—Ahí está otra vez.
El capitán Rift subió el volumen de la radio, para que Joris y Damián escuchasen la transmisión. Era la misma que venían escuchando desde hacía media hora: una llamada de socorro que se repetía a intervalos de dos minutos, enviada supuestamente por un oficial del carguero comercial Suez. Nada de qué alarmarse, de no ser por un pequeño detalle.
El Suez llevaba desaparecido cuarenta años.
—No pueden seguir vivos —decía Damián, buscando en vano en la pantalla la silueta de la nave; los intentos del radar por localizarlo eran inútiles—. Es imposible que hayan sobrevivido en el Limbo durante tanto tiempo. Sus provisiones les durarían como mucho tres meses.
—La tripulación podría estar hibernada —dijo Rift.
—El Suez no llevaba a bordo cámaras de hibernación. Estudié bien el caso.
—¿Estudió el caso? —Rift arrugó aún más, si cabe, su cuarteada frente.
—Markab ha enviado un par de naves al interior de la nebulosa. Ambas misiones fracasaron. Yo hice el seguimiento de la última de ellas.
—Ahora entiendo la insistencia de Markab en que nos acompañases —intervino Joris.
—Sí, creo que alguien desea secretamente que no vuelva —Damián dibujó una sonrisa torcida.
Rift miró con recelo a Damián.
—¿Qué les sucedió?
—No lo sabemos. Las naves que entran en esta nebulosa no pueden comunicarse por radio cuántica con el exterior.
—Eso nos incluye a nosotros —apostilló el capitán, sombrío.
—Sí, pero yo no me preocuparía mucho. El Nereida dispone del mejor escudo antirradiación del mercado. ¿No es así, Joris?
—Bueno, los suryanos han entrado y salido del Limbo varias veces —dijo el tricéfalo.
—No entiendo para qué querría nadie entrar aquí —Rift sacudió la cabeza.
—Si lo que se cuenta de los suryanos es cierto, la razón es evidente —dijo Damián—. Los secretos de la civilización krenyin están guardados en algún lugar de la nebulosa, y por alto que sea el riesgo, la recompensa lo merece.
—¿Incluso a costa de vidas humanas? —replicó Rift—. Este lugar se ha tragado docenas de naves espaciales, y hasta ahora, lo único que han encontrado aquí ha sido muerte.
—Para ser capitán, es bastante asustadizo.
—Yo acepté esta misión voluntariamente; no me obligaron a embarcar a punta de pistola, como a usted.
—Eh, calma —intercedió Joris—. Confiamos en usted, capitán. No creo que haya otra persona más preparada para llevar esta misión con éxito.
—Los que estaban más preparados, renunciaron —dijo Rift—. Fueron más listos que yo.
—La gloria no es para los pusilánimes —dijo Damián—. Ya se arrepentirán de haber rechazado cuando nos vean volver.
Rift entendió perfectamente por qué en Markab estaban ansiosos de deshacerse de aquel tipo.
—Mirad —dijo Joris, señalando la pantalla panorámica—. Hay algo ahí fuera.
—¿Seguro? —preguntó Rift, escéptico—. El escáner no capta nada.
—Está ahí. ¿Puede amplificar la imagen?
Rift así lo hizo. Una silueta parpadeante se difuminaba entre el gas ionizado y las descargas que relampagueaban en el exterior.
—Deberíamos enviar una sonda antes de acercarnos a investigar —sugirió Joris.
—Es una buena idea —asintió Rift, tecleando en su consola.
—Eh, un momento, no podemos perder el tiempo en eso —objetó Damián—. Nuestra misión…
—Si hay personas a bordo del Suez, nuestro deber es auxiliarlas —dijo Rift.
—Ya le he explicado que ahí no puede haber nadie vivo.
—Podrían estar hibernadas.
—¿No ha oído lo que le he dicho antes? El Suez carecía de cámaras de estasis.
Rift intercambió una mirada con Joris, y liberó una sonda automática que se dirigió al encuentro con el carguero.
Apenas se alejó un par de kilómetros del Nereida, la transmisión se pobló de interferencias. Rift tuvo que procesar y amplificar la señal para tratar de eliminar los ruidos parásitos, pero conforme la sonda incrementaba la distancia, la señal se debilitaba.
Las primeras imágenes del Suez aparecieron en la pantalla. El buque había sufrido daños a estribor y se apreciaba en esa zona un hundimiento del casco, tal vez el impacto de un pequeño meteorito, pero por lo demás, la nave no presentaba daños estructurales graves.
—Siguen sin responder —dijo Rift—. Y la sonda está transmitiendo en todas las frecuencias federales.
