CAPÍTULO 8

I

Niit se sentía engañada y humillada. Engañada, porque nadie le había dicho desde el principio qué se pretendía de ella y de los narvales; humillada, porque fue tratada como un mero instrumento, una cuidadora cuyo cometido era mantener a los narvales contentos y colaboradores, ocultando el objetivo real de la misión.

Tayalore y Gema tampoco se sentían cómodos con la nueva situación; la traducción de los registros krenyin que llegaban constantemente al Nereida, procedentes de las ruinas de una de sus ciudades, mostraban un propósito muy claro: los aliados querían desarrollar nuevas armas para emplearlas contra Surya, y eso convertía a los cetáceos en instrumentos de una guerra que ellos no habían provocado y en la que no deseaban participar.

Tampoco ayudó que Joris anunciara que, una vez salieran de la nebulosa Limbo, serían trasladados directamente a Utopía, donde proseguirían las labores de traducción. Tayalore fue inflexible y se negó a seguir colaborando si él y su pareja no retornaban a Sedna, pero además impuso otra condición. Dado que los humanos eran los responsables de la catástrofe ecológica que había aniquilado a los de su especie, deberían comenzar de inmediato las labores para reintegrar a sus océanos el equilibrio biológico existente antes de su llegada. Ambos puntos eran innegociables.

A Joris no le agradó escuchar de boca de Niit las exigencias de Tayalore, y descargó su enfado en ella:

—Tú les has metido esas ideas en la cabeza. Hasta ahora no se habían mostrado desafiantes con nosotros.

—Es lo que se obtiene cuando se miente —respondió la mujer, sin alterarse.

—Yo no os mentí.

—Una media verdad es una mentira, Joris. Ocultaste el propósito de este viaje porque creías que los narvales se echarían atrás.

—¿Y no tenía motivos para creerlo? Mira cómo han reaccionado.

—Si les hubieses tratado con respeto desde el principio, ahora no impondrían sus condiciones, que por otra parte, me parecen perfectamente atendibles.

—No sabes lo que dices. Devolver Sedna a las condiciones anteriores a la visita de los humanos costará miles de millones de creds. Y todo, para qué. El mal ya está hecho.

—Gema es una hembra fértil y tendrá una numerosa descendencia en lo que le resta de vida. Pero para procrear en paz y libertad, necesitan que el océano recupere el equilibrio perdido.

—¿Es consciente Tayalore de lo que sucederá si deja de colaborar? La guerra llama a nuestra puerta y la neutralidad no es una opción. Tendrán que tomar partido a favor de un bando u otro, y los narvales son demasiado valiosos para arriesgarnos a que caigan en manos de Surya.

Niit le miró con furia.

—Hablas como Damián. Creí que eras diferente a ese canalla.

—No tomes mis palabras como una amenaza —se apresuró a añadir Joris, aunque ya era tarde—. Simplemente especulaba sobre lo que podría ocurrir en los próximos días; no lo que yo haría, sino lo que los aliados decidirían en un caso extremo. Si los suryanos no son conscientes aún del error que cometieron abandonando Sedna, pronto lo serán, y volverán a por los dos únicos narvales vivos que quedan en el universo. Créeme, si los capturan no serán tan amables como nosotros para extraerles información.

—Torturándolos morirán. Son unos seres muy frágiles.

—No hablaba de tortura. Niit, el gobierno suryano reniega de la humanidad; es nuestro enemigo, y también de los narvales, aunque aún no se hayan percatado. Los suryanos visitaron Sedna por primera vez, y contaminaron las aguas con las bacterias que diezmaron su ecosistema. Es justo que ahora paguen por ello.

—Tú no ofreces justicia, sino venganza. La justicia implica una reparación, que es lo que ellos demandan. Destruyendo a los suryanos no devolverás a Sedna su equilibrio ecológico.

La sacudida de la nave ahogó la réplica de Joris. Las sirenas de alarma del Nereida se dispararon.

Ambos corrieron al puente de mando, para averiguar qué pasaba. El capitán Rift había realizado aquella maniobra para esquivar un misil.

—Lo siento, no ha habido tiempo para avisarles —dijo el capitán—. Sujétense, nos largamos de aquí.

—Aún no hemos terminado la misión —replicó Joris—. La última lanzadera que enviamos al planeta…

—Ha sido destruida por esos interceptores —explicó Damián—. El capitán tiene razón. De nada nos valdrá lo que hemos rescatado hasta ahora de las ruinas krenyin si no salimos del Limbo de una pieza.

La pantalla panorámica mostraba dos naves a unos doscientos kilómetros de su posición, que liberaban media docena de misiles contra ellos. Joris comprendió de qué se trataba: Surya había escondido un dispositivo de alerta en el planeta, para avisar de la llegada de intrusos. Era poco probable que las dos naves que les perseguían llevasen tripulación, porque una larga estancia en la nebulosa habría matado a cualquier humano a causa de la radiación; pero las máquinas podían sobrevivir en aquel entorno hostil.

Rift sacó al Nereida de la órbita y lanzó contramedidas para neutralizar las armas. La primera explosión a escasos metros de la popa sirvió para convencerles, por si aún albergaban dudas, de que no se trataba de naves fantasma.

El capitán aceleraba a la máxima potencia de impulso, para aumentar la distancia entre sus perseguidores. No tenía intención de luchar. Aunque pudiera abatir aquellos interceptores, Surya podía tener más, ocultos en el Limbo, que estarían acercándose para bloquearles la huida.

Joris reconoció interiormente que no había sido inteligente tratar de disuadir a Rift para que mantuviese la posición. Ya tenían datos suficientes para ocupar a los científicos durante años, y de todos modos, tampoco convenía demorar mucho más la partida. Ahí fuera podía haberse desatado ya la guerra, y su ayuda era más necesaria que nunca. Sin los datos sobre tecnología krenyin que su ejército necesitaba, los suryanos ganarían.

