CAPÍTULO 12

I

Niit encontró a Ángel sentado en un sillón de la enfermería, con la bandeja del desayuno sobre sus rodillas. El tratamiento de piel sintética aplicado en la herida estaba cicatrizando y pronto le darían el alta, aunque no podría hacer esfuerzos durante una semana.

Su amigo hizo ademán de retirar la bandeja para levantarse, pero ella le detuvo.

—No soy un inválido —dijo él—. Puedo caminar perfectamente.

—Quería haber venido antes, pero Damián dio instrucciones para que no me dejasen pasar. Oye, tienes muy buen aspecto.

—Gracias. Lamento haber estropeado los planes del cerdo de tu jefe. Esta herida de bala no es nada comparado con lo que él tendrá que sufrir.

—Ya no es mi jefe.

—¿Te ha despedido? —Ángel la miró, ceñudo.

—He dejado el empleo, pero no te preocupes, he conseguido otro. El gobierno de Utopía es mi nuevo patrón.

—¿Vas a trabajar para los errantes?

—No sé qué hay de malo.

Ángel evitó contestar, pelando con parsimonia un plátano.

—Tú perteneces a la fundación por las libertades civiles —le recordó ella—. Deberías mostrar más respeto por los derechos humanos.

—Yo no los considero humanos —Ángel le dio un mordisco a la fruta—. Una vez lo fueron, pero murieron, y ahí perdieron su condición. Por culpa de ellos estamos en guerra.

—Si luchas para que a los narvales se les reconozcan derechos civiles, no puedes pretender que los errantes sean tratados como cosas.

—Es que no pretendo que pienses como yo —el hombre tomó un sorbo de agua para aclararse la voz—. Niit, por mi culpa te has quedado sin empleo. Si yo no hubiera aparecido por aquí a entrometerme en tus asuntos, conservarías tu trabajo en Markab. Lo siento.

—Es inútil lamentarse por lo que ya está hecho, y como te he dicho, he encontrado otra ocupación. Ahora lo importante es que te encuentras bien.

—Bien para que me lleven a la cárcel. ¿Cuándo tiene pensado Damián enviarme de vuelta a la Tierra?

—No hay naves disponibles en estos momentos. Tendrá que esperar a que acabe la guerra.

—Me gustaría que volviésemos a estar juntos. Damián no podrá mantenerme entre rejas mucho tiempo. La fundación pagará mi fianza y saldré libre en un par de semanas.

—Ángel, sobre lo de volver tú y yo…

—Vine a Sedna por ti. Me ofrecí voluntario para poderte tener cerca y arreglar nuestra relación.

—Necesito mi propio espacio, Ángel, y tú tienes tendencia a llenarlo todo. Eres como un globo con una cantidad ilimitada de aire.

—Puedo deshincharme. Mira —Damián empezó a soplar con energía, pero un pinchazo en el vientre le detuvo—. Quizá no sobreviva al traslado a la Tierra, o a mi estancia en la cárcel.

—No pongas cara de cordero degollado.

—Niit, te necesito. Eres la única mujer que ha significado algo para mí. Vale, es cierto que no he tenido mucho éxito con ellas, pero aún así sigues siendo lo mejor que me ha pasado en mi vida.

—Las cosas han cambiado; yo…

—Es Joris, ¿verdad? Te has enamorado de un puto fiambre.

—¿Qué estás diciendo?

—Damián me lo ha contado, y creo que ha disfrutado mucho machacando mi corazón.

—Te recuerdo que no tengo que darte explicaciones de lo que hago con mi vida.

—Él te ofreció un nuevo empleo para llevarte contigo, y tú aceptaste. ¿O acaso lo hizo por hacerte un favor?

—¿Preferirías que no moviese un dedo por ayudarme, y así yo tenga que acompañarte a la Tierra? ¿Es eso lo que quieres, tenerme cerca a cualquier precio?

—No —admitió él—. Lo siento, no debería hablarte así, me estoy comportando como un idiota. Si quieres a Joris, es tu elección. Yo no voy a interferir.

—No quiero a Joris. Lo único que hubo entre los dos fue un poco de sexo. Su cuerpo es atractivo y se mantiene en forma.

