CAPÍTULO 13

I

Tras cinco días de travesía oceánica, el batiscafo alcanzó el archipiélago de Kianda, a mil kilómetros de distancia de la base central de Fong Yi. No sabían si la colonia científica de Kianda también había sido bombardeada, pero en cualquier caso, era su única posibilidad de sobrevivir. Aunque encontrasen el lugar en ruinas, podrían rescatar las suficientes bombonas de oxígeno y comida para aguantar un poco más.

Los narvales estaban agotados por la travesía y habían tenido que parar a descansar en varios puntos del viaje, pero no habían caído enfermos. Su sistema inmunológico respondía bien; sin embargo, Gema presentaba unas sospechosas manchas grises en su piel, a la altura de las aletas dorsales, que requerían atención.

Al navegar en aguas profundas, para evitar ser detectados, apenas habían captado mensajes de radio durante el viaje. Niit se preguntaba si quedaría aún alguien vivo allí fuera. No quería ser pesimista, pero tal como se habían desarrollado los acontecimientos, no esperaba un desenlace feliz. Al menos, Ángel se recobraba bien de sus heridas; los primeros dos días tuvo fiebre y no pudo dormir a causa de los dolores de la operación, pero luego, su estado de salud mejoró y ya se le veía con ganas de bromear.

El batiscafo emergió a cielo abierto. Niit estudió las imágenes que la cámara de televisión captaba de los alrededores de la base. Como se temía, el panorama era desolador. Los suryanos se habían ensañado con aquel lugar, dejando a su paso un panorama de destrucción.

—Tiene que haber alguien entre las ruinas —dijo Ángel.

—Me gustaría creerte, pero no parece que allí fuera haya alguien vivo.

—La base de Kianda es de construcción más reciente que la vuestra. La hicieron más sólida, para resistir terremotos y huracanes. Seguro que en los sótanos encontraremos supervivientes.

El batiscafo amarró en lo que quedaba del muelle. Niit le ofreció a Ángel ayuda para salir, pero éste aseguró que se hallaba bien. Cargaron con las últimas bombonas de oxígeno y se ajustaron las mascarillas.

—Tenemos aire para seis horas —advirtió ella, abriendo la escotilla de salida—. Si encontrásemos un equipo de hidrólisis que funcionase, podríamos obtener oxígeno del agua salada.

Saltaron a tierra firme. Lucía un sol espléndido, acompañado de una refrescante brisa; un día tranquilo para pasear por la playa, si no hubieran tenido otra cosa que hacer.

El domo principal había sido reducido a escombros. Ángel se subió a un montón de cascotes, cogió unos hierros y, haciendo palanca, comenzó a apartar fragmentos.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió Niit.

—He visto algo entre esas piedras. Ayúdame a quitar este mamparo de aquí, por favor.

Al retirar la plancha de metal, descubrieron el rostro ensangrentado de una mujer.

—¿La conoces? —dijo Niit.

—Se llamaba Barykova —Ángel apretó los dientes y trepó hasta un punto más elevado.

—Déjalo, no pueden haber sobrevivido.

Ángel continuó quitando piedras y descubriendo cadáveres.

—Nuestras reservas de oxígeno son limitadas —le recordó Niit—. ¿Hay alguna otra estructura que pueda haber aguantado el bombardeo?

Al cabo de un rato, el hombre bajó de la montaña de escombros, abatido.

—Roseman, Keren, Mazali, Barykova… —murmuró—. No, no puede ser, tiene que haber alguien vivo.

Caminaron un centenar de metros hacia el sur. Allí se levantaban las ruinas de un segundo domo, más pequeño.

—Éste era nuestro refugio. Puede que alguien lograse entrar antes de que empezase el bombardeo.