Jamás lo permitiría. La fuente de conocimiento dejada por los alienígenas podía servir para la destrucción, pero también para liberar a un pueblo oprimido. El descubrimiento del Limbo había supuesto para Varuna, la cabeza rectora del régimen suryano, el apogeo de su poder, pero a la vez, dio origen a su escisión. Indra, su mano derecha, descubrió en el Limbo la existencia de Utopía y cómo acceder a ese sistema a través de un portal artificial construido por los krenyin; por primera vez en la historia de Surya, una región de su imperio quedaba fuera del control de Varuna. Cualquier intento de saltar al interior de Utopía evitando el portal acababa en catástrofe, y para llegar a él a velocidades relativistas se precisaban siglos de viaje.

Tal vez los conocimientos rescatados en esta segunda visita al Limbo condujesen a la liberación definitiva de los errantes que Varuna mantenía bajo su férula. ¿Qué es la vida eterna sin libertad? Una prisión eterna. Para Varuna, la libertad era una entelequia fabricada por la cultura humana, que entraba en colisión con los intereses generales de la comunidad. Varuna usaba a sus errantes como peones, sin consideración a sus necesidades o deseos. Joris estaba convencido de que Surya toleraba la existencia de la humanidad por razones utilitarias. Mientras se la pudiera manejar, se permitiría su existencia. Los humanos, primitivos e ingenuos, eran un anacronismo evolutivo ya superado, y Varuna mantenía hacia ellos una actitud condescendiente, siempre que no agitasen sus porras de caza.

Que es lo que estaban haciendo ahora.

El casco del Nereida crujía sospechosamente. Rift era incapaz de mantener el rumbo. Joris examinó la pantalla y encontró la explicación a unos kilómetros de popa.

Para neutralizar los misiles que intentaban darles caza, el capitán había detonado un torpedo magnético con cabeza nuclear táctica. Había logrado su objetivo: los misiles desaparecieron del radar, pero se había formado un vórtice de energía que les estaba frenando en su huida.

—¿Qué ha hecho? —inquirió Damián—. ¿Detonar un explosivo nuclear dentro del Limbo?

—Sólo era de dos kilotones —se excusó Rift—. Los misiles estaban muy cerca.

El remolino de energía tiraba de ellos como una mano invisible. El capitán se veía impotente; los mandos no le respondían y la sobretensión a que sometía el casco por forzar los motores amenazaba con desintegrarlos.

—¡Vamos a caer dentro de esa cosa! —exclamó Damián, nervioso—. Por lo que más quiera, sáquenos de aquí.

—Cállese —gruñó Rift—. Soy el primer interesado en ello.

Pese a sus esfuerzos, la distancia entre el Nereida y el vórtice seguía menguando. El panel de daños mostró desperfectos en la sala de máquinas y el casco. Se habían desprendido paneles del blindaje térmico y un circuito de refrigeración del generador auxiliar había estallado.

—Apague los motores —intervino Joris.

—¿Está loco? —pestañeó Rift, incrédulo—. Es nuestra única oportunidad de salvarnos.

Los hechos desmentían las palabras del capitán, y los testarudos sensores de daños mostraban que no aguantarían mucho tiempo si seguía sometiendo la nave a aquella tensión.

Rift comprendió que el tricéfalo tenía razón. Debía confiar que aquel tipo —aquellos tres, para ser exactos— no le estaba empujando al suicidio. Damián le había comentado que una parte del tricéfalo había viajado en el pasado al Limbo, y logró volver, así que, después de todo, tal vez sabía de lo que hablaba.

Apagó los motores. Poco después, el Nereida era engullido por el remolino.

No se desintegraron, lo cual tranquilizó a Rift. La pantalla de radar seguía despejada y no detectaba ningún objeto, pero habían perdido el vector de orientación y el ordenador se veía incapaz de posicionar la nave dentro de la nebulosa. Si se perdían allí dentro, el mapa que llevaban para encontrar la ruta de salida no les serviría de nada.

Divisaron un punto luminoso en la lejanía. Usando la lente telescópica, resolvieron que en realidad eran dos, uno de ellos mucho más grande que el otro. Rift no recordaba que en aquel lugar hubiera existido un sistema estelar doble.

El punto más pequeño comenzó a aumentar de tamaño, hasta que superó en brillo a su pareja, momento en que la estrella primaria desprendió una capa de plasma ardiente de su corona. La bola de fuego se expandió por el espacio, acercándose a ellos. Sin embargo, los sensores del exterior de la nave no captaban un aumento de temperatura o radiación.

—Será otra imagen fantasma —murmuró Damián—. ¿Era el sol de los krenyin una estrella doble? Joris, tú deberías saberlo.

—No, estoy seguro —dijo el aludido.

—Entonces, ¿qué es esa luz? ¿Puedes explicarnos qué estamos viendo?

Captaron la imagen de un buque espacial a medio centenar de kilómetros de estribor. Al amplificar la imagen, vieron que no pertenecía a ningún modelo conocido; su extraña forma irregular, distinta a cualquier diseño que figurase en los archivos, recordaba a una caracola con uno de los extremos torcido en un ángulo de noventa grados.

—¿Es una nave krenyin? —preguntó Damián

—¿Cómo quiere que lo sepa? —dijo Joris—. Nunca he visto una antes.

La bola de plasma que se expandía desde el centro del sistema alcanzó al artefacto, destruyéndolo, y siguió avanzando hacia ellos.

La pantalla dejó de mostrar imágenes. Seguían dentro de la nebulosa, pero el ordenador aún buscaba puntos de referencia para orientarse.

