Niit nunca creyó que se alegraría tanto de volver a ver el brumoso cielo de Sedna. Los fuertes vientos, las tormentas de granizo y el mar embravecido ya no eran una incomodidad para ella. Por lo menos aquel mundo estaba vivo, lo que no se podía decir del lugar del que había regresado. Envuelto en una mortaja de luz, el planeta de los krenyin era el lugar más desolado que había visto. Si aquella poderosa raza había desaparecido inexplicablemente en el apogeo de su civilización, ¿qué esperanza les quedaba a las especies menos desarrolladas, como los humanos?
No era un pensamiento reconfortante, porque indicaba que la inteligencia no supone necesariamente una póliza de seguros para la supervivencia. A la larga, el universo gana la partida. El caos se impone.
Se acercó al ventanal de la cúpula de observación de la base. A un centenar de metros, el oleaje castigaba los diques de contención levantados sobre un tramo de la línea de playa. En ese momento, un carguero de Utopía sobrevolaba las islas, maniobrando para descender. Joris había cedido a las condiciones de los narvales, y su gobierno ya había iniciado las labores de recuperación del ecosistema marino.
Aunque en las naves que estaba enviando Utopía viajaban también otras personas, que no eran biólogos.
Ingenieros, lingüistas, físicos, xenoarqueólogos, astrónomos, matemáticos, las mejores mentes de la galaxia acudían allí con un objetivo: desvelar los secretos de los krenyin arrancados de su mundo tumba.
Recibió un mensaje de Damián, que le pedía que se acercase a la playa para recoger unas muestras de unas extrañas algas que la marea había depositado entre las rocas. Niit se colocó el equipo de respiración y salió al exterior. Un viento helado le azotó el rostro. Se ciñó la capucha de su traje y limpió con el dorso de la mano las gotas de agua que se estrellaban contra sus gafas de protección. Damián podía haber esperado a que mejorase el tiempo para enviarla fuera, o enviar un robot a que tomase muestras, pero discutir con su jefe era inútil. Desde que regresaron del Limbo se había vuelto, si cabe, más insoportable y antipático. Al enterarse de que entre ella y Joris hubo sexo, se había quebrado su autoestima de macho. Parecía mentira que un tipo fofo y desagradable como él todavía albergase esperanzas de que pudiese conquistarla algún día.
Llegó a la zona donde le había indicado su jefe, quien, naturalmente, no estaba allí, e inspeccionó la arena. No veía algas por ningún lado. Seguramente se había equivocado de sitio. Sacó el comunicador para llamarle.
—No te molestes. Él no te ha llamado.
Ángel asomó tras una roca.
—Esto no tiene gracia —le reprendió la mujer.
—No pretendo que la tenga. ¿Cómo ha ido tu viaje?
—¿Qué viaje?
—Sé que has estado ausente de la base varios días.
—No puedo hablar de ello.
—¿A qué viene toda esa gente que llega a Sedna? Estoy seguro de que tu misterioso viaje es la clave.
—Supón lo que quieras —suspiró Niit—. Ángel, no deberías estar aquí. Damián sospecha que merodeas cerca de la base y quiere detenerte.
—¿Y cómo sospecha eso? ¿Acaso se lo has dicho tú?
—No, yo…
—¿Fue el tricéfalo? ¿Le has hablado de mí a ese nuevo amigo tuyo?
—No me gusta el tono que empleas para referirte a Joris.
—Ni a mí el tono con el que lo defiendes —Ángel le dirigió una mirada de censura—. Así que te has liado con él.
—No seas infantil.
—Te conozco muy bien; sé cuándo mientes.
—Lo nuestro acabó hace un año y no tengo que darte explicaciones de lo que hago con mi vida.
—No acabó: las circunstancias nos obligaron a separarnos. Niit, un tricéfalo no es una persona, ni tres: es algo antinatural, una aberración. Pese a su apariencia humana, tenemos más genes en común con un chimpancé que con un tricéfalo.
—Espero que no me hayas hecho venir hasta aquí, con el tiempo que hace, para darme una lección magistral.
—He descubierto la causa de la alta mortandad de los narvales.
Niit alzó una ceja, entre escéptica y divertida.
—Yo también. Y mucho antes que tú.
—Fueron rescatados con vida un centenar de ejemplares, pero los tuyos fueron los únicos que sobrevivieron. ¿No te parece un poco raro?
La sonrisa de Niit se transformó en una línea plana.
—Dispones de toda mi atención.
—La compañía no tenía especial interés en que se salvase ninguno: alguien les convenció de que lo único que merecía preservarse de ellos era el líquido en que almacenan sus recuerdos. Comenzaron a viviseccionar ejemplares para tratar de entender el mecanismo de fijación de la memoria bioquímica, quitaron ganglios, trasplantaron algunos órganos a matrices de silicona e intentaron ver si funcionaba. Fracasaron.
