En la cocina del Nereida, Niit conversaba por primera vez a solas con Gema, la narval hembra, en una comunicación más fluida que la que concedía el lacónico y críptico Tayalore. Éste dormía en aquellos momentos y su pareja se mantenía vigilante por si algún peligro les acechaba. Era costumbre en su especie que, en caso de amenaza, mantuviesen turnos rotatorios en vela, aunque los de Gema solían ser más largos que los de su compañero.
Niit había observado un comportamiento sumiso y dócil en la hembra, que se mantenía en segundo plano. Tayalore siempre llevaba la iniciativa, y decidía cuándo se empezaba y terminaba una conversación. Pero sin la presencia del macho dominante, Gema manifestaba una actitud más abierta.
Como mujer, y también como xenobióloga, Niit estaba decepcionada por el hecho de que el machismo fuera una regla de la naturaleza, extendida a especies extraterrestres. Tayalore era más fuerte, más grande, y por tanto se arrogaba una posición de superioridad respecto a la hembra. Gema aceptaba ese papel sin discutir. Tayalore copulaba con ella cuando le apetecía; Gema no protestaba, o si lo hacía, el traductor era incapaz de interpretar sus sonidos como quejas. De hecho, Gema nunca se quejaba.
Hasta ahora.
La hembra narval llevaba semanas sin dormir bien. A diferencia de su compañero, que gozaba de descansos profundos e ininterrumpidos, Gema se sentía intranquila y sus sueños estaban poblados de pesadillas. Seguía oyendo los cantos de auxilio de sus familiares, antes de perder contacto con ellos en el océano de Sedna, transformado en un coro de chillidos y gritos de dolor y llanto, mientras los narvales embarrancaban en las playas, se estrellaban contra los arrecifes o se ahogaban y hundían en las profundidades abisales.
Ni siquiera la gran muerte, el misterio que tanto intrigaba a Joris, causó una tragedia en su pueblo comparable a la llegada de los humanos a Sedna. El frustrado intento terraformador de los colonos suryanos, rápidamente huidos, trastocó fatalmente el equilibrio de la flora y fauna oceánica, provocando la extinción en masa de numerosas especies, y los narvales nada pudieron hacer para defenderse.
Con los krenyin, la relación había sido muy distinta. Ellos no intentaron modificar Sedna para sus necesidades; su política era adaptarse a aquellos mundos que visitaban, sin transformar ni perturbar el equilibrio de sus biosferas. La cultura narval, desarrollada a partir de complejos sistemas bioquímicos de fijación de la memoria, no tenía parangón en la naturaleza, lo que convertía a Sedna en una joya única donde se podían estudiar los esotéricos caminos de la evolución para crear especies fascinantes.
Joris entró en la cocina, a comer algo. Niit aprovechó para preguntarle si había hecho algún avance en relación a las apariciones fantasmales de naves, del día anterior.
—A veces me alegro de que el universo no sea del todo comprensible para nosotros —le comentó ella—, y que siga habiendo misterios que nos desborden.
—Ése es un pensamiento muy poco racionalista para alguien con una formación científica —replicó Joris.
—La universidad no me preparó para abordar un fenómeno tan extraño que ni siquiera las tres personalidades que te forman pueden entender.
—Eso no es exactamente así, Niit. Por lo que hemos deducido de las observaciones, la textura del espacio en el interior del Limbo manifiesta propiedades especiales. Algo alteró esta zona en el pasado y sus efectos aún los percibimos en la actualidad.
—Sí, pero ¿qué?
—Aún no tengo respuesta a eso. Pero creo que el Limbo es una prueba experimental de que las teorías sobre el almacenamiento de información en esferas de Planck son correctas.
—¿Esferas de Planck?
—El espacio no es continuo, aunque nos dé esa impresión. Está formado por cantidades discretas, perlas de tamaño infinitesimal. Se ha especulado que los cuantos de espacio y los microagujeros negros pueden almacenar información en su superficie, y revertirla al exterior bajo diversos grados de excitación de energía.
—No entiendo una palabra.
—Imagina la superficie de un holograma sobre la que incide un rayo de luz. El resultado es una imagen tridimensional que se levanta desde una superficie de dos dimensiones. El espacio en el Limbo se comporta de manera análoga. Almacena la información como una película sensible, y luego la devuelve en forma de luz y ondas electromagnéticas.
—Crees tener una explicación para todo, ¿eh?
Joris sonrió, y se sirvió un vaso de zumo de naranja.