—Ya estamos un poco más cerca de saber por qué desapareció la civilización krenyin —comentó Joris, volviéndose a Niit—. Recuerda lo que te dijo Tayalore.

—La luz del infinito —declaró la mujer.

—¿Y eso qué significa? —preguntó Damián—. ¿Acaso esos animales saben de qué hablan? Igual se limitan a repetir lo que oyen, como los loros.

—Ellos comprenden el lenguaje krenyin —le recordó Niit—, mientras nuestras mejores máquinas apenas han traducido algunas palabras. ¿A quién llamas animal?

Damián apretó los dientes, pero no encontró una respuesta satisfactoria con la que poder devolver la bofetada.

—El sol de los krenyin se transformó en nova —dijo Joris—, eso está claro; pero todavía no sabemos por qué.

—Lamento interrumpir —dijo Rift—. Capto un emisión de radiofaro.

Joris se acercó a la consola de mandos y estudió la transmisión. Era el código de comunicaciones que utilizaba el ejército de Utopía.

—Ponga rumbo hacia el pulso del radiofaro, capitán. Debemos estar cerca del límite exterior de la nebulosa, y allí fuera nos esperan.

II

La fuerza aliada de intervención rápida tomó posiciones en la órbita del tercer planeta del sistema Sigma Draconis. El general Ichilov ordenó un rápido despliegue de sus cazas para neutralizar satélites de comunicaciones o dispositivos de defensa; no encontraron ninguno, lo cual no le alegró en absoluto. Demasiado fácil; si ahí abajo había algo que mereciera la pena, debería estar bien protegido. En fin, aquella operación le venía impuesta desde arriba y de poco iban a servir ya sus quejas.

Asegurada la órbita, los cazas dieron escolta a las lanchas de descenso que comenzaron a liberar las naves nodriza. El cuartel general preveía una resistencia mínima, pero Ichilov intuía lo que podía esconderse tras aquellas palabras, y dispuso el desembarco de piezas de artillería pesada y blindados. Sus instrucciones eran ocupar las instalaciones del enemigo y consolidar la posición, hasta que el alto mando enviase un segundo contingente que estableciese una guarnición. De no poder cumplir el objetivo primario, debería asegurarse de que las instalaciones quedasen completamente destruidas, incluidas galerías subterráneas que desde la órbita no pudieran ser localizadas. Dispositivos penetradores termonucleares podían practicar brechas en un muro de cemento de cincuenta metros de espesor y seguidamente detonar la carga bajo el suelo, para que la onda expansiva causase efectos devastadores, aunque no deseaba utilizar aquellas armas si había otras opciones.

Pero más que el éxito de la misión, lo que preocupaba a Maksim Ichilov era la decisión de su hijo Valeri de unirse a las tropas de desembarco, en lugar de quedarse en el puente del Concordia, que sería lo lógico.

No intentó disuadirle. Conocía a su hijo y sabía que lo único que lograría sería que se reafirmase en su decisión; era mayor de edad y tenía que aprender a equivocarse. Valeri necesitaba demostrar a sus colegas, y a sí mismo, que merecía el puesto y que tenía valor para dirigir a sus soldados en el campo de batalla, aun pudiendo hacerlo a distancia desde el sillón de su nave, como harían muchos capitanes de los buques congregados en la órbita.

Sin embargo, su hijo no era un errante. Había rechazado la inmortalidad porque no creía en ella, como si la resurrección fuese una cuestión de fe. Valeri podría morir estúpidamente en aquel mundo y no disfrutaría de una segunda oportunidad. Perdería a su hijo más querido, el único que había optado por la carrera militar, el que tenía más puntos en común con él. Si moría, no perdería a un hijo; algo de Maksim moriría también y jamás podría recuperarlo.

Como general, tenía algunas prerrogativas, y había dispuesto una discreta escolta para que Valeri, aunque fuese el rey de los torpes, estuviese protegido en todo momento. Maksim ya había perdido demasiadas cosas en su vida.

Valeri, ignorante de lo poco que su padre confiaba en su destreza de combatiente, ya había llegado a la superficie del planeta a bordo de una lanzadera de desembarco de tropas. Alrededor de su vehículo tomaban tierra otras cinco naves de carga, de las que surgieron tres carros blindados, dos planeadores sin piloto y un helicóptero artillado. La atmósfera de aquel mundo era algo más densa que la terrestre, y los helicópteros podían maniobrar en ella sin problemas, pero era irrespirable y necesitaban llevar incómodas mascarillas y mochilas de oxígeno.

Los planeadores sobrevolaban el objetivo y transmitían los datos al visor integrado de su casco. A dos kilómetros de distancia se divisaban las instalaciones que el mando aliado había ordenado ocupar: un complejo formado por cuatro edificios dispuestos en torno a una plaza, en la que existía una gran plataforma de aterrizaje. Las imágenes no mostraban artillería antiaérea o patrullas de soldados, así que, mientras las tropas tomaban posiciones y se completaba el despliegue, Valeri solicitó que uno de los helicópteros se preparase para lanzar paracaidistas en el interior de la plaza.

Recibió un mensaje del sargento Torelli: iría en el helicóptero para dirigir a los paracaidistas, todos errantes. Dado el riesgo que ofrecía la incursión, se había dispuesto que no interviniesen terrestres en aquella fuerza de choque, una actitud paternalista que fastidiaba a Valeri y a sus compañeros del Concordia, aunque algunos opinaban que los errantes eran la carne de cañón perfecta, para no malgastar a los auténticos soldados.

Sus superiores autorizaron la operación y el helicóptero emprendió el vuelo hacia las instalaciones enemigas, mientras las columnas de infantería y los blindados iniciaban su avance en un movimiento envolvente que dejaría cercados a los ocupantes del recinto.