—¿Quién pudo asesorar a Markab para cometer esa atrocidad?
—Parece mentira que tú me lo preguntes.
Niit enmudeció de repente.
—Sí, ese nombre que tienes en la punta de la lengua.
—No puede ser, no… —pero Niit tardó poco en ser convencida— Ahora que lo pienso, me creo que Damián puede ser tan estúpido.
—Hizo desaparecer los cadáveres e inventó la historia de las bacterias, que es una verdad a medias. Los narvales rescatados de las aguas estaban enfermos, pero podían haber sido curados si hubiesen recibido los cuidados adecuados.
—Debería estar en la cárcel.
—Con tu colaboración, podremos hacer justicia. Tenemos que lograr que este caso llegue a la prensa. La opinión pública desconoce que los narvales son una especie inteligente, con los mismos derechos que los humanos. Hay que poner fin a la presencia de Markab en Sedna y devolver el planeta a sus legítimos dueños.
—¿Los suryanos? Olvidas que Markab explota este planeta en arriendo.
—No, me refiero a los narvales. Conseguiremos un acuerdo multilateral para que ninguna potencia se arrogue derechos sobre este mundo.
—No sé si estás al corriente de lo que sucede ahí fuera. Éste es el peor momento para proponer a Surya la firma de un tratado.
—Sólo pones inconvenientes, Niit. ¿Tanto temes perder tu empleo que estás dispuesta a encubrir un xenocidio?
Ángel tenía razón. No podía taparse la nariz y mirar hacia otro lado después de conocer aquello.
—¿Tienes pruebas de lo que dices?
—Un técnico que trabaja en Kianda está dispuesto a testificar. Hay otros dos indecisos, pero podré convencerles. Y además —sacó un papel de su bolsillo—, he impreso una copia de la orden secreta firmada por Damián, acerca del procedimiento a seguir con los narvales moribundos que fuesen rescatados. Tu jefe te mantuvo al margen porque no se fiaba de ti.
Niit examinó el documento.
—Parece auténtico.
—¿Parece? ¿Te he engañado alguna vez?
—Tendría que hacer memoria.
—Necesito que me apoyes en esto, Niit. Siempre hemos estado juntos en los momentos difíciles.
—Déjame pensarlo. Llámame dentro de un par de días y te daré la respuesta.
Ángel asintió.
—No deberías haber aceptado este empleo —dijo él—. Pero ya que lo hiciste, intenta sacarle el mayor jugo posible.
Se despidieron y Niit regresó a la base, inmersa en un mar de dudas. Si lo que su amigo decía era cierto, Niit no podía quedarse cruzada de brazos. Sabía que él hacía lo correcto, pero Ángel no tenía nada que perder, era un prófugo de la justicia y le gustaba aquella vida de luchador emboscado, dispuesto a asestar un golpe rápido antes de volver a esconderse para planificar el siguiente. Ella había pensado como él durante un tiempo, pero la realidad demostraba que los ideales y los buenos propósitos no llenaban la nevera ni pagaban las facturas. Si aquel escándalo llegaba a la prensa, la compañía que le pagaba el sueldo se vería en serios aprietos. Niit estaría mordiendo la mano que le daba de comer.
Pero, ¿cómo podría mirar a los ojos a Tayalore y Gema, después de lo que sabía? Nadie más en todo el planeta tenía el privilegio de comunicarse con la pareja de narvales. La habían elegido a ella porque estaban convencidos de que Niit no les traicionaría. Desde el primer momento fueron conscientes de que Damián era hostil y convenía mantenerse alejados de él. Es posible que los narvales hubieran captado las llamadas de agonía de sus compañeros; tenían un oído muy agudo y escuchaban una amplia gama de frecuencias, desde ultrasonidos hasta ondas de radio, y no sería descabellado que hubiesen deducido que algo terrible les había ocurrido a sus congéneres. Por eso no se fiaban de los humanos, salvo de Niit, quien tras rescatarles de la playa no se había separado de ellos hasta que se recobraron.
Damián la estaba esperando en el interior de la base, con los brazos en jarras y su habitual gesto avinagrado. Comenzó a preguntarle de dónde demonios venía y qué había estado haciendo ahí fuera tanto rato. Los narvales necesitaban su atención y llevaban retraso en las traducciones.
—Los lingüistas no hacen progresos, por culpa de las variantes del lenguaje krenyin, su dependencia del contexto, los simbolismos y no sé cuántas majaderías más. Si no fuera por eso, con mucho gusto prescindiría de esos peces hoy mismo.
