CAPÍTULO 11

I

—¿Puedo pasar?

Joris asintió y le pidió a Niit que se sentara.

—Cierra la puerta —dijo el tricéfalo—. Lo que tengo que hablarte es privado.

Niit obedeció:

—¿Qué hay de mi petición de asilo? He dimitido de mi puesto y no volveré a trabajar a las órdenes de Damián nunca más.

—Tranquila, he aceptado tu solicitud de asilo. Desde hoy estás bajo la protección del gobierno utópico. Damián no podrá repatriarte a la Tierra, pero te pido a cambio que trabajes para mí.

—No tengo adónde ir. Acepto tu oferta.

—Por los informes de un colaborador llamado Schiavo, he confirmado parte de la historia que me contaste sobre Damián: tu ex jefe ha intentado por todos los medios descifrar la información que encerraban los cuerpos de los narvales. Creo que Damián se ha metido en un buen lío.

—Necesito ver a Ángel. Damián no me deja acercarme a la enfermería.

—Te conseguiré una autorización. Ahora que trabajas para mí, Damián tendrá que aprender a tratarte como es debido. ¿Qué tal está tu amigo?

—La intervención quirúrgica fue bien, y el médico me ha dicho que el posoperatorio es bueno.

—Es una lástima que ninguna cámara registrase el incidente. Damián asegura que Ángel hizo ademán de agredirle y que le disparó en defensa propia.

—Pero está nuestro testimonio en contra.

—Sí, aunque no habla en vuestro favor que sobre Ángel pese una orden de busca y captura, y que tú no avisases a tu superior de su presencia en Sedna.

—¿Me estás diciendo que no me crees?

—Te creo, Niit, pero eso no es suficiente. Damián está sometido a los tribunales de justicia de la Tierra, y es allí donde valorarán los testimonios de unos y otros. El tuyo se grabará y se remitirá al juez; no voy a arriesgarme a que los abogados de Markab intenten alguna artimaña y no te dejen volver.

—Gracias. Me alegra admitir que me equivoqué contigo, Joris.

—Yo no podía contarte todo lo que sabía y tú desconfiaste de mí desde un principio. Ahora puedo, y por eso quería hablarte. Niit, no creerás lo que hemos descubierto.

—Después de lo que vi en el Limbo, estoy más dispuesta que nunca a creer cualquier cosa.

—Es del Limbo de lo que quiero hablarte. O mejor dicho, de lo que lo produjo.

—¿La luz del infinito?

Joris asintió:

—Los narvales nos han dado por fin las últimas pistas que necesitábamos para comprender lo que pasó.

—¿Y qué sucedió?

—No es fácil de explicar, quizá no consiga que me entiendas. Verás, los krenyin dominaban la tecnología de manipulación de los campos de Higgs, responsables de la masa de las partículas. Idearon aplicaciones ingeniosas, como los escudos repulsores, que utilizan por primera vez nuestras naves en la guerra contra Surya. Pero los krenyin fueron más allá, mucho más lejos que cualquier otra especie que haya existido. Ellos buscaban una fuente de energía inagotable a partir de la manipulación de esos campos, lo que equivale a decir que pretendían extraerla del propio continuo del espaciotiempo, porque los campos de Higgs permean nuestra realidad, al igual que las gotas de agua componen el océano. Sin esas gotas, no existe el mar. Ambos son inseparables.

—Y algo fue mal.

—Eso depende del punto de vista. Cometieron un error de cálculo, pero el experimento fue un éxito. Digamos mucho más que un éxito. Una proeza.

—No entiendo. Su civilización fue destruida.

—Desde esa perspectiva, perdieron. Pero realizaron el mayor logro que una civilización tecnológica haya alcanzado: enviar un fotón al pasado.

—¿Un fotón? ¿Ni siquiera una nave con tripulación? —Niit arqueó una ceja—. No me parece una hazaña tan grande.