El suelo tembló bajo sus pies.

—Un terremoto —dijo Ángel.

La vibración se repitió, acompañada de una serie de truenos. Niit se asomó por la ventana de la enfermería, pero era uno de esos raros días en que el cielo de Sedna estaba despejado y lucía un sol magnífico.

—Algo malo sucede —murmuró Ángel.

Desde fuera les llegó el sonido de disparos de las baterías antiaéreas que la fuerza aliada había dispuesto en torno a la base. El cielo despejado comenzó a poblarse de desgarrones.

Las alarmas sonaron en la base. Ángel y Niit intercambiaron una mirada de desconcierto, sin saber qué hacer.

—¿El sótano es a prueba de bombas? —preguntó él.

—No, pero construyeron un refugio fuera, a unos cien metros de la base. Lo malo es que su capacidad máxima es de veinte personas, y con la gente que ha llegado a Sedna en los últimos días, debe haber más de un centenar.

Una bomba impactó contra uno de los muros de la base. La cúpula se resquebrajaba y llovieron los primeros cascotes.

—Si nos quedamos aquí, moriremos —dijo Niit—. Sujétate a mí, te ayudaré a salir.

—Puedo caminar solo —Ángel se puso en pie y avanzó dos pasos—. ¿Lo ves?

Niit lo agarró del brazo y salieron al pasillo. El personal corría despavorido hacia la salida con intención de alcanzar el refugio, pero ella se dirigió a la escalera que conducía al sótano.

—Acabas de decir que ahí abajo no estaremos protegidos de las bombas —dijo él.

—Cierto.

Ángel tuvo serias dificultades para bajar por la escalera de caracol, y apretó los dientes para disimular el dolor que le laceraba el vientre.

—Espero que sepas lo que estás haciendo —dijo, apoyándose en la barandilla cuando logró bajar el último escalón.

Niit se dirigió al tanque donde nadaban los narvales y tuvo unas palabras con ellos. Ángel no escuchó todo lo que les dijo, pero entendió lo suficiente.

—¡Los matarás si los devuelves al océano!

—Morirán de todos modos si se quedan aquí. Al menos en el mar tendrán una oportunidad.

Niit tecleó en la consola la orden que abría la compuerta exterior del tanque. Luego, abrió la esclusa del túnel que comunicaba con el muelle y le alcanzó a su amigo una mascarilla y una mochila de oxígeno.

Ángel empezó a entender lo que la mujer se proponía.

A la salida del túnel hallaron un par de batiscafos libres. En la confusión del ataque, nadie había pensado que el lugar más seguro no era el refugio, sino el mar. Subieron a bordo de uno de ellos y, mientras Ángel se ocupaba de cerrar la escotilla, Niit se sentó frente al tablero de mandos. Las reverberaciones del metal del casco transmitían la violencia de las explosiones que se desencadenaban en tierra firme. Niit puso en marcha el motor y logró que el batiscafo se sumergiera.

Los narvales nadaban inquietos a su alrededor. Niit hizo un barrido de frecuencias y localizó un canal que producía un molesto chirrido en el altavoz. El ordenador localizó las fuentes de las señales: una de ellas procedía de la órbita, y la otra de un punto móvil que sobrevolaba la superficie, probablemente un caza.

—¿Son de los nuestros? —dijo Ángel.

—Esta clave de encriptación no es de los aliados.

La turbidez del agua y el escaso número de peces a su alrededor confería al mar un aspecto desolado. Madejas de algas muertas, envueltas en una sucia nube de excrementos, descendían al fondo por el peso de los cadáveres de crustáceos enredados en ellas. Más adelante encontraron un cetáceo sin vida cuyos despojos eran devorados por un enjambre de pequeños artrópodos que se habían adaptado a las nuevas condiciones de vida. Aquellos seres eran el equivalente marino de las cucarachas o las ratas, pero cuando no hubiese cadáveres que comer, ellos también morirían.

De momento, la comida no parecía que escaseara.

Aunque Niit no era culpable del ecocidio que había convertido los océanos de Sedna en una tumba, sentía vergüenza al contemplar el desastre. ¿En qué punto del camino los seres humanos se habían transformado en animales? Quizá nunca habían dejado de serlo.