—Estoy segura de que lo harías —murmuró Niit, dirigiéndose a la escalera de caracol que bajaba al estanque.
Damián se quedó quieto y la observó alejarse, perplejo.
La flota aliada se había congregado en la órbita de Marte, pero esta vez el general Ichilov no estaba al mando. Su fuerza de intervención rápida era una sección más de la armada que había acudido a proteger el planeta rojo de una incursión suryana. Los servicios de inteligencia señalaban que el ataque se produciría de manera inminente, como preludio de una ofensiva que tenía como objetivo abrirse paso hacia la Tierra y destruir la capacidad militar en el espacio del ejército.
Se había especulado mucho sobre la veracidad de las amenazas del gobierno suryano, y algunos aventuraban que quizá sus fuerzas no eran tan poderosas como se creía y no tenían intención de atacar. Pronto sabrían si los suryanos iban de farol. De momento, el alto mando se tomaba muy en serio la posibilidad de invasión, y había reunido a la mayor parte de los efectivos de que disponía. El resto de la armada se había concentrado en torno a la Tierra, por si acaso la información era falsa, y lo que el enemigo pretendía era atraerles allí para atacar en otro sitio.
Si Marte caía, sería una catástrofe militar que no podían permitirse, ahora que la guerra acababa de empezar. El plan de ataque del enemigo era audaz: asestar un golpe directo cerca del corazón de la federación terrestre, y eso requería una fuerza ofensiva que pudiera enfrentarse a las docenas de buques de gran tonelaje y los cientos de vehículos auxiliares y cazabombarderos que defendían la posición. Marte guardaba en Fobos los mayores astilleros de la federación; el interior de aquella pequeña luna había sido vaciado y convertido en una factoría en la que se construían los grandes buques estelares del ejército. Además, contaban con dos plataformas orbitales que en el pasado se utilizaron para el comercio, y que desde hace un par de décadas se dedicaban exclusivamente a fines militares. Incluso aunque la flota aliada no hubiese hecho acto de presencia, la capacidad de defensa de Marte era suficiente para repeler un ataque a gran escala.
En teoría. Había pasado mucho tiempo desde que se libró una batalla en Marte, y en aquella época los suryanos ni siquiera existían. Aquel planeta traía mala suerte a quienes se acercaban a él y su historia estaba jalonada de desgracias. Sus habitantes, los aranos, ganaron la independencia tras duras negociaciones con la Tierra, pero más adelante la perderían al aceptar como mal menor un mando unificado que frenase el creciente poder de Surya.
El viejo Sistema Solar, sobrepasado por los cambios, aguardaba temeroso el choque del que tanto tiempo venían vaticinando los agoreros: la claudicación del homo sapiens ante nuevas formas de vida, quimeras de la ingeniería genética cuasiinmortales, hijos de una humanidad decadente que regresaban para matar a sus padres.
Ichilov se acercó al panel táctico y estudió el despliegue ordenado por el almirante Shalev. El Concordia, comandado por Valeri, había sido desplazado a la vanguardia, cerca de Fobos, para hacer frente a la primera oleada que previsiblemente trataría de destruir los astilleros. No le gustaba que su hijo asumiese un puesto de tanto riesgo, pero esta vez no era Ichilov quien disponía las fuerzas en el escenario de batalla.
Recordó las discusiones que había tenido con su hijo acerca del difunto sargento Torelli. Valeri sabía ser persistente cuando se le metía una idea entre ceja y ceja, y no dejaba de presionarle para que fuera resucitado. Ichilov había averiguado que la familia del sargento no tenía dinero para pagar un nuevo cuerpo. Se les ofreció un crédito a bajo interés, pero lo rechazaron. Por su condición de militar, tenía derecho a ser incluido en una lista de espera especial; y aún así, hasta dentro de diez años no le llegaría su turno. Valeri no estaba dispuesto a esperar tanto tiempo, y se había atrevido a echarle en cara que Ichilov fue resucitado en Utopía sorteando el engranaje burocrático del sistema sanitario, contraviniendo su propio ordenamiento jurídico.
Lo cual era cierto. Utopía pretendía tratar por igual a todos sus ciudadanos, pero la realidad era otra. Ichilov quería que su hijo comprendiese que no sería justo que Torelli fuese sacado de la lista de espera, si al resto de los paracaidistas fallecidos en Sigma Draconis se les daba un trato diferente. La solución de su hijo era tan sencilla como impracticable: si el ejército les había enviado a la muerte, el ejército debía responsabilizarse de que volviesen a la vida en un plazo breve.
Te pierden todo el respeto cuando mueres. Nos llaman despectivamente fiambres, pero nosotros hemos vencido a la muerte, mientras los terrestres prefieren ser comida de gusanos antes que enfrentarse a sus prejuicios. Tal vez la vieja humanidad merezca ser sustituida por variantes más avanzadas. Tal vez el enfrentamiento con Surya sea, además de inevitable, necesario.