—Se lo dije; ahí dentro no queda nadie vivo —contestó Damián—. Estamos perdiendo el tiempo.
—¿Puede conseguir que se acople a la escotilla de amarre? —preguntó Joris.
—Espero que sí —Rift envió la secuencia de comandos al ordenador de navegación de la sonda.
A pesar de las interferencias, el aparato recibió las instrucciones. Sus pequeños cohetes laterales le hicieron girar ciento ochenta grados, y desplegó las abrazaderas. El casco del Suez llenaba ya toda la pantalla.
—La telemetría de la sonda no funciona —dijo Rift—. No hay lecturas de aproximación, y el sistema de guiado las necesita para acoplarse.
—Deje que la sonda utilice solo la orientación visual —sugirió Joris.
—Probablemente conseguiremos que se estrelle contra el casco.
—Nos arriesgaremos. Aún nos quedan otras cuatro.
—Las sondas son propiedad de mi compañía —dijo Damián—. Eso me da derecho a decidir si deben ser malgastadas.
—El capitán es el único que tiene potestad para decidirlo —replicó Joris—. Haga lo que estime más conveniente, Rift.
—Sin guía telemétrica, ese cacharro es chatarra —murmuró el capitán—. Bueno, tampoco perdemos nada si se hace trizas.
—Destrozará la zona de amarre del Suez —dijo Damián, en un intento desesperado por imponer su criterio—. ¿Eso no le importa?
Pero la sonda se había situado sobre la escotilla, y era tarde para dar marcha atrás.
La cámara de televisión dejó de transmitir imágenes. En un principio creyeron que los temores del capitán se habían hecho realidad, pero en la pantalla del Nereida seguía apareciendo su sombra al costado del carguero.
—La cámara ha dejado de funcionar por una sobrecarga —Rift seguía enviando comandos.
—Qué fácil es tirar dinero a la basura cuando no es de uno —le aguijoneó Damián.
—Tal vez debiéramos mandar otra.
—¿Qué? No hablará en serio.
—Podríamos haber tenido mala suerte.
—No sé —Joris se acarició la barbilla—. Nos harán falta más adelante, y… —miró fijamente la pantalla.
—¿Ha visto algo? —inquirió Rift.
—Mueva el campo de visión hacia la izquierda. Sí, un poco más. Ahora… No es posible.
—¡Vamos a chocar! —gritó Damián.
Rift tomó el control manual del timón e imprimió un violento giro para evitar estrellarse contra una enorme nave espacial que, de repente, había aparecido frente a ellos. Joris pudo sujetarse a tiempo, pero Damián, más lento de reflejos, cayó de bruces y se golpeó la frente.
Rift trataba de averiguar qué había pasado. Niit entró al puente, alarmada por el brusco movimiento de la nave, y preguntó qué sucedía.
—Hemos chocado —dijo Joris—. O no —miraba confuso la pantalla. No había rastro de la nave que acababan de ver—. ¿Qué ha pasado?
—Me gustaría saberlo —respondió Rift.
—¿Chocado? —exclamó Niit—. ¿Contra qué?
—El casco no presenta daños —incrédulo, Rift estudiaba los datos que surgían en los monitores—. Ni un rasguño. Eso significa que no ha habido colisión.
—¡Pero esa nave estaba frente a nosotros! —dijo Damián—. ¡No puede haberse evaporado!
Rift tuvo un presentimiento y activó la cámara de popa. Ahí estaba.
—La hemos atravesado —dijo.
—¿Está loco? —le espetó Damián, frotándose la cabeza, dolorido—. Eso es imposible.
—¿Quiere explicarme alguien qué está pasando? —insistió Niit.
—Es como si la nave estuviera hecha de niebla —murmuraba el capitán—. Claro, ahora lo entiendo.
—¿El qué?
—Ahora entiendo por qué la telemetría de la sonda no captaba nada. El Suez no es un objeto sólido, por eso no aparecía en el radar; y por la misma razón no hemos detectado la nave que ha aparecido frente a nosotros. El Nereida puede esquivar sin intervención humana cualquier obstáculo que se interponga en su camino, siempre que tenga existencia real, claro.
—Todos hemos visto al Suez y a esa… esa cosa contra la que íbamos a estrellarnos —dijo Damián, nervioso—. ¿Qué trata de insinuar? ¿Que hemos pasado a través de un fantasma?
—No tengo nombre para describirlo —reconoció Rift, volviéndose hacia Joris—. Usted es astrofísico. Explíquenoslo.
—Que sea astrofísico no implica que tenga respuesta a todas las preguntas —dijo el tricéfalo.