Emplearon una hora en despejar de cascotes la escotilla de acceso. Niit miraba de vez en cuando el nivel de oxígeno de su mochila, inquieta. El dispositivo electrónico de la escotilla no funcionaba, y el volante manual de apertura estaba atascado, pero entre los dos consiguieron hacerlo girar unos centímetros. Con la ayuda de una palanca, lo desplazaron veinte grados más. Hicieron una pausa para recuperar el aliento y volvieron a girarlo. Treinta grados más, veinte, cuarenta.

Un chasquido. La escotilla se abrió.

Tras atravesar la cámara intermedia, llegaron a una escalera que descendía a las profundidades del refugio. Las luces de emergencia aún funcionaban. Ángel aspiró un par de bocanadas.

—El aire es respirable —dijo, quitándose definitivamente la mascarilla y la mochila, y situó una mano sobre una rejilla de ventilación—. El sistema de reciclado todavía actúa. Las provisiones deben estar ahí abajo.

Descendieron por las escaleras. Ante ellos se desplegaba un pasillo oscuro.

—No hay iluminación de emergencia en este sector —dijo Niit—. Encenderé la linterna.

—¡No se muevan! —gritó una voz entre las sombras—. Tiren sus armas y tiéndanse en el suelo.

—Me suena mucho esa voz —dijo Ángel—. Eres… eres Wes. Joder, sabía que tenía que quedar alguien vivo.

Las luces se encendieron. Wes bajó la pistola y abrazó a su amigo:

—¡Cómo me alegro de verte! Nos dijeron que habíais muerto. La base de Fong Yi quedó totalmente destruida.

—A Niit se le ocurrió la idea de huir en un batiscafo —reconoció Ángel—. Si estoy vivo es gracias a ella.

Wes le estrechó vigorosamente la mano a la mujer.

—Me ha hablado mucho de ti.

—¿Queda alguien más en el refugio? —preguntó Ángel.

—No, lo siento. El ataque de los suryanos nos pilló desprevenidos. Si hubiéramos contado con un poco de tiempo… —se interrumpió—. Ese pitido es de la radio. Pedí un rescate hace un par de días; quizá sea eso. Venid.

Entraron en una sala que Wes había convertido en su hogar, bastante desordenada y sucia. Su inquilino despejó la mesa de latas y envases de comida, y activó el altavoz de la radio. Una nave utópica en órbita había detectado la presencia de Tayalore y Gema cerca de la base de Kianda, y solicitaban información. Por seguridad, ambos narvales llevaban implantado un chip de rastreo.

Niit se puso ante el micrófono e informó de lo sucedido. Gema necesitaba atención médica y, aunque Tayalore no parecía enfermo, debía ser trasladado a un tanque de descontaminación para limpiar su organismo de patógenos.

—Aseguran que el Nereida viene de camino para evacuarnos —comentó Niit.

—Qué rapidez —masculló Wes—. Los utópicos no tenían ninguna prisa en sacarme de este agujero hasta que habéis aparecido.

—Espero que lleguen antes que los suryanos. Si éstos detectan nuestra transmisión…

—Ah, pero ¿no lo sabéis?

—¿El qué?

—La guerra terminó hace unos días. Surya y Utopía llegaron a un acuerdo.

—Demasiado tarde para nuestros compañeros —masculló Ángel.

—El caso es que este infierno se ha acabado. Tenemos que celebrarlo —Wes revolvió las cajas de provisiones y halló una botella de vino blanco. Intentó encontrar unos vasos de cristal limpios, pero desistió de su propósito y sirvió el vino en unos de plástico—. Hemos sobrevivido y podemos contarlo: Ángel, es como si hubiéramos vuelto a nacer —tomó un trago—. Bueno, en tu caso ya es la segunda vez, y eso que no eres un errante.

—¿Te refieres al tiro que me pegó Damián?

—Los compañeros de Niit nos mantuvieron informados de lo sucedido. Aquí no hablábamos de otra cosa. Por cierto, ¿sabías que Damián no informó a la Tierra de tu detención?

—¿Estás seguro?

