El hospicio

El nuevo hospital había sido construido sobre las ruinas del antiguo hospicio de Saint John. La gente del lugar contaba horribles historias sobre aquel sitio. Se decía que allí habían muerto varios niños a causa de la peste y de otras infecciones contagiosas. Finalmente, tras varios años de denuncias por parte del obispado, las actividades del viejo hospicio cesaron, el edificio se vendió y los niños fueron enviados a otros centros. Nunca se llegó a saber con certeza el número de huérfanos que murieron allí, ni tampoco cuántos fueron enterrados de forma clandestina entre sus muros.

Cuando construyeron el nuevo hospital nadie cuestionó la conveniencia de aprovechar los viejos cimientos ya existentes. Aquello iba a suponer un gran ahorro, y el coste de las obras ya era bastante elevado; el arreglo parecía idóneo. Jack Burrow, el propietario, tenía claro que no se podía gastar ni una libra más en la construcción del nuevo hospital, pero no contó con lo que aún encerraban aquellos viejos muros, los sótanos, el cementerio clandestino. Las consecuencias iban a ser trágicas, aunque nadie podría habérselas imaginado.

El primer mes tras la apertura todo fue bien. El servicio del nuevo hospital rozaba la perfección: tanto el personal como los pacientes se mostraban encantados con las infraestructuras. Los problemas comenzaron al cabo de cierto tiempo, cuando se empezó a usar el sótano como almacén para nuevo equipamiento. La primera persona en darse cuenta de que algo extraño ocurría fue Nolan, el encargado de reponer el material. Cada mañana hacía una lista con lo que se había agotado y por la tarde bajaba al viejo sótano para restituirlo. Aquel día, algo fuera de lo habitual llamó su atención.

—Aquí no pueden estar los niños —dijo, dirigiéndose a un pequeño que estaba al otro lado de la sala.

El crío lo miró sonriente y desapareció corriendo por el fondo de la enorme habitación.

—¡Maldito mocoso! —exclamó Nolan, mientras cruzaba la sala y se dirigía hacia la salida—. En cualquier caso Jane lo parará al salir.

Su sorpresa vino cuando Jane, la recepcionista del hospital, le juró y perjuró que nadie, ni adulto ni niño, había subido por la escalera posterior. Si ese suceso se hubiera limitado a un solo día, Nolan lo habría olvidado con suma rapidez, pero aquel tipo de hechos empezaron a convertirse en habituales. Un día oía risas de chiquillos, otro día pasos, otro veía niños que luego desaparecían. Nolan sabía que lo que estaba sucediendo no era normal, pero el temor al qué dirán le hizo mantener la boca cerrada. Luego, cuando se decidió a contar lo que veía, fueron sus superiores quienes, con tal de evitar los rumores y el posible cierre del centro, acallaron a Nolan cambiándole de puesto de trabajo. Pero aun así las habladurías no tardaron en propagarse, y los trabajadores, asustados por las historias de fantasmas, se negaron a bajar al sótano. Jack Burrow, harto de chismes y problemas, decidió que daría un escarmiento ejemplar a los trabajadores que no realizasen sus tareas. Tal fue la amenaza que, pese al miedo existente, los empleados volvieron a trabajar con normalidad. Al principio no ocurrió nada, y la tranquilidad volvió al centro. No fue hasta pasadas unas semanas cuando Cathy, la responsable de mantenimiento durante el fin de semana, dio nuevamente la voz de alerta.

—Le juro que no estoy loca —decía Cathy, con la mirada perdida y la voz entrecortada.

—Pero ¿qué pasó exactamente? —dijo el director.

—Yo estaba abajo, reponiendo gasas estériles para la planta cuarta, cuando de pronto oí una especie de lloriqueo al fondo de la sala.

—¿Y?

—Me acerqué. Pensaba que quizá algún crío se habría perdido y habría bajado al sótano por error.

—¿Y quién era?

—En el suelo habían varios niños llorando. Estaban asustados y no querían que me acercara a ellos. Entonces me incorporé y me asomé a la escalinata del fondo para llamar a Carl y que bajase a ayudarme.

—¿Qué ocurrió luego?

—Me volví hacia los niños y allí al fondo, de pie, un par de ellos permanecían inmóviles: uno con las cuencas de los ojos vacías y el otro con el pecho abierto de par en par. Después me desmayé.

—¿Vio Carl a los niños?

—No. Según me ha contado, cuando bajó solo me encontró a mí, tendida inconsciente en el suelo.