—Eso es porque has visto muchas películas de ciencia ficción. Deja que me explique: ese fotón no fue enviado diez años o un milenio atrás; viajó al inicio de los tiempos y quedó atrapado en un bucle. A cada vuelta que daba, ganaba energía, y siguió dando vueltas una y otra vez hasta que la energía acumulada se hizo infinita. Niit, ese fotón que viajó al pasado fue el que provocó el big bang, la explosión que dio origen al universo.

La mujer, perpleja, no dio crédito a lo que oía. ¿Era posible que los krenyin hubieran creado el universo por puro accidente? En el rostro de Joris se leía que estaba convencido de ello, pero ella se resistía a aceptar la idea.

Sin embargo, ¿no era la casualidad el motor de muchos descubrimientos en la historia? La penicilina, los rayos X, los monopolos magnéticos, había incontables ejemplos. Su educación la había enseñado a aceptar sin discusión que el origen del espacio y el tiempo era un acontecimiento incognoscible, más allá del entendimiento humano. No tenía sentido preguntarse qué había antes del inicio del universo porque antes de él no existía el tiempo.

Pero estamos aquí. Existimos. Hemos surgido de algún lado. ¿Qué originó el big bang? La física no ofrece respuestas a eso. Y cuando la ciencia manifiesta lagunas, éstas son rápidamente llenadas por otros medios. Ni la relatividad, ni la mecánica cuántica, ni las cuerdas y branas, ni las múltiples teorías de gran unificación, podían explicar de modo coherente por qué existimos; dentro de la singularidad cósmica primordial fallaban las leyes de nuestro mundo. No había una respuesta, salvo que se fuera creyente. Pero si Dios había creado el universo, ¿quién lo había creado a él?

Nadie, según Joris, porque no hacía falta dios alguno para justificar la existencia del cosmos. Éste se había creado a sí mismo desde el futuro. Una partícula de luz, un simple fotón, había viajado hacia atrás, al primer instante, entrando en un circuito de retroalimentación gracias al cual adquirió energía infinita. Y se convirtió en la singularidad que dio origen a todo.

En la luz del infinito.

—Si lo que dices es cierto —dijo Niit—, significa que sin los krenyin, el universo nunca habría existido.

—La evolución dio origen a la inteligencia, y en algún rincón del cosmos tenía que surgir una civilización lo bastante avanzada para ser capaz de enviar una partícula subatómica al pasado. No necesariamente tendrían que haber sido los krenyin; el cosmos es muy grande, y ese papel podría haberle correspondido a otra especie. Sólo con que ocurriese una vez en toda la historia, podríamos explicar por qué el universo existe.

—Así que existe gracias a nosotros —murmuró Niit—. A los seres inteligentes.

—Ahora sabemos que estamos aquí para dar nacimiento al universo. Para crearlo. Ése es el sentido de la vida. La aparición de la inteligencia era un acontecimiento inevitable. Había un fin, después de todo. Un fin dispuesto por el azar, pero de causalidad necesaria. Parece un argumento contradictorio, pero si lo analizas detenidamente, descubrirás que es lógico. El azar ha regido la formación de estrellas y planetas durante miles de millones de años, y fue ese mismo azar el que dio origen a la recombinación de moléculas, el ensamblaje de proteínas y la aparición de las primeras células.

—Hasta ahora, no creía que la inteligencia fuera un acontecimiento necesario —admitió Niit—. La vida es hermosa y fascinante, pero no imprescindible. Quiero decir, podría haber tenido lugar o no, porque se trata de química. Sin embargo, otros colegas míos sostienen que la vida es inevitable, porque su aparición obedece al designio divino.