—Desde luego. Pero no pienses que pretendía hacerte un favor.

—Quería hacerte desaparecer —apuntó Niit—. Ese canalla planeaba matarte en el camino de vuelta a casa. Sabía que con tus declaraciones, le implicarías en el xenocidio de los narvales.

—Muy propio de él —asintió Ángel—. Pero ya ves, él está muerto y yo vivo. Por una vez el universo ha sido justo.

—Eso quiere decir que podremos volver a la Tierra, sin temor a la policía —dijo Niit.

—¿Podremos? —Ángel alzó una ceja.

—Durante los días de encierro en el batiscafo, lo he meditado. Joris me ofreció asilo en Utopía con la intención de explotar a los narvales en beneficio propio. Pero la guerra ha terminado, ya no existe una amenaza a la que combatir, y yo no voy a colaborar para que uno de los bandos obtenga una posición militar dominante y ponga en peligro la paz en el futuro. Creo que Tayalore y Gema tampoco lo harán.

—¿Y qué vas a hacer? Seguro que Damián no cursó tu carta de dimisión a la compañía. Estaba cagado de miedo por si testificabas en su contra.

—Me da igual. Markab tenía que saber lo que sucedía en este planeta, pero mantuvo a Damián al frente de este tinglado. Para mí, la compañía es igual de responsable.

Ángel sonrió:

—Sigues siendo la misma de siempre. Me sentiré honrado si me ayudas a que la opinión pública se entere de la verdad.

—Haré algo más que eso. Joris descubrió cierto secreto acerca de los krenyin, que me hizo prometer no revelar. Bueno, ahora que él ya no está aquí y que yo no seguiré trabajando para ellos, no creo que siga obligada a guardar silencio.

Recibieron un segundo mensaje a través de la radio. El capitán del Nereida estaba sobrevolando la isla para aterrizar.

Recuperaron las mochilas de oxígeno y abandonaron el refugio. Los retrocohetes de la nave espacial posaron suavemente su mole en un claro cercano a la playa, para facilitar el rescate de los narvales. Mientras se encaminaban hacia la rampa de entrada, Ángel no resistió la tentación de preguntar acerca del secreto que trató de esconder Joris.

—La luz del infinito —dijo Niit.

—Bonito nombre. ¿Qué significa?

—Cuando entiendas su significado, no volverás a contemplar la vida del mismo modo.

Ángel la envolvió en un cariñoso abrazo.

—Ahora mismo ya la veo distinta, tesoro.

II

El general Maksim Ichilov había recibido la orden de regresar a Utopía, junto con el resto de la flota. Las negociaciones para firmar una paz definitiva aún continuaban, pero el alto el fuego era un hecho, y se había concedido un permiso de setenta y dos horas a la mitad de los soldados para que se divirtiesen y fueran a ver a sus familias. La otra mitad libraría en el turno siguiente, y si se confirmaban las buenas expectativas de paz, las tropas volverían a sus cuarteles en una o dos semanas.

Ichilov se había cogido los tres días de permiso para solucionar asuntos personales. La pérdida de su hijo Valeri era irremediable, pero podía honrar su memoria haciendo realidad su último deseo.

Usando la influencia que le proporcionaba su cargo, y recordando viejos favores a algunos conocidos, consiguió una autorización especial para que el sargento Luis Torelli fuese revivido de forma inmediata, sorteando las listas de espera que se aplicaban al resto de los ciudadanos. Sabía que si se demoraba en mover los engranajes de la tortuosa burocracia castrense, el elevado número de bajas sufridas en la guerra dispararía la demanda de reencarnaciones, disminuyendo las posibilidades de Torelli de volver a la vida.

Ichilov se quedó muy sorprendido cuando se le dijo que Torelli había dispuesto ser resucitado en el cuerpo de una mujer.

Revisando su expediente, entendió por qué. Torelli había sido mujer durante cuarenta y dos años, y su experiencia dentro de un cuerpo masculino había sido ingrata. El sargento no quería repetir como hombre.