Al puente del Oberón llegaron los primeros datos de batalla. El enemigo acababa de aparecer cerca de Júpiter: se trataba de un salto de aproximación forzado por la deformación del espaciotiempo que causaba el gigante de gas. Los dispositivos de alerta temprana que Tierra Unida poseía en el sistema joviano transmitieron por enlace cuántico imágenes de la fuerza invasora. Ichilov identificó al acorazado que avistaron en Épsilon Indi, entre las naves que componían la formación. Era el buque más grande e iba escoltado por varias naves. Presintió que escondía alguna sorpresa desagradable, que pronto descubrirían.
Los suryanos dispararon contra los satélites de transmisiones y las pantallas se llenaron de estática. El recuento de unidades hostiles arrojaba un total de ocho buques pesados y una docena de naves auxiliares. Una fuerza pobre para vencer a la armada aliada. ¿Exceso de confianza? Ichilov no lo creía así. Las inteligencias suryanas no cometían esa clase de errores. Tenía que existir otra razón para que hubieran enviado aquel escaso contingente.
Los ordenadores tácticos de la flota procesaban toda la información que los satélites remitieron antes de ser silenciados, tratando de predecir el punto por donde sería más probable que el enemigo emergiese en el segundo salto hasta Marte. El almirante Shalev no las tenía todas consigo, pues ordenó que cinco buques activasen sus motores de torsión para dirigirse a la Tierra. Eso debilitaría las posición de la flota, pero reforzaría las defensas terrestres si a los suryanos se les ocurría atacar la capital federal.
Media hora después de que se perdiese el enlace con Júpiter, la flota emitió la señal de alerta de combate. Un par de artefactos desconocidos acababan de aparecer en las pantallas.
No hubo tiempo de que los cazas se acercasen a interceptarlos. Se trataba de dos bombas de pulso magnético, que estallaron en cuanto surgieron del túnel de salto. El enemigo quería cegarles antes de atacar.
Algunas naves cercanas al foco de la explosión resultaron afectadas, al quedar inutilizados sus sistemas electrónicos, pero el grueso de la formación no resultó alcanzado. Se necesitaba un pulso mucho más potente que aquél para dañar los blindajes de protección de una formación que ya estaba bastante dispersa en el campo de batalla para prevenir, precisamente, que la detonación de ese tipo de armas en el espacio causase estragos. Tras el desastre de Épsilon Indi, el cuartel general había reforzado los apantallamientos de sus equipos contra la guerra electrónica. El enemigo les menospreciaba al juzgar que podía emplear el mismo truco dos veces.
La señal de alerta volvió a difundirse por los puentes de mando. Uno a uno fueron asomando los navíos suryanos por las bocas de los túneles de salto, comenzando por el acorazado que Ichilov ya conocía. El almirante ordenó abrir fuego contra los intrusos.
El buque insignia de los suryanos quedó rodeado por un crucero y cuatro destructores aliados, que descargaron docenas de misiles contra el blanco. Las naves escolta no fueron lo bastante rápidas para repeler la agresión, y la envergadura del acorazado no le permitía maniobrar con agilidad para esquivar la lluvia de proyectiles que le caía desde todas direcciones, varios de ellos con ojivas nucleares.
Conforme se acercaban a su objetivo, los misiles fueron cambiando su curso, de rectilíneo a elíptico, hasta transformarse en una curva hiperbólica que evitaba el casco. Para descartar que los sistemas de guía de los misiles hubiesen sido pirateados, destructores aliados concentraron varios haces láser contra la proa del acorazado. Los rayos, que en condiciones normales podría perforar planchas de acero, perdieron la coherencia a unos metros del casco y se transformaron en luz normal, convirtiéndose en una aureola que se diluyó en el vacío.
Los rumores eran ciertos. El acorazado estaba protegido por un escudo de Higgs, capaz de desviar cualquier arma que se lanzase contra él, incluso fotones de un láser. Ahora entendía Ichilov por qué se había enviado a Marte una fuerza de ataque tan reducida. En realidad, les bastaba una sola nave con un escudo repulsor para causar una carnicería entre la flota.
Los suryanos por fin mostraban sus cartas. Y los aliados no tenían juego para igualar la baza.
El acorazado se dirigía como una flecha hacia Fobos, flanqueado por la escolta de buques suryanos. Una decena de naves aliadas y sus correspondientes escuadrones de cazas se concentraron frente a la formación enemiga, tratando de ralentizar su avance, mientras se reforzaban las posiciones alrededor de Fobos. La potencia de fuego del acorazado comenzó a barrer, casi sin esfuerzo, las defensas aliadas: una fragata federal fue atacada en la zona de motores y estalló en un efímero resplandor muy cerca de su enemigo, resaltando por contraste el negro contorno de su campo protector.
