Joris tuvo que zarandearla dos veces para que saliese de su profundo sueño. Niit llevaba nueve horas durmiendo y podía haber seguido unas cuantas más si no hubiese sido despertada.
—¿Qué ocurre? —se restregó los ojos y bostezó.
—Me dijiste que te avisase si el espacio comenzaba a arder a nuestro alrededor.
La mujer hizo una mueca.
—No veo ningún incendio.
—Deberías mirar al exterior.
—¿Dónde hay una escotilla por aquí cerca?
—No hay escotillas. Tendrás que mirar a través de una de las pantallas del puente.
Niit se arregló el pelo y advirtió que llevaba la ropa hecha un desastre. Luego, reparó en la hora que era.
—¿Por qué no me despertaste antes? Van a creer que he venido aquí a dormir.
—Te vi tan cansada que pensé que te haría bien. Trabajáis mucho en Sedna.
—En eso te doy la razón —Niit sacó una camiseta y unos pantalones limpios de su bolsa de viaje. Joris la contemplaba fijamente, y notó que la miraba de forma distinta—. ¿Te importa darte la vuelta?
—Oh, sí, perdón.
Niit se cambió de ropa y, sin poderlo evitar, se fijó en el firme y apretado trasero de Joris. Por Dios, qué estaba pensando. Llevaba demasiado tiempo sin acostarse con un hombre; justo desde que rompió con Ángel, y de eso hacía ya un año.
Pero ¿qué había de malo en mirar un poco? Mientras se ponía la camiseta reparó en las anchas espaldas de su compañero de cuarto. Bueno, había sido una suerte que le hiciese compañía él, y no el fofo y desagradable de Damián. Joris tenía un físico escultural, su mente compuesta tuvo buen gusto al elegir aquel cuerpo para habitarlo. O quizá lo eligió el componente femenino y los otros se limitaron a asentir.
De acuerdo, había una mujer allí dentro, pero también dos hombres, y los rasgos masculinos de Joris eran, más que evidentes, ostentosos. Se fijó en que ahora llevaba una camiseta más ceñida al cuerpo, que remarcaba sus músculos, gruesos y tensos como cuerdas de guitarra.
—Ya puedes volverte. ¿Estoy más presentable ahora?
Joris la devoró con los ojos, que hablaban por sí solos.
—Tú siempre estás atractiva.
Niit se ruborizó. La adrenalina cabalgaba por sus venas y le gritaba al oído que aprovechase el momento, ya que era evidente que Joris la deseaba. Si el espacio estaba ardiendo ahí fuera, que alguien lo apagase; ella no era bombera.
—¿Vamos al puente? —le recordó el hombre.
Niit vaciló unos segundos.
—Si es tan importante…
—Puedes seguir durmiendo.
—No, ya he tenido bastante. Un poco de actividad me vendrá bien.
Salieron al pasillo. Las paredes estaban cubiertas por un grueso cristal protector, que les separaba de la capa de agua intermedia que rodeaba la nave. Niit se acercó al cristal, pero no vio a los narvales por allí. Tal vez también estuviesen durmiendo, sonrió.
Entraron al puente. Damián hablaba con Rift, el capitán de la nave, y al verla, su obeso jefe cabeceó en señal de reproche. Niit sabía qué palabras iban a surgir de su bocaza antes de que la abriera.
—¿Has dormido bien, querida? No tenemos servicio de habitaciones, pero si lo deseas, podemos arreglarlo para que te sirvan el desayuno en la cama. Eh, te estoy hablando.
Niit observaba la pantalla mural del puente. Joris no había exagerado: el espacio estaba ardiendo realmente alrededor de la nave.
—¿Estamos en el interior de una estrella? —preguntó.
—No —le contestó el capitán Rift, un hombre de piel arrugada y gesto serio—. Saltamos al interior del Limbo en las coordenadas correctas.
—Entonces, ya hemos llegado.
—Todavía no, bonita —dijo Damián—. Esta nebulosa es enorme. Aún nos queda mucho camino por recorrer para llegar a nuestro destino.
La mujer siguió observando el espectáculo que mostraba la pantalla. Zarcillos de luz culebreaban entre corrientes de plasma, formando molinetes y trenzas fluctuantes, que se expandían y contraían como un organismo vivo. Aquello no podía ser un fenómeno natural, pensó. ¿Quién o qué podía haberlo provocado?