Las imágenes transmitidas por los paracaidistas confirmaron la información de los miniplaneadores: no se veía ninguna fuerza de defensa. ¿Alguien les había alertado de la operación y habían huido? Si así fuese, querría decir que la red de espionaje suryana estaba más extendida entre los aliados de lo que creían. Pero no había que adelantar acontecimientos; tal vez en aquellas instalaciones sólo trabajaban civiles, que no iban a enfrentarse en un combate suicida contra unas fuerzas que les sobrepasaban.

Valeri tuvo un presentimiento. Algo no le gustaba. Ordenó a las tropas bajo sus órdenes que no siguiesen avanzando, y envió a su padre un mensaje urgente para que el resto de columnas se detuviesen, hasta que los paracaidistas reconociesen el terreno.

—¿Detenernos? —exclamó Ichilov por la radio del casco—. ¿Has perdido el juicio, Valeri?

—Si las instalaciones están desiertas, o no hay fuerzas que la defiendan, nada perdemos retrasando el avance.

—Podemos perder a la veintena de paracaidistas que hemos lanzado. No aguantarán mucho allí dentro si encuentran una oposición dura.

—Hay un millar de soldados en tierra en estos momentos, padre. Yo no les dejaría entrar hasta saber qué nos espera.

Maksim se demoró en responder. Le había sorprendido que su hijo volviese a llamarle padre.

—¿Me recibes? Capitán Valeri a Oberón. Tengo problemas de…

—Te escucho —dijo Maksim—. Está bien, completaremos el despliegue perimétrico, pero el avance radial se detiene, excepto la compañía de Engama, que avanzará desde el norte para apoyar a nuestros paracaidistas. Espero no tener que arrepentirme por hacerte caso.

Torelli ya se había posado en el suelo de la plaza junto con el resto de sus compañeros. El helicóptero se mantuvo a cincuenta metros sobre sus cabezas, con sus ametralladoras alertas para abatir a francotiradores que acechasen en las ventanas de los edificios cercanos; no muy lejos de allí, los planeadores, provistos de cañones de pequeño calibre y lanzagranadas, sobrevolaban el recinto atentos a cualquier movimiento. Bajo esa cobertura, los soldados de Torelli alcanzaron uno de los portales de acceso al edificio principal de cinco plantas, y se detuvieron frente a la esclusa de entrada para forzar el mecanismo de acceso.

No fue necesario. La esclusa se abrió al presionar el botón de apertura, sin ninguna dificultad. Entraron al vestíbulo, donde vieron varios equipos médicos colocados desordenadamente, una camilla y una silla de ruedas. Torelli y un par de soldados se adentraron por un pasillo que les condujo a salas de quirófano y unidades de reanimación. Por el caos que había en las habitaciones, daba la impresión de que sus ocupantes habían huido precipitadamente de allí, llevándose lo que habían podido.

El instrumental médico vibró en los armarios. Torelli recibió avisos de los soldados desplegados en el edificio. La situación era confusa.

—¡Luis, tenéis que salir de ahí! —era la voz de Valeri, por el canal de mando—. ¡Es una trampa!

El aviso le llegaba tarde. La explosión reventó los cimientos del edificio y su estructura se desplomó bajo su peso, sepultando a los que se encontraban en su interior.

Con sus prismáticos de campaña, Valeri observó los cuatro hongos de humo y fuego que se erguían en el lugar ocupado por los edificios. La onda expansiva fue lo bastante fuerte para tirarles al suelo y destrozar los tímpanos a aquellos que no llevaban protección en los oídos.

—¿Qué ha pasado? —le preguntaba Maksim por la radio—. Hemos captado varias explosiones ahí abajo.

—Sabían que veníamos —le informó Valeri—, y querían matar al mayor número de soldados. Si nos hubiésemos acercado un poco más, las explosiones se habrían llevado por delante varias compañías. Procedo a enviar una brigada de rescate.

No transcurrió mucho tiempo hasta que fue evidente que no había supervivientes. Los restos que desenterraban las máquinas de excavación eran un amasijo de carne ensangrentada y miembros amputados. Aún así, la brigada continuó con sus labores de desescombro durante horas, en el lugar donde Torelli y sus compañeros habían desaparecido.

—He ordenado el repliegue de todas las unidades —le informó Maksim por radio—. Interrumpe las labores de búsqueda y vuelve a tu nave.

—Quedan algunas bolsas de aire bajo los escombros —dijo Valeri—. Aún hay posibilidad de rescatar a alguien.

—Valeri, esos paracaidistas son errantes. Volverán a la vida.

—¿Cuándo?

—Depende de los cuerpos disponibles en Utopía, y de las solicitudes previas que…

—No puedes dejar a Torelli en lista de espera. Podrían pasar años hasta que volviese a tener un nuevo cuerpo. Tú mismo reconociste los servicios que nos prestó, cuando lo ascendiste a sargento.

—Servicios que a la postre se nos han vuelto en contra nuestra. ¿O has olvidado la emboscada en Épsilon Indi?

—Si recomendases…

—Capitán, no olvides con quién estás hablando. Vuelve al Concordia y espera órdenes.

Maksim cortó bruscamente la conexión, para irritación de Valeri, que no podía entender cómo su padre se atrevía siquiera a insinuar que Luis había tenido la culpa de lo que sucedió en Épsilon Indi; Torelli cumplió con la misión que le habían encomendado, y lo hizo a la perfección. ¿Ese era el premio que recibía, abandonar la copia de seguridad de su conciencia en un ordenador, a la espera de que algún día, la complicada burocracia utópica se dignase a concederle otro cuerpo?

