La parca

¿Qué harías si supieses qué día y a qué hora has de morir?

Así empezaba el extraño y polvoriento diario. Patty había alquilado aquel viejo caserón hacía solo tres días, y, aunque la mayor parte de las habitaciones estaban completamente desocupadas, había una que no. Era una habitación pequeña donde el propietario, un hombre de avanzada edad llamado Tom Swalter, había dejado algunos enseres y le había pedido que no entrara. Sin embargo, la curiosidad le hizo faltar a su palabra. Se sentó en la mecedora junto a la ventana y siguió leyendo.

Siempre supe que mi vida no era como la del resto de mortales. Desde niño tuve la extraña sensación de que la muerte estaba cerca, y si no aprendía a evitarla, a engañarla, acabaría por alcanzarme. Todavía recuerdo el día en que aquel horrible espectro vino a por mí; tenía solo diez años. No sé qué me hizo intuir lo que se avecinaba, pero aquel presentimiento fue el que me salvó la vida.

Patty frunció el ceño, extrañada por aquel sorprendente escrito. ¿Acaso sería real, o por el contrario se trataba tan solo de una fantasía, una fábula? Cerró el diario, aunque se lo llevó consigo hasta la planta baja. Tenía aún muchas cosas que hacer, y no podía estar más tiempo leyendo aquellas extrañas líneas; sin embargo, se reservó el diario para después de cenar. Fuese lo que fuese aquel escrito, había conseguido captar su atención. Se sentó a la mesa con una tortilla de jamón y un par de tomates y encendió el televisor. Estaba cansada: llevaba tres días colocando los muebles, la ropa y los objetos en su sitio. Mientras, de reojo, no dejaba de observar aquel viejo pliego de papeles. ¿Qué habría de real entre sus hojas?

Tras recoger los platos, Patty se sentó en el sofá y lo abrió de nuevo.

Llevo muchos años huyendo de la parca, jugando con ella una extraña partida de ajedrez donde, a cambio del rey, hay que sacrificar peones. No es fácil aprender a que no te afecte el mal ajeno, pero la necesidad nos lleva a realizar actos desesperados. Aún tengo pesadillas cuando recuerdo la primera vez. En aquella ocasión fue un accidente. Con solo diez años, no había en mi ser un ápice de maldad. Únicamente había miedo, pánico a lo desconocido. Era de noche cuando sentí su presencia. Abrí los ojos y una hermosa dama blanca me observaba desde el pie de la cama.

—¡Ven conmigo! —exclamó, con una voz ronca y entrecortada que para nada se correspondía con la juventud de su rostro.

Algo en mi interior me hizo desconfiar y salir corriendo de la casa de mis padres. Jamás imaginé que nunca volvería a verles. Fue entonces cuando la hermosa dama se convirtió en una parca de aspecto siniestro.

—¡Es tu hora! ¡No te resistas!

Corrí como nunca antes lo había hecho, y en mi desesperada huida tropecé con un mendigo, que cayó al suelo. Cuando me agaché para ayudarlo, comprobé, horrorizado, que estaba muerto. Tuvo la mala suerte de golpearse con fuerza la cabeza contra un banco en su caída. Entonces ocurrió lo inesperado: la parca se detuvo ante aquel pobre hombre y, abriendo su oscura y enorme capa negra, lo engulló sin dejar ni rastro. Luego me miró fijamente y dijo:

—Hasta pronto, joven amigo. Algún día volveré a por ti.

Fue así como aprendí el modo de esquivar a la muerte.

Angustiada por el relato, Patty cerró el diario. No podía ser real, pensó. Cada vez estaba más convencida de que una historia así tenía que ser pura fantasía. Sin embargo, algo en sus adentros, una especie de nerviosismo, la hacía estar alerta. Tenía la extraña sensación de que, desde el mismo instante en que había abierto el cuaderno, alguna cosa incontrolable había entrado en su vida. No se consideraba una persona supersticiosa, ni tampoco se tenía por insegura o asustadiza, pero aquella noche algo le hacía temer por su bienestar. Se levantó del sofá y subió la escalera hasta su cuarto. Tenía sueño, y al día siguiente aún le quedaban muchas cosas por hacer. Colocó el viejo diario sobre su mesita y se acostó.

A la mañana siguiente, Patty se despertó con las frases del diario rodando por su cabeza. Se duchó, se puso una camiseta y un pantalón de chándal y bajó a desayunar. Mientras untaba las tostadas con mantequilla, abrió el diario y siguió leyendo.