—Son como olas en un océano de energía —comentó Joris—. El vacío hierve a nuestro alrededor en forma de partículas que surgen de la nada. Pero el mecanismo de creación-aniquilación no funciona aquí del mismo modo que en el resto del universo. Estamos viendo la espuma cuántica brotando de la textura del espacio, y esto es lo que sucede cuando se acumula en la superficie del mar.
—Una bella analogía —dijo Niit—. Aunque no sé lo que significa.
—Nena, si tuviéramos todas las respuestas, no estaríamos aquí —dijo Damián.
—¿Vamos a permanecer mucho tiempo en la nebulosa? Este lugar me da escalofríos.
—Eso depende de la suerte que tengamos en encontrarlo —contestó Damián.
—¿El qué?
—El planeta natal de los krenyin. O lo que quede de él.
—¿Y qué vais a buscar allí?
Damián guardó silencio. Niit se volvió hacia Joris, molesta.
—Así que él lo sabe, y yo no.
—Tú sólo eres una empleada —le aguijoneó Damián—. ¿Por qué tendríamos que contártelo?
Joris le hizo una seña al hombre para que se callase.
—Damián es un civil, como yo —dijo Niit—. Si se supone que esta misión es militar, no debería estar enterado.
—Tu jefe es el representante de Markab —le explicó Joris—, y la corporación posee los derechos de propiedad sobre los narvales. Markab exigió tener una participación activa en la misión antes de permitir que se subiese a los cetáceos a bordo del Nereida.
—Que conste que no me hacía ninguna gracia venir —subrayó Damián—. Si hubiera podido elegir, me habría quedado en Sedna.
—Los narvales no son animales —alegó Niit—. Poseen una inteligencia similar a nosotros.
—Son unos seres estúpidos que no hacen más que comer y dormir —dijo Damián—. Como tú.
Niit reprimió el deseo de cogerlo del cuello y ahogarlo.
—Ella tiene razón, son seres inteligentes —reconoció Joris—. Pero Markab es titular de la concesión sobre el planeta Sedna, y eso incluye la explotación de sus recursos naturales como estime conveniente. Mientras un tribunal no dictamine que los narvales no pueden ser objeto de comercio, tenemos que respetar las leyes terrestres.
—En ese caso, no sé qué estoy haciendo en el puente. Os dejaré solos para que sigáis con vuestros secretos.
Se retiró a su camarote, pero Joris no la siguió, lo cual la decepcionó un poco. Por alguna razón esperaba que el tricéfalo intentaría apaciguarla y le explicaría algunas de las muchas cosas que no entendía de aquel viaje.
Sacó el maletín de traducción que utilizaba para comunicarse con los narvales y salió de nuevo al pasillo; pero en lugar de volver al puente, se desvió a la izquierda, donde estaban las dependencias de la cocina y el almacén de suministros. Las paredes de la habitación eran transparentes y el burbujeo de las columnas de agua al otro lado del cristal le causaban un efecto sedante. Abrió su maletín y pegó uno de los sensores en el cristal, para que los narvales escuchasen mejor su llamada.
El cuerno delantero de Tayalore apareció por una esquina y repiqueteó en señal de saludo. Poco después asomó el resto de su cuerpo, frotándose contra el cristal. Gema estaba tras él, pero no había espacio suficiente para poder ver a los dos a la vez. Los narvales debían encontrarse bastante incómodos nadando en un acuario tan reducido para sus proporciones.
—Hemos entrado en la nebulosa Limbo —dijo.
—No conocemos ese lugar —respondió Tayalore.
—Está lleno de luz. Una forma misteriosa de energía parece surgir del propio espacio.
Tayalore no contestó. Tal vez utilizaba términos demasiado abstractos para ellos. Niit lo intentó de nuevo:
—Los krenyin vivían en este lugar antes de la aparición de la nebulosa. ¿Conocíais su hogar?
—Uno de nuestra especie lo visitó. Hace mucho tiempo.
—¿Los krenyin lo transportaron a su planeta en una de sus naves?
—Sí.
—¿Qué os contó de lo que vio?
—Hay memorias contradictorias.
Niit no comprendió qué quería decir el narval, hasta que cayó en la cuenta de que Tayalore no había vivido aquellos acontecimientos personalmente, sino que sus congéneres le transmitieron bioquímicamente los recuerdos de la visita al mundo krenyin.
—¿Y bien?
—Pasado un tiempo, ocurrió la gran muerte.
—No entiendo.
—La gran muerte —replicó Tayalore, como si fuera un suceso tan obvio que no precisara explicación—. El fuego brotó del cielo. Muchos de mis hermanos murieron.