Iban a tener razón aquellos que opinaban que los errantes eran la carnaza perfecta para la guerra. Ni él ni sus compañeros del Concordia habían sufrido el menor rasguño, pero ¿en qué lugar les dejaba como militares? Valeri no consideraba que su vida tuviese más valor que la de Torelli, y si nadie garantizaba a los errantes caídos en combate una resurrección rápida pagada por el ejército, les engañaban a ellos y a sus familiares. ¿Dónde estaba la sociedad utópica que abanderaba su gobierno? ¿Así trataban a quienes entregaban sus vidas por la comunidad?

Valeri hubiera escupido si la mascarilla de aire no se lo hubiese impedido. Regresó a la lanzadera y contempló con tristeza los restos de humo que aún se levantaban en el horizonte.

Estaba convencido de que pasaría mucho tiempo antes de volver a ver con vida a su amigo.

III

El embajador Tahawi observaba por el circuito cerrado de televisión la horda de manifestantes que, ante la pasividad policial, saltaba impunemente la verja de la embajada suryana en Bruselas, arrojando piedras contra las ventanas y destrozando las plantas del jardín. Los cristales eran blindados y las piedras rebotaban con fuerza, con tan poca fortuna para los que las tiraban que algunas impactaron contra sus cuerpos, lo que los enfureció aún más. Mientras algunos realizaban pintadas en las paredes —gesto igualmente inútil, pues estaban tratadas con una sustancia que impedía la fijación de la pintura—, los más violentos tiraban líquido inflamable en la puerta de entrada y le prendían fuego. El sistema antiincendios lo sofocó rápidamente, rociando a sus autores con una espuma algodonosa que los convirtió en unas cómicas bolas blancas con patas.

—Embajador, nuestras fuerzas de seguridad esperan sus órdenes —le dijo Linyou.

—Que sigan esperando. Esos pobres desgraciados no pueden hacernos daño.

—Pero es una violación de nuestra soberanía. No podemos consentir que… —Linyou se calló ante la mirada de censura que le devolvió su jefe—. Disculpe. No era mi intención sugerirle cómo hacer su trabajo.

—Si hubieran venido armados con lanzacohetes, tendríamos motivos para preocuparnos. Pero no es así. Sospecho que el ministerio de Defensa los ha enviado buscando una reacción agresiva de nuestra parte. Así tendría munición para su máquina de propaganda.

—Con todos mis respetos, ellos nos han atacado primero. Tenemos derecho a defendernos.

—¿Llamas a eso un ataque? —Tahawi señaló, divertido, a una mujer envuelta en una bola de espuma, que rodaba por el suelo como un tonel.

—Me refería más bien a lo ocurrido ayer en Sigma Draconis. Embajador, les dimos un ultimátum y no hemos cumplido nuestra palabra. ¿Cómo pueden tomarnos en serio a partir de ahora? Fíjese en ese grupo de salvajes: jamás se habrían atrevido a asaltar nuestra embajada si realmente nos temiesen.

—Puedes estar seguro de que lo de Sigma Draconis tendrá una respuesta adecuada.

—¿Cuál? ¿Y cuándo será?

Tahawi no sabía qué contestar a eso, y no estaba dispuesto a reconocer ante Linyou que en Surya le mantenían al margen de los planes de guerra.

Quince años fuera de casa eran demasiados, y Tahawi no había nacido siendo embajador. Recordó sus tiempos en la política activa; había sido un personaje influyente en los círculos de poder suryanos, crítico con el sistema, pero respetando los procedimientos establecidos. Sin embargo, reconocieron su valía y le nombraron embajador en la Tierra. Amigos suyos, como Bakhtiar, creían que era inútil cambiar al régimen desde dentro, y que la única forma de derribar a Varuna y sus secuaces era mediante la revolución. Bakhtiar se hizo demasiado popular y tuvo que huir antes de que el régimen le enviase a la cárcel. Utopía recompensó su valentía nombrándole embajador ante el gobierno de Tierra Unida. Aunque Surya no reconocía oficialmente al gobierno utópico, Tahawi seguía viendo a Bakhtiar a título personal; rememoraban los buenos tiempos y hacían planes para el futuro. Desde Bruselas, Tahawi se esforzaría en acumular méritos para que en casa volvieran a fijarse en él y le catapultasen al selecto círculo que asesoraba a Varuna.

Claro, eso es lo que él había pensado entonces. Tres lustros después, estaba convencido de que el ascenso nunca llegaría. Le habían hecho creer que aquel destino era una recompensa, pero se trataba de un destierro. En Surya, Tahawi había investigado sobre asuntos de los que las autoridades no deseaban hablar: personas incómodas al régimen, que llevaban años desaparecidas, fueron halladas misteriosamente en lejanas colonias de la Tierra, trabajando como esclavos. Tahawi investigó las relaciones entre las mafias que operaban en territorio suryano y las empresas terrestres que se servían de errantes para explotarlos, y llegó a estar muy cerca de las respuestas, pero le ofrecieron el cargo de embajador y dejó de hacer preguntas.

Ésa era la historia que explicaba que ya no contasen con él para las decisiones importantes. Y no podía responder a Linyou porque desconocía por completo cuándo y cómo contraatacaría su gobierno.

Tahawi estaba solo.

Había enviado a Surya una copia de su cerebro, por si moría en la Tierra, pero no creía que en casa se tomasen la molestia de resucitarlo. Naturalmente, existían clínicas en la Tierra que podían restaurar su matriz neural en un nuevo cuerpo, pero los suryanos no pasaban por el mejor momento de su popularidad, y sería difícil que alguien le prestase ayuda.

—Ya me he cansado de esos memos —dijo, activando los emisores ultrasónicos del patio—. Fuera de aquí, inútiles.