—Era cuestión de tiempo que los suryanos viniesen a por nosotros —dijo Niit. Los narvales nadaban frente al batiscafo y les marcaban el camino, para evitar que el uso del sonar delatase su posición a los atacantes—. Me extraña que no hubieran venido antes.

—Yo creí que este planeta no les interesaba y por eso lo arrendaron a la compañía.

—Cometieron un error al hacerlo, y es evidente que ya se han percatado de ello.

—¿Por qué? ¿Qué tiene este lugar que les pueda interesar?

—Está delante de tus narices.

—¿Los narvales?

—Damián quiso arrancarles por la fuerza bruta sus conocimientos. Carece de paciencia para hablarles civilizadamente. Pero fracasó, y creo que aún no me ha perdonado que yo tuviese éxito.

—¿Y qué es lo que saben los narvales?

—Son nuestra llave para descifrar el lenguaje krenyin. Gracias a ellos hemos descubierto secretos que cambiarán nuestra concepción del universo y de la vida. Pero los conocimientos poseen un doble filo.

—Ahora lo entiendo. Habéis convertido a Tayalore y Gema en armas de guerra.

—Ángel, deja de mirarme así. No tuve elección.

—Pudiste haber dicho no.

—Eran nuestra última esperanza de ganar la guerra.

—¿Realmente crees eso? ¿O Joris ha conseguido que pienses como él?

—Surya nos habría destruido en la primera semana.

—Surya ya está aquí, Niit. No habéis conseguido nada, y acabas de devolver a los narvales al océano. En unos días, ellos morirán y os quedaréis sin vuestra arma secreta.

—No, si puedo evitarlo.

Niit siguió sintonizando canales y encontró uno sin codificar. La fuente de emisión procedía de tierra firme, cerca de la base. La gente que había alcanzado el refugio pedía ayuda a las naves de defensa de Utopía que orbitaban el planeta.

—¿Esa voz es la de Damián? —observó Ángel.

—Creo que sí.

—Me lo imaginaba. Sólo alguien tan estúpido como él delataría su posición de esa manera.

—Por lo que sé, el refugio está muy bien protegido, y… —la voz de Damián cesó de repente, ahogada por la estática.

—Si lo construyó Markab, seguro que aguantará —ironizó Ángel—. Me parece que ese gordito rabioso ya ha dejado de causarnos problemas.

Niit no contestó.

—Será mejor que bajemos a mayor profundidad. No me gusta navegar tan cerca de la superficie.

La mujer obedeció en silencio. Pasaron los minutos sin que ninguno dijera una palabra, acompañados por los chirridos que crepitaban de los altavoces de la radio, que se atenuaban conforme descendían hasta convertirse en un lejano murmullo.

—No irás a sentir ahora lástima de Damián —dijo él—. Ha tenido la muerte que se merecía.

Niit seguía sin pronunciar palabra.

—¿Es por Joris? ¿Estás triste porque él estaba en el refugio?

—No solo por él. Tenía otros compañeros en la base, Ángel. Compañeros a los que apreciaba. Y ahora, están todos muertos.

—Todos menos tú y yo. Piénsalo, Niit, el destino ha vuelto a unirnos. Eso significa algo.

La mujer comprobó las reservas de combustible y oxígeno.

—Tenemos aire y provisiones para cinco días —anunció—. Después habrá que subir a la superficie.

—Tal vez para entonces los suryanos ya se hayan ido.

—Ojalá. Porque si el destino nos ha reunido aquí, espero que no sea para ahogarnos en el océano.

II

Maksim Ichilov dispuso que los supervivientes rescatados de los despojos del Concordia fueran trasladados a la enfermería del Oberón. El buque médico estaba repleto de heridos, pero aunque no hubiese sido así, Maksim quería pasar con su hijo los últimos momentos de vida que le quedaban.

Los médicos habían rechazado la propuesta de Maksim para que se operase a Valeri a fin de realizarle un implante raquídeo, que preservaría su conciencia cuando muriese. No tenían el equipo necesario a bordo del crucero, y el estado de salud del Valeri era tan precario que no sobreviviría a una intervención de esas características.