—Ayer se me acusó en el puente de no estar haciendo mi trabajo. ¿Para qué sirve un astrofísico que no tiene respuestas?
—Yo preguntaría simplemente ¿para qué sirve un astrofísico? Quiero decir, manejáis conceptos totalmente alejados de la realidad; habláis del final del universo, de quásares a miles de millones de años luz, de supersimetrías y os quedáis tan frescos. Pero, ¿de qué me sirve a mí saber si el universo es abierto o cerrado, si se seguirá expandiendo para siempre o se encogerá en un big crunch?
—Bueno —vaciló Joris—, ¿no tienes curiosidad en averiguarlo? Es lo que nos impulsa a explorar otros territorios. Si tú no sintieses deseos de estudiar formas de vidas diferentes, te habrías quedado en la Tierra. Los que valoran las cosas por su utilidad a corto plazo, descubren que muy pocas la poseen. Sin embargo, los mayores logros de nuestra civilización comenzaron por descubrimientos ingeniosos a los que nadie veía una aplicación práctica.
—Y crees que el Limbo esconde el secreto de algo más vasto.
—Para mí, es una piedra de Rosetta cósmica, pero tenemos que aprender a leer en ella para descifrar el mensaje. Y tus amigos los narvales son expertos en ese arte —Joris miró a la mampara de cristal—. ¿Adónde han ido?
—Tayalore duerme, y Gema se ha ocultado al verte.
—¿Qué es lo que temen de nosotros? Si quisiésemos causarles daño, ya lo habríamos hecho.
—No confían en nuestras intenciones. Me parece que eso es evidente.
—Sí, lo es, pero… ¿De qué te ríes?
—No te pregunté en serio para qué sirve un astrofísico. Lo hice para ver tu reacción.
—Ah, qué divertido.
—Pretendes racionalizarlo todo, pero el universo no tiene que ser forzosamente comprensible para nosotros. Incluso los tricéfalos estáis limitados por…
—No me gusta que utilices ese apelativo.
—Perdona.
—No importa, continúa.
—De pequeña, mi padre me llevaba al campo para ver las estrellas. Era astrónomo aficionado y adquirió un pequeño telescopio. Pensaba que yo quedaría maravillada al contemplar el firmamento con aquel aparato.
—¿Y no fue así?
—Me sentí mareada. Y asustada. El universo es gigantesco, y nosotros tan poca cosa que somos menos que hormigas. Nuestras vidas no valen nada comparadas con lo que hay ahí fuera. Mi padre tenía la vista en otros mundos; yo, en cambio, sentí simpatía por las hormigas que se mueven en la superficie. Eso es lo que dota de significado al cosmos, las motas inquietas viviendo sus pequeñas existencias, y no el estallido de las supernovas o los choques de galaxias. Sin espectadores, el teatro de la Creación carecería de sentido.
—Me gustas, Niit. En serio, me gustas mucho.
—Gracias.
—Confiaba que ahora dirías: tú también me gustas.
—Me agrada cómo haces el amor. Y sí, podemos repetirlo.
—¿Sólo quieres sexo de mí?
—No sé, ¿puedes darme algo más?
—Desde luego.
—Desde luego —repitió Niit con una mueca irónica—. Sigamos esta conversación en el camarote. No me gustaría que Gema o Tayalore se asomasen a mirar en el momento más inoportuno.
Al salir de la cocina se toparon con Damián. Éste entornó los ojos al verles cogidos de la mano y lanzó una mirada de envidia a Joris.
—¿Me buscabas? —quiso saber éste.
Damián asintió.
—¿Qué sucede? —inquirió Niit.
—Hemos detectado un cuerpo masivo a cien mil kilómetros, y estamos convencidos de que esta vez es real.
—Otra nave. ¿Nos habrán seguido los suryanos?
—No es una nave —Damián se frotó la barbilla—. Tiene el tamaño de un planeta.
—¿Estás seguro?
—Sí. Por fin hemos llegado al mundo de los krenyin.
Valeri Ichilov iniciaba su turno de guardia en el puente del crucero Concordia, acoplado a la estación Canopus III mientras se ultimaban los cambios del sistema informático. La mayoría de los oficiales se encontraban descansando en la estación orbital, y en el crucero sólo quedaban suboficiales y soldados, dedicados en su mayoría a las reparaciones.