Un crucero utópico logró incapacitar dos buques suryanos de la avanzadilla, internándose en la formación hostil. Ichilov amplificó la imagen.
Y no dio crédito a lo que vio.
El crucero era sometido a un acoso terrible por parte de todas las naves suryanas, y sin embargo la lluvia de proyectiles no hacía mella en él. Los haces de plasma se estrellaban a unos metros de su casco y se difundían a su alrededor, formando una corona. El prototipo del que tanto tiempo llevaba hablándose en las altas esferas castrenses de Utopía era una realidad.
Lo cual no disuadió a los buques enemigos de su ataque; al contrario, aumentó el flujo de misiles y los pulsos concentrados de energía. El crucero utópico resistió todos los embates e intercambió fuego con su oponente, pero los campos de exclusión del acorazado repelían cualquier cuerpo extraño que intentase penetrar en el escudo. La batalla se presentaba en tablas. Mientras el crucero siguiese allí delante, el acorazado suryano no podía reanudar su camino hacia Fobos. Ese compás de espera favorecía en principio a los aliados, que tenían superioridad numérica.
O quizá no.
El escudo del crucero utópico comenzó a fluctuar. Las naves suryanas intensificaron su ataque mientras el acorazado disparaba sin descanso docenas de misiles, que seguían siendo repelidos por el campo de exclusión, hasta que éste cambió su polaridad. La desestabilización del escudo dañó el casco, causando un efecto contrario al pretendido. Las cubiertas exteriores se derrumbaron y el fuselaje se vio sometido a una brutal implosión. El reactor principal estalló, afectando a un buque suryano próximo, que se partió por la mitad.
El escudo experimental desarrollado por Utopía era inestable. Un bombardeo intensivo y prolongado convertía su campo de Higgs en una trampa mortal para la tripulación. Surya volvía a dejar patente su superioridad militar.
Ya sin oposición, el acorazado reanudó la marcha hacia Fobos.
Organizada en un frente de varios cientos de kilómetros, la armada aliada concentraba sus fuerzas en un intento desesperado por detener al enemigo. Ichilov observó el panel de distribución de efectivos: allí estaba el Concordia, en la línea de vanguardia, para ser barrido inútilmente de un plumazo. Su hijo iba a morir de la manera más absurda por culpa de la imprevisión del alto mando, que confió en exceso en aquel chapucero escudo que no había resistido ni diez minutos.
Del frente de defensa se destacó un grupo de seis naves y varios escuadrones de cazas, dirigiéndose al encuentro del acorazado. Ichilov no entendía aquella estrategia. Mientras contemplaba la avanzadilla aproximarse a la línea enemiga, identificó en el centro del grupo al crucero utópico Vesta. El resto de naves y escuadrones habían formado una envoltura esférica a su alrededor, para impedir que los misiles suryanos lo alcanzasen.
Puede que el almirante Shalev no fuese tan estúpido, se dijo; pero al menos debería tener la decencia de compartir sus planes de batalla con los mandos superiores de la flota, en lugar de usarlos como peones de brega.
Las naves suryanas abrieron fuego contra la formación aliada, desatándose un intercambio de explosiones que, en el silencio del espacio, parecían un vacuo alarde de poder. Buques de ambos bandos fueron despedazados por la violencia del choque, penachos de gas incandescente adoptaron formas voluptuosas por efecto de la microgravedad, danzando alrededor de los muertos atrapados en los féretros de metal; carne quemada y acribillada, arrojada al vacío con indiferencia: la rutina de la muerte, en su tarea de transformar a las personas en cosas.
A dos kilómetros de su objetivo, los tripulantes del crucero utópico se dirigían a su trágico final, demasiado ocupados manteniendo su nave de una pieza como para pensar en su inmediato destino.
Los buques aliados que protegían la proa del Vesta se hicieron a un lado, dejando al crucero cara a cara con el enemigo. Los impulsores de popa, a potencia máxima, catapultaron la mole del navío contra el acorazado.
El escudo de Higgs del Vesta fue activado en ese momento.
Los campos de protección de ambas naves se fusionaron en uno solo al arremeter el crucero utópico contra el acorazado suryano. La energía cinética de la colisión aplastó las proas de ambos buques, mientras la onda expansiva del choque recorría las secciones de los cascos en un movimiento de acordeón, reventándolas secuencialmente hasta llegar a las salas de máquinas, donde los reactores de impulso estallaron con la energía de dos bombas de fusión, iluminando el campo de batalla con el brillo de un par de novas.