Instantes después, el grupo de exaltados comenzó a sentirse mal: algunos vomitaron, otros, mareados, no conseguían mantener el equilibrio, y unos cuantos, caminando como borrachos, retrocedían a la valla para escalarla. Ninguno lo consiguió. Tahawi les abrió la verja de entrada, ofreciéndoles una vía de escape. La mayoría se marchó por su propio pie, excepto cuatro individuos que seguían ensuciando el césped con sus vómitos.

—Que el personal de seguridad los saque a la calle —levantó un dedo—. Con delicadeza.

Linyou asintió y desapareció de su vista, pero no tardó mucho en volver a asomar la cabeza por la puerta.

—¿Y ahora, qué pasa?

—Un periodista de Madre Tierra solicita una entrevista con usted por videollamada. Tenía cita.

Tahawi activó la pantalla del ordenador y sonrió. El periodista no se fue por las ramas.

—Embajador, se rumorea que su gobierno ha escondido bombas atómicas en varias ciudades terrestres. ¿Es cierto que planean utilizar armas de destrucción masiva contra civiles?

Muy bien, directo al hígado. Ni saludos de cortesía, ni nada. ¿Dónde habría estudiado periodismo aquel animal?

—Esa información es falsa, y quien haya propagado el rumor persigue crear un clima de hostilidad contra nosotros. Somos un pueblo pacífico y solucionamos nuestros conflictos sin recurrir a la guerra. Lamento no poder decir lo mismo de los terrestres.

—¿Quiere decir que no se defenderán? ¿Tiene su gobierno algo que comentar acerca de la destrucción de una de sus bases en el sistema Sigma Draconis?

—Estamos evaluando todas las opciones.

—¿Y una de esas opciones incluye la masacre de civiles inocentes como represalia?

Linyou iba a tener que darle muchas explicaciones por no haber sabido filtrar a aquel indeseable.

—No es nuestra intención causar daño al pueblo de la Tierra, pero es su gobierno quien desea la guerra. Y ahora, si me lo permite, tengo otros asuntos que atender.

Se levantó del sillón y se asomó a la ventana. La verja había vuelto a cerrarse y el patio interior estaba limpio de revoltosos. Dos coches de la policía acababan de aparcar al otro lado de la valla, y por medio de un altavoz les comunicaban si necesitaban ayuda.

Canallas. Habían esperado a que los manifestantes se dispersasen para acudir. Alguien del servicio de seguridad habló con ellos; los policías tomaron notas y fotografías, aunque se les negó la entrada. Después de unos minutos husmeando por los alrededores, optaron por marcharse.

La prensa quería tirarle de la lengua para que cometiese una indiscreción que diese pistas acerca del contraataque. Desconocían que él disponía prácticamente de la misma información que la Tierra en ese aspecto.

Y conociendo el funcionamiento de las mentes rectoras de Surya, los terrestres tenían motivos de sobra para estar preocupados.

IV

Schiavo se llevó una desagradable sorpresa al regresar a base Liberación, que sepultó todas sus esperanzas acerca de la Tercera Vía y de lo que significaba la organización.

Los suryanos habían llegado al asteroide. Y no se trataba de una fuerza de ocupación.

El comité los había invitado, como parte de una estrategia de defensa mutua, que implicaría el apoyo a su gobierno a cambio de protección.

La noticia había causado un profundo malestar en numerosos activistas, quienes no olvidaban la persecución de que fueron objeto en el pasado por el régimen suryano. No todos por motivos políticos, es cierto: muchos eran delincuentes a quienes la presión policial les obligó a emigrar. Y ahora, Surya había conseguido llegar al centro neurálgico de la organización, pactando con sus dirigentes.

El sentimiento general era que el comité les había traicionado y nada bueno podía salir de aquel trato. En la reunión que Schiavo mantuvo con Elsa, quedó claro que ella era una de las opositoras a aquella alianza contra natura, y había intentado por todo los medios que se rechazara. Pero la decisión ya había sido tomada. El comité era un órgano deliberante: la última palabra la tenía Brax, y éste decidió que en la guerra que se avecinaba no podían mantener la neutralidad. Más adelante, cuando todo hubiera pasado, volverían a funcionar como siempre, pero corrían tiempos difíciles y tenían que aceptar aquel acuerdo para garantizar la supervivencia de la organización.

—Las relaciones entre Brax y Surya eran un secreto a voces —decía Elsa, sirviéndole una taza de café—. Laina, que pertenece al comité, ya me lo había dicho. Esto sólo confirma lo que ya sabíamos.

—¿Qué piensan hacer con nosotros? —preguntó Schiavo—. ¿Nos alistarán en su ejército? He visto una de sus fragatas atracada en nuestros muelles.

—En principio conservaremos autonomía funcional, pero las operaciones estarán coordinadas a partir de ahora con el mando suryano.

—No te equivoques, Elsa: Surya nos dirigirá como marionetas. Ya no tendrás control sobre tus comandos ni podrás elegir objetivos a atacar.

—Esta situación me gusta aún menos que a ti. Y no te he contado lo peor.

—¿Hay más?

Elsa asintió, y añadió a su café un chorro de aguardiente.

—Cincuenta y dos grados —dijo—. Lo traje de mi último viaje a Rigel.

Schiavo vació de un trago su café y alzó su taza vacía.

—Vas a necesitarlo —Elsa se la llenó de licor y dejó la botella encima de una mesa, al alcance de su mano.

—Te escucho.

—Surya quiere someternos a un escáner mental para asegurarse de que nadie saboteará el pacto firmado con Brax, y ha enviado a un intermediario, uno de sus mejores comisarios políticos. Las comuniones ya han empezado —la mujer tomó un trago antes de continuar—: Tu nombre está de los primeros de la lista para pasar el examen.