Tras la emboscada en Épsilon Indi, los desperfectos sufridos en los equipos electrónicos eran numerosos, aunque no críticos. Se creía que las armas de colapso de puntos de saltos eran las responsables de las averías, pero Torelli —que en estos momentos le acompañaba en el puente, dirigiendo las reparaciones— opinaba que los equipos del ejército terrestre estaban anticuados y los fallos no se habrían producido si hubiesen contado con modernos sistemas protegidos contra la guerra electrónica.
Las inversiones del gobierno en la Armada no se habían distinguido por su esplendidez. Sólo en los últimos tiempos, con los ataques sufridos en las colonias humanas, el ejecutivo de Bruselas había tomado conciencia del problema, pero la precipitación de los acontecimientos los había cogido con la guardia baja.
En aquellos momentos comenzaban a despegar de la Tierra las primeras naves militares que reforzarían la defensa de las colonias estratégicas, tanto dentro como fuera del Sistema Solar. El tiempo corría contra ellos, y el plazo del ultimátum dado por el embajador suryano estaba próximo a cumplirse. La Tierra había enviado a Surya un delegado que estudiase sobre el terreno el alcance de la epidemia, ofreciendo ayuda para paliar sus efectos. Se había abierto una investigación para detener a los supuestos responsables, y la policía efectuaba redadas para capturar a traficantes de biotecnología. Había docenas de detenidos, pero ninguna pista que apuntase a los autores del virus, si es que éste existía, extremo que un sector del gobierno ponía en duda, al creer que los suryanos magnificaban un problema para desviar la atención de su implicación en la red criminal de la Tercera Vía.
Las noticias que llegaban de la Tierra preocupaban a Valeri, quien no tenía mucha confianza en la débil alianza de conveniencia forjada entre Utopía y la Tierra. El poder militar suryano era superior al de la fuerza combinada de los aliados, y el enemigo había usado deliberadamente en Épsilon Indi una nueva arma para recordarles tal extremo. Seguramente tendría otras, y las realmente peligrosas no las enseñaría hasta una fase avanzada de la contienda. Aunque Valeri no era más que teniente de la flota y desconocía los planes estratégicos del cuartel general, dudaba que los recursos de Tierra Unida soportasen las exigencias que una guerra moderna. Ya se habían dado muestras de falta de talento en el desastroso ataque dirigido por Maksim Ichilov, quien, incomprensiblemente, seguía conservando su puesto. Valeri estaba convencido de que habría más ocasiones en que su padre demostraría su ineptitud para el mando.
Y arrastraría a la tripulación del Concordia consigo.
Pero no debía alimentar pensamientos derrotistas. Los suryanos tenían media guerra ganada si el otro bando se convencía de que estaba derrotado de antemano; y puede que su padre ya no fuese el vividor, sinvergüenza y vago que había sido en su otra vida. Aquella mañana, Valeri había recibido un mensaje de su madre, comunicándole que Maksim le había ingresado diez mil creds para ayudarla a pagar la hipoteca, una cifra muy superior a las magras limosnas que ocasionalmente enviaba, aunque ahora ninguna norma legal le obligaba a hacerlo. Para la ley terrestre estaba muerto, y los atrasos por deudas conyugales habían quedado cancelados a partir de ese momento. El hecho de que Maksim hubiese adquirido una obligación moral y pretendiese reparar el daño causado, hablaba muy positivamente de él.
—Ya he terminado —Luis Torelli atornilló el panel de control del puesto de navegación—. Haré un test de diagnóstico para verificar que todas las estaciones responden.
Un temblor sacudió el casco del Concordia.
—¿Seguro que has acabado? —sonrió Valeri.
Luis miró la ventana panorámica del puente.
—Me temo que el temblor no procede de aquí dentro —dijo, señalando con el dedo una nube de fragmentos metálicos que se desprendía de la estación.
—Alerta roja —ordenó Valeri por el micrófono—. Todo el personal a sus puestos. Pilotos de escuadrón, prepárense para salir a mi señal.
Una segunda sacudida, mucho más violenta, originó que el amarre que les mantenía unidos al complejo orbital se desgajase parcialmente de los puntos de anclaje. Aunque el crucero seguía intacto, las explosiones dentro de la estación amenazaban la integridad de la nave. Valeri desenganchó las abrazaderas y utilizó los cohetes laterales de estribor para separar la nave de la estación.
Canopus III era un caos. Las explosiones en su anillo exterior desgajaban fragmentos de metal, arrojando al espacio el contenido de los habitáculos, personas incluidas, que inútilmente daban brazadas en el vacío, tratando de aferrarse a un imposible asidero.
—Los sensores de proximidad captan la apertura de tres puntos de salto —informó Torelli, quien improvisadamente había asumido el control del puesto de navegación.
