El Nereida se había situado en órbita del planeta krenyin, pero Joris aconsejó al capitán que sería muy peligroso que la nave se posase en aquel mundo. Rift no necesitaba ser convencido de eso, y aceptó gustoso el ofrecimiento de Joris de bajar a la superficie en una pequeña lanzadera, acompañado de Damián y un par de robots de exploración.
El planeta había perdido parte de su atmósfera original, y sin el calor de una estrella que templase su clima, su biosfera también había desaparecido. Una oscuridad perpetua lo cubría, apenas paliada por los rescoldos de su antiguo sol, que brillaba como un pálido eclipse en el cielo, entre las nubes de gas de la nebulosa Limbo.
No era probable que allí abajo quedase algo vivo más complejo que un microbio, pero por si acaso, debían extremar las precauciones y someterse a descontaminación cuando volvieran.
Joris guiaba personalmente la lanzadera, como si supiese exactamente dónde hallar lo que había venido a buscar, y dirigía el vehículo a una zona cartografiada desde la órbita, enclavada en un valle rodeado por montañas de varios kilómetros de altura. No había dudado en elegir el lugar de aterrizaje, ni tampoco se molestó en comunicar al delegado de Markab por qué iban precisamente a esa zona, así que Damián le preguntó el motivo de aquella elección.
—Se trata de un enclave natural protegido por la orografía del terreno —explicó Joris—. Las lecturas obtenidas desde la órbita revelan que aún siguen en pie algunas estructuras artificiales.
Damián quedó parcialmente satisfecho, aunque sospechaba que Joris le escamoteaba información.
—¿Algún problema? —inquirió el tricéfalo.
—He notado que Niit y tú os habéis hecho muy amigos.
Joris sonrió.
—¿Eso te preocupa?
—He intentado llevármela a la cama desde que llegó a Sedna, y solo he obtenido evasivas. Empecé a pensar que no le gustaban los hombres, hasta que llegaste tú y… bueno.
—Sin ánimo de ofender, Damián, deberías preocuparte un poco por tu aspecto físico si quieres conquistar a las mujeres.
—Yo no puedo cambiar de cuerpo.
—Pero podrías esforzarte en cuidarlo mejor —Joris suspiró, y consultó el altímetro de la consola de mandos—. Niit no está enamorada de mí. Sólo busca sexo.
—¿Estás seguro?
—Creo que sigue enamorada de su antiguo novio, un tal Ángel.
—¿Ese canalla? Pero si no se ven desde hace un año. Y además, la policía le anda buscando.
—Quizá siga manteniendo contacto con él.
—Imposible. La radio de lazo cuántico de la base está bajo mi supervisión, y no permito que se use para asuntos particulares.
—Tal vez hayan encontrado otra forma de verse y tú no te has enterado.
—Tendré que investigarlo.
—¿Y a ti qué más te da? Es la vida privada de Niit, por favor. No tienes derecho a inmiscuirte.
—Si se está viendo con un prófugo de la justicia, ya no es un asunto privado.
—Ella no te quiere. Metiéndote en sus asuntos conseguirás que se enfade más contigo.
—¡Si nos llevamos muy bien!
—Le hablas como si fuese tu sirvienta.
—La jerarquía me obliga a…
—Tratas a la gente bajo tu mando como si les pagases el dinero de tu bolsillo, y no les estás haciendo ningún favor. La compañía es su patrón, y tú un empleado más, al que desterraron a Sedna porque metió la pata. Esta vez ya no has podido mandar al Limbo a más conejillos de indias: tú eres ahora la cobaya.
—Joris, no tienes derecho a hablarme así.
—Es la verdad.
—Está bien, yo soy ahora la cobaya —Damián sonrió torcidamente—, que está al lado de otra.
—Te equivocas. Yo me ofrecí voluntario para esta misión.
—¿Realmente pretendes que me lo crea? Nadie se ofrece voluntario para entrar al Limbo. Este lugar es un cementerio.
—No tengo madera de mártir. Si accedí a venir, es porque sé que saldré vivo de aquí —los sensores de aproximación destellaron en la pantalla de mandos, mostrando su punto de destino en el infrarrojo—. Estamos llegando.
La lanzadera se situó sobre la vertical del valle y realizó un vuelo de reconocimiento, para identificar las estructuras que pudiesen quedar intactas.
El valle había albergado en el pasado una gran ciudad, de la que aún seguían en pie algunas torres y puentes, pero en general, las construcciones estaban muy deterioradas. Si ésa era la única urbe que había quedado reconocible, Damián no quiso imaginar qué aspecto presentarían las situadas fuera del valle. El desastre que acabó con los krenyin había arrasado la superficie, convirtiendo un planeta exuberante en una roca quemada por la radiación.
Joris maniobró los mandos de la lanzadera para descender más, y las luces exteriores iluminaron el punto de aterrizaje. Suavemente, los retrocohetes posaron el vehículo en el suelo, levantando una densa polvareda.
Fuera, la temperatura era de ochenta grados bajo cero, y la concentración de oxígeno apenas llegaba al dos por ciento. Mientras entraban en la esclusa de salida y comprobaban sus trajes de presión, Damián notó que el corazón se le desbocaba. Ningún terrestre que hubiera pisado aquel planeta vivía para contarlo. Observó al tricéfalo, que no mostraba signos de nerviosismo, y sintió envidia de su autocontrol. Pero Joris era un errante, y si moría en aquel lugar, otra copia de su mente se encarnaría en un nuevo cuerpo. Tal vez por eso estaba tranquilo. Así es fácil ofrecerse voluntario para misiones suicidas.