Se estaba muriendo, y lo único que podían hacer por él era atenuar su sufrimiento con drogas. ¿Para qué le servían los médicos, si eran incapaces de salvar la vida de su hijo?

Maksim siempre había sido creyente, a pesar de que la iglesia negaba la condición humana a los errantes. Él sabía que algún día, todo cambiaría. La vida pone a prueba nuestra resistencia al sufrimiento, y con cada nuevo reto, Dios templa nuestra alma para hacerla brillar en las tinieblas, o eso había creído hasta entonces. Pero al ver agonizar a Valeri en la cama, se preguntó qué clase de ser sobrenatural podía enviar dolor y desgracias deliberadamente; en definitiva, qué sentido tenía aquella prueba. Por qué existía el mal, si Dios podía evitarlo.

Por qué no escuchaba sus oraciones y salvaba a Valeri.

Quería a su hijo mucho más de lo que lo apreció en su primera vida. Las personas emplean media existencia en madurar, aunque las menos despiertas a veces necesitan dos vidas. Maksim era de estas últimas. Y ahora que había empezado a amar a su hijo, Dios se lo arrancaba de su lado. ¿Qué clase de reto era aquél? ¿Qué tenía que demostrar para que cesase aquella crueldad?

En momentos como ése, era muy fácil caer en el desánimo. Cuando Maksim iba a morir, imaginó que acabaría viajando a través de un túnel, hacia una luz cálida y acogedora en la que se reencontraría con el hacedor y sus seres queridos. Nada de eso sucedió. Recobró la consciencia entre las paredes grises de un hospital militar utópico, dentro de un cuerpo que no era el suyo. Dios no había intercedido para devolverlo a la vida. Quizá estaba mirando hacia otro lado cuando Maksim murió.

Con su hijo, trató de asumir la función que el Creador le negó a él, pero había llegado tarde. Valeri estaba condenado a desaparecer en la nada, y cuando sus hermanos y su madre se enterasen de la noticia, culparían a Maksim por haberlo permitido. Cualquier posibilidad de reconciliarse con ellos quedaría truncada.

Perdiendo a Valeri, los perdía a todos.

Su hijo se removió en la cama. Los efectos del sedante se desvanecían.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Valeri, mirándose su cuerpo envuelto en vendas—. ¿Qué hago aquí?

—Sufriste una conmoción. Te pondrás bien.

—No estoy en el Concordia, ¿verdad?

—No.

—¿Hubo supervivientes?

—Algunos.

—¿Cuántos?

—Qué importa eso; ahora debes descansar y…

—¿Cuantos?

—Una docena.

Valeri cerró los ojos, abatido.

—He sido un mal capitán. Mi tripulación murió a causa de mi incompetencia.

—Hiciste lo correcto. Deja de atormentarte por lo que sucedió, ya no puede cambiarse.

—Me duele el pecho. ¿Puedes llamar a alguien?

—Junto a tu brazo derecho hay un pequeño mando. Cada vez que aprietes el botón rojo, una bomba te administra una dosis de sedante.

Valeri lo pulsó un par de veces.

—¿Cómo va la guerra?

—Regular. Hemos destruido parte de las defensas de Surya, pero a costa de muchas pérdidas. El alto mando ha ordenado un repliegue táctico. Puede que el ataque se reanude en las próximas horas o puede que no.

—Me arden los pulmones. Es como si tuviera una apisonadora encima.

—No hables.

—¿Sabes…? —tosió— ¿Sabes lo que más me asusta de todo? Que estés aquí, conmigo. No habrías abandonado tus obligaciones para venir a verme si… si…

—No he tenido que abandonar nada. Estás a bordo del Oberón. No había camas libres en el buque médico y te trasladamos aquí.

—¿Cuánto tiempo llevas en esta habitación?

—Acababa de llegar cuando te has despertado —mintió.

—En realidad, me gusta que te preocupes por mí —sonrió Valeri—. Era lo que hacía mi padre hasta que… cambió, y comenzó a gastarse el dinero de la familia en sí mismo.

—Aunque tú no me consideres tu padre, yo te sigo queriendo como hijo.