En aquel momento, el Concordia era la única nave de que disponían en Canopus III. Tendrían que repeler sin ayuda de nadie el ataque que se cernía sobre ellos.
Valeri lanzó los cazas y, de forma preventiva, disparó una salva de misiles contra las bocas de los túneles de salto que acababan de aparecer. No creía que por allí asomasen fuerzas amigas, y en el improbable caso de que lo fueran, dispondría de unos segundos para evitar que los misiles hiciesen blanco.
Los protocolos de comunicación interna confirmaron que no eran de la flota. Valeri ordenó que los cazas abrieran fuego y proyectó haces de pulso magnético contra los intrusos, para inutilizar sus sistemas electrónicos.
Los haces no surtieron efecto o no dieron en el blanco, pues las tres naves enemigas repelieron la agresión, destruyendo un caza de vanguardia y causando daños a otro. Mientras dos de las naves hostiles se enfrentaban contra la formación, una tercera se desvió hacia la izquierda, trazando una elipse para evitar a los cazas al tiempo que se acercaba al Concordia y escupía un par de misiles. Los artilleros del crucero los destruyeron en vuelo, antes de que se acercasen a una distancia peligrosa.
Bastaron unos minutos para que el fuego de las baterías diese buena cuenta del enemigo. Tres naves miserables para atacar una estación militar, ¿en qué estaban pensando? ¿Eran tan prepotentes para menospreciar a su rival de esa manera? Valeri no podía creerlo.
Dispuso que los cazas formaran un perímetro defensivo alrededor del Concordia, por si aparecían más enemigos, y se centró en la búsqueda de supervivientes de la estación. La lancha de rescate había captado el aviso de socorro de un alférez que, al producirse las explosiones, llevaba puesto el traje espacial. Valeri dispuso que lo subiesen a bordo, mientras intentaba restablecer el contacto con Canopus III. Si en la estación quedaba alguien vivo, estaba demasiado ocupado tratando de sobrevivir, porque nadie respondió.
Informó al cuartel general, pero éste no podría enviar naves de auxilio antes de dos horas. No obstante, la llamada sirvió para que le confirmasen en el mando del Concordia hasta que el general Ichilov decidiera su relevo.
El alférez fue conducido al puente sin darle tiempo a que se quitase más que el casco y los guantes del traje espacial, que presentaba quemaduras en la espalda y piernas, y una fuga a la altura del hombro que el militar había taponado con un precario parche. El alférez se cuadró y después reparó en los galones de teniente de Valeri, pero no hizo ningún comentario.
—El capitán se hallaba en la estación cuando comenzó el ataque —dijo Valeri—. Hasta que sepamos si sigue con vida, yo estoy al mando.
—No creo que siga vivo, señor. Una de las cargas la ocultaron en los aseos de la cantina. Era la hora del almuerzo y el local estaba lleno.
—¿Cuántas bombas estallaron?
—Cinco; pero logramos desactivar la más grande, un artefacto nuclear de quince kilotones, suficiente para destruir toda la estación y llevarse al Concordia por delante. Lo introdujeron esta mañana entre un cargamento de víveres. El material de fisión iba muy protegido para no ser detectado.
Valeri comprendió ahora por qué la fuerza de ataque se componía únicamente de tres miserables naves. El enemigo daba por segura la destrucción de Canopus III, y la patrulla fue enviada para rematar a los supervivientes.
—¿Algún indicio de quién es el autor? —inquirió Valeri.
—No, señor.
—El ultimátum del embajador suryano no expira hasta mañana.
—Eso he oído —el alférez se encogió de hombros—. Parece que les ha podido la impaciencia.
—Alférez, tengo que pedirle que regrese a la estación para buscar supervivientes. Usted conoce cuál es la situación allí dentro mejor que nadie, así que estará al cargo de la patrulla. Vaya a cambiarse de traje.
—A la orden, señor.
—Luis, ve con él. Eres el que más entiende de equipos electrónicos en el Concordia, y necesitarán tu ayuda para abrirse paso a través de las habitaciones que sigan presurizadas. Coge del almacén lo que te haga falta.
Torelli asintió y acompañó al alférez al hangar, donde ya se trasladaba equipo médico a la lancha de emergencia. Calculó el espacio disponible que les quedaría, descontando el reservado a los heridos, y cargó uno de los robots que utilizaban para actividades extravehiculares.