—¿Entonces, por qué te incluyeron en la misión? —protestó Damián—. Se supone que eres el experto.
—Por si no os habéis dado cuenta, estoy aquí y aguardo una respuesta —insistió Niit.
Joris le puso en antecedentes de lo que había sucedido, y la mujer se acercó a la pantalla para estudiar las imágenes de la nave que acababan de atravesar. Niit recordó las enigmáticas frases de los narvales acerca del Limbo, y dudó si le convendría compartirlas con sus compañeros.
Intuyendo que Niit les ocultaba información, Joris le preguntó si sabía algo que ellos deberían conocer.
—Cuando le pregunté a Tayalore por qué se extinguieron los krenyin, habló de la luz del infinito.
—Continúa.
—Estaba relacionada con algo que los krenyin realizaron en su mundo.
—¿Un experimento?
—Es posible. La desaparición de los krenyin coincidió en el tiempo con una elevación de la mortandad entre la población de narvales. Tayalore se refirió a ese suceso como la gran muerte.
—Eso está muy bien —interrumpió Damián—, pero ¿qué tiene que ver con las naves fantasma? ¿Acaso los espíritus de los krenyin vagan por la nebulosa?
—El Suez es un carguero de fabricación humana —le recordó Joris—. Y estoy casi seguro de que la nave que se cruzó en nuestro camino tenía el mismo origen. No, aquí no habita ningún espíritu. Se trata de un fenómeno físico, una huella dejada por las naves que se extraviaron en la nebulosa.
—¿De qué demonios estás hablando? —exclamó Damián.
—Es evidente que este lugar recuerda a quienes le visitan. Tengo que consultar en mi biblioteca si existen precedentes, pero hasta que no salgamos del Limbo no estaré seguro. La radio de lazo cuántico no funciona aquí.
—Así que, al final, hay algo de verdad en las leyendas que circulan sobre el Limbo —dijo Rift.
—Todas las leyendas tienen un poso real —asintió Joris.
—Pero ésta tiene más que un poso —declaró Rift, sombrío—. Desgraciadamente para nosotros.
El fracaso de la operación militar en Épsilon Indi infligió un duro golpe a la moral de la alianza entre Utopía y la Tierra. Su fuerza de intervención rápida se había mostrado débil e ineficaz para enfrentarse a un enemigo poderoso, que pronto había tomado la iniciativa en la batalla, obligando a los aliados a situarse a la defensiva.
Se conocía desde hace tiempo que existía cierta colaboración entre Surya y la Tercera Vía: los miembros de esta última realizaban los trabajos que el gobierno suryano no deseaba encomendar a sus propios funcionarios, como el secuestro de disidentes y su transporte a cárceles de pensamiento que, oficialmente, no existían. Al tratarse de un asunto interno de los suryanos, la Tierra y Utopía poco podían, o querían, hacer. Sin embargo, en Épsilon Indi se había descubierto un nutrido contingente de naves suryanas, cerca de la zona donde la Tercera Vía ocultaba un almacén de armas. Si Surya vigilaba las bases de una organización terrorista que extorsionaba y atacaba las colonias de las potencias vecinas, éstas no tenían otra opción que declarar la guerra.
Pero no era una decisión fácil de tomar. Los representantes de la Tierra en el consejo aliado se oponían a declarar las hostilidades hasta no reunir más pruebas. Puede que la flota suryana estuviese de paso en Épsilon Indi; al fin y al cabo, no se hallaba en la órbita de la luna donde la Tercera Vía ocultaba su arsenal, y si se precipitaban, cometerían un error de consecuencias incalculables.
En el fondo de aquellas objeciones latía un profundo temor al poder militar de Surya, avalado por una exitosa historia de expansión que había relegado a la Tierra a un papel secundario.
Había pasado mucho tiempo desde que las primeras sondas humanas, construidas dentro de pequeños asteroides en el cinturón cometario de Kuiper, abandonaron el Sistema Solar rumbo a las estrellas. Un viaje de décadas, de siglos, que ningún cuerpo humano habría aguantado. Pero si el hombre no llegaba a las estrellas en cuerpo, llegaría en alma. Miles de conciencias humanas digitalizadas vivieron en aquellas naves roca y durante el viaje construyeron, a partir de los metales de los asteroides, las máquinas que necesitarían en su punto de destino.
