—Creí que te ibas esta mañana —dijo Niit, entrando en la habitación de Joris.
El tricéfalo contemplaba en silencio la lluvia estrellándose contra la ventana. Aunque el sol se había puesto hacía una hora, los relámpagos que surcaban el cielo de Sedna eran suficientes para orientarse en la oscuridad, suponiendo que alguien se atreviese a salir en medio del temporal.
—He tenido que retrasar mi partida —respondió Joris—. La estación Centinela, que controla el portal de Utopía, ha sido atacada por los suryanos. Tendré que quedarme aquí hasta que finalicen las reparaciones.
—No lo sabía. Damián me tiene prácticamente encerrada en el sótano con los narvales, y sólo salgo para comer y dormir.
—Discúlpanos. Soy consciente de que no te estamos tratando bien, pero la guerra nos exige sacrificios. Mi gobierno te agradece el trabajo que realizas. La información facilitada por los narvales será muy útil a los aliados.
—¿En qué medida?
—Hemos descubierto por qué fallaron nuestros escudos repulsores en la batalla de Marte. Ahora que comprendemos mejor el funcionamiento de la física de los campos de Higgs, nuestros ingenieros han ideado un método para desestabilizar la protección del enemigo.
—No olvidéis darme una paga por mis servicios cuando ganéis la guerra —rió la mujer.
—Cuando ganemos la guerra, querrás decir. Los narvales y tú sois parte esencial de nuestro esfuerzo militar.
—Sí, somos vuestra arma secreta. Pero dime una cosa, Joris, ¿y si no hubiésemos regresado del Limbo? ¿Dónde estaríamos ahora?
—No era así como tenía que haber sucedido. La expedición a la nebulosa estaba programada para más adelante, pero el conflicto con Surya la precipitó. Ni tú ni los narvales ibais a venir en un principio.
—¿Cómo que no? ¿Y la cámara de agua que envolvía la nave?
—Era una protección antirradiación que figuraba en el diseño original del Nereida.
—Que casualmente resultó muy adecuada.
—Comprendo que sigas desconfiando de nosotros. No te hemos sido sinceros desde el principio, y tal vez fue un error. Al menos, una parte de mí así lo cree.
—¿Quién?
—Dea. Hemos discutido mucho entre nosotros por ese motivo.
—Pero Dea estaba en minoría.
—Una mente compuesta no funcionaría si hubiera equilibrio entre opiniones opuestas. Por eso las personalidades bicéfalas no son viables.
—Tayalore os ha proporcionado datos acerca de la luz del infinito. Los he estudiado, pero no les encuentro sentido.
—Las matemáticas krenyin son más complejas que las nuestras. Tenemos dificultades para entender su significado, aunque hemos hecho avances.
—Quisiera conocerlos. Salvo que sea secreto de Estado que alguien como yo no deba saber.
—Eres un miembro más del equipo, Niit. Los recelos entre nosotros son cosa del pasado, pero no quisiera liarte con teorías que…
—Te doy permiso para que me líes.
—Está bien —sonrió Joris—. Los krenyin dominaban la física de los campos de Higgs a un nivel que les permitía crear escudos repulsores y fuentes de gravedad artificial. Los campos de Higgs son los responsables de la masa de las partículas; sin ellos, el universo no existiría como lo conocemos, porque no habría estrellas ni galaxias. En nuestros modelos de gran unificación de fuerzas, la gravedad tiene un papel fundamental, pero aunque conocemos bastante bien los campos electromagnéticos y las fuerzas nucleares fuerte y débil, apenas sabemos nada acerca de los campos gravitatorios, cómo crearlos, interferirlos o generar una fuerza repulsiva, que existe porque se manifiesta en la naturaleza expandiendo el tejido del universo. Todas las ideas que circulaban sobre la gravedad eran pura teoría hasta que tomamos contacto con la cultura krenyin.
—Con sus restos, más bien.
—Sí, con sus restos. Creemos que ellos estaban experimentando un nuevo campo de Higgs de gran potencia en su sistema solar, cerca de su estrella. Es posible que la deformación espaciotemporal generada por su sol requiriese esa cercanía para crear el campo experimental.
—¿Qué es lo que pasó?
—Ahí está la clave. Aún no lo sabemos, pero estamos cerca de averiguarlo. Algo fue mal, eso está claro, porque la civilización krenyin se extinguió de repente; una explosión de rayos gamma esterilizó su sistema, y afectó a mundos situados a varios años luz, como Sedna.
—Recuerdo lo que me comentó Tayalore acerca de la gran muerte.
—Sucedió unos años después de la catástrofe que asoló el mundo natal krenyin, cuando la radiación de la explosión cruzó el espacio y llegó a Sedna. Los narvales que se hallaban en esos momentos cerca de la superficie recibieron dosis letales y murieron, pero la mayor parte de la población sobrevivió. Si hubieran sido seres adaptados a la tierra firme, se habrían extinguido. Una explosión de rayos gamma de suficiente potencia mataría a toda la población de la Tierra que no estuviese en refugios, incluso si el estallido se produjese a cien años luz.
—Por desgracia, los krenyin no eran seres acuáticos.
—La tragedia les pilló desprevenidos y no tuvieron tiempo de reorganizarse. Las colonias más alejadas de la catástrofe también sucumbieron al cabo de unos años, al cortarse los lazos con la metrópoli.