Tan pronto el médico y un auxiliar sanitario subieron a la lancha, partieron al encuentro de lo que quedaba de la estación espacial. Un fragmento del anillo se había desprendido y seguía un curso en caída libre hacia el planeta que tenían debajo. El resto de la estructura, que precariamente seguía en órbita, mostraba agujeros y brechas por los que ocasionalmente escapaban chispas o llamaradas. Para evitar que fueran alcanzados por un fuego activo, eligieron un segmento del anillo relativamente intacto, en el que se hallaban las dependencias de mando y soporte vital, y se acoplaron a la esclusa de atraque. La compuerta se negó a abrirse, dado que no había presión al otro lado, y tuvieron que usar la apertura manual para acceder al interior, protegidos por sus trajes espaciales.
Entraron en la sala de control del complejo. Un fallo eléctrico había impedido que las puertas de la habitación se sellaran y protegieran a sus ocupantes del infierno desatado en el exterior. Encontraron los cuerpos de tres técnicos en el suelo. Tras un breve reconocimiento, el médico negó con la cabeza. Habían muerto tras la descompresión.
Luis se sentó frente al panel de mandos principal, realizó un diagnóstico de los equipos y le pidió al alférez que le ayudara a recablear una de las unidades de proceso, mientras preparaba una célula de energía que reactivase la consola.
La operación tuvo éxito, y una de las pantallas de ordenador le mostró un mapa del interior de la estación. Muchas de las secciones estaban en negro, lo que significaba que los sensores allí instalados, o los cables de conexión, habían sido destruidos por las explosiones, pero encontraron una zona destinada a almacén a cuarenta metros, que aún conservaba aire. Si había algún superviviente en aquel amasijo de metal, debía de encontrarse allí dentro.
El robot les fue muy útil para internarse por los pasillos de la estación, transformados en una jungla de chatarra, cables y circuitos quemados. Al apartar una viga metálica que el robot acababa de cortar, descubrieron dos cuerpos carbonizados, uno de ellos encogido en una postura fetal, como tratando de resguardarse de las llamas, y el otro con los miembros retorcidos de forma extraña, tal vez debido a espasmos musculares sufridos antes de morir.
Pero no habían visto nada todavía.
Unos metros más adelante encontraron la puerta de la cantina. Estaba abierta.
El alférez les pidió que aguardasen en el pasillo y permaneció un par de minutos allí dentro. Cuando salió, la palidez de su cara hizo innecesarias las palabras.
Llegaron al almacén, cuya puerta estaba cerrada. Al aporrearla, recibieron respuesta de inmediato. El sistema de seguridad se negaba a franquearles el paso y, nuevamente, volvieron a utilizar las habilidades de Luis para desbloquearla.
Solo encontraron a una mujer y un hombre en el interior. La mujer, una teniente de Tierra Unida, apuntaba con su pistola al otro individuo, que yacía en el suelo inmóvil. Les previno de que tuvieran cuidado con él.
—Tuve que golpearle para dejarle inconsciente —explicó la teniente—. De otro modo se habría suicidado.
—No comprendo —reconoció el alférez.
—Es un maldito fiambre. Se coló en la estación esta mañana, en la nave de suministros.
—Antes de que diga una inconveniencia, le advierto que el sargento Torelli es errante.
—De Utopía —añadió Luis.
—Dudo que éste venga Utopía —la mujer señaló despectivamente al herido—. Falsificó los registros para poder entrar y colocar las bombas. Vinieron otros con él, pero sus cuerpos quedaron destrozados por las explosiones.
—¿Cree que es un agente suryano, teniente?
—No lo sé, pero puesto que el sargento Torelli también es un fiam… un errante, él nos sacará de dudas.
—Éste no es el momento ni yo soy la persona adecuada para eso —se excusó Luis, quien no había pasado por alto la actitud de desprecio de aquella mujer.
—Yo decidiré si es el momento o no —zanjó la mujer—. Como superior suyo, le ordeno que establezca una conexión con su cerebro y lo averigüe.
—Pero él está inconsciente, y…
—Mejor, así no opondrá resistencia —la teniente se cruzó de brazos—. Vamos, sargento, estoy esperando.
Luis abrió su maletín de herramientas. No disponía del dispositivo para una comunión cerebral, pero se podía extraer la información de otro modo; aunque dañaría el implante del prisionero, lo que le conduciría a la muerte.
Como temía, sus objeciones no disuadieron a la teniente, que insistió en que se dejase de excusas y comenzase ya.