Durante la primera etapa de la expansión, el límite de la velocidad de la luz impedía una comunicación fluida entre los distintos asentamientos, que se desarrollaron de modo casi independiente. Fue una etapa de prosperidad y libertad, en la que los errantes vivieron sin interferencias ajenas. Todo eso cambió cuando una de las colonias, gobernada por una inteligencia artificial llamada Varuna, descubrió un yacimiento alienígena en Tau Ceti y adquirió la tecnología del motor de salto, situándose en ventaja estratégica frente al resto de colonias, que a partir de ese momento quedaron subordinadas a Varuna. El recién nacido régimen suryano garantizó una comunicación fluida de personas y mercancías entre las colonias, y la Tierra nada podía hacer para disputarle su dominio porque aún seguía en la prehistoria del viaje espacial.
Varuna pudo haber usado el motor de salto en beneficio de los errantes, pero aquella IA, amalgama de múltiples conciencias canibalizadas a lo largo de décadas, estaba obsesionada por mantener un férreo control sobre sus dominios. Conocía bien la historia de la humanidad y sabía que las colonias pronto reclamarían la independencia, y tendría que sofocar los intentos de secesión mediante la fuerza. En su nuevo Estado integral, la guerra no tenía cabida; era una vergonzosa herencia humana causada por el instinto territorial de los mamíferos, quienes a su vez lo heredaron de los reptiles.
Pero mantener las colonias unidas sin guerra sería difícil, a menos que controlase a los opositores a su régimen, se anticipase a las conspiraciones y las abortase antes de que viesen la luz. Pronto, el Estado nacionalizó las clínicas de resurrección, bajo la excusa de proporcionar a los ciudadanos el acceso a la vida eterna de forma barata. La realidad era muy distinta. Varuna quería realizar su máxima: convertir al enemigo en un aliado, cambiando su mente si es preciso, y para ello necesitaba controlar la industria de los implantes cerebrales y las granjas de cuerpos para la resurrección. Una vez que las consiguió, el régimen suryano podría extenderse indefinidamente a través del tiempo y el espacio.
Varuna no previó que su mano derecha en el gobierno, Indra, iba a abrir una grieta en su reino monolítico, huyendo junto a un numeroso grupo de errantes a un mundo desconocido. La rebelión fue precedida por la primera expedición a la nebulosa Limbo, a cuyo frente, Varuna puso a quien luego se convirtió en el líder de la insurrección. Indra volvió del Limbo cambiado, o quizá encontró allí algo que le permitió liberarse del código de fidelidad que Varuna imprimía en todos sus colaboradores.
El mundo recién descubierto, a quinientos años luz de la colonia suryana más lejana, recibió el nombre de Utopía, un lugar donde los errantes disfrutarían de aquello que Varuna les negaba, libertad de pensamiento en una sociedad igualitaria. Enclavado en un sistema solar doble formado por una gigante azul y una estrella de neutrones, la única vía conocida de entrada era un portal construido por los krenyin en la órbita del planeta, que Indra puso inmediatamente bajo su control. Cualquier otro intento de abrir un túnel de salto en el sistema utópico acababa con la desaparición de la nave intrusa, y a velocidades relativistas, la flota de Varuna tardaría cientos de años en llegar allí.
Utopía se convirtió en una fortaleza. La noticia se extendió rápidamente por las colonias suryanas, y las primeras naves de refugiados, pilotadas por los colaboradores de Indra, comenzaron a llegar. Pero éste sabía que aquella isla de libertad era frágil y podría caer en el futuro en manos de Varuna, si se organizaba una sublevación que tomase el control del portal krenyin. Durante los primeros años, Varuna intentó introducir espías entre las naves de refugiados, sin éxito. Indra había sido su mano derecha, conocía sus trucos y había anticipado aquel movimiento. Pero algún día, Varuna sería más listo que él y le asestaría un golpe que no podría parar. Utopía necesitaba un aliado para garantizar su supervivencia futura.
La Tierra.
Los primitivos humanos, encarcelados en su sistema solar natal, agonizaban en una sociedad abocada a la extinción, que había agotado sus recursos naturales. Necesitaban perentoriamente materias primas y un medio de transporte barato y rápido, que hiciese llegar los suministros que la industria demandaba. Utopía les entregó la tecnología del motor de salto para que siguiesen respirando un poco más, pero no fue una ayuda desinteresada.
El gobierno terrestre iba a darse cuenta muy pronto de que ese regalo tenía un precio, y que había llegado el momento de pagarlo.
Zhou Tahawi, embajador suryano ante la federación de Tierra Unida, entró en el despacho del ministro de Defensa y le estrechó fríamente la mano, antes de tomar asiento en el sofá que el político reservaba para las visitas ilustres. El ministro le ofreció café o té, pero Tahawi rechazó. Había solicitado entrevistarse en la embajada con un delegado del ministerio de asuntos exteriores, para transmitirle la nota de protesta del gobierno suryano. Se sorprendió mucho cuando, poco después de realizar su solicitud, recibió una invitación de Jean Berger, titular de la cartera de Defensa, rogándole que asistiese a un encuentro urgente aquella misma tarde en la sede del ministerio en Bruselas.