—¿Y no podrían haber huido los supervivientes a un lugar más lejano?
—Si te refieres a que existan krenyin vivos en la actualidad, es posible, pero deberían de hallarse a una distancia tan grande de nosotros que escapa a nuestras posibilidades actuales llegar a ellos. Nuestros motores de salto dependen en gran parte de las capacidades de su tecnología, y de los mapas de gravimetría que hemos trazado de los sistemas planetarios explorados. Los saltos a ciegas, sin una ruta perfectamente establecida, son un suicidio: o acabas dentro de una gigante azul, o no encuentras el camino de vuelta y mueres por falta de oxígeno.
Niit recibió una llamada.
—Tengo que irme.
—El dichoso Damián de nuevo. Tendré que hablar con él.
—Sí… bueno, continuaremos esta conversación en otro momento. Adiós.
La mujer bajó a la entrada de la base y, vigilando para que nadie la viese, pasó a la cámara intermedia y se colocó la mochila y el traje de ambiente. La temperatura exterior era de treinta y cinco grados bajo cero y, el viento racheado dificultaba caminar.
Ángel la esperaba en los muelles del ala sur, que ofrecían cierta protección contra el temporal. Su amigo curioseaba entre los batiscafos cuando ella se le acercó.
—¿Estás conmigo? —preguntó él, intentando en vano leer su expresión tras la mascarilla y las gafas protectoras.
—¿Por qué escoges los momentos en que hace peor tiempo para vernos?
—Porque así me aseguro de que no hay nadie merodeando. Vamos, Niit —Ángel la envolvió con sus brazos—. ¿Así estás más caliente? Tu nariz está helada. Creí que ya te habías acostumbrado al clima de Sedna.
Los dos se contemplaron en silencio unos instantes. Ángel sonrió. Sabía que si Niit no hubiera aceptado, ya lo habría dicho sin rodeos.
—Estoy contigo —dijo ella—. No permitiré que Damián salga impune de ésta.
—Buena chica. Temí que la Niit de quien me enamoré ya no existiese, pero has demostrado que el dinero no es lo más importante para ti, y…
—¿Qué ocurre?
Ángel señaló una linterna que les estaba enfocando.
—¿Has dicho a alguien que venías al muelle?
—No.
—Es verdad, no lo ha dicho —Niit reconoció de inmediato aquella voz desagradable—. Ángel, quedas detenido. Serás encerrado en una habitación hasta que la policía de Tierra Unida me indique lo que hacer contigo.
—Damián, hijo de puta —Ángel cogió una piedra del suelo, pero Niit le detuvo.
—Va armado. Si le das una excusa, te matará. Él sabe muy bien por qué nos hemos reunido.
—No soy un asesino —dijo Damián—, sino un colaborador de la justicia. Hay una orden de busca y captura contra Ángel, y lamento informarte, querida, que te has convertido en encubridora.
—No me callarás la boca amenazándome —le advirtió Niit—. Tócame un pelo y los narvales dejarán de ayudaros.
—¿Me estás chantajeando?
—No eres imprescindible, Damián. Yo sí.
—De momento. Pero tu suerte no te durará siempre —se volvió hacia Ángel, encañonándole con la pistola—. Sin embargo, me importa un cuerno lo que pueda decir Joris sobre este gusano. En mi base rigen las leyes de Tierra Unida.
—¿Desde cuándo las leyes permiten el genocidio de una especie inteligente? —le reprochó Ángel.
—No sé de qué me hablas.
—Yo creo que sí. Ordenaste el sacrificio de un centenar de narvales.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—Porque eres un cretino. Pensaste que extrayendo sus órganos y poniéndolos en una bandeja, ibas a arrancarles los recuerdos que almacenaban sus cuerpos.
—¿Tienes pruebas que respalden tus acusaciones?
—No respondas —le aconsejó Niit—. Te está tirando de la lengua.
—Da igual. Damián no me callará, y entregándome a la policía dará más crédito al informe que la fundación por las libertades civiles divulgará sobre lo que ocurre aquí. Estás jodido, lo mires como lo mires.
—Tú sí que estás jodido, cabrón —Damián agitó su pistola, nervioso—. Camina hacia la base o te pego un tiro. Si realmente soy el asesino que dices, sabes que no dudaré.
Ángel evaluó sus posibilidades de lanzarse contra él y arrebatarle el arma. Damián mantenía una prudente distancia y sujetaba la pistola con ambas manos, atento a cualquier movimiento sospechoso. Aquel carroñero buscaba una excusa para quitarle de en medio, quizás también a Niit. No le daría ese placer.
—Está bien —concedió—. Vamos.
—¡Espera! —se interpuso Niit—. No puedes llevártelo, él…
—Apártate. Serás imprescindible para Joris, pero no para mí, y si los narvales se niegan a cooperar a partir de hoy, me importa una mierda. Ambos bichos son propiedad de la compañía y yo decidiré qué hacer si se convierten en un estorbo.
—Estás como una cabra, ¿lo sabías?
—Cuidado con esa boquita, Niit. Soy tu superior.
—Ya no. Dimito de mi puesto.