La escotilla exterior se abrió. Dos robots de avanzadilla, uno en forma de araña, y otro, un miniplaneador de reconocimiento, inspeccionaron los alrededores. Damián puso un pie sobre el polvoriento suelo, luego otro y, cautelosamente, avanzó unos pasos. La bóveda celeste estaba bañada por una luz tenue, proveniente de la energía que emanaba de la nebulosa; sin embargo, no era suficiente para caminar con seguridad y tuvo que sintonizar en su casco la visión nocturna.
Joris señaló la boca de lo que a lo lejos parecía una gruta, parcialmente cubierta de escombros.
—¿Qué esperas encontrar ahí? —quiso saber Damián.
El tricéfalo no contestó.
—Esa entrada no me parece segura. Vayamos a esa torre de la izquierda. Está en mejor estado.
Joris no le hizo caso y continuó caminando hacia el lugar que había elegido previamente, flanqueado por los robots.
Damián, molesto por aquella pose de superioridad y desdén, se desvió unos pasos hacia la construcción que su compañero pretendía ignorar. Había creído ver un destello en su interior.
Los sensores de su casco captaron un crujido cercano. Damián se detuvo, sacó su arma y se dio lentamente la vuelta. El crujido se repitió.
Demasiado tarde descubrió que la causa del ruido se hallaba bajo sus pies.
Cayó desde una altura de cinco metros al interior de una cámara oscura. Había aterrizado en un montículo de arena o ceniza, no podía saberlo con exactitud, porque el golpe le había estropeado la visión nocturna. Pidió socorro a través de la radio y encendió las luces de su casco para poder observar su entorno. Instintivamente, se echó mano a la cintura para palpar su arma, pero la pistola rodó por el suelo. La luz del casco era insuficiente para localizarla, y encima uno de los focos se había roto a causa del golpe.
Se puso en pie y suspiró aliviado: por lo menos sus huesos eran más resistentes que aquel traje de saldo.
Empezó a tantear con la bota el suelo que pisaba, buscando su preciada pistola. No hubo suerte, y caminó unos pasos mientras empezaba a desesperarse por la tardanza de Joris en acudir. ¿Se habría estropeado también la radio, o simulaba no oírle para librarse de él? A Damián no le habían gustado nada sus comentarios aleccionadores sobre cómo debía tratar al personal. ¿Quién se había creído que era?
Divisó un contorno metálico en una esquina, con la forma de la culata de su pistola, y se acercó a inspeccionar.
Al agacharse, la luz de su casco iluminó una forma bulbosa, incrustada en un muro de cascotes y tierra mojada. No sabía si era orgánica o mecánica, pero por curiosidad la tocó con un dedo. Parecía una especie de piel, y cedió un poco al contacto. ¿Formaría parte del cuerpo de un krenyin, que quedó aprisionado tras el derrumbe de aquella cavidad? En realidad, nadie sabía qué forma tenían, pero si aquella masa de carne fuese totalmente orgánica, se habría descompuesto hace tiempo, así que debía estar formada por un compuesto biointegrado.
Quizá ése era el destino al que estaba abocada la humanidad, pensó: simbiosis entre seres y máquinas. Sacudió la cabeza y deseó que si algún día llegaba ese futuro, él ya no viviese para verlo.
Percibió un ruido a la espalda. Recuperó su pistola y se volvió bruscamente, pero se trataba del robot araña, que le tendía un cable para izarlo.
Joris no se demoró en reprenderlo en cuanto su cabeza asomó por el agujero, echándole en cara su incompetencia y estupidez. Damián tuvo que tragarse la rabia y callar, pero en venganza no le contó nada de lo que había visto allí abajo. Si quería un trozo de krenyin de recuerdo, que lo encontrase él.
Llegaron a la entrada de la cueva señalada por el tricéfalo, si es que había alguna palabra que describiera aquella gruta, pero tampoco se entretuvieron en contemplar sus detalles. Joris tenía prisa por entrar y Damián, gustosamente, le cedió el paso. Si pisaba otro hoyo en el suelo, disfrutaría viéndole caer.
No fue así, porque la araña iba delante y Joris no se apartaba un centímetro de la senda del robot. Damián, obviamente, desistió de realizar más excursiones por su cuenta y se pegó a la espalda del errante, pero siguió preguntándose por qué Joris había elegido aquel lugar.
El túnel que recorrían se ensanchó hasta desembocar en una espaciosa cámara, en la que Damián, con la pobre luz de su casco, adivinó algunas formas irregulares entre la oscuridad. Joris se había parado mientras el robot araña desaparecía por un hueco del fondo
—¿Y ahora, por qué nos detenemos? —inquirió Damián.
—El robot está amplificando la señal de llamada. Ya deberían haber acudido.
—¿Acudir? ¿Quiénes? ¿De qué demonios estás hablando?
—Silencio.
—No voy a callarme. ¿Por qué hemos entrado precisamente aquí? ¿Y a quién estás llamando? Se supone que no queda nadie vivo en este planeta, y…
Ambos escucharon los ruidos, procedentes del interior de las paredes de la cámara. Damián tragó saliva y alzó su arma, sin saber adónde apuntar.
—Baja la pistola y no hagas ninguna tontería más —le advirtió Joris—. Ya me has causado bastantes problemas hoy.