—Fueron estos últimos biólogos los que más se acercaron a la verdad, Niit, pero se equivocaron al sostener que había dioses moviendo los hilos. El universo es caos, pero obedece a la lógica causal: existe, luego necesitó ser creado. Estamos acostumbrados a pensar en tiempo lineal, y únicamente adjudicamos sentido a las flechas temporales que nos dicta el sentido común: del pasado al futuro, nunca al revés. Sin embargo, la física teórica ha demostrado que también puede recorrerse el camino inverso sin violar ninguna ley. Hubo un principio porque alguien lo creó, aunque ese alguien procediese de un distante futuro y no tuviera ni idea de lo que estaba haciendo. Dime, Niit, ¿crees que los narvales sabían todo eso? ¿Fueron capaces de comprender lo que los krenyin descubrieron por accidente?

—Son más inteligentes de lo que pensamos. Sospecho que Tayalore evitó explicarme qué era la luz del infinito, porque temía que fuese incapaz de entenderle.

—Quizá temía otra cosa —dijo Joris, sombrío—: las consecuencias que este descubrimiento tendrá en nuestra sociedad. La religión posee un enorme poder en la Tierra, y aunque su influencia es menor en Surya y Utopía, tampoco es desdeñable. Imagina qué sucederá si decimos a la gente que el universo no fue creado por Dios.

—No lo aceptarán.

—Todos no, pero la noticia calará hondo entre muchos creyentes. Empezarán a cuestionarse su fe, llegarán a la conclusión de que todo en lo que han creído es mentira. Quítale a la gente las creencias y deducirán que no existe el bien y el mal, y que nadie les castigará por sus crímenes en el más allá. De ahí a la anarquía solo hay un paso.

—¿Sugieres que debemos silenciar este descubrimiento?

—No lo sé, Niit. ¿Tú qué harías?

—No tenemos derecho a ocultar la verdad.

—¿Incluso si existe el riesgo de que el caos se apodere de la sociedad?

Niit no compartía la argumentación de Joris. No es la religión la que ha hecho libres a los pueblos, sino el conocimiento, aunque haga tambalear nuestras ideas más firmes. Quien quiera seguir siendo creyente, continuará siéndolo. Las evidencias científicas pueden negarse, mirando hacia otro lado. El creacionismo llevaba siglos escupiendo sobre la evolución, a pesar de las abrumadoras pruebas en contra, y se seguía enseñando en algunas escuelas. ¿Qué importan las pruebas a quienes solo tienen ojos para los dogmas de la fe?

Aquel descubrimiento no supondría ningún cambio en el modo de pensar de estas personas. Seguirán creyendo en lo que deseen e ignorarán las pruebas que les presenten. Pero existe otra clase de individuos, aquellos que no tienen respuestas para todo, que estarán dispuestos a escuchar y a utilizar la razón como herramienta para comprender el universo. Y esas personas tienen derecho a saber la verdad.

Porque entenderían que sin la vida evolucionada que había accedido a la consciencia, el cosmos no habría nacido. Estaban allí por una razón, para dotar de lógica al conjunto, para ser los ojos, las manos, la boca del universo, para poder oír, tocar, llorar, sentir y reír.

Era un milagro, sí. Un milagro que la inteligencia había hecho posible.

—Incluso en ese caso, debemos contar la verdad —contestó ella, al fin—. Nuestra civilización sobrevivió a Copérnico, a Darwin, a Einstein y a Divakaruni. Es mucho más fuerte de lo que pensamos. Las revoluciones en la ciencia ocasionan cambios, pero así se construye el progreso. Ocultar el conocimiento a la sociedad sería traicionar el esfuerzo de los que nos precedieron, y las expectativas de las generaciones futuras.

Joris no contestó. Niit presentía que en su interior, las personalidades de su mente tricéfala discutían buscando un acuerdo.

—¿Y bien? —insistió ella.

—Admito que tienes razón, pero no es una decisión que nos corresponda tomar a nosotros. Consultaré con mi gobierno; mientras tanto, debes mantener esta conversación en secreto.

—¿Qué hay del resto de científicos que han venido a Sedna? ¿También les exigirás un pacto de silencio?

—Esos científicos están centrados en la parte militar de los datos que trajimos del Limbo. Solo yo conozco lo que les sucedió a los krenyin. Bueno, y ahora tú también.

