La cámara

A David le apasionaba la fotografía desde que era niño, y se consideraba un afortunado por haber podido convertir su hobby en su trabajo de forma rentable. Aunque la tecnología permitía hacer un millón de cosas automáticamente, David seguía prefiriendo las viejas cámaras, con sus objetivos, sus angulares y su revelado manual. Tenía una auténtica colección de cámaras de todos los tamaños, colores y calidades, pero, donde estuviese su vieja Canon, que se quitasen las otras. De hecho, sus mejores fotos las había tomado con aquella máquina; desde las composiciones paisajísticas que le habían valido algún que otro premio hasta los retratos de sus seres más queridos.

Debían de ser las cuatro de la tarde cuando sonó el teléfono del estudio.

—¿Dígame?

—¿Estudios Wellington?

—Sí, es aquí. ¿En qué puedo ayudarla?

—Verá, estoy interesada en tomar unas fotos. ¿Hace sesiones de retratos en domicilios particulares o hay que desplazarse al estudio?

—Depende. Personalmente prefiero el estudio, porque aquí tengo todos los materiales, lonas y demás, pero si el cliente no puede me adapto.

—Es que en mi caso necesito hacer una foto de familia, y hay una persona mayor a la que es difícil mover.

—Comprendo. No hay problema. ¿Qué día le iría bien?

—Por mí cuanto antes. Respecto al precio, ¿cuánto puede costar más o menos una sesión completa con varios retratos?

—Pues hay un precio fijo por desplazamiento y tiempo mínimo, y luego se paga por fotografía. Si solo quiere un archivo digital cuesta menos. Si quiere foto digital impresa o foto de revelado manual impresa, el precio es otro.

—¿Podría mandarme el presupuesto por fax?

—Claro. ¿A qué número?

—020 7458 0534.

—Vale. Y, respecto al día, ¿cuándo querría hacerlas?

—En principio haríamos las fotos este viernes por la mañana, sobre las once. La dirección es White’s Row número 5. ¿Le va bien?

—Perfecto. Le paso el presupuesto, y si no me dice nada quedamos el viernes a las once en su casa.

—De acuerdo, nos vemos el viernes.

* * *

Fue otra de esas largas y tediosas sesiones de fotos de familia: hijos, nietos, sobrinos, y, presidiendo el evento, la abuela. Lo malo de trabajar con niños era que, cuando conseguía que uno se estuviese quieto, el otro se movía o hacía una mueca inapropiada. Aun así, esta vez logró acabar bastante rápido. Por otro lado, lo bueno de las sesiones de mañana era que esa misma tarde podía ponerse a retocar y revelar el material, y, si no surgía ningún contratiempo, la faena quedaba lista en el mismo día.

Eran las dos cuando llegó a casa, así que fue directo a la cocina y calentó el pollo empanado del día anterior, abrió una lata de cerveza y se sentó un rato frente a la televisión. Comer y dormitar frente a la televisión era uno de los placeres de trabajar para uno mismo.

—¡Uff… las cuatro! Debería ponerme al tajo si quiero acabarlo hoy —pensó en voz alta.

La clienta quería fotos tradicionales en papel mate para enmarcar, nada de digital. Para él eso suponía más trabajo, pero lo hacía gustoso porque era ese el tipo de fotografías con las que realmente disfrutaba. Se encerró en el cuarto oscuro, como de costumbre, y empezó a revelar una a una todas las imágenes de la sesión. A medida que las iba sacando de la cubeta las colgaba con sumo cuidado para que el papel se secara. Luego venía la típica espera hasta que podía cogerlas con los dedos y observarlas con atención. Era todo un ritual.

Pero ese día algo extraño arruinó parte de las imágenes.

—¿Pero qué coño es esto?