Las naves suryanas que sobrevivieron a la explosión intentaron una huida frenética, señal inequívoca de que no disponían de un segundo escudo operativo con el que continuar el asedio. Cinco buques aliados salieron en su persecución, abatiendo a unos pocos rezagados, pero el grueso de la flota incursora que sobrevivió a la batalla logró salir indemne. Por desgracia, los aliados no contaban aún con armas de colapso de puntos de salto, que habrían obligado al enemigo a no dar la espalda a un adversario que le superaba en número.
Habían ganado, se felicitó Ichilov. O, al menos, no había ganado Surya, lo que equivalía a una victoria. Pero el coste había sido alto. Shalev no habría ordenado al capitán del Vesta que se estrellase contra el acorazado, si hubiera tenido otra opción. Sus doscientos cincuenta tripulantes habían muerto en una acción desesperada para frenar el avance enemigo y evitar que Fobos fuese reducido a cenizas, lo que habría causado una catástrofe cuyas consecuencias se habrían padecido durante siglos. Una nube de escombros flotando sobre Marte habría imposibilitado el tráfico de naves espaciales, forzando al planeta rojo a permanecer aislado; eso sin contar con la lluvia de meteoritos que asolaría sus ciudades y el efecto climático sobre su biosfera, que tanto esfuerzo había costado terraformar. Sí, se había evitado un desastre, pero Ichilov estaba seguro de que ni la tripulación del Vesta ni su capitán habían sido consultados por Shalev, y recibieron la orden sin tiempo para pensar en lo que se les pedía. Todos sus errantes pasarían a la lista de espera «especial», y con suerte dentro de una década, alguien se acordaría de ellos para devolverlos a la vida, siempre que el número de bajas no fuese en aumento; lo cual, a la vista de los acontecimientos, era más que probable. En cuyo caso, las esperanzas de renacer podrían verse postergadas por tiempo indefinido.
Utopía. Los que habían bautizado aquella sociedad con ese nombre tenían, ciertamente, un siniestro sentido del humor.
El Géminis acabó las maniobras de acoplamiento a la estación espacial Centinela, que controlaba la apertura de la única puerta de entrada al sistema Utopía. El comandante Jaber esperaba a Schiavo al otro lado de la esclusa y le saludó marcialmente.
—Capitán, es un placer verle por aquí —dijo—. ¿Ha terminado su misión?
—Me temo que sí —Schiavo le devolvió el saludo—. Hay poco tráfico ahí fuera.
—El grueso de nuestra flota se marchó en una misión a Marte hace unas horas —señaló a Elsa, que atravesó la esclusa detrás de Schiavo—. ¿Quién es ella?
—Una amiga. Es de confianza.
—Las normas de seguridad de la estación…
—Posee información valiosa acerca de la resistencia en Surya, que pondrá a nuestra disposición.
—Comandante Jaber —intervino Elsa—, vamos a dejar una cosa clara: no les ayudaría si tuviese otra opción, pero tal como va todo, Surya les aplastará si no hacemos algo para impedirlo.
—Gracias por su sinceridad, pero no desprecie la capacidad de nuestro ejército para vencer al enemigo.
—¿Qué hace la flota en Marte? —inquirió Schiavo.
—La federación terrestre nos pidió auxilio. Esperan para hoy un ataque a gran escala en la órbita de ese planeta. Si no detenemos a los suryanos en Marte, el próximo objetivo será la Tierra.
—Ahora lo entiendo —murmuró Schiavo.
—¿El qué?
—Tenemos que ir al puente de mando. No disponemos de mucho tiempo.
—¿Puede explicarme qué sucede, capitán Schiavo?
—Debo ver a Joris inmediatamente.
—Joris se encuentra en Sedna. No regresará hasta dentro de unos días.
Entraron al ascensor. Jaber aguardaba una respuesta, pero Schiavo no estaba seguro de si debía seguir hablando.
—Le recuerdo que soy su superior —insistió el comandante.
—Respondo directamente ante Joris —manifestó Schiavo—. Él me encomendó la labor de infiltración en la Tercera Vía.
—Quizá, pero yo soy el comandante de la estación. Si no me cuenta a qué ha venido, le impediré el paso al puente.
—No hay tiempo para eso.
El ascensor se detuvo entre dos plantas. Jaber bloqueó la puerta.
—Desde luego que lo hay.
—Tengo pruebas de que los suryanos han infiltrado un par de agentes entre los técnicos que controlan el portal. Creo que atacarán hoy.
—¿Seguro?
—Han atraído a nuestra flota lejos de Utopía.
Jaber se frotó reflexivamente la barbilla.
—¿Conoce la identidad de los agentes infiltrados?