Acudió al hospital para verla. Ya le habían implantado su matriz de personalidad en el cerebro y se encontraba en una cama de observación. Los médicos aseguraban que, si no había reacciones fisiológicas adversas, le darían el alta en unas horas y podría iniciar una nueva vida.

—Menudo cambio —dijo Ichilov al verla—. Creo que has salido ganando, Marta. Este nuevo cuerpo tuyo es… fantástico, si se me permite decirlo.

—General, debe haber un error. He mirado el calendario y sólo ha pasado una semana desde la última vez que hablé con Valeri. Él me dijo que yo trabajaría en una esfera de datos durante varios años.

—Eres muy afortunada.

—Sigo sin entender por qué he resucitado ahora.

—No es necesario que lo entiendas. Acéptalo como lo que es, un golpe de suerte.

—¿Por qué ha hecho esto por mí, general?

—¿Qué te hace pensar que he tenido algo que ver?

—Bueno, está aquí, y… —Marta abrió la boca—. Algo le ha pasado a su hijo.

Maksim asintió.

—¿Ha muerto? ¿Por eso ha venido usted en su lugar?

—Por desgracia, así es.

La mujer, angustiada, se cubrió el rostro con las manos. Al cabo de un rato, dijo:

—¿Por qué no puedo llorar?

—Tus conductos lacrimales están secos. Es un efecto secundario de las técnicas de reanimación; ya se te pasará.

—General, le agradezco mucho que haya hecho esto por mí, pero estoy segura de que hay gente con más derecho que yo a obtener un cuerpo.

—Es posible, Marta, pero tú entregaste la vida por Utopía. Tenemos una deuda contigo.

—No fui la única que murió en la guerra. ¿Por qué se me otorga este favor?

Ichilov estuvo tentado de responderle de nuevo que se merecía aquel privilegio, pero sería menospreciar la inteligencia de Torelli. Ella necesitaba saber la verdad.

—Fue el deseo de Valeri. Lamento no haber hecho todo lo posible cuando me lo pidió, pero bueno, el caso es que te he traído de vuelta. Es… —notó que se le quebraba la voz— es lo que mi hijo habría querido, y en cierto modo, al traerte a la vida he traído también una pequeña parte de él.

—No sé cómo darle las gracias.

—De todos mis hijos, Valeri era el que más se parecía a mí. Ingresó en el ejército porque creía en los valores castrenses, amaba esta profesión, y, como yo, entregó la vida por sus semejantes. Lamentablemente, ya no volverá a estar conmigo y no podré enmendar los errores que cometí con él. Quedó profundamente decepcionado cuando le abandoné; me había idealizado como padre y yo acabé mostrándole lo peor de mí. Él me pidió insistentemente que usase mis contactos para lograr tu resurrección, y yo apenas me molesté en mirar el papeleo y dar carpetazo al asunto. No pude complacer a Valeri en vida, pero al menos he hecho realidad su último deseo.

—La verdad, no sé qué decir… —reconoció Marta—. Tengo un nudo en la garganta y me he quedado sin palabras.

—Pues aún hay más. A causa de la guerra, se han producido vacantes en el escalafón de oficiales, y el ejército va a ascender a muchos suboficiales que se destacaron por méritos militares. Te propuse para el grado de alférez y lo han aceptado. Supongo que en tu nueva vida como mujer seguirás en el ejército, ¿verdad?

—Por supuesto. Será un honor continuar sirviendo a mi país, general —Marta se lo quedó mirando con una media sonrisa.

—¿Qué pasa?

—Le enseñó bien a Valeri. Aunque usted piense otra cosa, no fracasó como padre. Él hizo mucho por mí, y usted también. Tengo una deuda de gratitud que no sé cómo pagársela.

—No tienes ninguna deuda que saldar. Este nuevo cuerpo que te han dado es una compensación por entregar tu vida en acto de servicio.