Luis se volvió al médico y le pidió que practicase un corte en la base del cráneo, para establecer una conexión física con el implante raquídeo del prisionero. El médico debería haberse negado a ello, invocando el juramento hipocrático, pero no lo hizo; quizá convencido de que el juramento le obligaba a salvar vidas humanas, cualidad que la Tierra negaba a los errantes.
—Todo suyo —el médico extrajo sus utensilios manchados de sangre de la incisión realizada entre el tronco cerebral y el hueso occipital.
Luis localizó el puerto interno de comunicaciones y, sobreponiéndose a la impresión de aquel espectáculo nauseabundo, introdujo un cable del grosor de un cabello en el implante raquídeo y traspasó la información a su ordenador portátil. Tras iniciar diversos patrones de búsqueda, anunció los resultados a la teniente:
—No es suryano.
—Revise sus datos, sargento.
—Lo he hecho —le entregó el ordenador a la teniente—. Compruébelo usted misma: el prisionero era un activista de la Tercera Vía.
Elsa entró en la sala de reuniones del comité, e inevitablemente, su mirada se cruzó con la de Néstor, quien observaba su enojo con deleite. Aprovechando la ausencia de Elsa de base Liberación, Néstor se había arrogado el control de los comandos, desatando un ataque contra Canopus III que podría acarrear graves consecuencias.
Brax no asistía a la reunión, pero eso no garantizaba que no estuviese siguiendo en circuito cerrado la discusión, desde su despacho. Al ausentarse de los debates, Brax no tomaba partido a favor de ninguno de sus lugartenientes.
Además de aquella ausencia, faltaban tres miembros del comité, que por diversas circunstancias no habían podido —o querido— asistir. La reunión se presumía polarizada en torno a dos focos; y no todo el mundo estaba dispuesto a tomar partido a favor de uno de los dos.
—¿Qué tal ha ido el viaje? —le preguntó Laina. Elsa se llevaba bien con ella y solían apoyarse mutuamente en los debates.
—Mal. La situación en el territorio suryano es peor de lo que me imaginaba.
—Eso es una buena noticia, ¿no? —dijo Louw, amigo de Néstor—. Cuanto más débil esté Surya, mejor para nosotros.
—No deberíamos confundir al gobierno suryano con sus ciudadanos —le recordó Elsa.
—¿Hay muchos afectados por la epidemia? —quiso saber Laina.
—Un par de cientos, pero la cifra asciende rápidamente. El virus ha mutado a una nueva variante que se difunde por el aire e infecta incluso a los no portadores de nanomeds. Se han decretado cuarentenas masivas, pero hasta dentro de unos días no se sabrá si tienen algún efecto.
—Surya dispone de granjas de cuerpos —dijo Louw con tono displicente—. No veo esa supuesta tragedia por ningún lado.
—Entonces es que no has comprendido el problema. Esas granjas no funcionan con magia; se necesitan años y cuantiosos recursos humanos y materiales para que un cuerpo llegue al estado adulto. No existe el crecimiento acelerado, a menos que desees que el cuerpo muera también aceleradamente. Si Surya se queda sin errantes, no habrá personas para mantener su infraestructura, ni siquiera las esferas de datos. Nadie volverá a resucitar.
—Nosotros combatimos contra Surya —insistió tercamente Louw—. Si desaparece, un enemigo menos.
—Comprendo el peligro a que se refiere Elsa —dijo Laina—. Un adversario desesperado se vuelve extremadamente peligroso. No olvides, Louw, que Surya también dispone de nanomeds, y podría utilizarlos.
—En cualquier caso, no es asunto nuestro —dijo Néstor, rompiendo su silencio—, sino de los terrestres. Ellos diseñaron el virus.
—Ahora sí es asunto nuestro —le espetó Elsa—. Desde el momento que tú lanzaste de forma ilegal el ataque contra Canopus III, hemos tomado partido en la guerra que se avecina.
—¿De qué ilegalidad hablas? —sonrió torcidamente Néstor.
—Asumiste unas competencias que no tienes. Yo soy la jefa de los comandos, y a mí me corresponde esa decisión.
—Nena, han pasado muchas cosas desde que te fuiste de gira turística. No podíamos esperar a que regresases.
—¿Contabas con la aprobación de este comité, o de Brax?
—No, pero…
—¿Desde cuándo el tesorero tiene competencias para dirigir los comandos?
—Los comandos no son de tu propiedad.
—Sé que intentas quitarme de en medio para ocupar mi puesto. Por eso saboteaste la operación contra la colonia de Vega. Schiavo me dejó un informe completo antes de irse a la Tierra.