—Me halaga que confíes en mí hasta ese punto. Has cambiado mucho, Joris.

—Sin tu colaboración, no habríamos hecho grandes progresos. Tenía que contarte la verdad. Además, tarde o temprano, la habrías encontrado por ti misma.

Por lo menos era sincero, pensó ella.

—Guardaré silencio —dijo Niit—, pero a cambio, tendrás que hacerme un favor.

—¿Intentas aprovecharte? —sonrió él.

—La opinión pública tiene derecho a saber lo que la compañía hizo a los narvales.

—Pero…

—Cuando acabe la guerra, la fundación por las libertades civiles iniciará una campaña informativa en todos los medios. No quiero que tu gobierno ponga el menor impedimento en que se sepa la verdad.

—Tenemos un acuerdo comercial con Markab; la compañía nos ha permitido estar aquí a cambio de…

—Joris, ese acuerdo acabará probablemente con la guerra. No puedes convertirte en cómplice de las actividades de Damián. Es un criminal y como tal debe ser tratado.

—Deberías dejar a un lado la animosidad hacia tu antiguo jefe, y mirar al futuro sin rencor.

—Mi antipatía hacia él no tiene nada que ver. Si en vez de Damián, hubiera sido otro quien ordenó rematar a los narvales moribundos, yo actuaría de la misma forma.

Joris volvió a callar. Aunque su rostro no lo reflejaba, la tensión interna originada por las disputas de su mente compuesta pugnaba por salir.

—Está bien —concedió—. Eres libre de hacer lo que quieras en ese aspecto.

El tricéfalo había comprendido que, si ponía algún obstáculo, ella contaría a los narvales las andanzas de Damián, y entonces sí se vería en apuros. Tal vez había recapacitado, admitiendo que las motivaciones de ella eran justas y no era lícito interferir para proteger a un delincuente.

En cualquier caso, había aceptado.

Tenían un trato.

II

Los aliados comprendieron que no podían ganar aquella guerra si se mantenían a la defensiva. Hasta ahora, el enemigo llevaba la iniciativa en diversos frentes, forzando a Utopía y Tierra Unida a proteger los objetivos que Surya atacaba. Pero los progresos realizados por los técnicos que trabajaban en Sedna habían animado al mando aliado a cambiar de estrategia, una vez que los problemas de estabilidad de los escudos de Higgs parecían —sobre el papel— resueltos.

Contaban además con una nueva baza: la colaboración de la resistencia suryana, que estaba dispuesta a tomar parte activa en la guerra. La intervención de Elsa había sido fundamental para movilizar los esfuerzos dispersos de numerosos combatientes, algunos de ellos militares al servicio del ejército suryano. Era el momento de descubrir hasta dónde estaban dispuestos a llegar.

Abortado el intento de invasión de Utopía, el próximo paso de la armada suryana sería atacar la Tierra, sin perder el tiempo en destruir las bases de Marte. Los aliados habían decidido que debían anticiparse al enemigo y lanzar un contraataque que destruyese su capacidad ofensiva, en el lugar que más daño pudiese causarles.

El planeta Surya.

La flota había realizado siete saltos de acercamiento al sistema, y sólo faltaba uno para aparecer junto al corazón del monstruo y apuñalarlo. Pero Valeri, en el puente del Concordia, no creía que aquella operación fuera a ser tan rápida como prometía el almirantazgo. Los suryanos les llevaban una delantera tecnológica considerable, que no podían igualar en unas pocas semanas.

Los ingenieros de Surya habían levantado cerca de su planeta gigantescas estructuras organometálicas que, desde el espacio, recordaban a formaciones de coral. Se decía que en el interior de aquellas estructuras no había errantes de carne y hueso, que todo era un flujo incesante de información, chorros de electrones atravesando matrices y rejillas atómicas, datos ópticos detenidos en perlas de luz, lagos de plasma navegados por formas microscópicas que se alimentaban de plancton de bits y se agrupaban en colonias complejas. La información en estado puro, creciendo, reorganizándose, evolucionando, tomando forma. Si Surya encerraba algún preciado tesoro, era aquél.