Tahawi llevaba quince años al frente de la embajada suryana y era la primera vez que el ministro de Defensa solicitaba hablar con él.
—Ésta no es una reunión protocolaria —dijo Berger, ocupando el sillón de piel junto al sofá—, y como ambos tenemos unas agendas muy apretadas, no me iré con rodeos. La Tierra debate en estos momentos si declara la guerra a Surya, y antes de tomar una decisión, queremos escuchar qué tiene que decir su gobierno.
—Los terrestres son muy aficionados a las guerras —dijo secamente Tahawi—. Nosotros no. Jamás hemos tenido una guerra en Surya, y nos gustaría continuar con nuestros asuntos en paz.
—Están colaborando con una organización terrorista que nos ataca reiteradamente.
—Si se refiere al incidente de Épsilon Indi, está en un error. Un lamentable error, debo añadir. La base que el general Ichilov destruyó era nuestra.
—Tenemos pruebas de que la Tercera Vía escondía allí un arsenal de armas.
—Alguien les engañó. Repito: esa base era nuestra, e Ichilov la destruyó sin provocación previa. Obviamente, intervenimos para defender nuestra soberanía.
—Épsilon Indi está desierto. Ninguna potencia posee bases ahí.
—Por razones de seguridad, no divulgamos la localización de todas nuestras bases, señor ministro. Mi gobierno exige que Tierra Unida emita una declaración pública de disculpa, y nos compense por los daños sufridos en nuestras instalaciones. Dieciocho suryanos murieron durante el ataque y ustedes deberán correr con los gastos de la resurrección.
—No habría inconveniente en asumir el error, si lo hubiésemos cometido, pero como he mencionado, embajador, tenemos pruebas de la colaboración entre su gobierno y la Tercera Vía. Un disidente suryano preso en una cárcel de pensamiento nos facilitó la información.
—Las cárceles de pensamiento son un mito creado por su gobierno para desprestigiarnos.
—Podemos llevarle a Hades para que lo vea con sus propios ojos. Serán sólo dos días de viaje.
—Tengo asuntos más urgentes que atender que embarcarme en una excursión a un lugar imaginario. Desde que Surya existe, la Tierra no ha cesado de propagar infamias contra nosotros. ¿Quiere saber quién usa a la Tercera Vía para hacer negocio? Ustedes.
—Eso es falso.
—Ustedes explotan a ciudadanos suryanos en las minas de las colonias de frontera; pagan a los que ahora llama terroristas para que los rapten y los lleven a campos de trabajo. Tienen muy poca vergüenza acusándonos de sus propios pecados.
—Embajador, la esclavitud no es el asunto por el que le he hecho venir.
—Claro que no. Nunca tienen tiempo para hablar de él. En el fondo les repugna, pero no quieren admitirlo porque sus intereses comerciales están por encima de todo. El dinero es la clave de la sociedad terrestre; no les importa ni la vida, ni los derechos humanos, ni nada. Sólo el comercio. Hacen juegos malabares con sus leyes para negarnos la condición de personas porque así incrementan la cuenta de resultados de sus industrias.
—Es muy hábil desviando la atención del asunto que le estaba exponiendo.
—¿Qué quiere saber, ministro? Le he dicho que la base que atacaron era nuestra, pero no me cree, y se niega a admitir que sus colonias realizan tratos vergonzantes con los terroristas. Cuando se contrata a criminales, tarde o temprano se padecen las consecuencias. ¿Creían realmente que podían controlarlos? —cambiando el tono de voz, añadió—: He oído que su colonia en Vega ha sufrido un ataque por parte de comandos.
Berger trató de mostrarse inexpresivo, pero el embajador reconoció la sorpresa en el rostro del ministro.
—Supongo que no ha querido hacerlo público para que no cunda el pánico en la frontera —sonrió Tahawi.
El ministro frunció los labios, preguntándose cómo había obtenido el embajador tan pronto aquella información.
—No llevaría quince años en mi puesto si no tuviese informado a mi gobierno de lo que sucede aquí —dijo el suryano, leyéndole el pensamiento.
—Nunca hemos dudado de su eficacia —respondió gélidamente Berger.
—Me lo tomaré como un halago.
—No avanzamos, embajador. Me temo que este intercambio de acusaciones no hará progresar la paz entre nuestros pueblos.