Pequeñas sombras correteaban por el suelo y se acercaban al tricéfalo, situándose alrededor de sus pies. Damián no podía ver bien qué era aquello. Dos de esas sombras ascendieron por la pierna del traje de Joris hasta llegar a la palma de la mano. Eran pequeños robots diseñados para internarse en los recovecos más inaccesibles.
—¿Ratas exploradoras? —inquirió Damián—. ¿Cómo han llegado aquí?
—Yo las dejé aquí. Hace décadas.
—¿Habías estado aquí antes, y no me lo dijiste?
—Varuna puso precio a mi cabeza. Nadie debía saber que yo iba a regresar a este mundo.
Damián hizo memoria. Varuna era la inteligencia artificial que regía sin oposición los destinos del imperio suryano, hasta que Indra, su mano derecha, se rebeló y fundó Utopía.
Tras regresar de la primera expedición al Limbo.
—¿Tú eres Indra? —exclamó Damián, asombrado.
—Una parte de él, un avatar, como prefieras llamarlo, que forma una de mis tres conciencias. El Indra completo se encuentra en Utopía, pero si Varuna me encontrase, podría llegar hasta él y destruirlo.
—Ahora entiendo por qué te enviaron para esta misión. Podrías habérmelo contado antes, joder.
—Temí que cometieras alguna indiscreción.
—Querías fastidiarme. Al final, sabías que tendrías que contármelo.
Joris sonrió y acarició con el guante sus pequeños roedores electrónicos.
—Intentamos volver a la zona para recuperar los robots que dejé en mi primera visita —explicó—, pero ha sido imposible. Las naves que enviábamos se perdían en la nebulosa o eran interceptadas por patrullas suryanas. Espero que esta vez tengamos mejor suerte.
—Y yo espero que tus ratas hayan encontrado la información que necesitamos. Porque de no ser así, nuestros gobiernos van a estar en serios apuros.
El embajador Tahawi había sido requerido nuevamente por el ministro de Defensa para que se presentase en su despacho, pero ya estaba harto de la altanería de los políticos terrestres, y sustituyó la entrevista personal por una llamada telefónica. Además, no quería arriesgarse a salir de la embajada, único lugar en toda la Tierra donde se sentía seguro.
De momento. Los acontecimientos no podían evolucionar peor, y ya habían sacado de la legación diplomática los documentos más comprometedores, facturándolos en valija diplomática a Surya. Pese a que la vía negociadora llegaba a un callejón sin salida, su gobierno no le había autorizado aún a abandonar Bruselas; querían mantener un canal de comunicación abierto, por si la situación daba un vuelco de última hora. Tahawi tenía también que coordinar a los agentes que Surya había infiltrado en puestos clave de la administración y sectores estratégicos, una quinta columna que pasaría a la acción en la primera fase de la guerra, saboteando la red de satélites, la distribución de energía y el suministro de agua a las grandes ciudades.
Su secretario le pasó la llamada. El ministro Berger apareció en la pantalla, con gesto huraño.
—Esperaba que viniera en persona a mi despacho —dijo.
—Lo sé —respondió Tahawi—. Pero no me es posible ausentarme de la embajada en estos momentos.
—Enviamos un emisario a Surya para ayudarles y no le han dado oportunidad de hablar.
—El ultimátum de mi gobierno vencía hoy y aún no hemos iniciado las hostilidades, señor ministro, así que no se queje.
—Sí lo han hecho.
—¿Cómo dice?
—El ataque a nuestra base militar en Canopus III, perpetrado por su brazo armado, la Tercera Vía.
—Ya le expliqué en nuestra última entrevista que no tenemos nada que ver con esa organización criminal.
—Intentaron volar la estación orbital con una bomba nuclear. Eso supone una violación flagrante del derecho internacional.
—¿Qué tengo que hacer para que me crea, ministro? Ese comando actuaba por su cuenta, y por supuesto, nuestro gobierno ignoraba…
—Tienen veinticuatro horas para entregarnos a los responsables del atentado. Saben dónde esconden su base de operaciones, así que vayan allí y deténganles.
Tahawi esbozó una agria sonrisa. Berger le estaba devolviendo el ultimátum para demostrarle que la Tierra era fuerte y llegaría hasta el final. Pura fachada, claro. Su ejército estaba anticuado y no poseían los recursos para ganar una guerra en el espacio.
—Le transmitiré sus exigencias a mi gobierno —dijo Tahawi—, pero ya le adelanto que no podremos hacer nada.
—En ese caso, declararemos la guerra a Surya. Buenos días, embajador.
Había hecho bien negándose a acudir al ministerio, pensó. Al menos le había quitado a Berger la satisfacción de humillarle en su propio territorio.
Utilizó la radio de enlace cuántico para contactar con Surya y enviarles el mensaje del ministro. El papel de la diplomacia había concluido, y era cuestión de tiempo que la multitud prendiera fuego a la embajada, sin que la policía hiciera nada por impedirlo. Tahawi imaginó su cuerpo ardiendo como una tea, y se estremeció.
Linyou, su asistente personal, entró en el despacho para informarle que acababa de salir la última valija rumbo a casa.
—Mañana comenzará la guerra —dijo Tahawi, en tono de fastidio.
—Creí que habíamos ampliado el plazo para que el emisario de la Tierra hablase con nuestro gobierno.
—Ese emisario era una táctica para ganar tiempo, Linyou. De buena gana embarcaría hoy mismo a Surya, pero no puedo. Y, huelga decirlo, tú tampoco.