—No derivéis esta conversación a lo personal, por favor —intervino Harnik, un hombre que solía ser bastante ponderado, y que no sentía particular afecto hacia Néstor.
—Lo siento, sólo trataba de exponer las causas que nos han llevado a la situación actual —dijo Elsa—. Néstor no se limitó a ordenar un ataque contra Canopus: intentó además detonar una bomba nuclear. No es el estilo de nuestra organización recurrir a armas de destrucción masiva.
—Te olvidas de que los terrestres nos atacaron con una ojiva nuclear durante la misión a Vega —le recordó Néstor—. Nos hemos limitado a defendernos.
—Si estamos en la Tercera Vía es porque no pensamos igual que los terrestres. ¿O alguno de los presentes considera lo contrario? —Elsa les recorrió con la mirada—. La Tierra está extendiendo la barbarie en todos los mundos en que asienta su bandera, y no se puede esperar de sus dirigentes que se comporten de otra forma. Lo que nos distingue de ellos es que nosotros sí respetamos los derechos humanos, y estamos dispuestos a defenderlos por encima de los intereses de los gobiernos.
—Éste no es momento para discursos —dijo Louw.
—El nuevo escenario bélico ha cambiado las reglas de juego —intervino Néstor—. El cobro de impuestos a las colonias y los ataques punitivos ya han quedado obsoletos como herramienta de lucha. Va a imponerse un nuevo orden y debemos ocupar un puesto de privilegio en lo que está por venir.
—¿Y ese nuevo orden implica la destrucción de los terrestres? —preguntó Elsa.
—Los errantes de Surya y Utopía son nuestros hermanos; los terrestres ni siquiera nos consideran personas. Partiendo de que ninguno de los tres regímenes nos merecen respeto, está claro que la Tierra ha dado muestras reiteradas de no querer rectificar su comportamiento hacia nosotros.
—Entonces deberíamos cambiar el nombre de nuestra organización por el de «La cuarta vía» —dijo Laina jocosamente.
—«La única vía» estaría aún mejor —Néstor le devolvió la broma.
—Los terrestres se han aliado con Utopía. Algo está cambiando —continuó Elsa—. La Tierra acabará reconociendo que somos humanos, es cuestión de tiempo, pero si lanzamos ataques brutales contra ellos, como el que tú planeaste, confirmaremos sus prejuicios y nos odiarán todavía más.
—Hay algo que no entiendo, Elsa —dijo Harnik—. Ordenaste atacar la colonia vegana, porque eras partidaria de una posición de fuerza; sin embargo, ahora te eriges en defensora de los terrestres.
—Surya tiene un predominio militar evidente sobre Utopía y Tierra Unida. Si la guerra se desata, la ganará y extenderá su hegemonía sobre los perdedores. No es un buen escenario para nadie. Sin un contrapeso, el equilibrio de fuerzas se rompe y la tiranía suryana doblegará a toda la humanidad. No podemos permitir que eso ocurra.
Nadie replicó a estas palabras. Todos los allí reunidos tuvieron que huir de Surya a causa de la opresión de las autoridades, y conocían en sus propias carnes lo que aquel gobierno hacía a la gente. Elsa aprovechó aquella fugaz tregua para reforzar su planteamiento:
—Admito que los terrestres son unos esclavistas, y que los utópicos se parecen cada vez más a los suryanos, imponiendo una sociedad clasista basada en el dinero, pero Surya es mucho peor.
—No son peores —dijo Néstor—, son el enemigo. No hay enemigos menos enemigos que otros. La liberación de los errantes no se producirá mientras se permitan los trabajos forzados en las colonias.
—No quiero aburrir a este comité —suspiró Elsa, hastiada—. Ya conocéis mis argumentos y los suyos. Si vais a tolerar que Néstor siga inmiscuyéndome en mis competencias, presentaré mi dimisión.
—Elsa, tranquilízate —le aconsejó Harnik—. No podemos permitirnos el lujo de prescindir de nadie.
—Entonces, solicito un voto de reprobación contra Néstor por su conducta. Y garantías de que no volverá a interferir en mi trabajo.
Los congregados murmuraban entre sí. Néstor no parecía nervioso ni alterado, y Elsa se reprendió a sí misma por no mostrar el mismo control sobre sus emociones.
El comité accedió finalmente a votar; con las abstenciones de Néstor y Elsa, como partes implicadas, el resultado fue de tres votos contra el tesorero y dos a favor. La moción había prosperado, pero por supuesto, Néstor no insinuó que fuese a dimitir y continuó imperturbable en su sillón, disfrutando del espectáculo.