—Ustedes ya han decidido atacarnos, y han empleado armas prohibidas por los tratados internacionales.
Esta vez, Berger no disimuló su desconcierto y entreabrió la boca.
—¿Cómo?
—¿Va a decirme ahora que no lo sabe?
—¿Que no sé el qué?
Tahawi escrutó detenidamente su semblante, en busca de señales fisiológicas que delatasen que estaba fingiendo. El ministro, incómodo por aquel examen, consultó su reloj para darle a entender que el tiempo de la reunión se agotaba.
—Setenta y cinco muertos en nuestras bases de Rigel, Betelgeuse y Régulus, pero la cifra va en aumento —dijo el embajador—. Las autopsias han confirmado que la causa del fallecimiento es un producto nanomédico fabricado en la Tierra, y difundido deliberadamente entre nuestra población.
—¿Está seguro de que esos nanomeds han sido fabricados aquí?
—Completamente. Las compañías terrestres utilizan marcadores especiales en sus códigos de diseño, perceptibles al microscopio electrónico.
—Aunque así fuera, eso no relaciona a mi gobierno con el fabricante. En la Tierra rige una política de libre mercado; no tenemos comisarios en cada empresa para controlar lo que producen.
—Con el resultado de que han violado el tratado de prohibición de armas biológicas. Bien intencionadamente, bien por desidia, el caso es que por su culpa mi gobierno se enfrenta a una crisis sanitaria de consecuencias gravísimas que, curiosamente, coincide con la alianza militar de la Tierra con los separatistas de Utopía. Y aún se atreve a decir que nosotros buscamos la guerra.
—No puede hacer responsable a mi gobierno de lo que hagan los ciudadanos. La libertad individual…
—La libertad individual no le servirá de escudo para evadir la responsabilidad de sus autoridades. Nuestro pueblo detesta la guerra, pero si es preciso, recurrirá a ella en legítima defensa —Tahawi se levantó—. Mi gobierno me ha comunicado que disponen de cuarenta y ocho horas para entregarnos a los culpables.
—Embajador, creo que la historia de la epidemia que me ha contado es una cortina de humo para encubrir los vínculos entre Surya y la Tercera Vía.
—Buenas tardes, ministro.
Tahawi regresó a la seguridad de su embajada. Aquella tensa reunión le había crispado los ánimos, y durante una hora se encerró en su despacho a meditar sobre el giro que tomarían los acontecimientos. No se sentía bien con algunas de las respuestas que le había dado a Berger. En realidad, no compartía en absoluto el modo en que su gobierno enfocaba aquella situación. El ultimátum de cuarenta y ocho horas crisparía aún más los ánimos de los terrestres, quienes, si tenían alguna duda para entrar en la guerra, se convencerían de que el conflicto armado era inevitable.
Y no lo era. Ninguna guerra es inevitable, salvo para los imbéciles, que conceden más valor al lenguaje de las balas que al de las palabras.
Llamaron a su puerta. Linyou, su secretario particular, pidió permiso para entrar.
—Puedo volver en otro momento —dijo con hilo de voz.
—Pasa. ¿Hay novedades?
—Sí, embajador. He consultado todos los archivos sobre nuestras colonias secretas. No hay ninguna en el sistema Épsilon Indi. Nunca la ha habido.
—¿Estás seguro?
Linyou asintió.
—No me sorprende —dijo Tahawi.
—¿Cómo dice?
—Sabía que era una mentira urdida por nuestro gobierno.
—No sería la primera vez —Linyou se ruborizó—, si se me permite decirlo.
—Si ahora estuviésemos en casa, tendría que informar de tu actitud irreverente —Linyou se puso tenso, y Tahawi sonrió—. Pero estamos en la Tierra, y aquí necesito colaboradores que piensen por sí mismos.
—Entonces, la relación entre nuestro gobierno y los terroristas es cierta.
—Me temo que sí, pero por supuesto, lo negaremos tantas veces como sea necesario. Los terrestres jamás deben descubrirlo. Están en juego nuestras vidas presentes y futuras, Linyou.
—Creo que ya lo han descubierto.
—Infundí en el ministro una duda razonable. En estos momentos él piensa que les atrajeron a una trampa y que les han utilizado. Un razonamiento que podría ser cierto, desde otro punto de vista.
—No entiendo.
—Desde luego. Por algo yo soy el embajador y tú, mi fiel secretario —se burló Tahawi—. Cuando la guerra comience, nuestro gobierno podría llamarme a consultas o cerrar la legación para siempre, eso si antes alguien no prende fuego al edificio. Nuestros días en la Tierra están contados.