—No lo entiendes; mi padre era un sinvergüenza. No lamenté su pérdida cuando murió, pero ahora apareces tú y… eres distinto, me he dado cuenta, y no solo físicamente. Maksim, eres mejor que mi padre. Él no habría venido a verme aunque le hubieran clavado alfileres bajo las uñas. Su familia le importaba un comino… —tosió de nuevo.

—Por favor, no hables.

—Qué más da. Puede que no volvamos a tener otra ocasión y… quería que supieras que empezaba a aceptarte como el padre que deseaba tener.

—Me halaga oír eso, Valeri.

—Albergaba prejuicios acerca de los errantes, pero no soy quién para juzgaros. Tenéis identidad propia; no sois lo que fuisteis, sino lo que decidáis ser. Me alegra que ahora seas mejor persona de lo que fue el antiguo Maksim Ichilov.

Valeri volvió a pulsar el botón del sedante. Las repetidas dosis que se había administrado comenzaron a hacerle efecto, y en poco tiempo se quedó dormido. Maksim permaneció con él durante horas, esperando que volviese a recobrar la consciencia, pero no sucedió. Durante ese tiempo recibió dos llamadas del puente, que derivó hacia el comandante de guardia. Siguió contemplando a su hijo en silencio, hasta que el cansancio pudo con él y se quedó dormido en el sillón.

Al despertarse, un médico tomaba notas en un cuaderno electrónico mientras un enfermero desenchufaba cables de la consola de soporte vital y retiraba sondas del cuerpo de Valeri. Maksim enterró el rostro entre sus manos.

Y lloró.

III

El señor Greki había vuelto a visitar a Tahawi. Trajo dos mensajes: el primero, la confirmación de la orden para que liberase el virus. El segundo, el anuncio del próximo cese de Tahawi como embajador.

El gobierno suryano nombraría en los próximos días a su sustituto. La situación en casa era delicada y su reemplazo se demoraría un poco, pero estaba claro que ya no confiaban en él, suponiendo que hubiesen confiado alguna vez. No querían al frente de la embajada a alguien que pensase por sí mismo, sino a un perro obediente que no cuestionase las órdenes.

Tahawi esperaba aquellas noticias, pero lo que le pilló desprevenido fue la visita de un errante de Utopía llamado Schiavo, quien decía tener pruebas de que el virus que asolaba las colonias suryanas había sido extendido por un grupo de conspiradores utópicos que pretendían hacerse con el poder.

Tahawi escuchó con atención las explicaciones de Schiavo, y recibió las pruebas que éste le entregó, incluida la firma genética del cuerpo de Godewyck. Insistió mucho en que, aunque aquél hubiese cambiado de cuerpo, había otras formas de localizarlo. La mayoría de las clínicas de resurrección en Utopía eran del gobierno o vigiladas por el ministerio de Sanidad; Godewyck no iría muy lejos si las autoridades deseaban atraparlo.

Aunque su cese aún no se había materializado, Tahawi no debía tomar decisiones de trascendencia para su gobierno; tenía que aguardar a que llegase su sucesor para que se encargase del asunto. Pero existía la posibilidad de que el nuevo embajador no se tomase la molestia de verificar la historia de Schiavo, perdiendo una posibilidad única de acabar con la guerra.

Tahawi no podía dejar pasar la ocasión. Cuando Schiavo acabó su exposición, le pidió que aguardase fuera, y llamó al embajador de Utopía en Bruselas.

El rostro sorprendido de Bakhtiar apareció en la pantalla. Aquella llamada contravenía la prohibición de mantener contactos oficiales con representantes del gobierno de Utopía. Utilizar el ordenador de la embajada para llamarle dejaría rastros que implicarían directamente a Tahawi.

—Sé lo que estás pensando, Bakhtiar. Y sí, es una llamada oficial. Tengo que verte. Es un asunto de la mayor urgencia.

—¿No podrías haber utilizado otro canal? La Tierra debe de estar monitorizando esta línea.

—Lo sé, y deseo que se enteren de esta conversación. He de pedirte un favor: consigue que Berger te acompañe a un encuentro en mi embajada.

—¿El ministro de Defensa?

—Lo llamaría yo mismo, pero no me escucharía.

—¿Y por qué tiene que ser el encuentro en tu embajada?

—Porque si pongo un pie en la calle, me matarán.