Y Valeri había recibido la orden de destruirlo.

Su objetivo era la estructura que ocupaba el punto 4 de Lagrange. El Concordia capitanearía una flotilla de cuatro buques destinada a destruirla, mientras el resto de la flota descargaba su arsenal contra los dispositivos de defensa planetarios y bombardeaba un centenar de objetivos militares de la superficie.

Valeri contempló una vez más en su monitor la estructura sarmentosa que los suryanos habían bautizado como Alejandría, mientras el cronómetro iniciaba la cuenta atrás para el último salto. La biblioteca de Alejandría había sido el mayor templo del saber de la antigüedad, y las copias de sus escritos se difundieron por todas las bibliotecas del mundo civilizado. Un centro de erudición y progreso, crisol de diferentes culturas, consagrado a la investigación. Hasta que el imperio romano decidió incendiar la biblioteca, perdiéndose para siempre conocimientos de incalculable valor.

Aquella misión le desagradaba profundamente. Trabar combate con la armada enemiga era una cosa, pero destruir Alejandría le revolvía el estómago. Nadie sabía cuántos conocimientos albergaba aquella estructura, aunque intuía que su pérdida sería irreparable, y la humanidad en su conjunto tendría ocasión de arrepentirse durante siglos de aquel acto de barbarie.

La cuenta atrás llegó a cero. El túnel de salto engulló al Concordia y lo arrojó al encuentro de su presa.

El punto de luz situado al otro extremo se expandió en un estallido que le cegó durante unos segundos. Los otros buques de la formación, el Hernán Cortés, el Nelson y el Pizarro, aparecieron a continuación y desplegaron los cazas. Frente a ellos, la mole estrellada de Alejandría giraba pacíficamente en el espacio, arrancando destellos anaranjados y malvas a los rayos solares que incidían sobre sus filamentos de roca orgánica. Su aspecto inofensivo aumentó aún más la culpabilidad de Valeri, a quien le correspondía dar la señal de ataque.

El resto de la flota aliada había emergido en las posiciones previamente calculadas en torno al planeta Surya, situado a espaldas de ellos. El escáner mostraba los primeros enfrentamientos entre las fuerzas de defensa y los buques de Utopía y Tierra Unida, algunos de ellos protegidos con escudos de Higgs modificados, cuya eficacia en batalla estaba por demostrar. Valeri no sabía si alegrarse o lamentarse de carecer de uno de esos mágicos campos. De hecho, ningún buque de su formación disponía de escudo repulsor, aunque tampoco daba la impresión de que les fuese a hacer falta.

Al situarse su formación en rango de tiro, Valeri dio la orden de disparar. Cuanto antes acabase con aquella tarea, mejor.

Docenas de misiles brotaron de los tubos de lanzamiento, dirigiéndose a su objetivo. Por un momento, Valeri deseó que Alejandría estuviese protegida por un campo de Higgs; eso le daría la excusa de abortar el ataque y regresar con la flota. Pero por lo que sabía de aquellos escudos, no existían generadores lo bastante potentes para rodear aquella catedral de espinas flotante, de seis kilómetros de altura por ocho de ancho. Aunque quizá la tecnología suryana les deparase alguna sorpresa.

La primera salva de misiles impactó contra una de las protuberancias de la estructura, que se desprendió de ésta y se fragmentó en dos filamentos que dejaron una estela brillante de gotas multicolores. No había ningún campo protegiendo Alejandría. Estaba indefensa. O casi.

Uno de los brazos se separó espontáneamente, disgregándose en una nube de agujas que acudió al encuentro de los misiles. La nube defensiva daba cuenta de la mayoría de proyectiles, pero unos pocos traspasaron la barrera y podaron nuevas ramas al árbol de piedra, salpicando el vacío con su savia irisada.