Se hizo un espeso silencio entre ambos. Linyou nunca había pasado por el trance de la muerte, y como todos los suryanos que se enfrentaban a ella por primera vez, la experiencia era traumática.
—¿Va a sacrificarnos nuestro gobierno? —dijo Linyou, con un hilo de voz— ¿Nos dejará aquí atrapados?
—Recuerda que esta vida sólo es un instante en el samsara. La carne es contingente, pero el espíritu permanecerá siempre.
—Esas creencias no me consuelan embajador. Mi conciencia será resucitada en otro cuerpo, pero no será exactamente la misma.
—Claro que no, Linyou. ¿Acaso eres la misma persona que hace diez años? La mayoría de tus células se han renovado, tus pensamientos y gustos han cambiado; nuestro yo experimenta transformaciones diarias, de las que apenas nos damos cuenta, y esas mutaciones continúan produciéndose en las sucesivas reencarnaciones.
—Conozco la teoría, pero…
—Tienes miedo.
—Estamos muy lejos de Surya. Si morimos aquí, en este planeta de bárbaros, destruirán nuestros implantes cerebrales.
—No te preocupes: en la última valija envié a casa copias de seguridad de las mentes de todos los empleados de la embajada.
—Imagine que me resucitaran pensando que he muerto, y luego descubren que sigo vivo. Habría dos Linyou que creerían ser el auténtico.
—Eso nunca ha sucedido.
—Podrían repartirse los bienes, pero ¿qué hay de la mujer? ¿Y los hijos?
—Uno de los dos Linyou tendría que sacrificarse.
—¿Se refiere a ser ejecutado, embajador?
—Legalmente, no pueden existir dos personalidades idénticas.
—¿Y cómo se decide eso? ¿Se echa a suertes?
—No es seguro que vayamos a morir aquí. Deja de obsesionarte con esa idea.
—Para usted es fácil decirlo. ¿Por cuántas reencarnaciones ha pasado? ¿Tres, cuatro?
—Cinco.
—Morir y resucitar ya es una rutina para usted.
—Te aseguro que no. La muerte siempre es desagradable; por eso postergamos su llegada todo lo que podemos, recurriendo a nanomedicina, trasplantes o cualquier otro remedio que amplíe la vida útil de nuestro cuerpo.
Aquellas palabras no sirvieron para calmar a su ayudante, que aún se puso más nervioso. Tahawi zanjó la discusión pidiéndole un informe sobre los agentes de la quinta columna, que deberían estar preparados para funcionar de modo autónomo si, por cualquier motivo, la embajada se veía incapacitada para transmitir órdenes.
Sacudió la cabeza mientras vio partir a su ayudante. Esperaba más entereza de Linyou para afrontar situaciones difíciles. Hace un par de días, clamaba para que el ejército suryano diese a los terrestres una lección que jamás olvidasen; ahora, cuando la guerra llamaba a su puerta, su bravuconería se deshacía en un charco de pánico.
Aquellos políticos que, desde sus despachos, movían las fichas de la guerra, deberían pasar por una experiencia similar, que les hiciese sufrir en sus carnes el horror que generan sus decisiones. Tal vez entonces la humanidad dejaría de consumirse en luchas fraticidas y los gobernantes se concentrarían en solucionar los problemas de la gente, en vez de generarlos.
Pero él, en definitiva, no era más que otro político, el portavoz de su gobierno en la Tierra, y le gustase o no, tenía que defenderlo con uñas y dientes.
Solo que, a diferencia de otras ocasiones, esta vez sentía una profunda repugnancia al hacerlo.
En la sala de reuniones del Oberón se dio cita una decena de capitanes, convocados por el general Ichilov. Por exigencias de la contienda, y aún a riesgo de ser criticado, Maksim Ichilov había ascendido al rango de capitán a su hijo Valeri, confiriéndole el mando del crucero Concordia, que de modo provisional ejerció durante los trágicos acontecimientos de Canopus. Aquella reunión era en cierto modo la presentación ante sus pares.
Valeri hubiera preferido pasar desapercibido y no destacar tan pronto entre sus compañeros, especialmente cuando era su padre quien le otorgaba aquel honor. No quería deberle favores a Maksim, ni que murmurasen a sus espaldas que era su protegido; aunque esos comentarios ya circulaban antes de ser ascendido. En fin, muchos oficiales habían perecido en Canopus, dejando huecos en el escalafón que había que cubrir rápidamente, y Valeri se sentía cualificado como el que más para asumir el mando de una nave de combate.
El análisis de la mente del terrorista capturado en la estación orbital había ayudado a los aliados a diseñar un nuevo plan de ataque. Los suryanos disponían de una base relativamente desprotegida en Sigma Draconis, que daba apoyo a la Tercera Vía. Últimamente, la base había recibido la visita de varios convoyes de abastecimiento. Se creía que estaba diseñada para servir de retaguardia cuando la guerra se declarase. Las instalaciones en tierra contaban con muelles de reparación y un hospital con capacidad para tres mil camas.
La fuerza de intervención rápida de Ichilov había sido reconstruida y ampliada con dos destructores y una fragata, enviadas por el gobierno de Utopía. Sin embargo, no se sentía seguro. Recordaba perfectamente la humillación sufrida en Épsilon Indi y sospechaba que el terrorista apresado en Canopus había sido abandonado deliberadamente para que ellos lo encontrasen, y se dirigieran justo donde los suryanos deseaban. En consecuencia, comunicó al alto mando su opinión contraria a atacar aquel objetivo.