—Obtuve la información de la mente de un suryano. No sé los nombres, pero he visto sus caras.
—Avisaré a seguridad —Jaber habló por su intercomunicador y desbloqueó el ascensor—. ¿Por qué no fue claro desde un principio?
—A usted no le conozco. El comandante que había aquí cuando me fui era otro.
—Si se refiere a Neris, fue ascendido hace seis meses. Ahora forma parte de la junta de defensa planetaria.
—No sé cuántos agentes habrá logrado introducir Surya, pero seguro que poseen una infraestructura más amplia que un par de técnicos de control. Debe someter a escáner cerebral a todos los que trabajan aquí, y le sugiero que lo haga hoy mismo.
—El examen del pensamiento es ilegal en Utopía —dijo Jaber—. ¿Acaso lo ha olvidado?
—Las leyes militares permiten restricciones a las libertades civiles en caso de guerra.
—No en este caso. La privacidad del pensamiento es un derecho que no admite… —habían llegado al puente, y un grupo de agentes de seguridad se aproximaba por el pasillo—. Continuaremos esta conversación luego. Entraremos a la sala de control, usted echa discretamente un vistazo y me señala a los agentes suryanos. Mis hombres se encargarán de detenerlos —se volvió a Elsa—. Quédese aquí. Ya hablaremos después acerca de esos datos que tiene de la resistencia.
Schiavo cruzó la puerta de entrada, seguido a corta distancia por Jaber. Los vigilantes de seguridad se quedaron en el umbral, aguardando las instrucciones de su jefe. Había un total de quince personas en las dependencias trabajando frente a sus pantallas, sin que reparasen en la presencia de los visitantes. Una pantalla gigante cubría una pared convexa del puente. Cuando no estaba llena de datos y gráficos, se convertía en un cristal transparente desde el que se contemplaba el exterior. Schiavo fue recorriendo las mesas de los operadores, mirando con disimulo sus caras.
Los datos de la pantalla panorámica fueron sustituidos por un aviso intermitente, que mostraba la llamada de un vehículo que solicitaba autorización de entrada. Jaber se acercó a uno de los controladores:
—¿De qué nave se trata?
—Del Australia, señor. Íbamos a activar el portal.
—No —intervino Schiavo—. Que ninguna nave entre o salga del sistema hasta nuevo aviso.
—¿Quién es usted? —le preguntó el controlador.
—Haga lo que dice —declaró Jaber.
—Como desee, comandante —el controlador tecleó las instrucciones en la consola—. Ciclo de apertura del portal cancelado.
Sin embargo, el aviso parpadeante de la pantalla mural no desapareció, mostrando el nacimiento de un punto de luz que, al expandirse, retorcía en hebras los fotones que emanaban de la boca del túnel cuántico. Jaber intercambió una mirada con Schiavo, pero éste no reconoció el rostro del controlador.
—Le he dado una orden. Cancele ese salto.
—Ya lo he hecho, comandante. No sé qué sucede.
A varias mesas de distancia, Schiavo encontró a uno de los sujetos que buscaba y lo inmovilizó atenazándole el cuello con el brazo, mientras los de seguridad irrumpían en el puente y se lo llevaban.
—Ha bloqueado su consola —observó Schiavo, tecleando inútilmente diversas instrucciones—. Jaber, tiene que cortar la energía del núcleo del reactor.
—Eso podría causar daños estructurales, y…
—¡Comandante!
Las hebras fotónicas se hinchaban y retorcían hasta alcanzar las dimensiones de un portal de salto. Un voluminoso objeto metálico comenzó a asomar por él.
No era el Australia.
—Alerta de combate —reaccionó Jaber—. Corten la energía del núcleo y disparen baterías contra el intruso.
Las luces de la estación fluctuaron durante unos segundos antes de dejarlos a oscuras. Allá afuera, el túnel de salto se expandió y contrajo como si estuviese vivo; tras unos instantes de incertidumbre, colapsó y cortó de cuajo la popa del buque suryano que lo atravesaba. Violentas explosiones en esa zona desmembraron el buque y esparcieron sus despojos por el vacío.
Alguien restableció la energía auxiliar justo en el momento en que los primeros restos del navío suryano alcanzaban la estación. Mientras el personal del puente trataba de contener los daños y sellaba las cubiertas afectadas, Schiavo continuó escudriñando los rostros de los controladores. Tenía que el encontrar al segundo infiltrado antes de que tuviera ocasión de reactivar el portal.
Pero después de examinar uno por uno a todo el personal del puente, no lo encontró. Definitivamente, no estaba allí.
—Necesito una lista de la gente que trabaja en esta sala de control —dijo—. La persona a quien busco no se encuentra aquí en estos momentos.