Bakhtiar meditó unos segundos la respuesta.

—No vendrá si no le digo de qué se trata.

—Dile que poseo pruebas de que su gobierno no es el responsable de la plaga que mata a los suryanos, y que estamos dispuestos a asumir las consecuencias de tal error.

—¿Has hablado ya con Surya?

—Las comunicaciones están intervenidas. Hablaré con mi gobierno después de la entrevista, no antes.

El embajador de Utopía le prometió que haría lo posible para que Berger asistiese a la cita.

Una hora después, el vehículo de Bakhtiar entraba en la embajada. Tahawi hizo formar en el patio a los guardias de seguridad y acudió a recibirle.

—Qué sensación tan extraña me produce poner el pie aquí —dijo el embajador utópico, bajando del coche.

—Has venido muy pronto.

—Sí, estoy impaciente por oír lo que tienes que decirme. Berger me ha dicho que se retrasará. Por supuesto, esta reunión no debe trascender a la prensa.

—Sé guardar el secreto, y la discreción de mi personal está garantizada.

Entraron en el edificio y subieron al despacho de Tahawi, quien dio instrucciones de que no fueran molestados hasta que llegase el ministro de Defensa.

—He oído que tienes problemas —Bakhtiar se acomodó en una butaca.

—¿Quién no los tiene en estos momentos? —sonrió Tahawi, sentándose en el sofá.

—A mí no me vengas con rodeos. Me han dicho que te quieren sustituir.

—¿La fuente procede de mi embajada?

—No. Los rumores proceden de Surya —Bakhtiar escrutó su semblante, inquieto—. Espero que no te hayas enterado por mí.

—Me lo notificaron hace unas horas. Mi sustituto vendrá dentro de unos días, pero no se lo comentes a Berger, no quiero que lo sepa hasta que se haga oficial.

—El afectado siempre es el último en enterarse. Llevas quince años trabajando para ellos y así te lo pagan. Zhou, ¿cuándo te darás cuenta de que no cambiarás nada desde dentro? Surya es un inmenso campo de concentración en el que la intimidad del pensamiento es violada por las autoridades. ¿Ha cambiado algo en todo este tiempo? No. Todo seguirá igual mientras Varuna continúe en el poder. Olvídate de ellos y empieza una nueva vida. Aquí en la Tierra, o en Utopía, donde elijas, pero no regreses a Surya.

—Gracias por preocuparte por mí; sin embargo, no te pedí que vinieras para hablar de mis problemas. Como te dije, tengo pruebas de que la Tierra no es responsable de la plaga.

—¿Y quién lo es, si puede saberse?

—Vosotros.

Bakhtiar hizo una mueca de asombro.

—¿Estás acusando a mi gobierno?

—No: a un consejo de tricéfalos en la sombra que se mueve en las altas esferas, llamado Fénix.

—El pájaro mitológico que renace de sus cenizas.

—Eso pretenden: que todo arda, para renacer con más fuerza. Destruirán Surya y así Utopía será la única e indivisible nación en que vivirán todos los errantes. Los que sobrevivan, claro.

Tahawi le narró su entrevista con Schiavo y le entregó una carpeta de documentos. Bakhtiar estudió la información con gesto grave.

—Ya había oído hablar del consejo Fénix.

—¿Y por qué no los habéis detenido?

—No es tan fácil, Zhou. Alguno de sus miembros tiene contactos al más alto nivel. Pero con la información que me has dado, podríamos detener a Godewyck.

—Voy a ofrecer a la Tierra un armisticio. Mi gobierno carecía de interés en iniciar esta guerra, que nos perjudica a todos; pero mientras el virus siga activo, no aceptaremos la paz con Utopía.

—¿Entonces, qué propones?

—Capturando a Godewyck, obtendremos los códigos de funcionamiento del virus. Sólo habría que emitir por radiofrecuencia la instrucción de que se autodestruya en las zonas afectadas.

—Lo intentaré, pero como te he dicho, los de Fénix son un grupo de presión poderoso. Costará convencer a…

—Bakhtiar, sabes que Utopía no puede ganar esta guerra si la Tierra firma el armisticio. Calculasteis mal vuestras fuerzas; no deberíais haber iniciado el conflicto sin estar seguros de que las cartas estaban de vuestro lado.