Su opinión fue rechazada. Los servicios de inteligencia confirmaban que en Sigma Draconis se escondía un centro de apoyo crucial, relativamente desprotegido para evitar llamar la atención. La decisión de atacar procedía directamente de Bruselas, y se quería asestar al enemigo un golpe contundente, pero con un número de bajas civiles reducido, que le obligase a reconsiderar su estrategia.
Ichilov fue excesivamente crítico ante sus capitanes con el gobierno terrestre, lo que motivó las protestas del coronel Miller, quien le recriminó que no era el momento ni el lugar de discutir las órdenes del almirantazgo. Ichilov recordaba a Miller como un compañero leal y responsable, con el que se llevó muy bien en el pasado. Lamentablemente, Miller era tan corto de miras como la mayoría de los mandos terrestres, y seguía sin perdonarle que Ichilov trabajase ahora para Utopía.
—La Tierra ha dado veinticuatro horas a Surya para que nos entreguen a los responsables del atentado de Canopus —decía Miller—. Si transcurre ese plazo y no hacemos nada, la credibilidad del gobierno quedará en entredicho.
—El gobierno terrestre nunca ha gozado de credibilidad para los suryanos —replicó Ichilov.
—Tal vez sea el momento de que las cosas cambien.
—Ellos nos acusan a su vez de desatar una plaga contra sus colonias. Precipitar la guerra es darles la razón.
—No vamos a precipitar nada. Ellos ya han dicho que nos atacarán. ¿Qué cree usted que deberíamos hacer, Ichilov? ¿Quedarnos sentados a esperar?
—Necesitamos más tiempo.
—General —intervino Engama, capitán del ejército utópico—, corren rumores en la flota de que el enemigo cuenta con una nueva arma que nos coloca en desventaja.
—Las armas de punto de colapso, sí. No son un rumor, Engama. Vi en Épsilon Indi lo que son capaces de hacer.
—No me refería a ésa.
—¿A cuál, entonces?
—Al campo de Higgs.
El resto de capitanes se volvieron hacia Engama.
—¿Campo de Higgs? —intervino Miller—. ¿Qué sabe Utopía sobre ese asunto?
—La información está clasificada —dijo Ichilov.
—De modo que es verdad —murmuró Engama.
—Yo no he dicho eso.
—¿Qué demonios es un campo de Higgs? —insistió Miller.
—Creo que podría contestar a esa pregunta —se ofreció Valeri.
Miller se giró bruscamente hacia el hijo de Ichilov, como si hubiese recibido un picotazo en la nariz.
—¿Ah, sí? —exclamó, incrédulo.
—Cursé un máster de física en la academia —Valeri se arrepintió de inmediato de haber dicho aquello. Sus compañeros pensarían que se pavoneaba de sus conocimientos.
—¿Por qué no nos lo explicas, muchacho? —dijo, con agria sonrisa.
—Las partículas elementales deben su masa a la interacción con el campo de Higgs.
Miller parpadeó, sin entender una palabra.
—Piense en nuestros motores de salto —continuó Valeri—: son una aplicación a escala macroscópica del efecto túnel que existe a nivel subatómico.
—Conozco cómo funcionan nuestras naves, teniente.
—Capitán, si no le importa.
Un par de risas contenidas se escaparon de boca de oficiales terrestres.
—Continúe —dijo el coronel.
—La gravedad artificial también es una aplicación práctica de las leyes de la mecánica cuántica. Teóricamente es posible producirla sin grandes concentraciones de materia, manipulando energía oscura y los bosones que forman el campo de Higgs.
—¿Y de qué modo puede eso convertirse en una arma? —el coronel Miller no estaba muy inspirado aquel día.
—Mediante una inversión de la polaridad se podría obtener un campo repulsor. Un escudo impenetrable, capaz de desviar misiles y reflejar láseres.
Esta vez no hubo ninguna risa ni gesto condescendiente de los congregados. Del rostro de Miller había desaparecido cualquier atisbo de burla y miraba a Valeri de forma distinta.
—Ichilov, ¿es cierto lo que nos ha contado su hijo?
—Me temo que sí.
—¿Por qué Utopía nos ha ocultado esa información? ¿Acaso no somos aliados?
—No había mucho que compartir —Ichilov se encogió de hombros.
—Si se me permite —intervino Engama—, he oído que Utopía está desarrollando un escudo basado en campos de Higgs, para proteger nuestras naves.
—Ya he mencionado antes que esa información está clasificada —dijo Ichilov—. Pero por si les tranquiliza saberlo, sí, estamos en ello.
—¿Desde cuándo? —exclamó Miller.
—Coronel, si tuviéramos el escudo operativo en estos momentos, ustedes serían los primeros en enterarse. Aún nos queda mucho trabajo para estabilizar el campo repulsor. Un cambio imprevisto en la polaridad tendría el efecto contrario al pretendido: el buque sufriría daños por sobretensión del casco.
—General, ¿qué hay de la expedición al Limbo? —dijo Engama.
—No sabemos si regresará a tiempo. Ni siquiera sabemos si ha sobrevivido. Mientras continúe dentro de la nebulosa, no puede emitir ni recibir transmisiones por enlace cuántico.
—Tampoco se nos ha informado acerca de esa expedición —protestó Miller.
—El ministerio de Defensa terrestre está al corriente —replicó Ichilov—. Si no le mantienen al tanto, pídales cuentas a ellos.
—Engama es un simple capitán y él sí lo sabe —Miller se volvió al aludido—. No es nada personal.