Nervioso por lo que aquella historia pudiera provocar, el director decidió que lo más adecuado era despedir a Cathy. Sin ella, se acababa el rumor. Sin embargo, Cathy sabía que algo malo estaba ocurriendo allí, y que no iba a cesar por mucho que la echasen. Al principio los niños se limitaron a aparecer y desaparecer misteriosamente, o, en algunos casos, a asustar a quien los veía. Con el tiempo, sin embargo, los médicos y las enfermeras fueron viéndose seriamente afectados, lo que produjo terribles consecuencias.

* * *

—¡Pero Peter, qué has hecho!… ¡Dios!

Nancy miraba la escena desde el marco de la puerta, completamente alterada, incapaz de actuar o de moverse. Peter, uno de los médicos más veteranos del centro, acababa de abrir en canal sin razón aparente a uno de sus pacientes más jóvenes, y le había extirpado todos los órganos internos. Cuando Nancy llamó su atención, Peter pareció volver en sí.

—¿Qué, dónde…? ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué he hecho? —dijo, derrumbándose ante la escena de la que él mismo era responsable.

Cuando la policía interrogó a Peter, este se mostró incapaz de recordar nada de lo ocurrido. Tan solo repetía una y otra vez:

—¡Han sido ellos, ellos!

Fue en ese momento, después de que Nancy la llamase para explicarle lo sucedido, cuando Cathy supo que alguien debía hacer algo al respecto y decidió investigar por su cuenta la historia del centro. No le resultó difícil encontrar documentación sobre el antiguo hospicio, pero eso no bastaba. La gente no sabía de la misa la mitad. De hecho, nadie tenía conciencia de la barbarie que realmente se escondía tras los muros del Saint John. Solo después del accidente que le costó la vida a aquel chaval, las autoridades locales empezaron a tomar cartas en el asunto. Tras el suceso el centro cerró sus puertas durante casi un mes. Nadie lograba explicarse por qué Peter, un médico de brillante carrera, había cometido semejante atrocidad. Nadie excepto Barbara, la única de las cuidadoras del antiguo hospicio que no había muerto aún, la única que fue capaz de aclarar todo lo que estaba pasando. Cuando Cathy encontró su nombre en los registros del hospicio e imaginó, por su edad, que tal vez aún siguiera viva, lo tuvo claro: si alguien iba a arrojar luz sobre lo sucedido, tenía que ser ella.

Barbara había trabajado durante mucho tiempo entre aquellas paredes, y a sus ochenta y dos años el recuerdo todavía la acompañaba. Una enjuta mujer de blancos cabellos abrió la puerta de la calle lentamente y apoyó su tembloroso brazo en el umbral.

—Yo no puedo ayudarla en nada —dijo la anciana a Cathy, y enseguida trató de cerrar la puerta.

—Por favor, están muriendo personas.

—¿Cómo?

—Los niños claman venganza, y si alguien no detiene esto va a morir mucha más gente.

—¿Venganza? ¿Los niños? —suspiró, con voz temblorosa.

—Sí, venganza.

—Yo… —La anciana titubeó, y luego rompió a llorar.

—Tranquila —dijo Cathy, intentando consolarla.

—Pobres criaturas, nadie imagina el horror que vivieron. Tratamos de impedirlo, pero nos amenazaron.

—¿Quién?

La mujer la miró sin dar respuesta alguna.

—¿Va a ayudarme? —insistió Cathy, mientras Barbara la invitaba a pasar.

La casa olía a humedad y a cerrado. La poca luz natural que entraba lo hacía por una ventana del salón, que era sobrio y austero, como ella. Era fácil percibir que Barbara no recibía demasiadas visitas, ni tampoco salía mucho de su casa.

—Siéntese —dijo la mujer, mientras se ayudaba de un bastón para arrellanarse en la butaca del fondo de la sala.

—¿Qué pasó? —preguntó Cathy, viendo que Barbara parecía dispuesta a hablar.

—Hace mucho de todo aquello, y sin embargo todavía hay noches que me despierto llorando, con el recuerdo de esos niños grabado en mi mente —dijo, mientras hacía un esfuerzo por contener las lágrimas que acudían a sus viejos ojos verdes.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —insistió Cathy, tratando de entender el dolor de la anciana.

—Como puede imaginar, en un hospicio hay niños de todas clases. Algunos eran débiles y enfermizos, y la falta de recursos no les ayudó precisamente.

—¿Y?

—Cuando alguno fallecía, los encargados del hospicio sacaban provecho —contestó, cerrando los ojos como si tratara de borrar la imagen de su mente.

—¿De qué manera?

—Las donaciones de órganos eran escasas en la época, y había muchos padres dispuestos a pagar auténticas barbaridades para salvar la vida de sus hijos. Así que, cuando un niño del hospicio fallecía, las cuidadoras, con ayuda de un doctor, lo vaciábamos para aprovechar sus órganos y venderlos en el mercado negro.