Revisó su cámara con la máxima atención. Miró meticulosamente las lentes por si aquello hubiese sido fruto de una huella dactilar o una mota de polvo, revisó el interior… Nada parecía estar mal. Volvió a mirar las fotos con detalle. Era como si en algunas de ellas algo ajeno al ojo humano se hubiese interpuesto entre el objetivo y la imagen. No podía entenderlo. En quince años de carrera nunca había visto algo parecido.

—¿Y ahora qué? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Repetir la sesión?… ¡Hay que joderse! —exclamó, mientras miraba las fotografías una y otra vez.

Las dejó de nuevo sobre la mesa del estudio y pensó que ya llamaría a la mañana siguiente a la clienta para repetir el trabajo.

* * *

Esperó a que diesen las diez y agarró el teléfono.

—¿Podría hablar con la señora Stephanie Lawrence?

—Lo siento, señol, no se encuentla —dijo una mujer que, a juzgar por su pronunciación, debía de ser de origen asiático.

—¿A qué hora puedo localizarla?

—No sé. Toda la familia en hospital. Abuela enfelma.

—Ya veo. Bueno, cuando llegue dígale que ha llamado el fotógrafo.

—Yo decil. Adiós.

—Adiós, y gracias.

—¡Pues ya ves! ¡Si la abuela está enferma, a saber cuándo podrá repetirse la sesión! —exclamó David tras colgar el teléfono.

* * *

La llamada de la clienta no se hizo esperar demasiado.

—Dígame.

—¿David Wellington?

—Al habla. ¿Quién llama?

—Buenas tardes, soy Stephanie Lawrence. Me ha dicho la chica de servicio que llamó esta mañana.

—Sí, así es. Verá, desgraciadamente ha habido algún tipo de problema con las fotografías que les tomé, y no sé por qué extraño motivo aparecen medio veladas. Tendríamos que repetir la sesión.

—¡No me diga eso! ¿Cómo puede haber pasado algo así? Va a ser casi imposible reunir a la familia de nuevo. Mi madre está ingresada, y la cosa no pinta demasiado bien…

—Lo siento muchísimo. Lo cierto es que no entiendo qué pudo pasar. La cámara está bien, los objetivos limpios, el proceso de revelado no tiene secretos… Solo cabe pensar que el carrete fuese defectuoso.

—¿Y ahora qué?

—Lo único que puedo ofrecerle es repetir la sesión cuando a ustedes les sea posible. Le ajustaré un poco el precio para compensar las molestias.

—Ya… Pero no es un tema de precio, ¿entiende?

—Perfectamente, y créame que lo siento.

—Está bien. Lo avisaré cuando se pueda repetir la sesión.

* * *

No pasó ni una semana hasta que David recibió una llamada del hijo mayor de la familia Lawrence diciéndole que la abuela había muerto y que su madre quería tener las fotos de la sesión realizada aunque no fuesen muy buenas. David decidió entonces regalárselas: no le parecía demasiado lícito cobrar por ellas.

El jueves era el día que acostumbraba a dedicar a las fotos de pasarela. Aunque solían ser sesiones mal pagadas, tenían la ventaja de asegurarle un ingreso fijo cada mes. Además, no era necesario repetir las fotos veinte veces, como con los particulares o las modelos amateur: las profesionales sabían cómo sacar el mejor partido de sí mismas frente a un objetivo, y tras varios meses de trabajar con ellas bastaba con un solo gesto para que supiesen perfectamente qué expresión estaba buscando.

—Buenos días, Andrew. ¿Qué tal andan las chicas hoy?

—Como siempre. Te esperan en el plató.

—Gracias.

Andrew era algo así como el ayudante que hace un poco de todo. Entró en el plató y enseguida se puso manos a la obra. La sesión duró más o menos lo de siempre; era difícil bajar de la hora y media. Luego se fue a casa, y después de comer se encerró en el cuarto oscuro a revelar las fotos que acababa de tomar.

—¿Qué coño…? ¡Otra vez no! ¡Esta jodida cámara ha vuelto a hacerme de las suyas!