—No iniciamos ninguna guerra.

—Sí lo hicisteis. Filtrasteis a la Tierra información tendenciosa, que vinculaba Surya con una organización terrorista.

—No era información tendenciosa, sino la pura verdad, y lo sabes. La Tercera Vía realiza el trabajo sucio que vuestra policía no quiere hacer.

—La organización de Brax no es la única implicada en el tráfico de esclavos. También participan muchos gobernadores locales de las colonias terrestres en la frontera. ¿Significa eso que la Tierra debería declararse la guerra a sí misma?

—¿Por qué no? Si realmente repudiase la esclavitud, tendría que emplear la fuerza contra sus colonias. Pero no lo hará, Zhou, porque la mano de obra barata les viene muy bien, y al fin y al cabo, no nos consideran personas.

—Queríais implicar a la Tierra en la guerra y lo habéis hecho. Bien, hemos descubierto vuestro juego. Cuando el ministro Berger venga aquí, le hablaré claramente, como te estoy hablando a ti. Te ofrezco una salida digna: una cabeza de turco para contentar a mi gobierno y poner fin a esta locura. Detened a Godewyck de inmediato y arregladlo para que su plan de exterminio parezca obra de unos fanáticos y no apunte a vuestro gobierno. En cuanto nos facilites el código de desactivación del virus, Surya firmará la paz.

—Lo consultaré. ¿Está Schiavo en la embajada?

—Desde luego. Berger y tú podréis interrogarle cuanto queráis. Con mucho gusto aclarará vuestras dudas.

Linyou llamó a la puerta. El ministro de Defensa de Tierra Unida acababa de cruzar la verja de la embajada.

—Ha llegado antes de lo esperado —dijo Bakthiar, consultando su reloj.

—Berger es un hombre inteligente —asintió Tahawi.

IV

Ataviado de gabardina, sombrero y una barba postiza, Schiavo entró en el bar de Pontaubert donde su amigo Kapic fue asesinado. Había puesto en orden sus asuntos en la Tierra y deseaba volver a Utopía aquel mismo día, pero antes tenía que saldar una última cuenta.

Tras su resurrección, Kapic no volvió a ser la misma persona. Se mostró receloso, suspicaz, y esa desconfianza derivó en un enfrentamiento abierto. Solo la ayuda de Elsa le libró a Schiavo de acabar sus días en una cárcel de pensamiento suryana. Pero a pesar de todo, Kapic había sido su amigo, y el hecho de que su mente se hubiera reencarnado en otro cuerpo no significaba que su muerte quedase impune.

Era la hora del cierre. Schiavo había esperado en la calle a que el local se vaciase de clientes. El bar estaba en penumbras, salvo una luz de neón solitaria suspendida sobre la barra, y la pantalla del televisor que emitía un boletín de noticias. Se sentó en un taburete y escogió una almendra salada de un plato.

El camarero apareció detrás de una puerta y señaló la salida con el dedo.

—Hemos cerrado.

Schiavo puso encima de la barra un billete de cincuenta.

—Una copa de ron con lima. Quédese con el cambio, por las molestias. No he encontrado otro sitio abierto en la ciudad.

El camarero se guardó el billete y le sirvió la bebida. Schiavo tomó un sorbo y estudió a su oponente. No llevaba armas a la vista y tampoco le había reconocido.

—He oído que la Tierra ha firmado un armisticio con Surya —comentó Schiavo—. ¿Qué se sabe de eso?

—El gobierno federal es un hatajo de maricas. Teníamos a los fiambres contra las cuerdas, podíamos haberlos machacado y acabar con el problema de una vez por todas, pero ahora aprovecharán la paz para rearmarse y dentro de unos años volverán a las andadas.

—El único fiambre bueno es el que está muerto.

—Parece usted buena gente —el camarero le sirvió otra copa—. A ésta invita la casa.

—Gracias.

—Hace poco vinieron dos de esos tipos al bar. Ese montón de mierda se pasea por ahí y se hace pasar por humanos para quitarnos el trabajo, y por una vez que los teníamos donde queremos, firmamos la paz.

