadros estaban vivos. Contrariado por tan absurda situación, Ray decidió mirar uno a uno todos los cuadros de la casa. ¿Qué podía desatar semejante miedo en aquella joven? Paisajes, marismas, estancias con personas por él desconocidas. No había nada que a su entender pudiese causar una reacción así. Lo único cierto es que eran de una calidad bastante pobre. Su tío no pasaría a la historia como un gran pintor, pensó. De pronto, al final de la escalera, un cuadro le llamó la atención. Era un retrato de toda la familia. Probablemente Claus se hubiera inspirado en la última foto de grupo que tía Debby hizo cinco veranos atrás. Subió los últimos peldaños para observarlo de cerca. Se acercó y descubrió algo francamente extraño. En el lienzo, tanto Claus como la abuela Norah tenían los ojos cerrados, y ahora ambos estaban muertos. Por un instante Ray recordó las palabras de Amanda, pero rápidamente la cordura hizo acto de presencia.
Era su primera noche en la mansión, y lo cierto era que, pese a los muchos recuerdos de infancia que lo asaltaban, Ray estaba deseoso de volver a casa. Si sus planes iban como estaba previsto, no tardaría más de una semana en ultimar los papeles para poder ceder la propiedad de la casa a la inmobiliaria encargada de la venta.
A la mañana siguiente, mientras Ray bajaba por las escaleras, volvió a reparar en el cuadro de su familia; pegó un salto cuando descubrió un nuevo rostro con los ojos cerrados. Esta vez era la tía Mary. Bajó saltando los peldaños de dos en dos. Algo desorientado, se sentó en el orejero de la entrada y tomó aire.
Seguro que todo tenía una explicación lógica, estaba diciéndose a sí mismo, cuando de pronto sonó el teléfono.
—¿Diga? —contestó, todavía conmocionado por el descubrimiento.
—¿Ray? —dijo una voz femenina.
—Sí, soy yo. ¿Con quién hablo?
—Hola, Ray. Soy Cathy, tu prima.
—Hola, Cathy, cuánto tiempo sin saber de ti. —Intentó serenarse un poco—. ¿A qué debo el honor?
—Verás, siento molestarte tan temprano, pero…
—No te preocupes, me levanto siempre muy pronto. ¿Qué tal estás? ¿Y tu madre? Hace años que no os veo.
—Por eso te llamaba. Mamá ha muerto esta noche, y tenía que comunicártelo.
Sin fuerzas para responder, Ray colgó el teléfono y se apoyó en la cómoda de la entrada: la tía Mary había fallecido. Aquello no podía ser verdad. Respiró hondo y procuró tranquilizarse. Quiso subir para ver el cuadro, pero en ese instante volvió a sonar el teléfono.
—¿Diga?
—¿El señor Ray Newshire?
—Sí, yo mismo. —La mano le temblaba; ya no sabía qué esperar.
—Buenos días. Mi nombre es Claire, y llamo de la agencia Casas de Ensueño. Me consta que aún no ha arreglado todos los papeles, pero tengo unos clientes muy interesados en ver la casa. ¿Sería posible que la visitaran?
—Sí, por supuesto.
—¿Le va bien dentro de media hora?
—Perfecto.
—Pues hasta entonces.
«Ojalá les guste y cerremos el trato pronto», pensó Ray para sus adentros. La casa y sus cuadros empezaban a generarle una gran intranquilidad.
* * *
Abrió la puerta. Una chica joven, acompañada por una pareja de mediana edad, lo esperaba en el porche de la entrada. Tras saludar a la agente inmobiliaria, Ray se dispuso a dar la mano a los posibles compradores. Sus caras le sonaban.
—¿Nos hemos visto antes? —preguntó, algo desconcertado.
—No creo —respondió el caballero—. Mi nombre es Douglas Robertson, y ella es mi esposa Catherina.
—Ray Newshire. Encantado.
—Por lo que me ha contado Claire, usted vive en Londres, y nosotros nunca hemos salido de Canterbury. Es difícil que nos hayamos visto antes. Nos confundirá con otras personas.