Las agujas siguieron avanzando y dividiéndose. Su objetivo inmediato era el destructor Pizarro, el más cercano a Alejandría. Un enjambre de cazas se situó entre ambos y abrió fuego. Ni uno solo de los proyectiles enemigos rozó el buque.

Minutos después, los daños sobre la estructura se hacían tan evidentes que Valeri dio la orden al resto de naves de reunirse con la flota, mientras el Concordia remataba el trabajo. Los despojos de Alejandría parecían pedir el tiro de gracia. Valeri disparó dos ráfagas de diez misiles cada una, dirigidas contra lo que quedaba de aquel prodigio de la ingeniería, un tronco central despojado de ramas, que exhibía su desnudez al criminal que le asestaría el último hachazo.

La primera tanda alcanzó el objetivo, pero inesperadamente, éste explotó con violencia, generando una bola incandescente que alcanzó al Concordia.

Las compuertas que protegían el puente de mando sellaron el compartimento, aislándolo del resto del crucero. La integridad del casco estaba comprometida, y el tablero de daños mostraba roturas y explosiones por todo el buque. Valeri emitió una señal de socorro a la flota y ordenó la evacuación del Concordia.

Pero ninguno de los que se hallaban en el puente podía salir en esos momentos. Al menos mientras hubiese llamas al otro lado. Se vistieron con los trajes espaciales, en previsión de que una pérdida de presión les arrojase al vacío, y confiaron en que el rescate llegase a tiempo.

Lamentablemente, una de las compuertas cedió a las explosiones y el aire del puente fue succionado por la abertura, junto con sus tripulantes. Valeri recibió un golpe en la cabeza al estrellarse contra un arco de acero del pasillo, que había quedado al descubierto.

Alejandría ejecutaba su póstuma venganza contra los invasores.

—General, el capitán del Pizarro desea hablar con usted.

Maksim Ichilov se volvió hacia el oficial de comunicaciones. El Oberón intercambiaba fuego con un acorazado suryano y la situación de los cazas y naves de apoyo era complicada. No tenía tiempo para atender la llamada de un buque de la retaguardia.

—Estoy ocupado. No puedo atenderle.

—Se trata de su hijo, señor.

Ichilov indicó al oficial que le pasase al capitán. En cuanto vio su expresión en el monitor, supo el motivo de la llamada.

El Concordia había sido destruido.

—¿Hay supervivientes? —quiso saber.

—Acabamos de lanzar las primeras lanchas de salvamento, general. Estoy recibiendo imágenes de lo que ha quedado del crucero. ¿Desea que se las retransmita?

—Hágalo.

El Concordia había sido despedazado en numerosos trozos que vagaban a la deriva. Distinguió algunos vestigios de la proa y de los flancos, pero de la sala de máquinas no quedaba rastro.

Las lanchas de rescate se acercaron a los cuerpos que giraban sin control junto con la chatarra. Desecharon los que no iban protegidos por un traje y se concentraron en aquellos que aún podían albergar vida.

Que fueron muy pocos, apenas una docena entre una tripulación de más de doscientas personas. Ichilov miraba angustiado las caras de aquellos cuerpos, intentando distinguir la de su hijo, pero los reflejos de la luz de los vehículos de rescate en la visera de los cascos no dejaban ver nada, y por algún motivo, las radios internas de los trajes no emitían señales de actividad. Tal vez el pulso emitido por Alejandría al ser destruido su núcleo había incapacitado la circuitería de los emisores.

Los sonidos de advertencia de su consola táctica le recordaron que se encontraba en mitad de una batalla, y que por mucho que quisiese a su hijo, tenía que concentrarse en aquélla, o el Oberón seguiría el mismo camino que la nave de Valeri. Desde ingeniería le comunicaban que el campo de Higgs del acorazado que les hostigaba había caído, por efecto de una explosión interna en la sección del reactor.

Era la señal que estaba esperando: la resistencia suryana por fin se implicaba en la guerra.