—No le sigas el juego —le aconsejó Ángel—. Tranquila, todo se arreglará. La razón está de nuestra parte, por eso está temblando —comenzó a caminar lentamente hacia la entrada principal de la base—. A mí me meterán en la cárcel un par de años, pero saldré, te lo aseguro. Ya veremos si tú consigues lo mismo, Damián.
—Yo ni siquiera entraré. Los picapleitos de tu fundación no son rivales para los abogados de Markab.
—Todavía no lo has comprendido —Ángel siguió caminando—. ¿Crees que la compañía defenderá a un insecto rastrero como tú? Tienes un historial bastante florido, para que se manchen las manos tratando de salvarte el pescuezo de nuevo. Francamente, no les mereces la pena.
—No lo cabrees más de lo que está —dijo Niit.
—Así que has estado investigándome —contestó Damián tras rumiar la respuesta.
Habían llegado frente a la compuerta de entrada, pero ninguno de los tres la cruzó.
—¿A qué viene ese odio? —continuó Damián—. Estás resentido contra mí, y yo no te he hecho nada.
—Se lo has hecho a los narvales. Ellos tienen derecho a que la gente conozca la verdad.
—¿Derecho? Son animales. Acumulan información que no comprenden, como genios idiotas.
—Que yo sepa, sólo hay un idiota en este planeta, y lo tengo frente a mí —murmuró Ángel, levantando el brazo para alcanzar el botón que abría la compuerta.
Damián disparó contra él.
Valeri Ichilov cerró la puerta de su despacho y se acomodó frente al escritorio. Había dispuesto que no se le molestase salvo que el Concordia fuera a entrar en combate. No quería que nadie apareciese mientras activaba la matriz de personalidad de Luis.
El implante neural que rescataron del cadáver de Torelli había quedado tan deteriorado que no habían podido rescatar la información que contenía. En consecuencia, se había recurrido a la última copia de seguridad de su cerebro, pero el ejército no facilitaba ese servicio más que una vez cada seis meses, y además descontaba los gastos de la nómina de los soldados. Con una excepción: si a un militar se le asignaba una misión de alto riesgo, tenía derecho a una copia gratuita previa.
La más reciente que se conservaba de la mente de Torelli era anterior a la misión en Hades.
El rostro digitalizado de su amigo apareció en la pantalla del ordenador. Un programa adecuaba los gestos a las respuestas que generaba su matriz de personalidad, aunque se trataba de dos procesos independientes. Torelli no tenía control sobre las expresiones faciales que aparecían en la pantalla, y que ni siquiera podía ver. Lo único que captaban sus sentidos era la luz de la pequeña cámara situada sobre el monitor y los sonidos del micrófono integrado. No podía mover dispositivos periféricos, ni tocar nada, ni escribir una simple carta en una impresora. Cuando la reproducción digital de su cerebro tomase conciencia de lo que había pasado, se sentiría encarcelado, inmóvil e impotente. Si aquella situación se prolongaba mucho, podía degenerar en psicosis y corromper la matriz. Como los gorriones, las personalidades autoconscientes morían si se las encerraba en una jaula.
—¿Eres tú, Valeri? —preguntó la voz de Luis, dubitativa.
—Sí. Estoy aquí contigo.
—Estoy paralizado, no puedo… no puedo girar la cabeza. ¿Es que me he roto la columna? No siento mis brazos, ni mis piernas, no…
—No tienes cuerpo.
—¿Qué? —Luis calló durante un rato. Valeri le dejó que se tomase su tiempo para asimilar su nueva situación—. Eso quiere decir que he muerto.
—Los errantes no podéis morir —no era del todo exacto, pero le tranquilizaría oírlo—. Tu cuerpo fue destruido durante una misión.
—Así que fracasé en Hades. Lo siento. Mi padre me advirtió sobre ese lugar; debí haberle hecho caso.
—No, lo de Hades fue bien y te ascendieron a sargento. Por cierto, ahora soy capitán del Concordia.
—Felicidades. Disculpa que no me levante.
—Gracias.
—Si salí con vida de Hades, ¿qué hago aquí?
—Tu cuerpo falleció en una misión posterior, en Sigma Draconis. No lo recuerdas porque tu implante raquídeo quedó dañado al derrumbarse el edificio en que te hallabas. Tuvimos que echar mano a la copia de seguridad más reciente que se conservaba de ti.
—Comprendo —Luis reflexionó unos instantes—. ¿Qué ha pasado durante mi ausencia?
—Nada bueno. Nos atacaron en Épsilon Indi y perdimos; después nos atacaron en Canopus y también perdimos. Y, bueno, lo de Sigma Draconis acabó fatal, aunque pudo ser peor. Más tarde, los suryanos enviaron una pequeña flota a Marte para destruir Fobos, pero fracasaron.
—Vaya, no todo iba a ser malo.
—En realidad, era una táctica de distracción. Su objetivo real era Utopía. Se logró abortar la invasión de ese sistema, pero el portal ha quedado dañado. Utopía no podrá enviar ni recibir ayuda hasta que se reparen los equipos de la estación Centinela.
—Pensándolo mejor, sí que es todo malo. ¿Tenemos alguna posibilidad para vencer a los suryanos?
—Mi padre es optimista, pero no sé si debería estar preocupado precisamente por eso. No percibe el peligro hasta que le muerde el trasero.
—Veo que no ha habido cambios en vuestra relación.