Ichilov tomó aliento antes de proseguir. El coronel Miller quería hacerle perder los estribos, pero no le iba a dar ese placer.
—La expedición al Limbo era un secreto —declaró el general—, pero ya que es de conocimiento público, les diré lo que puedo contar. Nos consta que Surya ha logrado buena parte de su tecnología de vanguardia gracias a artefactos krenyin, encontrados en las ruinas de sus antiguas colonias.
—Eso ya lo sabíamos —bufó Miller.
—Pero el principal centro de conocimiento de la cultura krenyin se encuentra en su planeta natal, donde ahora está la nebulosa Limbo. Por razones que no es necesario explicar, resulta muy arriesgado internarse en esa zona. A pesar de ello, Surya envió una expedición hace medio siglo, que consiguió regresar intacta. Creemos estar en situación de repetir la hazaña, recuperar de las cenizas de ese planeta información vital para nuestra defensa, y descubrir los puntos vulnerables del escudo repulsor de los suryanos.
—Pero el lenguaje krenyin es casi impenetrable —observó Engama—; nuestras mejores IAs lo han intentado desde hace años, con escasos avances.
—La buena noticia es que Surya está en la misma situación. Sin embargo, disponemos ahora de la posibilidad de traducir el lenguaje, con la colaboración de una especie alienígena semiinteligente que los suryanos pasaron por alto: los narvales de Sedna.
—He oído que esos bichos son más estúpidos que los delfines —dijo Miller, incrédulo.
—Como siempre, está mal informado. En realidad son muy astutos: si perciben peligro, ocultan sus habilidades. Los narvales fueron contemporáneos de los krenyin y conocen su lenguaje. Almacenan lo que aprenden mediante un complicado proceso de codificación bioquímica. Un ejemplar adulto puede albergar dentro de su cuerpo el saber de generaciones.
—¿Está diciendo que nuestro futuro depende de unos malditos peces?
—No. Incluso si la misión al Limbo fracasa, nuestro ejército puede salir victorioso de un enfrentamiento contra Surya —Ichilov trató de mostrar un tono convincente, para elevar la moral de los congregados—, aunque un poco más de tiempo nos vendría bien. Obviamente, nuestras mejores bazas no las jugaremos hasta que comience la contienda. El enemigo planea lo mismo. Por eso no hemos visto todavía un escudo de Higgs en acción.
Y confiaba no tener que verlo, se dijo para sí mismo.
Ichilov presentía que la fuerza de intervención rápida que comandaba era pura carnaza, puesta delante de los suryanos para obligarles a mostrar sus cartas. ¿Le habrían elegido a él para ostentar el mando, con esa idea? Empezaba a temer que aquel puesto fuese un dulce envenenado, y escondiese una táctica de sacrificio de tropas que los capitanes congregados desconocían. No era la primera vez en la historia militar —ni sería la última— que se enviaba a una muerte segura a unidades enteras, incluso a divisiones de miles de hombres. Por supuesto, las tropas a sacrificar debían ignorar en todo momento el destino que le deparaban sus jefes, para evitar rebeliones o deserciones en masa.
Si los terrestres imponían su voz en la guerra que se avecinaba, los errantes serían los que encabezarían la fuerza de choque. Él estaba al mando de esa fuerza, y no por casualidad, era un errante.
Durante unos instantes añoró su vida pasada en el ejército terrestre, con menos complicaciones y responsabilidades sobre sus hombros. Sin embargo, al cruzarse su mirada con la de Miller y ver el rencor dibujado en su rostro, recordó que aquella vida la había dejado atrás para siempre.
De acuerdo, podrían enviarlo a la muerte. Ya había visitado ese lugar.
Y había vuelto.
Tras inutilizar los sistemas de alarma del chalé de Georges Charon, Schiavo y Kapic penetraron en el interior del recinto. Habían vigilado los horarios del propietario, para asegurarse de que no les aguardaba dentro: Charon se había ido temprano a Pontaubert y no regresaría a casa hasta mediodía. Tenían tiempo de sobra para registrar las dependencias.
Pasaron de largo el zoológico privado que el dueño había hecho construir en dependencias aledañas, dentro de un parque con abundante vegetación. La casa, una mansión enorme de dos pisos y buhardilla, debía ser la envidia de un vecindario ya de por sí bastante rico. Pero Charon lo era aún más, y quería subrayar esa diferencia de modo que no hubiera lugar a dudas.
La puerta principal era difícil de abrir, y accedieron al interior del chalé a través de una ventana del piso superior. En esa planta no encontraron nada de interés: cinco dormitorios, otros tantos cuartos de baño, un gimnasio y una sala de juegos. Descendieron a la planta baja y, mientras Kapic registraba el salón, Schiavo descubrió una puerta en la cocina, disimulada tras un falso armario. Estaba protegida con una cerradura electrónica, pero eso no era problema para ellos. Llamó a Kapic y conectaron su unidad portátil de proceso para forzar la clave. Mientras el dispositivo hacía su trabajo, se dedicaron a explorar el resto del salón, la biblioteca y un bar con barra americana, billar, máquina de dardos y una nevera bien provista. Kapic no pudo resistirse y se comió media bandeja de canapés acompañados de una gran jarra de cerveza, que le dejó un espeso bigote blanco de espuma.
Desde la cocina, la unidad portátil les avisó de que se habían destrabado los cerrojos de seguridad de la puerta, dejando al descubierto una escalera que bajaba al sótano.