No recuerdo cuántas muertes cargo sobre mis espaldas. Con los años aprendí a olvidar y a no mirar atrás para no sentirme culpable. Tampoco sé en qué momento traspasé la frontera entre lo razonable y lo extraordinario. ¿Quién posee el baremo, la medida justa de los años que se supone hemos de vivir? Tengo ciento cuarenta y ocho años, e imagino que debió de ser cerca de los ciento diez cuando sobrepasé el límite de lo humano y me convertí en una criatura fuera de lo normal. Descubrir el modo de esquivar a la muerte me transformó en un monstruo que siempre quiere más. Sé que no voy a recuperar mi juventud, y que cada día me siento más cansado y con menos fuerzas, pero, habiendo visto a esa fiera de frente, ¿quién se atreve a culparme por tenerle miedo? Mientras el resto de los mortales ignoran lo que hay detrás de esta vida, yo he visto la horrible cara de la muerte en tantas ocasiones que ya casi no debería causarme pavor. Pero, al contrario de lo que cabría esperar, cada vez me produce una mayor congoja. Quizá sea fruto de la edad, de saber que ese debería haber sido, hace bastantes años ya, mi destino. Tan solo sé que, cuanto más vivo, menos deseo morir, y más terror me causa esa perspectiva.

Con el tiempo he aprendido a anticipar la aparición de ese monstruo, y también me he vuelto más previsor. Ahora ya no busco mis presas en la calle: ahora hago que ellas vengan a mí. Luego solo cabe tenerlas controladas y esperar el momento oportuno.

Patty estaba completamente absorta en la lectura cuando sonó el timbre de la puerta. De un brinco se levantó del taburete.

—¡Vaya susto! —suspiró para sus adentros. Con el corazón todavía en un puño, abrió la puerta de la casa.

—Disculpe que la moleste a estas horas de la mañana —dijo Tom Swalter, el anciano propietario de la finca.

Completamente paralizada por el miedo, Patty trató de aparentar tranquilidad.

—No pasa nada, justo estaba terminando de desayunar. ¿En qué puedo ayudarle?

—Creo que me dejé en la habitación del desván algo que necesito.

—Si me dice qué es puedo bajárselo yo misma, así se ahorra tener que subir dos pisos —le contestó Patty, temiendo que el anciano echara en falta el antiguo diario.

—No hace falta. A estas viejas piernas les va bien caminar —contestó el hombre, no sin cierto recelo.

Asustada, Patty lo siguió hasta el pequeño cuarto. Mientras subían las escaleras, recordó todas las preguntas que le había hecho Tom antes de alquilarle la casa. Pensó en la insistencia con la que quiso cerciorarse de que no le quedaba ningún familiar vivo. Un escalofrío atravesó entonces todo su cuerpo. ¿Y si fuera ella el próximo peón de aquella macabra partida de ajedrez?

Mientras tanto Tom buscaba por toda la estancia.

—¿Ha entrado en este cuarto? —preguntó con desconfianza.

—No —contestó Patty, algo nerviosa.

—Es que dejé encima de este mueble un viejo diario, y ahora… no lo veo.

—Pues yo… no he entrado en la habitación para nada. ¿Está usted seguro de haberlo dejado aquí?

Tom miró fijamente a Patty, como tratando de penetrar en su cabeza. Y, de pronto, con voz seca y profunda, dijo:

—Lo has leído, ¿verdad? No deberías haberlo hecho. ¿Es que de pequeña no te enseñaron que los diarios ajenos no se leen?

—¿Qué? ¿Cómo dice?… —preguntó Patty, reculando hacia las escaleras.

—Tu muerte estaba planificada desde el mismo día en que te alquilé esta casa.

—No puede estar hablando en serio. No se acerque…

Patty descendió las escaleras de dos en dos como alma que lleva el diablo; Tom salió corriendo detrás. Pero aquel hombre había olvidado que ya no tenía veinte años, ni cuarenta, y que su agilidad dejaba mucho que desear. Descendió rápidamente el primer tramo de escalones, pero, al llegar al rellano, un doloroso y preocupante clic sonó en su cadera. Sin poder evitarlo, cayó desplomado y rodó escaleras abajo hasta los pies de Patty. Tom, malherido, sintió que ella estaba allí. Tantos años evitándola le habían dotado de un sexto sentido. Aterrorizado, sabiéndose perdido, Tom miró a Patty implorando su ayuda. Aquel no podía ser su final, no de aquella manera. Llevaba demasiado tiempo ganando en su combate contra la muerte como para dejarse vencer de forma tan denigrante. Angustiado, se abrió la chaqueta y sacó el revólver que siempre llevaba consigo. Por un instante Tom alzó el arma apuntando a Patty; pero entonces, lleno de la serenidad que da el saberse muerto, se apuntó a la sien.

—Aunque te matase, yo también me iría con ella —dijo, con los ojos repletos de lágrimas.

Al fin, después de ciento cuarenta y ocho años, parecía que su vieja amiga le había ganado la partida. Una sensación en la que se mezclaban la rabia y el miedo se apoderó de su ser. Quitó con lentitud el seguro de su arma y, apretando el gatillo, dijo, mirando fijamente a la parca:

—La partida la acabo y la gano yo.

Un estruendo seco rompió el silencio de la habitación.