—Cuente conmigo para lo que quiera.

—Fuiste un buen soldado y seguiré requiriendo tus servicios en el futuro —la puerta de la habitación se abrió—. Ahora me voy. Tienes visita.

La familia de Marta entró. Emocionada, cogió los ramos de flores que le entregaron sus dos hijos, mientras sus padres la abrazaban. Ichilov contempló con envidia aquellas muestras de afecto, deseando ser él quien festejara el renacimiento de su hijo.

Se alejó hacia el ascensor, satisfecho por la alegría que había contribuido a crear en la familia de Marta. El universo le había arrebatado a su hijo, pero Ichilov respondió quitándole una presa de entre sus garras.

Y se sentía feliz por ello.

III

Zhou Tahawi introdujo su equipaje en la cinta transportadora de la terminal de embarque y mostró su documentación al policía, que le dedicó una atención especial cuando comprobó que era suryano. Al haber perdido la inmunidad diplomática, ya no gozaba de privilegios, y fue introducido en una habitación contigua, donde se le desnudó y escaneó con un detector. Al devolverle sus ropas, el policía le dijo:

—Espero que no vuelvas nunca más a la Tierra, hijo de puta.

Tahawi asintió. No tenía intención de volver.

Su sustituto le había relevado aquel mismo día. Tahawi fue despojado de todos los títulos oficiales, escolta y, por supuesto, de la paga. Volvía a ser un ciudadano de a pie. Con todo el futuro por delante.

El nuevo embajador admitió, en una charla privada, que el comportamiento de Tahawi durante la guerra fue el adecuado. La orden para liberar un virus mortal entre la población terrestre había sido una decisión irresponsable tomada en las altas esferas, y actuó correctamente negándose a cumplirla, aunque eso le hubiese costado el puesto.

Y dijo más: coincidiendo con el final de la guerra, se alzaban en Surya las primeras voces que reclamaban una reforma del sistema. Se había dado por sentado que su ejército era imbatible y que los aliados serían barridos en la primera semana de la contienda, pero no sucedió así; al contrario, Surya había sido acosada en su propio territorio, viéndose forzada a aceptar un armisticio que dejaba la situación en tablas; y para los políticos suryanos, eso era una derrota. Varuna fue incapaz de gestionar bien la crisis, y se rumoreaba que tenía los días contados.

Desde luego, eso no significaba que Tahawi continuaría en la embajada. Había desobedecido una orden expresa y, aunque fue pieza clave para solucionar el conflicto, el gobierno suryano no confiaba en él para hacer oír su voz en Bruselas. No sería encarcelado, porque había servido bien al estado suryano, pero como castigo por su indisciplina se le expulsaba del cuerpo diplomático.

Había contado con eso, y Tahawi no estaba triste. Quince años como embajador era mucho tiempo, y le apetecía cambiar de aires. Aquélla era una oportunidad excelente para poner un nuevo rumbo en su vida y fijarse otras metas. El nuevo embajador le había insinuado que la oposición vería con buenos ojos que se incorporase a sus filas. Se avecinaba una época de cambios y Varuna no repetiría el error de permitir que los disidentes huyesen de Surya y formasen otro estado independiente. El régimen tendría que abrirse para acoger a las voces discordantes, y evitar que Utopía acumulase más poder.

Hábilmente, el nuevo embajador tomaba posiciones por si acaso la oposición se hacía con las riendas. Un salmón experimentado en moverse en el turbulento río del poder, que sabía avanzar en el agua incluso nadando a contracorriente.

Superadas las pruebas de control, la policía le dijo a Tahawi que el transbordador que le subiría a la órbita venía con dos horas de retraso, y debía aguardar en la sala de espera un próximo aviso.