—Mira, Luis, he presionado a mi padre para que te devuelva a la vida en un cuerpo de carne y hueso, pero dice que no puede ayudarme. Sólo se ayuda a sí mismo. Él siempre ha sido así.
—Conozco la burocracia utópica y las listas de espera. Si tu padre te asegura que no puede hacer nada, créele.
—No, no le creo, pero lo mismo nos va a dar.
—¿Qué alternativas hay?
—Para eso te he despertado. Con suerte, y si en la guerra no hay muchas bajas del lado utópico, podrías resucitar dentro de diez años.
—¡Diez años!
—Como mínimo. Seguramente serán más. Tengo que serte sincero, Luis; yo no te engañaría.
—¿Qué dice mi familia? ¿Saben lo que me ha sucedido?
—Desde luego. La situación económica de tus padres no pasa por el mejor momento, y…
—Lo entiendo.
—Hay otra opción: las esferas de datos utópicas. ¿Las conoces?
—Nunca he estado allí.
—Se trata de mundos virtuales recreados por ordenador. Las matrices de personalidad pueden vivir en ellos sin corromperse. Si se desea, puede suprimirse el recuerdo de cómo llegaron allí y aceptar aquel mundo como auténtico. Pero Utopía no da nada gratis. Recrear escenarios virtuales con un nivel de detalle suficiente requiere una gran potencia de cálculo y sistemas redundantes de ordenadores dedicados día y noche. Ningún componente puede fallar para que la ilusión funcione.
—He oído hablar de esferas para ricos, universos paraíso en los que puedes elegir ser lo que quieras. Pero yo no puedo ir allí. Ya conoces mi situación financiera.
—Es que no irías a ese tipo de esfera.
—¿Quieres decir que me quedaré encerrado aquí, en tu ordenador de sobremesa?
—Tu matriz se desestabilizaría y quedaría inservible al cabo de unas semanas. Si tu mente no puede ser descargada en un cerebro orgánico, tendría que vivir en un mundo virtual o ser desconectada.
—Está bien, continúa.
—Tu gobierno necesita mentes dedicadas a labores de proceso de datos: las inteligencias artificiales no son tan eficientes como las matrices humanas. Monitoreo de comunicaciones, estudio interactivo de información, no sé, una gran cantidad de tareas. Será una existencia incómoda, pero acortará drásticamente tu tiempo de permanencia en la lista de espera.
—¿Cuánto?
—Digamos que a la mitad.
—Suena bien. Es mejor que seguir muerto.
—Escucha antes de darme las gracias: no percibirás un céntimo por tu trabajo. Ellos argumentan que mantener tu matriz activa ya cuesta dinero.
—No quiero dinero, sino volver a vivir. Acepto.
—¿Estás seguro? Esto es lo más parecido que tiene tu gobierno a los trabajos forzados.
—Hay errantes que pueden permitirse el lujo de permanecer muertos una larga temporada. Yo no. Mi familia necesita mi sueldo.
—¿Tienes hijos, Luis?
—Dos, de una relación anterior. El mayor tiene quince años y la pequeña, diez.
—Pareces muy joven para tener hijos de esa edad.
—Los concebí en mi vida anterior.
Valeri repasó mentalmente aquella última frase.
—Creo que me he perdido —dijo, aunque sospechaba que le había entendido muy bien.
—Yo los llevé en mi vientre y les di a luz, Valeri. Fui mujer antes de convertirme en Luis Torelli.
—¿Cuántos cuerpos has… habitado?
—Deberías ver la cara que tienes en estos momentos —sonrió Luis, divertido.
—No me esperaba esa respuesta.
—Eso es porque has tratado poco con errantes. Bueno, sabes que no venimos al mundo con el implante en el cerebro, aunque los cuerpos adultos de repuesto que se crean en las granjas ya lo incluyen. Nací mujer y viví cuarenta y dos largos años. Me llamaba Marta, y fallecí de aneurisma cerebral. La cirugía de implantes está muy avanzada, pero a veces ocurren complicaciones, sobre todo en las clínicas del gobierno.
—¿Cómo quieres que te trate a partir de ahora? ¿Como mujer, como hombre?
—Ahora no soy ni lo uno ni lo otro, Valeri. Estoy muerto. Cuando apagues tu ordenador, mi matriz se desconectará y volveré a la no vida. Pero gracias por ocuparte de mí.
—No hay de qué.
—Mis procesos mentales siguen siendo los de una mujer. Elegí reencarnarme en un cuerpo masculino porque los hombres lo tienen más fácil en la vida. También porque, bueno, sentía curiosidad. Pero no repetiré.
—Tomo nota; transferiré tu matriz al Oberón. Mi padre la enviará a Utopía en cuanto el portal esté transitable.
—Espera, Valeri. No me apagues aún.
—¿Deseas algo más?
—No sé si volveremos a vernos, y quería decirte que… Yo no era para tu tripulación más que un fiambre al que apaleaban en los lavabos como deporte, hasta que llegaste tú. Desde ese día, no he podido quitarte de mis pensamientos, pero no me atreví a confesarte lo que sentía por temor a que, al tener un cuerpo de hombre, me rechazases. Nadie ha hecho tanto por mí en esta vida, y… en fin, estás aquí, has buscado a mis padres e intercedido por mí para que me resuciten, lo que significa que nuestra amistad se consolidó después de la misión a Hades. Yo creo que eso es mucho más que afecto. Si algún día decides dar el paso de convertirte en errante, me gustaría que formases parte de mi vida.
—Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos mucho antes de lo que crees.
—Eso espero.
—Y que no tendré que convertirme en errante para ello.
El rostro de Luis sonrió:
—Gracias por lo que estás haciendo por mí. Te quiero.
El dedo de Valeri resbaló en la tecla que, al pulsarla, desconectaría la matriz de Torelli. Sentía que con esa acción estaría matándolo, disolviendo su personalidad en la nada. ¿Adónde vamos cuando morimos? Los creyentes tienen respuestas para los misterios más profundos, pero el universo no lo pone fácil a los que intentan iluminarse únicamente con la vela de la razón. En cualquier caso, no existir tampoco era doloroso; Valeri nada recordaba de su existencia antes de nacer: la Tierra se independizó de la nube de gas primordial que dio origen al Sol, las fuerzas telúricas habían levantado cordilleras, llenado océanos, enviado diluvios y tempestades, eones de actividad incesante en la que habían nacido y muerto millones de seres vivos. Y nada recordaba de ello. ¿Dónde estuvo su alma todo ese tiempo?
¿Podía creer, como Luis, que se podía engañar a la muerte?
Pulsó la tecla y se imaginó que sonaba como un disparo realizado con silenciador. Pero no, fue un golpe mecánico y sordo producido por una pequeña membrana como respuesta a la presión de su dedo. La cara de Luis se desvaneció, los ojos cerrados y una media sonrisa de tranquilidad. Tarde o temprano volvería al escenario de la vida, por eso no estaba angustiado. Los errantes miraban a la muerte de otro modo, otra estación más, un jalón a superar en el camino. Quizá el padre de Valeri tuviera razón y ése era el futuro del ser humano.
Quizá era el único modo de abrazar, en la oscuridad, el espíritu de aquellos seres queridos que el universo nos quiere arrebatar.
—El señor Greki desea hablar con usted, embajador.
Linyou aguardaba en el umbral de la puerta, expectante. Tanto Tahawi como su asistente conocían perfectamente quién enviaba a Greki. Y también sospechaban que era portador de malas noticias.
Tahawi se levantó y echó un vistazo al patio exterior a través del ventanal. Aunque la seguridad en la embajada se había reforzado, raro era el día que no registraban un ataque por parte de desconocidos, que la policía jamás detenía. El gobierno terrestre le había hecho ver que su presencia no era grata, pero la embajada era territorio suryano, y aunque la guerra no respetaba fronteras, Bruselas no había ordenado aún el asalto a mano armada.
Y en casa no querían que volviese. ¿O quizá sí? Tal vez el emisario trajese la respuesta, pero lo dudaba mucho.
Los terrestres habían infiltrado cientos de nanobots espía por los conductos de ventilación; regularmente hacían limpieza de parásitos y desactivaban aquellas molestas e invisibles chinches, pero tan pronto se desparasitaba el edificio, volvían a aparecer. Desde Surya apenas enviaban ya información relevante, para evitar que los mensajes fueran interceptados, y recurrían al viejo método de los emisarios cuando se trataba de información crítica.
La presencia de Greki le había puesto nervioso. Ya se había acostumbrado a que en casa le mantuviesen al margen. Si se habían acordado súbitamente de él en estos momentos, era un serio motivo de preocupación.
—Embajador…
—No me he olvidado, Linyou. Estoy pensando. ¿Qué es lo que quieren de mí? Preferiría que esta embajada continuase como hasta ahora: sin molestar a nadie, haciendo discretamente su trabajo —regresó a su sillón—. Está bien, hazlo pasar.
El señor Greki entró: un individuo delgado, piel cetrina y ojos oscuros. No era errante; la policía de fronteras lo habría detenido en la órbita, si hubiesen sospechado que trabajaba para Surya. Tahawi hizo una seña y Linyou se retiró.
—El tiempo en la bahía ha sido húmedo en esta época del año —dijo Greki.
—Sí, ha sido un año lluvioso, pero el anterior lo fue aún más —respondió Tahawi, de la forma convenida.
—Dicen que la cosecha será excelente; aunque habrá que recolectar antes. Amenaza pedrisco.
Tahawi tragó saliva.
—Entiendo.
—Esperamos encontrar personal cualificado. Sería una lástima que la cosecha se perdiese.
—Me ocuparé de ello.
Greki hizo una reverencia y se retiró. Linyou pasó nuevamente al despacho.
—Los de asuntos consulares solicitan audiencia, embajador. Ha surgido un problema con los visados de las aut… Embajador, ¿se encuentra bien?
Tahawi permanecía inmóvil en su escritorio, mirando un punto indefinido en la pared opuesta.
—Embajador, ¿qué le ocurre?
—Nada, estoy bien.
—El señor Greki traía malas noticias, me temo.
Tahawi asintió levemente:
—Deshazte de las visitas hasta mañana.
Linyou se retiró, dejándolo solo.
El embajador sabía que aquel día podría llegar, pero no de ese modo. En casa habían perdido el juicio. Ni los políticos más extremistas se habían atrevido nunca a proponer algo semejante.