—Néstor —murmuró Schiavo—. Seguro que él ha elaborado esa lista.

—Me temo que no puedes negarte a la comunión, esa gente conoce todos los trucos. Entrarán en los sectores protegidos de tu mente y después te reajustarán para que dejes de ser una amenaza.

—Si no puedo mantener mi privacidad, me iré. Dejaré la Tercera Vía.

—Lamentaré perderte, Schiavo. Eres muy bueno —le miró a los ojos—. ¿Adónde irás?

—A Surya no, desde luego. Deberías irte tú también, ahora que puedes. Cuando pases la comunión, el intermediario te cambiará y dejarás de ser la misma. Brax nos ha utilizado para servir a sus intereses, del mismo modo que Varuna hace con los suryanos. No hemos llegado hasta aquí para ponernos de rodillas.

—Schiavo… —Elsa no sabía cómo continuar—, ¿hay algo que debas decirme antes de irte?

—La persona que anda detrás de la plaga que ataca a los suryanos es un tricéfalo llamado Godewyck. Averiguamos que…

—Leí tu informe. Y también el de Kapic. Parece que tuviste un comportamiento extraño durante el interrogatorio a Charon.

—No quiero hablar sobre eso.

—Ya sabes lo que Néstor comenta sobre ti.

—Ven conmigo y sabrás quién de los dos dice la verdad.

Llamaron a la puerta. Dos soldados suryanos le aguardaban para conducirlo a la sala de comuniones. Schiavo no opuso resistencia.

El intermediario le esperaba sonriente, reclinado en una butaca, con el aparato de escáner neural ajustado a las sienes. Amablemente, le invitó a que ocupase el sillón que había frente a él y Schiavo se colocó su propio dispositivo. Con un gesto, el enviado de Surya despidió a los soldados.

—La fusión del individuo con el todo, del uno con el infinito, del ser con el universo —el intermediario recitaba mecánicamente su mantra—. La trascendencia del yo y su unión con el absoluto, ése es el sentido de la vida.

Un placentero hormigueo recorrió el cuerpo de Schiavo. Era la respuesta de su hipotálamo a los circuitos de excitación electroquímica. Las comuniones eran más agradables que el sexo, y se condicionaba genéticamente a los suryanos para que se sometieran a ella regularmente. Sin las endorfinas que se producían durante aquellos actos, los errantes caían en síndrome de abstinencia y depresión.

Schiavo experimentó la fusión de su yo con un incorpóreo colectivo de mentes, que le envolvía en un cálido abrazo. Recuerdos de su infancia, el aroma de la hierba mojada, el sonido de la lluvia sobre el tejado, el sabor de la vainilla en su paladar, las caricias de su madre sobre su piel al mecerle sobre su regazo. Así comenzaban las exploraciones de primer nivel, retornando al pasado, reviviendo sus buenos recuerdos mientras el intermediario buscaba en segundo plano cuanta información le pudiera ser útil. Conforme fue ascendiendo por las capas de su memoria hasta los recuerdos más recientes, la conciencia de una individualidad propia se fue diluyendo en la colectividad mental, con el fin de que Schiavo tuviera menor control sobre sus pensamientos.

El intermediario llegó al sector protegido de su cerebro. Intentó violarlo. Fracasó.

La oleada de placer se intensificó. Schiavo amaba a Surya, a todos y cada uno de los seres que la componían, estrellas de la Vía Láctea girando alrededor del resplandeciente centro: Varuna, el mayor conglomerado de mentes que había existido, cuyo poder aumentaba cada día. Schiavo notaba su fuerza, su irresistible atracción. Él era insignificante, su vida carecía de sentido si no la ponía en conexión con el todo, con el universo, y Varuna conocía esa verdad, por eso había edificado aquella sociedad, quería lo mejor para ellos; en su infinita sabiduría sabía que el individuo era débil, perecedero, mortal a pesar de los avances de la tecnología. Sólo una inteligencia que trascendiera la suma de sus partes podía ser eterna y dominar el universo, moldearlo a su antojo, dar sentido al esfuerzo de millones de seres cuyas vidas se consumían en un parpadeo de luz. Esas vidas tenían un propósito porque Varuna existía para dárselo. Varuna era el fin de todas las cosas, el vértice en el que convergía la civilización.

Amaba a Varuna con cada fibra de su ser.

El intermediario concentró toda la potencia de proceso en la barrera que protegía los sectores de memoria, sin conseguir su propósito. Tendría que cambiar de táctica.

Schiavo experimentó dolor. El vínculo con Varuna se había roto. ¿Por qué? ¿Qué había hecho para merecer su enfado? Tenía que recuperar la conexión, se sentía solo, angustiado, abandonado; no podía soportarlo.

Captó una presencia en el vacío. Una presencia amiga. No era Varuna, no eran las mentes simbióticas que le habían envuelto a su llegada. Era alguien que conservaba la capacidad de pensamiento autónomo. Un ente individual, qué aberración. ¿Quién podría desear eso, después de sentir el amor que Surya irradiaba?

Empezó a ver a Varuna con otros ojos. Las estrellas de la galaxia gravitaban alrededor del centro porque allí crecía un agujero negro, un cáncer que obtenía su poder del plasma solar. Las estrellas que se acercaban demasiado eran devoradas sin misericordia.

Luchó contra el dolor que el intermediario le infligía para doblegarle, y al hacerlo se percató de que podía acceder a los pensamientos de su oponente. Éste había concentrado su fuerza en abrir el sector protegido de su memoria, dejando un pequeño flanco al descubierto. La puerta estaba apenas entornada, pero la rendija era suficiente para que Schiavo mirara en su interior.