—¿Tan grave es la situación? Yo creo que a los terrestres se les podría disuadir. Siempre nos han tenido miedo, y ésa es una baza a nuestro favor.
—El miedo empuja a cometer barbaridades a las personas, Linyou. Si sobrevaloran la amenaza, se convencerán de que queremos destruirlos. Nos consideran máquinas con forma humana, y la literatura terrestre está llena de historias horribles sobre enfrentamientos entre hombres y máquinas. A fuerza de repetirlas se las han creído.
—Pero no pueden hacernos daño. Nuestro desarrollo tecnológico es superior.
—Tuvimos suerte, Linyou. Expoliamos las tumbas de culturas que navegaban entre las estrellas mientras en la Tierra resolvían los conflictos a pedradas. Aunque esas civilizaciones han desaparecido, nos han dejado sus juguetes. Los usamos, los replicamos, pero ignoramos cómo funcionan muchos de ellos, de modo que no te dejes engañar por nuestro supuesta tecnología superior. Somos pigmeos a hombros de gigantes.
—Tal vez seamos pigmeos, embajador, pero mientras tengamos esos juguetes y los terrestres no, la superioridad militar será total. Los terrestres ya saben que tenemos armas para colapsar puntos de salto, y están asustados. La flota de Ichilov habría sido aniquilada en Épsilon Indi sin posibilidad de escape, de haber durado unos minutos más la batalla.
Escuchando a Linyou, Tahawi sintió escalofríos. Había oído ese discurso prepotente en boca de algunos políticos suryanos, que apelaban a la superioridad de la raza y miraban a los terrestres como un anacronismo a superar. Era inquietante que el lenguaje actual de su gobierno bebiese de aquella oratoria desquiciada, que tanto dolor y muerte había causado a la humanidad en el pasado. Pero Linyou era joven y fácil de impresionar por el ideario imperialista, que situaba al pueblo suryano en la cúspide de la evolución, reservándole la gloriosa misión de dominar el universo.
Le gustaría saber si las civilizaciones que les precedieron se habían extinguido tras secundar los delirios megalómanos de sus líderes.
Los datos facilitados por Vargas condujeron a Schiavo y Kapic a la ciudad de Pontaubert, en la Borgoña francesa. En las afueras debían hallar una fábrica clandestina de biotecnología. Algunos de sus técnicos trabajaron en el pasado para el ejército, pero tras la firma del tratado de prohibición de armas biológicas, perdieron sus empleos, junto con otros cientos de ingenieros genéticos contratados por la administración.
Y ahora se ganaban la vida como podían.
Los laboratorios estaban bien camuflados, tanto que fueron incapaces de encontrarlos pese a que recorrieron una y otra vez las calles del polígono industrial de la ciudad. No había indicativos en las avenidas, ni números, y pocas eran las industrias y almacenes que tenían letreros en la fachada. Ciertamente, aquella empresa había elegido el lugar idóneo para ocultarse.
Preguntaron a un camionero que acababa de aparcar su vehículo frente a un almacén que tenía los cristales rotos. El camionero quiso saber de dónde venían y quién les enviaba, pero no quedó convencido de las explicaciones de Kapic, pues tras dudar unos segundos, manifestó que no conocía ninguna empresa de ingeniería genética en Pontaubert.
Realizaron tres intentos más: con un empleado que salía de una fábrica, con un ejecutivo que paseaba por allí, y con un albañil que reparaba los daños de una fachada. De sus vacilaciones seguidas de negativas parecía que no quisiesen hablar por temor a que fueran policías. Aquel polígono industrial era un enclave de negocios turbios, y la presencia de extraños no se acogía con simpatía. No obstante, y tras una generosa propina, el albañil les dio el nombre de una cafetería del centro de la ciudad, donde podían realizar contactos comerciales.
Hacia allí se dirigieron. El local estaba bastante tranquilo a aquella hora de la tarde. Ocuparon dos taburetes en la barra y pidieron hablar con el encargado. La televisión emitía en esos momentos un informativo especial. El Gobierno de Bruselas había cancelado los permisos del personal militar, se embarcaban tropas en los espaciopuertos y los ascensores orbitales estaban cerrados al tráfico civil.
—Llevan con esa mierda todo el día —dijo el camarero—. Espero que el gobierno no se eche atrás y mate a todos los fiambres.
—¿Tienes algo en contra de los errantes? —dijo Kapic, ignorando el gesto de Schiavo para que no le siguiese el juego.
—Cada vez vienen más a la Tierra, a quitarnos el trabajo. La policía hace la vista gorda; aunque no sean personas, hace falta mano de obra barata. Si su sociedad funciona tan bien como dicen, ¿por qué vienen aquí? Que se larguen a su puto mundo; no nos hacen ninguna falta.