Tahawi regresó al vestíbulo y se sentó en una dura silla de plástico, con una sola maleta a sus pies. Nunca viajaba con mucho equipaje; en el punto de destino siempre podía comprar lo necesario, y de su estancia en la Tierra se llevaba a Surya pocas cosas materiales. Y todas cabían en aquella maleta.

—¡Embajador! ¡Embajador! Creíamos que no llegábamos a tiempo.

Tahawi se volvió al escuchar aquella voz familiar. Linyou caminaba apresuradamente hacia él, acompañado de una docena de funcionarios de la legación suryana.

—Unos policías nos entretuvieron en la puerta exterior —dijo Linyou—. Creo que lo han hecho a propósito.

—Gracias por venir a despedirme —Tahawi miró al grupo de congregados; muchos de ellos llevaban en la Tierra con él desde que se hizo cargo de la embajada, y posiblemente serían cesados o trasladados a puestos de inferior categoría, en cuanto su nuevo jefe acabara de instalarse en el despacho—. Mi vuelo se ha retrasado un par de horas.

—Ha sido un orgullo trabajar con usted, embajador, y hablo en nombre del grupo.

—Ya no soy embajador, Linyou.

—Para nosotros, lo será siempre. Surya jamás encontrará otra persona como usted. Su partida nos ha llenado de dolor a todos.

—Bueno, no a todos —sonrió maliciosamente Tahawi, señalando al grupo. En la embajada trabajaba medio centenar de personas, y sólo habían acudido trece a despedirle—. Sé que algunos se alegrarán de mi partida.

—Estamos al corriente del mensaje que le entregó el señor Greki. Por muchas que sean las diferencias que nos separan de los terrestres, éstos no merecían un castigo tan cruel. Usted pudo haber elegido el camino fácil y limitarse a cumplir órdenes, pero sacrificó su carrera para salvarles. Y con ello nos salvó también a nosotros.

—Hice lo que cualquier persona con sentido común habría hecho. Aunque esta cualidad no abunda entre nuestros actuales gobernantes, no por ello soy un héroe. Los actos de genocidio no encuentran amparo bajo ningún código. Querían que yo fuese la mano que apretase el gatillo, y me negué. Bueno, la suerte me sonrió, y de no ser por Schiavo, sólo habría logrado retrasar unos días la liberación del virus. Creo que mi sustituto no habría vacilado en dar la orden.

—Le deseamos un feliz retorno a Surya y los mejores éxitos en esta nueva etapa —Linyou le entregó una caja—. Confiamos que le guste.

Tahawi retiró el envoltorio y abrió la caja, que contenía un huevo ceremonial. Según una antigua costumbre suryana, caída ya en desuso, se obsequiaba con aquellos presentes a los resucitados, en señal de bienvenida. Tahawi lo sostuvo entre sus manos y el huevo le fue mostrando diversos paisajes de la Tierra: el Himalaya, el desierto del Amazonas, la Antártida, algunas ciudades y monumentos, y muestras de la literatura, la música y la pintura terrestre. Linyou le rogó que presionase un sensor de la base, y el holograma exhibió los rostros de los empleados de la embajada que habían acudido a despedirle.

—Este regalo no simboliza su renacimiento físico —explicó Linyou—, sino el espiritual; una nueva vida que sabemos aprovechará en todas sus posibilidades.

—Muchas gracias.

—Cada uno ha grabado un mensaje para usted —dijo Linyou.

Tahawi sonrió afectuosamente y abrazó a Linyou:

—Los escucharé en el transbordador. Es la mejor compañía que podría tener durante el viaje a casa.

IV

Cuando Schiavo puso de nuevo el pie en Utopía, ningún representante del gobierno acudió a darle la enhorabuena por sus gestiones, que habían llevado al fin de la guerra. Regresaba como un errante más, discreta y anónimamente, y su labor nada parecía significar. El gobierno no podía detenerle por lo que había hecho, pero tampoco sentía deseos de recompensar sus acciones, realizadas a espaldas de sus dirigentes.