—¡Uff! —contestó Cathy, tapándose su pequeña boca con la mano; empezaba a sentirse afectada por la historia que Barbara le estaba contando.

—El problema llegó cuando, viendo lo rentable del tema y sabiendo que no había familiares a quien rendir cuentas, empezaron a matar niños para ese fin —apuntó con voz entrecortada.

—¡Dios santo!

—Esa fue la razón real por la que el obispado, al enterarse por una filtración interna de tal aberración, cerró el hospicio. El hecho jamás se hizo público, ya que, siendo el hospicio parte del patrimonio de la Iglesia, el escándalo les hubiese salpicado. Se limitaron a ocultar el entierro de sus cuerpos en los sótanos y a vender el edificio al hombre que lo había estado gestionando durante todo aquel tiempo. De este modo se aseguraban el silencio. El resto ya lo sabe.

Cathy estaba lívida, mareada. No podía evitar sentir náuseas al pensar en los pobres niños. Su tez morena parecía haber perdido todo rastro de salud.

—¿Cómo ha podido vivir con eso? —preguntó, mirando fijamente a Barbara con expresión amenazadora.

—No pude —contestó cabizbaja—. De hecho, fui yo quien lo denunció todo al obispado.

—Lo siento. Supongo que no debí juzgarla.

* * *

Salió de allí y empezó a caminar sin rumbo fijo. Necesitaba un poco de aire: la historia que acababa de oír la había dejado vacía, conmocionada, exhausta. Se sentó en un banco y por unos instantes recordó las apariciones de las que fue testigo.

«Esos niños… seguramente buscan justicia —dijo para sus adentros—. Hasta que todo esto salga a luz no van a descansar en paz.»

Sabía que era necesario hallar el modo de denunciar y detener todo aquello. El problema era que nadie iba a creerla. Nadie, a menos que Barbara hablara. La seguridad de los trabajadores y de los pacientes del hospital estaba en peligro; las almas de los pequeños debían descansar. Decidida, dio la vuelta y regresó a casa de Barbara.

—Tiene que venir conmigo. Solo si cuenta la verdad podremos acabar con todo esto: ahora estoy convencida.

—Pero yo…

—Necesitamos una orden que les obligue a exhumar los cadáveres enterrados bajo el hospital.

—Y eso… ¿de qué iba a servir?

—Solo así podrán hallar la paz. ¿No cree que ya han sufrido bastante?

Por fin, Barbara accedió a acompañar a Cathy a la policía local.

* * *

Jack Burrow sabía lo que debía hacer. A la mañana siguiente el hospital estaría infestado de policías. Sin esos papeles nadie podría demostrar la relación entre la propiedad del antiguo hospicio y la actual gestión del centro. Nadie salvo él sabría que su padre había sido el responsable de las muertes. A efectos legales el hospicio había pertenecido al obispado, y, excepto en la documentación que él conservaba en el sótano del edificio, el nombre de su padre no constaba en ningún registro. Abrió la puerta y pasó al interior decidido a borrar todo rastro de culpabilidad. Bajó las escaleras y entró al sótano a toda prisa. De pronto oyó una leve risa detrás de él. Nervioso, se giró y miró a todos lados; allí no había nadie. Volvió a acelerar el paso y se dirigió al fondo de la sala, donde estaban los archivadores. Abrió un cajón y agarró una carpeta. Fue entonces, al girarse, cuando Jack pudo ver ante él a varios niños correteando por la sala.

—No… —se dijo en voz baja—. No puede ser real.

Angustiado, retrocedió con lentitud hasta apoyar la espalda en el muro posterior.

—¿Qué queréis de mí? —dijo chillando, mientras todos los pequeños lo miraban fijamente—. ¡Marchaos! ¡Fuera de aquí! —exclamó, con el rostro desencajado.

Los niños, parsimoniosos, empezaron a avanzar hacia él, y mientras lo hacían sus cuerpos iban rajándose, abriéndose en canal y vaciándose, hasta quedar huecos por dentro; tan vacíos como su padre los había dejado.

—¡Dejadme en paz! —gritó, presa del pánico.

Uno a uno los pequeños se abalanzaron sobre él hasta derribarlo.

* * *

Por la mañana, cuando llegó la policía, el cuerpo de Jack estaba tendido boca abajo en el suelo del sótano. Al girarlo, descubrieron horrorizados que había sido abierto en canal y le habían extraído todas sus vísceras. Junto a él solo encontraron una vieja carpeta en la que podía leerse: «Contrato de traspaso del Hospicio de Saint John».