III

Elsa comprobó la seguridad del apartamento con un localizador de nanófonos, que recorrió cada una de las habitaciones y dispersó sondas a través de las tuberías, los conductos de aire acondicionado y los cristales de la fachada.

—Se supone que estamos entre amigos —sonrió despreocupado Schiavo, desde el sofá del salón—. Esto es Utopía, el mundo libre. Tenemos leyes que…

—Calla —Elsa se concentró en las lecturas de la pantalla del rastreo. Había destellado un punto en la zona del cuarto de baño, pero era una falsa alarma: alguien había arrojado un pequeño objeto metálico al vaciar su cisterna y el aparato lo había detectado. En cuanto la corriente de agua bajó por la cañería, la señal desapareció—. Está limpio.

Las palabras de Godewyck habían dejado huella en él. Schiavo había sido un títere manejado por Joris, quien no había tenido escrúpulos en manipular su subconsciente, sustrayéndolo al control efectivo de su voluntad. No sabía qué nuevas sorpresas iba a encontrarse en el futuro. Se suponía que Utopía fue fundada para corregir los abusos de poder del régimen suryano, y que la privacidad del pensamiento era un derecho inalienable de todos los errantes; sin embargo, Schiavo no gozaba de ese derecho. No era un ser libre, y mientras no limpiase su cerebro de contaminaciones externas, no sabría si sus pensamientos eran realmente suyos o servían a procesos mentales ajenos.

La oferta de Godewyck tenía una contrapartida, por supuesto: debía guardar silencio y no informar a nadie de sus investigaciones. Pero, ¿qué más daba? La guerra ya era imparable. ¿A quién podría interesarle que un puñado de tricéfalos hubiese desatado la plaga contra Surya? Aceptando la proposición de Godewyck, no dañaría a nadie y recuperaría su libertad.

Solo que no era tan fácil. Podía ser consciente de que le convenía aquel trato, pero su interior se revolvía ferozmente. ¿Cómo estaba seguro de que Godewyck cumpliría su palabra? ¿Y si en lugar de liberar su mente, la corrompía aún más? Quizá ése era exactamente su propósito, que trabajase para él siguiendo el método de Joris.

Francamente, no sabía qué hacer.

—He oído que las reparaciones en la estación Centinela están a punto de acabar —comentó Elsa.

—Realizarán un primer vuelo de calibración dentro de unas horas —dijo Schiavo—. Si todo va bien, nuestra flota podría volver a casa muy pronto.

—Lo que quede de la flota, querrás decir. La batalla en Surya aún no ha terminado, y las pérdidas en ambos bandos son elevadas —Elsa perdió interés por el detector y se sentó junto a Schiavo—. Tenemos que poner fin a la guerra. Esta carnicería destrozará a ambos bandos. No habrá ganadores.

—Pero tus contactos en la resistencia responden. La balanza se ha equilibrado.

—Precisamente por eso: si hay igualdad de fuerzas, no puede haber un ganador. ¿A qué nos conduce eso? Ambos bandos tienen capacidad para aniquilar al contrario. Estamos al borde de la extinción, Schiavo.

—No seas derrotista. Deberías alegrarte de que hayamos frenado al enemigo.

—¿Por qué crees que no hemos encontrado ninguna civilización viva? Sólo nos han dejado sus ruinas. Ellos tampoco supieron controlar su capacidad para autodestruirse.

—¿Que sugieres? ¿Que nos rindamos? ¿Que Surya entre en Utopía? Preferiría estar muerto.

—Hay algo de verdad en lo que Godewyck te dijo.

—No quiero hablar ahora de eso.

—Schiavo, reconoce que el sistema político que habéis creado aquí es cualquier cosa menos utópico. Ha derivado en una dictadura encubierta, con sospecha de elecciones amañadas. Eso ya lo sabía antes que Godewyck te lo dijera: por algo entré en la Tercera Vía. Si hubiera creído en vuestra sociedad, no me habría tenido que ir a vivir a un asteroide de mala muerte para hacer la guerra a Utopía y a Surya.