Se le ordenaba activar la quinta columna de colaboradores, desperdigados por todo el globo. No eran muchos, unos doscientos agentes cuidadosamente escogidos, aunque podían hacer mucho daño a las infraestructuras de la Tierra. Sabotajes a transportes públicos, cortes en el fluido eléctrico, saturación de las comunicaciones. Era una medida extrema, porque perjudicaría a inocentes, pero Tahawi había asumido que Surya tenía derecho a defenderse y aquellos agentes no eran terroristas, sino soldados entrenados para llevar a cabo su misión.
Solo que las órdenes no acababan allí. Incluían la difusión de una plaga mortal entre la población, la gripe hemorrágica, diseñada en los laboratorios suryanos para mostrar su virulencia tras la recepción de un código enviado por radiofrecuencia. Mientras el patógeno no recibiese esa orden, era inocuo para las personas; e incluso después de ser activado, su núcleo de ADN podía recibir la secuencia de autodestrucción y disolverse en el organismo huésped.
La plaga estaba diseñada para causar la muerte en una semana a partir de la recepción de la señal. Podía haberse acortado el plazo, pero los ingenieros estimaron que matar al huésped demasiado pronto disminuiría la posibilidad de contagio a otras víctimas. El paciente presentaría los síntomas de una gripe vulgar durante los primeros días; luego, empezaría a amoratarse, sus vasos sanguíneos comenzarían a romperse, su orina y heces se teñirían de rojo, la respiración se haría dificultosa, lanzaría esputos de sangre, hasta sobrevenirle la muerte por fallo multiorgánico no más allá del séptimo día.
Se consideraba que aquella arma únicamente podía usarse como último recurso, en caso de que Surya se enfrentase a una destrucción total e inminente. Esos requisitos no se daban en la actualidad. La guerra seguía un curso equilibrado, algo que había cogido por sorpresa a los estrategas, quienes confiaban en una victoria rápida basada en su superioridad militar y tecnológica. Habían subestimado al enemigo y ahora pagaban las consecuencias.
Aquella orden contravenía los códigos de guerra, las convenciones internacionales y los principios éticos más elementales. Era ilegal. Significaba el exterminio de la mayoría de la población terrestre por un acto genocida decidido a cientos de años luz de allí, por mentes inhumanas que por fin habían encontrado una excusa para prescindir de los habitantes de la Tierra.
Y él tenía que difundir el código que activaría la plaga.
Quizá se le acusase de traición, pero no estaba dispuesto a cumplir aquella orden. Oficialmente, el régimen suryano detestaba la barbarie y la guerra. ¿Qué es lo que había cambiado? ¿Qué les había puesto tan nerviosos? Hasta hace poco miraban a los terrestres por encima del hombro. ¿Habían valorado que la posibilidad de perder la guerra era real y querían apuñalar al enemigo a toda prisa? ¿O acaso era un acto de venganza por la propagación de la plaga que diezmaba a la población suryana? En realidad, no había pruebas concluyentes de que Tierra Unida estuviese detrás. Podía haber sido un grupo aislado, o la Tercera Vía, o incluso un grupo de extremistas suryanos, para fabricarse un pretexto con el que justificar el exterminio de la población terrestre. Si no había un culpable claro, la adopción de aquella medida era desproporcionada. E injusta.
Teniendo en cuenta que su gobierno lo había abandonado en el interior de la embajada, en lugar de llamarle a consultas, como dictaban los cánones de la diplomacia en aquellos casos, y que en Surya conservaba enemigos que se alegrarían de perderlo de vista para siempre, Tahawi tenía muy claro qué órdenes debía acatar.
Sus agentes recibirían instrucciones para comenzar los sabotajes a pequeña escala, de modo que en casa percibieran que se tomaba en serio las instrucciones; pero en cuanto a la difusión del virus, solicitaría una confirmación de la orden y de la autoridad que la había emitido. Podrían suceder muchas cosas que cambiasen el curso de la guerra hasta que el emisario regresase con la respuesta, y le daría tiempo para pensar qué hacer.
En cuanto en Surya descubriesen que no tenía intención de activar el virus, le relevarían como embajador y pondrían a otro en su puesto. ¿Qué haría entonces? Podía regresar a casa y arriesgarse a ir a la cárcel, o podía pedir asilo en la embajada de Utopía en Bruselas. Su viejo amigo Bakhtiar no le negaría ese favor.
Sin embargo, sería un acto de cobardía que dejaría en pésimo lugar la imagen del Estado suryano, que él representaba. Tahawi no estaba hecho de esa madera. Si era sustituido, regresaría a Surya y afrontaría su castigo con dignidad.
Pero al menos volvería con la conciencia tranquila.