—Supongo —dijo Ray.
—Bueno, pues si le parece bien voy a enseñarles la finca —apuntó Claire.
—Usted misma.
Mientras tanto Ray, haciendo lo posible por fingir una normalidad inexistente, se sentó en la sala intentando evadirse y leer la prensa que cada mañana le dejaban a su tío en el buzón. De pronto se empezaron a oír voces al otro lado de la casa, como si alguien estuviese discutiendo. Intrigado, se levantó y se dirigió hacia donde estaban sus invitados.
—¿Se puede saber qué hacemos en este cuadro? —preguntó el señor Robertson, indignado.
Sin entender lo que estaba ocurriendo, Ray miró el lienzo. En ese momento todo cobró sentido. Evidentemente Ray había visto antes a los Robertson, aunque fuera en uno de los cuadros de su tío. Aquello no tenía ninguna lógica, era la gota que colmaba el vaso. Nervioso e incapaz de pensar con claridad, ensayó una justificación.
—Ahora entiendo por qué me resultaban familiares. Los cuadros los pintó mi tío, yo no sé nada al respecto. Lo único que puedo hacer es descolgarlo —dijo, esforzándose por aparentar una tranquilidad que en modo alguno sentía.
—Déjelo, no pasa nada. Quizá sea una señal. ¿No crees, cariño? —añadió la señora, agarrando a su marido del brazo.
—Si tú lo dices… —contestó el hombre, no sin mostrar cierta reticencia.
—¡Nos la quedamos! —exclamó ella, en un alarde de entusiasmo y temeridad.
—¡Cariño! Bien… yo… Si tú quieres, amor… —contestó el marido, dando por hechas las palabras de su esposa.
Al menos algo parecía salir bien, aunque aquel cuadro… aquel enigmático cuadro… ¿En qué momento debió su tío de conocer a los Robertson, y por qué extraño motivo los pintó? Inquieto, y con la muerte de tía Mary rondándole la cabeza, Ray volvió a acercarse al retrato. ¿Cómo podía su tío haber pintado a la pareja que acababa de comprar su propia mansión? Angustiado, Ray se apartó del cuadro como alma que lleva el diablo. Trastornado por el miedo y por una incontrolable ansiedad, descolgó el teléfono y llamó a Amanda.
—¿Recuerda ese cuadro? ¡Piense, por favor! Me refiero al del cuarto de estar.
—No había nadie pintado en ese cuadro, solo la sala vacía —contestó Amanda, desconcertada.
—No puede ser… No…
Ray colgó el teléfono. No podía comprender nada de lo que estaba sucediendo. Su mente fría y calculadora no era capaz de admitir aquel tipo de hechos inexplicables. Se sentía mareado, y el corazón le latía demasiado rápido. Desde que había tenido, cuatro años atrás, un amago de infarto, sabía que debía evitar las emociones fuertes. Asustado, Ray subió lentamente la escalinata. Tenía que ver el cuadro, su cuadro, el de la familia. ¿Y si…? Sintió que iba a desfallecer, que le faltaba el aire. Ahí estaba, frente a él. Levantó la cabeza, loco de terror.
—Sigue igual —suspiró con alivio—. Pero ¿qué…?
De pronto, presa del pánico, vio cómo sus ojos se cerraban lentamente en aquel horrendo lienzo.
—¡No, no, no!…
Primero fue un dolor en el brazo, luego una presión en el pecho, y, por último, unas terribles punzadas en el corazón. Ray cayó desplomado escaleras abajo. Mientras tanto, al fondo, en el cuarto de lectura, el viejo Claus abría los ojos de nuevo.
—Esta sigue siendo mi casa —dijo una voz profunda y grotesca que invadía por completo toda la mansión—. Nadie ocupará mi lugar.
Casi sin sentido, doblado sobre el suelo y a punto de perder la conciencia, Ray pudo ver cómo los ojos de la joven pareja del cuadro también empezaban a cerrarse lenta pero inexorablemente.