—Si tuvieran otra opción, te aseguro que no vendrían aquí a tratar con tipos como tú.
—No le hagas caso —intervino Schiavo—. Mi amigo estuvo liado con una errante. Es un pervertido.
El camarero sonrió, dirigiéndole una mirada cómplice a Schiavo, y prosiguió:
—Han dicho que varios planetas de fiambres están afectados por un virus mortal. Espero que no quede ni uno. Dios les ha enviado la plaga para borrarles del mapa —escupió al suelo—. Igual que ese virus que atacaba a putas y maricones, cómo se llamaba… —sus mohosos conocimientos de historia precolonial se negaron a salir del sótano—. Bah, es igual. Son conciencias de gente muerta dentro de cuerpos humanos. Es asqueroso, antinatural y…
—¿Va a tardar mucho tiempo el encargado? —Schiavo observaba por el rabillo del ojo que la paciencia de Kapic se colmaba—. Tenemos prisa.
—Son zombis chupasangres; el Creador asigna un tiempo limitado a cada hombre y no podemos añadir más arena al reloj: cuando se agota, te mueres —la alegoría no debía ser suya, pensó Schiavo; seguramente el camarero la recordaba de algún sermón televisivo—. ¿Creen los fiambres que son superiores a Dios? ¿Que pueden vencer a la muerte? Sólo una persona en la historia resucitó de entre los muertos, y fue Cristo.
—¿No lo clavaron en una cruz antes de eso? —Kapic se levantó del taburete—. ¿Es así como tratáis a los que son diferentes?
—No serás un fiambre, por casualidad.
—¡¡Y si lo soy, qué!!
—Kapic, no alces la voz.
Su amigo no le hizo caso y agarró al camarero del cuello.
—¿Vas a empalarme a mí también? Vamos, dímelo a la cara, valiente.
—Sueggg…teme —el rostro del camarero se amorataba.
Schiavo se interpuso entre el hombre y Kapic, obligando a éste, tras un forcejeo, a soltarlo.
—Voy a ver al encargado —gimió el camarero, frotándose el cuello, y desapareció en una habitación detrás de la barra.
—¿Te has vuelto loco? —recriminó Schiavo a su amigo—. La vas a fastidiar.
—Volvamos a casa. No soporto otro día más en la Tierra.
—Permaneceremos aquí todo el tiempo que sea necesario. Esta misión tiene prioridad absoluta. Ya escuchaste el mensaje de Elsa.
El camarero regresó, y se quedó mirando a Kapic.
—¿Y el encargado? —preguntó éste—. ¿Dónde está?
—Me ha dado un recado para vosotros.
—¿Y a qué esperas?
El camarero sacó una pistola y le disparó un tiro en la frente. Kapic cayó fulminado al suelo. Schiavo sacó rápidamente su arma, abortando el intento del camarero de repetir el disparo.
—Fuera de mi local, y llévate a ese montón de mierda contigo. Si vuelves por aquí, te mataré.
—Vargas te avisó de que veníamos de camino, ¿verdad? —Schiavo no se quedó a oír la respuesta. Cargó con el cadáver de su amigo y lo sacó de allí.
No se molestó en avisar a la policía; las posibilidades de que el camarero fuera a prisión eran pequeñas, dado que la legislación terrestre no consideraba seres humanos a los errantes.
El camarero no había disparado al corazón o algún otro órgano vital; sabía que los errantes podían ser resucitados en otro cuerpo, si se rescataba intacto el implante raquídeo alojado en la base craneal. De no haber frustrado Schiavo sus intenciones, le habría destrozado la cabeza a balazos para dañar el implante. A Kapic no le gustaba conservar copias de seguridad de su cerebro fuera de su cuerpo, por temor a que alguien se hiciese con ellas; de modo que si aquel disparo le había dañado el implante, no volvería a la vida.
Introdujo el cuerpo en el maletero del vehículo que había alquilado, y antes de cerrar envolvió su cabeza con un trapo. Tenía que llevarlo a una clínica de resurrección que fuera segura. Aquellos negocios solían llevarlos errantes, y la organización disponía de algunos contactos que le podrían ayudar.
Arrancó el coche y se preguntó si habría variado el resultado de haber mantenido Kapic la boca cerrada. Puede que no, pero tanto si Vargas era el culpable como si Kapic había sido asesinado por la furia irracional de un terrestre, Schiavo se prometió que acabaría volviendo a Pontaubert a concluir la misión.
Y a darle al animal que había matado a su amigo lo que se merecía.