Elsa comenzó a sospechar que había perdido el tiempo convocando aquella reunión. Formalmente se le daba la razón —por un estrecho margen—, pero materialmente, las cosas iban a seguir igual; y quien tenía el poder de zanjar aquella disputa ni siquiera acudía.
Para empeorar las cosas, Laina le había puesto al corriente de lo sucedido en Épsilon Indi, y de los lazos de conexión entre la organización y Surya. Todo apuntaba a que Néstor contaba con la aprobación de Brax, y que el ataque a la base militar de Canopus obedecía a una nueva estrategia, enmarcada en la guerra que el gobierno suryano amenazaba con desatar.
Sólo esperaba que Schiavo estuviese teniendo más suerte. Si él fracasaba en descubrir quién estaba detrás de la propagación del virus, la marcha hacia la guerra sería inevitable.
E irreversible.
Kapic abrió los ojos. No reconocía aquel lugar.
Asustado, trató de incorporarse de la cama. Una punzada en el estómago y unas fuertes náuseas le disuadieron de ello. Algo había ido mal. Aquel malestar físico era el típico tras una resurrección. Eso significaba que había muerto.
Examinó sus brazos. No eran los suyos, y aquellas manos eran más pequeñas y arrugadas. Se tocó la carne del antebrazo, fofa y sin musculatura. Al desabotonarse el pijama verde, observó un vello canoso en su pecho, y lunares que le salpicaban el vientre. Palpó en la cabecera de la cama hasta hallar el pulsador.
Schiavo acudió a la llamada.
—¿Qué sucedió en el bar? —dijo Kapic, frotándose la cabeza, confuso—. Recuerdo que entramos ahí, pero…
—Discutiste con el camarero y te pegó un tiro. Por fortuna, tu implante raquídeo quedó intacto.
—¿Qué le dije para que reaccionara así?
—Nos tendieron una encerrona. Estaba sobre aviso de nuestra llegada.
—Dame un espejo.
—¿Qué?
—Quiero ver qué cara tengo.
Schiavo le acercó uno. Kapic no quedó muy satisfecho con su nuevo rostro.
—Soy más viejo y feo.
—Sigues siendo tan feo como antes.
—¿No podías haber encontrado un cuerpo mejor?
—Habría sido de mujer, pero pensé que no te sentirías cómodo en él.
—Quiero salir de aquí. ¿Cuánto tiempo tengo que estar en esta cama?
—El médico dice que unas dos o tres horas.
—Muy bien. Luego volveremos a Pontaubert y ajustaremos cuentas con ese individuo.
—Antes tenemos que localizar la empresa que diseñó los nanomeds que matan a los suryanos. Era nuestra misión original, ¿recuerdas?
Kapic asintió.
—Mientras los médicos se ocupaban de ti, he estado investigando —prosiguió Schiavo—. La empresa realizaba trabajos para el departamento de armas biológicas del ministerio de Defensa.
—¿Y qué más?
—Tengo localizado al ingeniero genético jefe. Se llama Georges Charon, vive cerca de Pontaubert, en una urbanización de clase alta, y tiene un chalé con zoo privado.
—Así que un excéntrico. ¿Seguro que es el que buscamos? Atraer la atención de los vecinos no parece muy inteligente.
—Colecciona ejemplares alterados. En una ocasión se le escapó una pantera, que estuvo paseándose por las calles hasta que el vigilante de seguridad la abatió a tiros. Charon le denunció y ganó el pleito: la pantera era mansa como una oveja, y su dueño tenía los permisos en regla.
—Nos encargaremos de él —Kapic reflexionó—. ¿Sigue su empresa aceptando encargos del gobierno?
—Teóricamente no, porque las armas biológicas son ilegales.
—Estamos en la Tierra, Schiavo. Aquí sólo respetan la ley cuando sirve a sus intereses.
—Lo sé, y el embajador suryano comparte tu postura. No se cansa de decir a los periodistas que Tierra Unida está detrás del ataque. Si Tahawi lleva razón, el gobierno federal intentará endosarle el muerto a la empresa de Charon.
—Es decir, que la orden de liquidarnos partió de Bruselas.
—No lo sabemos. Cuanto más investigo, peor pinta tiene esto. Espero que cuanto tengamos a Charon en nuestras manos, salgamos de dudas.
—Si no se nos adelantan y su cabeza acaba colgada como trofeo en algún despacho —añadió Kapic, sombrío.