Las luces se encendieron al pisar el primer escalón. Aquella zona de la casa era más grande que la superficie conjunta de las otras plantas del chalé. Charon tenía allí escondido un laboratorio donde experimentaba con animales, a los que sometía a tortura. En una jaula encontraron un chimpancé adulto con el cráneo rapado y cicatrices de introducción de sondas a través del hueso frontal. El simio tenía una costra de sangre seca en los genitales y punciones en la piel.
—Sinvergüenza —murmuró Kapic, mientras observaba al chimpancé, que temeroso de la presencia humana se había acurrucado en el fondo de la jaula.
Encima de una mesa de vivisecciones encontraron atado un extraño animal, que parecía un murciélago gigante. Desplegado en una mesita auxiliar se hallaba un surtido de bisturís, pinzas, gasas y bandejas para recoger muestras. Charon había dejado al animal inmovilizado para irse a trabajar, insensible a su sufrimiento. Schiavo se compadeció de él y lo soltó, pero el animal fue incapaz de volar: tenía los huesos de las alas fracturados, una herida supurante en el abdomen, y los débiles chillidos que surgían de su boca eran estertores de muerte. Antes de que siguiese padeciendo, Schiavo lo sacrificó allí mismo.
Más allá de la zona dedicada al martirio de animales, hallaron varias filas de vitrinas que exponían esqueletos recubiertos con carne y cartílago artificial, de especies extinguidas: un koala, crías de rinocerontes, osos y elefantes, una nutria, un armadillo, un cernícalo, dos garzas y un caimán. El resultado conseguido era muy realista, y de mayor calidad y duración que el obsoleto procedimiento de taxidermia.
Pero el tesoro más preciado se escondía al fondo del sótano, separado por mamparas. Se trataba un acuario que ocupaba una pared completa, en el que culebreaban anguilas de grueso calibre, similares a morenas. También distinguieron una variedad de cangrejos desconocida y pequeños organismos acuáticos en forma de rueda dentada. Una pantalla táctil frente a la pecera monitorizaba el grado de salinidad y la concentración de bacterias del agua. Intrigado, Schiavo tocó la pantalla para obtener más datos.
—Proceden del planeta Sedna —leyó.
—Qué bien —gruñó Kapic—. Sigamos. Tenemos trabajo que hacer.
Pero Schiavo no se movió de la pantalla.
—Eh, ¿qué te pasa? ¿Coleccionas anguilas o qué? Mira la hora que es, Charon podría venir en cualquier momento.
—Yo no te metí prisa cuando asaltaste la nevera.
—Tenía que desayunar, no he probado bocado en toda la mañana. Vamos, ¿quieres dejar eso?
—No. Estos animales son parásitos de los narvales, la especie dominante de Sedna. Se adhieren a su piel y…
—¿Y eso qué nos importa ahora?
—Aquí dice que los narvales se sirven de ellos para intercambiar información. Los cetáceos transmiten señales a las anguilas para que se acoplen a vejigas que se hinchan en la piel de aquéllos; las anguilas sorben el líquido y vacían la vesícula, transportándola a otro narval.
—No me gusta ese repentino interés que muestras hacia estos bichos —Kapic le miró con recelo.
—Estos datos podrían tener relación con los nanomeds que Charon nos endosó a través de Vargas.
Pero Kapic no le creía, y recordó las palabras que Rashid había dicho sobre Schiavo. ¿Era su amigo la persona que aparentaba ser? ¿Qué le estaba ocultando?
Escucharon un portazo procedente del piso de arriba. Alguien había entrado a la casa.
—Debe de ser Charon. Te dije que perdíamos el tiempo aquí abajo —le reprochó Kapic.
Se escondieron a ambos lados de la escalera. El dueño de la vivienda había descubierto la puerta del sótano abierta, y se dirigía a investigar.
Antes de que tuviera tiempo de intentar alguna jugada, Schiavo le apuntó con su pistola y le obligó a que bajase con los brazos en alto. Kapic lo amarró a una silla y revolvió el arsenal de tortura que Charon empleaba con sus animales, buscando algo que le pudiera servir para soltarle la lengua.
—Tengo dinero —dijo el hombre—. No es necesario que recurran a la violencia. Les daré lo que quieran.
—No es dinero lo que hemos venido a buscar —dijo Schiavo—. Lo sabes muy bien.
—¿Os conozco? —Charon alzó una ceja.
—Tenemos un amigo en común: Vargas. Tú le enviaste una partida de nanomeds defectuosos para que nos la vendiera.
—No sé de qué me estáis hablando.
Kapic había vuelto con dos pinzas metálicas unidas mediante un cable a una batería. Las dejó a un lado y le bajó a Charon los pantalones.
—¿Qué... qué pretendes hacer?
—El chimpancé que tienes enjaulado a la entrada me dio una idea —Kapic le pinzó ambos testículos y comprobó la carga del circuito.
—Os daré diez mil creds a cada uno. En efectivo. Tengo una caja fuerte en el salón; llevaos todo lo que… —Kapic le colocó un trapo en la boca, para que sus gritos no pudieran oírse, y activó la batería. Charon se retorció de dolor en su asiento.
—Que quede claro que no nos interesa tu dinero —dijo Schiavo—. Pero tú sigue fingiendo que no sabes a qué hemos venido.
Kapic le administró otra descarga. Charon lagrimeaba de dolor y sacudía impotente su cabeza, que adquiría un color morado.