De nuevo aparecían extrañas sombras blancas sobre las imágenes. Completamente desquiciado, empezó a soltar las lentes y a desmontar la cámara pieza por pieza: todo estaba en orden. Se sentó en el sofá y repasó una a una las fotos con el fin de ver si alguna podía salvarse de la quema.

—¡Qué extraño! —suspiró, mientras volvía a mirarlas todas.

Esta vez, al fijarse atentamente, David se dio cuenta de que la sombra blanquecina tapaba la cara de una de las chicas. Lo curioso era que, en todas las fotos, con independencia de la posición en que estuviera, la chica cuyo rostro se desdibujaba era siempre la misma.

Sin salir de su asombro, levantó el teléfono.

—¿Eres tú, Andrew?

—Sí. ¿Quién es?

—Soy David. Verás, he tenido un problema con las fotos de esta mañana y debería repetirlas. ¿Está Tom por ahí?

* * *

Eran las diez de la mañana cuando David se dirigió nuevamente al plató para repetir la sesión del día anterior. Esta vez cogió una segunda cámara, por si las moscas. Andrew, como siempre, le abrió la puerta. Estaba deshecho en lágrimas.

—¿Qué te ocurre?

—Anne… Una desgracia.

—¿Anne?

—Sí, Anne, la modelo rubita con media melena, la que vino de Praga. La han atropellado y…

David sacó las fotos de la chaqueta a toda prisa.

—¿Es esta?

—Sí, parece… pero… ¿qué le ha pasado a estas fotos?

David palideció e, incapaz de explicar aquello, dio media vuelta y salió de nuevo a la calle. Caminó como ausente, y se sentó en el primer banco vacío. Entonces recordó la sesión de fotos anterior. También en ella aparecieron el mismo tipo de sombras blanquecinas. La cuestión era si, al igual que esta vez, la sombra estaba justo encima de la persona que había muerto. Asustado, corrió hasta el coche y regresó a su casa. Una vez allí sacó del cajón las copias de las otras fotos y las miró con atención. No había duda, la sombra estaba siempre sobre la misma persona: la abuela. Era como si aquella cámara anunciase la muerte. ¿Era eso posible?, se preguntó.

Miró detenidamente la máquina. Jamás la había contemplado así. Su amiga, su compañera infatigable, se había convertido en un artilugio diabólico capaz de predecir el más negro futuro. Tenía que comprobar si aquello era cierto o solamente fruto de la más perversa de las casualidades. Pero ¿cómo poner la cámara a prueba? Tras darle unas cuantas vueltas al asunto, lo tuvo muy claro: debía fotografiar a alguien en estado terminal.

A la mañana siguiente se dirigió a la clínica donde trabajaba Sheila, una amiga de toda la vida que a bien seguro podría ayudarlo. Tras la lógica resistencia, Sheila accedió a que David tomara una foto de un enfermo terminal. El hombre se estaba muriendo de cáncer; David lo retrató lo más rápido posible y se fue directo a casa.

Estaba nervioso, casi excitado ante el experimento. En su cabeza ya se dibujaba la imagen que iba a ver; no tenía ninguna duda. Sumergió la foto en el ácido, esperó el tiempo necesario y la colgó para que se secara como siempre había hecho. La imagen empezó a dibujarse lentamente.

—¿Qué… qué significa esto?

David recorrió la foto con sus ojos una y otra vez. No era posible. Aquello debía de estar mal. Volvió a mirarla atentamente. La cara del enfermo se veía nítida, clara, cristalina; pero, sobre la cama, reflejado en el panel metálico trasero, se podía apreciar el rostro del fotógrafo, el suyo propio, desdibujado por una niebla blanquecina.

—¡No puede ser! —exclamó, lleno de pánico y angustia—. ¡Esto es un error!

A la mañana siguiente la mujer de la limpieza halló a David tendido en el suelo junto a la foto. Muerte súbita, dijo el médico de emergencias. Nadie sospechó jamás que fue su cámara la que realmente lo mató.