El comandante de la estación Centinela facilitó a Schiavo y Elsa un transporte que les condujo al mundo de Utopía. Allí, personal del gobierno les brindó apoyo para la localización de Godewyck. Mientras Elsa colaboraba con los mandos del ejército, poniendo a su disposición la red de colaboradores que la Tercera Vía poseía en territorio suryano, Schiavo se centró en su tarea de búsqueda, esperando que aquel tramo de hilo fuese el último de la madeja, y no otro paso intermedio que le condujese a otro sitio, porque no podría salir de aquel sistema hasta que el portal fuese reparado, y los técnicos no se arriesgaban a dar una fecha fija. Podían ser unos pocos días, o tardar meses en el empeño. No había forma de saberlo hasta que se hiciese la primera prueba de calibración del reactor. Bueno, al menos el núcleo interno del generador, que encerraba los componentes de tecnología alienígena, estaba en buen estado, y además, Surya no había logrado infiltrar a más agentes dentro de la estación. El comandante Jaber, cediendo al pragmatismo, aparcó a un lado las leyes utópicas y sometió a escaneo mental al prisionero capturado en la sala de control: él y su compañero fallecido durante la explosión eran los únicos espías suryanos que había en el complejo. Existía un pequeño grupo en Utopía, pero ya había sido alertado de la captura de sus compañeros y sería más difícil detenerlo.
Aunque ése ya no era problema de Schiavo. Su objetivo era cazar a Godewyck y proporcionar a Joris toda la información que obtuviera. Ya había hablado con él a través de una radio de enlace cuántico, y tenía su promesa de que regresaría a Utopía en cuanto finalizasen las reparaciones en la estación.
Mientras se encontraba en el laboratorio de biotecnología del ministerio de Sanidad, analizando el resultado del cotejo de la muestra de ADN que Charon le dio en la Tierra, recibió la visita de un tal Shidwa, que se identificó como funcionario del ministerio y aseguró conocer el paradero de Godewyck, que había cambiado de cuerpo hace un par de días, alertado por una llamada de Charon. Según Shidwa, su firma actual de ADN no figuraba en ningún banco de datos del gobierno.
Una vez se hallaron fuera del edificio y subieron al vehículo que conducía el chófer de Shidwa, éste le reveló sus intenciones reales:
—Godewyck desea hablar con usted, pero a condición de que no comunique a nadie adónde vamos.
—¿Va a vendarme los ojos? —sonrió Schiavo.
—No, he traído un anestésico para dejarlo inconsciente. Eso evitará también que intente avisar a las autoridades empleando su implante raquídeo. Pero no está obligado a acompañarme. Debe entender que esto no es un secuestro: si lo desea, puede bajar del coche y no volveré a molestarle.
Una de las puertas se abrió, para demostrar que hablaba en serio.
—¿Se queda o se marcha? —dijo Shidwa.
—Usted no es funcionario del gobierno.
—Pero puedo llevarle hasta Godewyck.
—¿Qué garantías tengo de que me dejarán volver con vida?
—No podemos matarle, Schiavo. Usted es un errante, y una copia de su mente puede resucitar en otro cuerpo.
—¿Para qué desea verme Godewyck? Suponiendo que ése sea su verdadero nombre.
—No estoy autorizado a responder esa pregunta. Tendrá que esperar a verle.
Schiavo pensó que tenía poco que perder acompañándole, y además, se sentía reconfortado al apreciar que había llegado al final de su búsqueda. Godewyck no era otro intermediario de la cadena, era el cerebro que había ideado la difusión de la plaga que asolaba las colonias suryanas, utilizándole a él y a Kapic como correos involuntarios para difundirla.
—Le acompañaré —dijo.
Shidwa le roció con un aerosol. Schiavo perdió el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, le costó enfocar la visión y reconocer los rostros a su alrededor. Intentó incorporarse del sillón en que estaba sentado, pero sintió un fuerte mareo y se quedó quieto.
—Es un efecto secundario del anestésico —dijo una voz—. Descuida, se te pasará en un par de minutos. Hemos desactivado tu implante raquídeo, para nuestra seguridad. Espero que no te moleste.
Schiavo distinguió a un par de hombres sentados frente a él. El de la izquierda parecía Shidwa, pero el otro le era desconocido.
—¿Quieres tomar algo, un café, un té?
Los contornos del sujeto se fueron aclarando poco a poco: de mediana edad, pelo canoso y una pequeña barba gris, pulcramente recortada, con ojos apagados que le miraban serenamente.
—Déjate de preámbulos. ¿Eres Godewyck?
El hombre asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Bien, ya estoy aquí. ¿Qué deseas contarme?
—Todo lo que quieras.
Aquella respuesta desconcertó a Schiavo.
—Entonces, no me iré por las ramas. ¿Fuiste tú quien encargó a Charon el diseño de un virus mortal que sólo afectase a los suryanos?
—Sí.
—¿Por qué?
—Esa respuesta me llevará más tiempo, Schiavo. Pero ninguno de los dos tenemos prisa. ¿Estás dispuesto a escuchar? Te advierto que lo que oirás no va a gustarte.
—He venido aquí para oír lo que tuvieras que decir, ¿no?
—Formo parte de una organización conocida como Fénix. Llevamos muchos años trabajando para conseguir que la justicia y la igualdad sean unos valores reales en nuestra sociedad, y no huecas fórmulas de estilo vulneradas en la práctica por los gobernantes de Utopía.
—Te agradecería que no divagases y descendieses a lo concreto, Godewykc.
—Está bien: Utopía ha derivado en una dictadura de facto. Hay elecciones periódicas, sí, pero siempre ganan los mismos. Nuestra sociedad es joven, apenas tiene medio siglo, pero se está fosilizando, y no nos merecemos eso. Los suryanos que abandonaron sus hogares y lo arriesgaron todo para venir aquí merecen mucho más.