—Hubiera preferido darte una paliza —le dijo Kapic al oído—, pero ya que te gusta tanto hacer sufrir a los animales, quizá aprendas la lección.
Charon recibió un tercer latigazo. Sus lágrimas silenciosas le empapaban el cuello de la camisa.
—¿Vas a colaborar sí o no? —le preguntó Schiavo.
El hombre no contestaba. Kapic lo abofeteó un par de veces.
—¿Vas a colaborar? —cuarta descarga—. Me estás haciendo perder la paciencia, hijo de puta.
Charon asintió con la cabeza y Schiavo le retiró el pañuelo de la boca.
—Así está mejor.
—Cumplía un… un encargo —tartamudeaba el prisionero—. Yo no… no ideé el plan.
—¿Qué plan?
—El exterminio de todos los suryanos. Los nanomeds fueron diseñados para atacar únicamente los cuerpos que se fabrican en sus granjas. Los de Utopía son inmunes a la plaga.
Schiavo y Kapic se intercambiaron una mirada de extrañeza. ¿Utopía estaba detrás de aquello? Las pistas señalaban directamente a los terrestres.
Convenientemente estimulado, Charon siguió hablando.
—El gobierno de Utopía no me encargó el trabajo. Fue un tipo que se llama Godewyck. Forma parte de un consejo de errantes tricéfalos, que conspira en la sombra para acabar con Surya. Al menos uno de los miembros de ese consejo forma parte del gobierno de Utopía.
—¿Quién?
—No lo sé, lo juro, y puede que el nombre de Godewyck sea falso, pero… tomé mis precauciones. En mi negocio hay que cubrirse las espaldas, o no se dura vivo mucho tiempo.
—¿Puedes darnos una pista que nos conduzca a ese tricéfalo?
—Más que eso. Cuando Godewyck me visitó por primera vez, guardé la copa que le ofrecí para beber y aislé una muestra de su ADN de la huella de grasa del cristal. Su número de identificación genético no figura en ninguna base de datos de Tierra Unida. Gracias a mis contactos, averigüé que es de Utopía —Charon hizo una pausa—. Sólo hay un pero.
—¿Cuál?
—Si Godewyck ha cambiado de cuerpo en los últimos meses, su número genético actual no coincidirá y no podréis encontrarlo.
—Deja eso de nuestra cuenta.
—Desatadme ahora y os daré el identificador genético para que os marchéis.
—Aún no hemos terminado —dijo Schiavo—. Hemos visto tu colección de bichos y uno de ellos nos ha llamado la atención.
—¿Queréis comprarlo?
—¿Cómo conseguiste las anguilas?
Charon se sorprendió ante aquella pregunta.
—Soy coleccionista de especies alienígenas. Tengo mis proveedores.
—¿Y quién te proveyó de los bichos del acuario?
—Déjalo ya —dijo Kapic—. Ya tenemos lo que queremos.
—Es cierto —convino Charon—. Soltadme, os he dicho todo lo que sabía.
—Yo estoy al mando de esta misión y decidiré cuándo acaba el interrogatorio —advirtió Schiavo a Kapic, arrebatándole la batería de sus manos.
—Eh, tranquilo, deja ese cacharro quieto —una gruesa gota de sudor se deslizó por su sien—. Alguien de Markab me encomendó un trabajo.
—Ésa es la empresa que explota actualmente el planeta Sedna, ¿verdad?
—Sí.
—¿Quién te encomendó el trabajo?
—Su delegado en el planeta, un tal Damián. Lleva tiempo buscando un método para descifrar la información que transportan las anguilas. Supongo que sabes que son parásitas de la especie dominante de Sedna.
—Los narvales.
—Sí. Parece que tiene prisa y está recabando ayuda urgente de otros especialistas.
—Deben estar desesperados para acudir a alguien como tú.
—Soy el mejor genetista de Tierra Unida —se jactó Charon—, y en Markab lo saben.
—Entonces, ¿por qué no estás en nómina de la compañía?
—Porque yo soy mi propio jefe. Y como habrás comprobado, no me va nada mal trabajando por libre.
—Una última pregunta y te dejaremos en paz. ¿Por qué Markab tiene tanta prisa en descifrar esa información?
—Los narvales poseen datos útiles para la compañía. Se dice que conocieron a los krenyin, y esa palabra significa oro. Supongo que la gente de Markab está nerviosa porque no quiere que nadie se les adelante, o quizá sea a consecuencia de la guerra que se avecina, no lo sé. A mí no me explican sus motivos; sólo me pagan para que haga un trabajo.
—¿Y has conseguido resultados?
—Dijiste que ya no habría más preguntas —Charon suspiró, resignado—. Hasta ahora no he podido descifrar nada. La información se corrompe cuando el líquido que transportan las anguilas se extrae de su cuerpo. He probado a implantarles chips transductores en su sistema nervioso, pero lo único que conseguí es perder un ejemplar.
Schiavo se mostró satisfecho y desató a Charon, permitiéndole que les entregase el código genético de Godewyck. Para evitar que llamase a sus secuaces o a la policía, le administraron un anestésico que Charon usaba para sus animales, y que le dejaría inconsciente durante horas, tiempo suficiente para alejarse de allí.
No se entretuvieron en volver a Pontaubert y ajustar cuentas con el camarero que disparó contra Kapic. Su prioridad era salir de la Tierra cuanto antes, comunicar a Elsa lo que habían descubierto y viajar a Utopía para seguir el rastro a Godewyck.
En aquel momento, Schiavo desconocía que Kapic tenía otros planes.