Sin embargo, había una persona en Utopía que conocía la verdad y le esperaba en el muelle de atraque: Elsa.

Fueron a celebrarlo al mejor restaurante de la capital y después se retiraron al apartamento, donde hicieron el amor y analizaron la nueva situación surgida tras el fin de la guerra. Godewyck y un puñado de colaboradores de Fénix habían sido apresados por la policía, pero durante el traslado a los calabozos, los detenidos habían activado un mecanismo de autodestrucción de sus implantes neurales, para evitar el escaneo de sus cerebros. Evidentemente, una copia de sus conciencias existía en alguna parte de Utopía, quizá en alguna esfera de datos o en un ordenador aislado de la red, aguardando a que las aguas volviesen a su cauce para reencarnarse en otro cuerpo; pero oficialmente, se les había perdido la pista.

La policía había actuado de forma negligente con los detenidos, ya que existían inhibidores electrónicos para impedir el suicidio de los sospechosos. Todo ello les indujo a pensar que a las autoridades no les interesaba que se supiese quién estaba detrás de Godewyck, lo que confirmaba sus sospechas de que el gobierno utópico utilizó a los tricéfalos conspiradores para declarar la guerra a Surya.

¿Formaba parte Joris de ese grupo? Tal vez jamás lo sabrían, pero Schiavo estaba contento, porque no volvería a verlo. Joris no manejaría su vida nunca más, había desaparecido para siempre, y aunque los componentes de su mente compuesta siguieran existiendo individualmente, ya no volverían a fijarse en él. Les había demostrado que, a pesar de los esfuerzos de Joris por manipular su mente, Schiavo tenía voluntad propia.

Había pedido la reincorporación al servicio en el ejército utópico. Su misión de espionaje en la Tercera Vía ya había concluido y no se le asignó otra nueva. Las autoridades no podían privarle de su rango de capitán, sin someterle previamente a un consejo de guerra, pero tampoco tenían cargos que pudieran esgrimir públicamente contra él.

Por incómoda que pudiera ser su presencia en Utopía, tendrían que aceptarle.

Las noticias que llegaban de Surya no podían ser más halagüeñas. Utopía estaba cumpliendo los términos del acuerdo de paz y el virus que causó estragos en las colonias ya había sido desactivado. La oposición suryana se reorganizaba y algunos activistas de la resistencia se atrevían a conceder entrevistas a los medios de comunicación, a cara descubierta. La política de comuniones se había relajado, y se hablaba abiertamente de que el fin de Varuna estaba próximo. Un grupo político reclamaba la unificación a medio plazo de los estados suryano y utópico en una gran nación de errantes libres, en donde tuvieran cabida todas las sensibilidades y opiniones. Por supuesto, la integración debería ser pacífica y decidida en consulta popular por ambos pueblos.

Hace un mes, aquellas propuestas habrían valido a sus autores la detención preventiva, el envío a Hades y el hostigamiento a los familiares de la víctima. Ahora, esas propuestas llegaban a los medios y se debatían públicamente.

La derrota militar sufrida por Surya propiciaba un cambio en cascada de sus instituciones. Al menos, los muertos que se había cobrado aquella guerra servirían para que los ciudadanos recobrasen poco a poco su libertad, secuestrada por unos dirigentes obsesionados en perpetuarse en el poder.

Schiavo y Elsa se sentían orgullosos de haber estado allí, en el principio, y dar el empujón para que la oxidada maquinaria de los cambios volviese a funcionar. La sociedad necesitaba una profunda transformación que llevaría tiempo; pero para un errante, ése es un factor secundario. Sabían esperar. Tardaría años, pero el cambio llegaría, y los errantes volverían a formar parte de una gran familia sin divisiones, sin policías escudriñando si tus pensamientos son una amenaza para el gobierno.

Las dictaduras encabezadas por Varuna e Indra tenían fecha de caducidad. Y algún día ellos asistirían a su caída.

FIN