—¿Qué pasó con esos tipos? —preguntó Schiavo con inocencia.

—A uno le clavé una bala en la frente. El otro escapó como la rata que era.

—¿Y lo permitió?

—Entraron seis más al bar y me rodearon. Tuve que dejar que se fuera. Nunca actúan solos, son unos cobardes. Me hubiera gustado que ese cerdo tuviera cojones para venir aquí a pelear como un hombre, uno contra uno.

—¿Y por qué tendría que hacerlo? Usted no les dio ventaja a ellos. Sacó su pistola y disparó.

—Oiga… un momento, hay algo de usted que me resulta familiar. ¿No le he visto antes?

Schiavo sacó su pistola:

—Podría darle una paliza, pero me mancharía los puños de sangre. Y, como ha dicho, somos unas ratas cobardes —se encogió de hombros—. ¿Qué se puede esperar de un fiambre?

El proyectil se hundió en la frente del camarero. Su cuerpo se desplomó sobre el plato de almendras saladas, pero el cristal de la barra soportó el golpe y no se agrietó. Schiavo dejó la pistola encima de la barra, salió tranquilamente del bar y se subió en su vehículo de alquiler.

Debería sentir algún remordimiento por lo que acababa de hacer, pero no era así. Tal vez mañana, cuando recordase en frío lo que había hecho, le asaltarían las dudas y la culpa, pero en aquellos momentos no experimentaba odio ni pena. Era como pisotear un escorpión, te limpias la suela en el asfalto y sigues tu camino.

Y él pretendía seguirlo, sin mirar atrás. Aquella sería la última vez que pondría el pie en la Tierra. No quería mancharse la suela con más bichos.

Puso en marcha el automóvil y recordó el mensaje de Elsa que recibió anteayer, al terminar la reunión con Tahawi. Joris había muerto en Sedna, tras un bombardeo. Las tres conciencias que integraban su personalidad serían separadas y resucitadas en cuerpos distintos. La noticia era un tanto extraña, pero Elsa tenía más información sobre lo sucedido.

El gobierno de Utopía, o más concretamente, Indra, había sido el instigador del consejo Fénix, al que pertenecía Godewyck. Se había mantenido la ficción de que existía un grupo de conspiradores que querían derribar las instituciones, al que se culpaba de la propagación de la plaga, pero en realidad, este grupo era manejado por instancias superiores, que lo empleaban para sus propios intereses. Si alguien del grupo era descubierto, el gobierno siempre quedaría a salvo.

Surya había aceptado una tregua si Utopía detenía a los responsables de la plaga, y les proporcionaba el medio para desactivarla. Tras la ruptura de la alianza con la Tierra, Utopía se vio forzada a aceptar el trato propuesto por Tahawi. Godewyck caería en breve y el gobierno utópico se apuntaría un tanto de cara a la opinión pública.

Schiavo estuvo muy cerca de descubrir la verdad. Por eso Godewyck intentó convencerle de que guardase silencio. Desde que llegó a la estación Centinela, Schiavo estuvo bajo vigilancia constante. Godewyck no habría llegado hasta él con tanta facilidad, de no ser porque las autoridades permitieron, o incluso propiciaron, el encuentro.

Si hubiera informado a Joris de su intención de hablar con Tahawi, aquél le habría disuadido de viajar a la Tierra. Pero Joris había muerto, y no sería resucitado como tricéfalo. Quizá porque formaba parte del plan. Elsa tenía razón en sus sospechas acerca de los dirigentes utópicos: habían buscado desde el principio la confrontación militar, confiando que su alianza con los terrestres les llevaría a la victoria.

Pero el plan se había frustrado, y se alegraba mucho. Schiavo podía regresar tranquilamente a Utopía sin nada que temer, porque según la versión oficial, la trama fue orquestada por un grupo de reaccionarios que querían derribar al gobierno. Desbaratando a los conspiradores, Schiavo había actuado como un ciudadano ejemplar.

Sin embargo, sentía un profundo asco por todo. Porque si los gobernantes utópicos eran capaces de urdir aquella retorcida trama para aniquilar al enemigo, es que eran aún peor que los suryanos.

Y la sociedad utópica, en la que Schiavo había creído, era una farsa.