Jaber se la proporcionó. Efectivamente, faltaban nueve técnicos, que no comenzarían su turno de trabajo hasta dentro de unas horas. El comandante los llamó por sus intercomunicadores para que se presentasen de inmediato en el puente.
Acudieron ocho a la llamada. Schiavo adivinó dónde estaría el que faltaba.
—Debemos ir al núcleo del reactor —dijo—. Creo que intentará activarlo manualmente desde allí.
Esta vez, Jaber no puso objeciones.
Tuvieron que bajar por las escaleras de servicio, al no funcionar ninguno de los ascensores. Se habían declarado varios incendios en la estación y el personal de mantenimiento corría frenéticamente por los pasillos. En el exterior, el casco seguía sufriendo los impactos de fragmentos rezagados del buque, que aunque golpeaban con menos energía, todavía podían perforar las zonas más debilitadas del blindaje.
Como era de esperar, la entrada al reactor estaba cerrada por dentro. Jaber ordenó al jefe de seguridad que volara la escotilla de acceso con gel explosivo. Mientras se esparcía el producto alrededor de la compuerta, Jaber dio las últimas indicaciones a los agentes acerca de cómo tenían que proceder en el interior de la sala del reactor. No podían disparar a los componentes del núcleo, a las bobinas superconductoras ni a ningún elemento esencial de la maquinaria.
La escotilla se desplomó hacia el interior, entre una espesa nube de humo negro. Allí estaba el corazón del reactor, una esfera de veinte metros de diámetro rodeada por varios anillos de pequeños cañones láser, que disparaban al interior de la cámara ráfagas sincronizadas, cuya potencia combinada superaba la de los mayores aceleradores de partículas construidos por el hombre. La tecnología krenyin oculta en aquel voluminoso artefacto todavía desafiaba a la razón, pero hacía tiempo que los físicos aprendieron a deslindar la lógica humana de las leyes por las que se rige el universo. Los krenyin descubrieron en algún momento de su historia que los fundamentos del mundo subatómico no eran diferentes de los que funcionaban a nivel macroscópico. Aquella esfera era una prueba de ello, pero no la única.
Ni la más sorprendente de todas.
Sin embargo, ni Schiavo ni Jaber tenían tiempo para perderse en elucubraciones sobre el significado de la tecnología alienígena. La persona que buscaban había subido a una pasarela que rodeaba el primer cinturón de láseres, situándose de modo que fuera difícil que le disparasen sin afectar a la delicada maquinaria que tenía alrededor. Nadie sabía qué podía suceder si los componentes de la esfera resultaban dañados, porque los ingenieros que la habían construido no comprendían del todo la tecnología subyacente, y no quedaba ningún krenyin vivo para asesorarles en la materia.
El agente suryano se abrió la camisa, mostrándoles un paquete de explosivos pegado al vientre, y les advirtió que si disparaban contra él, haría detonar la carga. Jaber dio instrucciones a sus hombres para que mantuvieran las posición y no abrieran fuego hasta que él lo autorizase.
Recibió una llamada del puente. Se estaba formando un segundo portal de entrada, y los técnicos eran incapaces de cerrarlo. Como temían, la energía del núcleo había sido reactivada manualmente por el suryano.
—Dispárele, comandante —le urgió Schiavo—. No hay alternativa.
—No sabemos qué sucederá si el núcleo resulta dañado.
—Pero sí sabemos lo que ocurrirá si el portal se mantiene abierto. Una armada invasora espera al otro lado, y le aseguro que no será el señuelo que han enviado a Marte. Puede mantener el portal abierto y dejar que nos destruyan, o matar a ese canalla y cortar la energía del núcleo. Usted decide.
Jaber dispuso la evacuación de la sala, y desde el hueco de la entrada indicó a su mejor tirador que abatiese al suryano.
—Todo el mundo cuerpo a tierra. ¡Vamos!
El intruso cumplió su amenaza e hizo detonar la bomba adosada a su cuerpo. Los anillos de los láseres fueron destruidos por la explosión, que arrancó bobinas eléctricas, cuadros de control y tuberías de refrigeración. Jaber confirmó con el puente que el portal se había cerrado abruptamente.
Lo cual no era tan buena noticia como parecía. Habían evitado la entrada de la flota suryana, pero al coste de inutilizar la única puerta al sistema. El grueso de la flota utópica, destacada en Marte, ya no podría regresar a casa para reabastecerse o hacer reparaciones. El túnel cuántico de salto no se formaría, porque sólo el núcleo del reactor de la estación Centinela era capaz de mantenerlo estable el tiempo suficiente para permitir el salto.
Incluso fracasando en su intento de invasión, los suryanos se las habían arreglado para arañar un triunfo parcial.
Que podría ser completo, si no se reparaba el reactor a tiempo.