—Brax no es un idealista. Es un ladrón, un sinvergüenza que os vendió a los suryanos.

—No era así al principio; pero dejemos a Brax ahora. Él ya no es importante para lo que está en juego. Tú sí.

—¿Yo? —Schiavo la miró con extrañeza.

—La información que te dio Godewyck es fundamental para detener la guerra. Los suryanos deben saber que no fue el gobierno utópico ni el terrestre quien desató la plaga, sino un grupo de tricéfalos que conspiran para hacerse con el poder. Tú tienes las pruebas. Entrégaselas.

—Aunque lo hiciera, ¿crees que eso les convencerá para que firmen la paz?

—Hace una semana, desde luego que no, pero han sucedido muchas cosas durante este tiempo. Hemos equilibrado la balanza, como tú dices. Su victoria ya no es incuestionable. Las mentes rectoras de Surya comprenderán que pueden ser destruidas y perderlo todo. Son racionales, aunque algunos de sus actos, desde nuestra perspectiva, sean difíciles de comprender. Entenderán el peligro y actuarán en consecuencia.

—Enviaré un mensaje a Joris a través de la radio de lazo cuántico del ministerio. Él sabrá qué hacer.

—Aprende a pensar por ti mismo, Schiavo. Desconocemos cuáles son los intereses de Joris, y si también está detrás de la guerra. He analizado la información del conflicto y llegado a la conclusión de que fue Utopía quien filtró a la Tierra la conexión entre la Tercera Vía y Surya. Querían empujar a los terrestres a la guerra.

—¿Insinúas que Joris está implicado en la difusión de la plaga?

—No, pero podría tener interés en que las hostilidades continúen. El gobierno de Utopía quizá oculte la información que tú le des, confiando en que ganarán la guerra de todos modos.

—Está bien, mantengo a Joris al margen. ¿Y luego qué?

—Debes viajar a la Tierra en cuanto el portal sea transitable y entregar la información de que dispones al embajador Tahawi. Surya no mantiene embajada aquí y en estos momentos no puedes viajar directamente a su planeta y pedir una audiencia.

—No me agrada nada volver a la Tierra.

—A mí tampoco me agradó venir a Utopía, pero tuve que hacerlo. Puedo acompañarte, si lo deseas.

—No, sospecharían algo. Me ha costado mucho convencerles de que no te encerrasen en un calabozo; si se enteran de que te marchas, creerán que viniste a recabar información para el enemigo.

—Entonces me quedaré —Elsa se encogió de hombros—. Yo no soy importante, Schiavo. Tú sí. Aunque Utopía desee que continúe la guerra, la Tierra no lo tendrá tan claro; recuerda que dudaron hasta el último momento de entrar en el conflicto. Si Surya ofrece un armisticio, la Tierra aceptará y la alianza militar quedará disuelta. Utopía no continuará la guerra en solitario.

Schiavo meditó acerca de las palabras de su amiga. No podía demorarse en tomar una decisión; pronto, Godewyck vendría a verle y tendría que darle una respuesta. Tanto si era positiva como negativa, presentía problemas.

No podía dejar que aquel tricéfalo consiguiese sus propósitos. A ningún suryano que moría víctima de la plaga se le garantizaba una resurrección. Si en tiempo de paz, Utopía tenía dificultades en cubrir la demanda de nuevos cuerpos, ¿qué ocurriría cuando la guerra hubiese terminado? Las infraestructuras suryanas habrían sido destruidas, y quizá también las utópicas; la economía sería un desastre y no habría mano de obra disponible para reconstruir las ciudades.

Godewyck no quería liberar a los errantes suryanos. Quería exterminarlos.

Schiavo admitió que tenía que volver a la Tierra. Puede que fuese la última oportunidad para los suryanos de eludir el destino al que Godewyck les arrastraba.