—Preséntate a las elecciones y explica tu programa a los votantes. ¿A mí qué me cuentas?
Godewyck sonrió.
—¿Recuerdas quién fundó Utopía, Schiavo?
—Desde luego.
—Aún así te refrescaré la memoria: fue Indra, la mano derecha de Varuna. ¿Qué te dice eso?
—Las personas tienen derecho a cambiar. Indra se rebeló contra Varuna y fundó Utopía, para que todos los errantes que lo deseasen pudiesen venir aquí y vivir libres.
—Se rebeló, es cierto, pero Indra sigue siendo básicamente el mismo que era hace medio siglo: una mente totalitaria que creció a costa del sufrimiento de los suryanos, alguien con la suficiente ambición para desafiar a su superior y traicionarle.
—Ésa es tu visión de la historia.
—Schiavo, míralo objetivamente: Indra, Varuna, vienen a ser lo mismo. ¿Realmente crees que Indra era diferente de su jefe? Varuna tenía acceso a las matrices de personalidad de sus colaboradores. Conocía muy bien sus procesos mentales.
—No debía conocerle tan bien, después de lo que Indra le hizo.
—Desde la fundación de Utopía, Indra ha controlado el gobierno directamente o por delegación. Si no existe una alternancia en el poder, la democracia se transforma en dictadura.
—Ya has dicho eso antes.
—Por eso surgió la Tercera Vía, porque había un grupo descontento con el rumbo que tomaban los acontecimientos. Y aunque la Tercera Vía acabase gobernada por criminales de la catadura de Brax, eso no invalida mi tesis. Nuestra obligación es cambiar el statu quo para liberar a los ciudadanos de la opresión.
—Pero, ¿eso justifica la difusión de un virus diseñado para matar a suryanos inocentes?
—Schiavo, en tu personalidad todavía queda mucho de tu pasado terrestre. Debes aprender a pensar como un errante.
—Prefiero no aprender de ti.
—No matamos a nadie, porque los afectados por el virus podrán revivir en otros cuerpos, cuando llegue el momento. Los suryanos se han convertido en esclavos sometidos a los grilletes de las comuniones y las cárceles de pensamiento. Nosotros queremos cambiar eso, pero no es fácil y han de realizarse sacrificios.
—¿Sacrificios? —Schiavo sonrió torcidamente—. Bonito eufemismo.
—Sé lo duro que resulta aceptarlo, pero hemos de pensar a largo plazo. Los errantes debemos unificarnos en una gran nación, es perjudicial que estemos divididos entre Surya y Utopía; eso a la larga beneficia a los terrestres, que se aprovechan de nuestra debilidad. La ventaja con que contábamos, el motor de salto, la hemos perdido. Ellos también lo tienen, porque el gobierno de Indra cometió el error de facilitárselo. La presión demográfica de los terrestres y su ansia de colonizar otros mundos les empuja a buscar nuevos territorios que esquilmar. Con el tiempo invadirán Surya, y después nos llegará el turno a nosotros. No tendrán ningún remordimiento en destruirnos porque, para ellos, nosotros ya estamos muertos. ¿O acaso nunca te han llamado fiambre?
Algo se removió en el interior de Schiavo cuando escuchó esa palabra, y la reacción fue visible incluso para Godewyck, que contempló satisfecho cómo su charla calaba en su invitado.
—Te ofrecemos la oportunidad de liberarte de tu yugo, Schiavo. No debes ninguna fidelidad a Joris, él no es más que una extensión autoconsciente de Indra. Si colaboras con nosotros, podemos editar tu mente y borrar los segmentos protegidos que tu amo te inoculó en el cerebro. Mientras no te desembaraces de ellos, no serás un hombre libre.
—Me elegiste a mí para difundir el virus porque sabías que trabajaba para Joris. Ahora lo entiendo: si yo era descubierto, él sería implicado y mancharíais su imagen.
—En absoluto. Fue tu trabajo en la Tercera Vía el que te hizo apto para integrarte en nuestro plan. Comprende que, aunque acabásemos con Joris, Indra seguiría intacto, y él es la pieza que a nosotros nos interesa cazar. Repasa tu vida, amigo mío. ¿Has sido libre alguna vez? Mientras trabajaste en la Tercera Vía, solo ocasionalmente fuiste consciente de tu verdadera misión. Joris te fabricó una personalidad falsa y enterró la verdadera en tu subconsciente, para que pudieras engañar más fácilmente a tus amigos. Te ha manejado desde el principio como un títere. Siempre has sido un esclavo, pero no tenías conciencia de tu condición.
Schiavo no contestó. En lo más profundo de su cerebro, una voz le decía que el tricéfalo tenía razón, que había sido una marioneta toda su vida, que Joris le había manipulado sin ninguna consideración hacia él. Pero por otro lado, había algo sucio en aquel hombre, sus nobles ideales no se correspondían con los métodos genocidas que empleaba. Aunque quizá, como había dicho Godewyck, es que no pensaba como un errante. El cuerpo físico era importante, pero no dejaba de ser una envoltura.
—Medita sobre lo que te he dicho antes de tomar una decisión, pero valora bien lo que está en juego —hizo una seña a Shidwa—. Pronto volveremos a vernos. La libertad te espera. Solo depende de ti aceptarla.