El intermediario era un militar de alto rango del ejército suryano, y formaba parte de una operación secreta que su gobierno llevaba planeando desde hacía meses. Pero, ¿de qué se trataba? Schiavo forzó aquella puerta para penetrar en la psique de aquel individuo, y la rendija se hizo un poco más ancha. Había una imagen en su mente asociada a aquellos pensamientos, la flota suryana cruzando un túnel que desembocaba en un sistema solar que Schiavo conocía muy bien.

Había nacido allí.

La convulsión rompió la conexión neural y Schiavo se liberó del estimulador que oprimía sus sienes. El intermediario seguía todavía en el sillón, con los ojos cerrados. Schiavo no dudó un instante: sacó un pequeño cuchillo que llevaba oculto y le asestó una puñalada en el corazón. A continuación le registró, en busca de algún arma. No llevaba ninguna, pero quizá en su escritorio encontrase algo útil. Aproximó el cadáver a la mesa y abrió la cerradura electrónica situando el pulgar de la víctima en el lector. Debajo de una carpeta descubrió una pistola.

En la salida sólo quedaba un soldado haciendo guardia. Schiavo le disparó en el pecho, corrió hacia el ascensor más próximo y pulsó el botón que le subiría a la superficie, mientras daba instrucciones al ordenador de su nave para que comenzase los preparativos del despegue.

Llegó a la zona de muelles, que en aquellos momentos estaba desierta, y subió a bordo del Géminis, comprobando por el camino con el control de su pulsera que sus instrucciones eran cumplidas.

Algo no iba bien. La escotilla de entrada no se cerraba. Al aproximarse para inspeccionarla, se percató de que había una pieza metálica bloqueando uno de los engranajes hidráulicos.

—No te molestes en quitarla, no vas a ir a ningún lado.

Kapic le tiró al suelo de un puñetazo y le arrebató la pistola.

—Sabía que vendrías —sonrió—. Te conozco muy bien.

—Fuiste tú quien puso sobre aviso al intermediario —dijo Schiavo—. Traidor.

—Qué gracia me hace oír eso. Se supone que el traidor eres tú.

—No he traicionado a nadie. ¿Es que no te das cuenta? Los suryanos están aquí y han tomado el control de la base. Brax nos ha vendido.

—Es una alianza provisional, hasta que acabe la guerra.

—¿Crees que Surya nos dejará marchar cuando se lo pidamos? Ahora que nos tiene bajo su control, no nos soltará. De hecho, nos reinsertará en su sociedad. Nuestras mentes serán alteradas para que dejemos de ser una amenaza.

—Brax es nuestro líder. No eres quién para discutir sus órdenes.

—Hace tiempo que Brax se vendió a los suryanos. Las ideas están por encima de los liderazgos, y si tú no hubieses olvidado por qué ingresaste en la Tercera Vía, reconocerías que…

Kapic le dio un puntapié en el vientre.

—Rashid y Néstor tenían razón. Eres un espía. ¿Para quién trabajas?

—Vete a la mierda.

—No es necesario que me lo digas; además, no iba a creerte. Ya sacaremos de tu mente esa información, aunque sea con tenazas.

De improviso, Kapic recibió un golpe en la nuca y cayó desplomado al suelo.

—Ayúdame —Elsa asomó por la escotilla y levantó a Kapic por debajo de las axilas.

Entre los dos lo sacaron de la nave y Schiavo quitó la pieza que bloqueaba el mecanismo de cierre.

—Tenías razón —dijo la mujer—. No permitiré que los suryanos me conviertan en una oveja a la que puedan pastorear.

Schiavo sonrió y ambos entraron en la cabina de mandos.

—Así que tú eras la presencia invisible que me ayudó en la comunión —dijo, activando los motores de despegue vertical.

—Fue fácil. El suryano se conectó a nuestra propia red informática. Eso me permitió utilizar los recursos del sistema contra él.

La nave abandonó la plataforma de amarre y se alejó del asteroide. Schiavo lo contempló por última vez a través de la pantalla de navegación. Esperaba no volver a ese lugar en lo que le restaba de su vida actual, y en sus posibles reencarnaciones.

—Lamento no haberte contado toda la verdad acerca de mí —dijo él.

—Nadie dice toda la verdad en la Tercera Vía —contestó Elsa—, pero seguiré luchando para que sigamos conservando el derecho a mentir. Si algún día nos lo quitan, habremos perdido nuestra libertad —la mujer observó cómo Schiavo introducía unas coordenadas en el ordenador de navegación—. ¿Adónde vamos?

—Mientras estuve unido a la mente del intermediario, descubrí que Surya planea invadir Utopía de forma inminente. Ha infiltrado a dos agentes en la estación espacial que controla la apertura del portal de entrada.

—Vaya, jamás sospeché que eras un topo de los utópicos.

—Pude haber informado a mi gobierno hace tiempo de la localización de vuestra base, y no lo hice. Elsa, mi objetivo no erais vosotros, sino los negocios ocultos de Brax.

—¿Y has cumplido tu misión?

—No. Habría necesitado más tiempo para conseguir pruebas de su implicación en las mafias esclavistas y de secuestro de suryanos, pero los acontecimientos se han precipitado y ahora, mi prioridad es otra. Me gustaría poder decirte que no estás obligada a seguirme, pero lo que vi en la mente del intermediario apunta a que la invasión es cuestión de horas, días a lo sumo. No puedo entretenerme en…

—Lo he entendido. Supongo que Utopía es el destino menos malo de los que puedo elegir.

—Sí, siempre que lleguemos a tiempo —Schiavo añadió, sombrío—: En otro caso, me temo que voy a llevarte a una ratonera de la que no podremos escapar.