Por un momento había creído que se había producido una contaminación, por algún virus krenyin que el narval viajero trajo consigo a su regreso, pero Tayalore apuntaba a un cataclismo que tuvo lugar en las cercanías de Sedna.
—¿Esa gran muerte se debió a algo que los krenyin estaban haciendo en su mundo?
—Sí.
—¿Y qué era?
—La luz del infinito.
Niit se quedó perpleja.
—Quisiera que me contaras más acerca de esa luz.
Tayalore no contestó. Su cuerpo se agitó, nervioso, y la cola chocó contra el cristal. Luego, se alejó con su pareja e ignoró las llamadas de Niit para que regresase.
El motivo lo tenía a su espalda. Joris se hallaba en la entrada de la cocina.
—¿Sabías que un narval visitó el mundo krenyin? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No me pareció que fuese importante.
—Los narvales habrían puesto serias objeciones a venir aquí, de haberlo sabido.
—Entonces, hice bien en mantener el secreto, ¿verdad? —Joris se acercó a ella—. Escucha, Niit, yo no fijo las reglas, y si me pides mi opinión, habría dejado a Damián en Sedna. Su presencia me agrada tan poco como a ti.
—Pero Damián conoce aspectos de esta misión que yo ignoro.
—Los directivos de Markab nos chantajearon: o les dejábamos intervenir, o no nos prestarían ayuda.
—Pero yo también trabajo para Markab.
—Cuéntaselo a tu jefe. Fue Damián quien se opuso a que te informásemos.
—Odio a ese gordo cabrón —murmuró—. Si supieses a cuántos políticos ha sobornado por órdenes de la compañía para conseguir contratos…
—Eh, eh, tranquilízate —Joris se acercó a ella, con una sonrisa seductora—. El pasado de Damián no nos incumbe. Por cierto, ¿cómo te has enterado de eso?
—Tampoco es algo que te incumba.
—Es verdad. Disculpa —Joris envolvió las manos de Niit con las suyas—. Te contaré un secreto, pero no puedes decírselo a nadie.
—Está bien.
—¿Recuerdas lo que te hablé sobre el punto de fractura? Los krenyin lo alcanzaron hace unos dos mil años. La mayor civilización tecnológica conocida se extinguió en su mayor esplendor, y no sabemos aún por qué. Tanto mi gobierno como el vuestro temen que podamos correr la misma suerte en breve. La supervivencia de la especie humana depende de lo que descubramos aquí. Por eso esta misión es tan importante.
—¿No estás exagerando?
—Pero sin los narvales no podemos descifrar las complejas variantes del lenguaje krenyin, y tú eres la única persona en quien ellos confían —Joris siguió acariciándole las manos—. Te necesitamos, Niit. Si ti, esta misión fracasará.
Ella no supo qué responder. Ese momento de indecisión fue aprovechado por Joris para acortar aún más la distancia que les separaba y besarla. La mujer no rechazó el contacto y Joris la estrechó contra sí. El corazón de Niit latía excitado; su cuerpo no quería reprimir más la atracción que sentía hacia aquel hombre, y aunque su mente todavía recelaba de la sinceridad de sus actos, tocó sus brazos, duros y fuertes, y le susurró al oído que continuasen en el camarote.
Joris sonrió, asintiendo; no obstante, en su interior se libraba una batalla en la que una de sus personalidades se resistía a obrar de aquella forma rastrera. Pero se hallaba en minoría.
Los comportamientos de Joris estaban gobernados por las otras dos mentes del grupo, quienes se felicitaban por su audacia.
La fuerza aliada de intervención rápida, al mando del general Maksim Ichilov, saltó un día antes de lo previsto al interior del sistema Épsilon Indi, lugar que la inteligencia militar había seleccionado como primer objetivo a atacar. Estaba compuesta por una flotilla de dos cruceros, un destructor, una fragata y tres corbetas de apoyo; una fuerza exagerada para la misión, pero el alto mando no quería correr riesgos hasta tener más datos acerca de la organización contra la que combatían.
Escondido en una luna sin atmósfera, que orbitaba un planeta rocoso cercano al sol, se encontraba un importante depósito de armas de la Tercera Vía, de importante valor estratégico.
Un barrido de frecuencias detectó transmisiones codificadas en varios canales de radio. Iban a tener compañía, pensó Maksim, mientras observaba a sus fuerzas desplegarse en la órbita de la luna, a la espera de sus órdenes.
Los escáneres de largo alcance detectaron la presencia de una decena de naves a tres minutos luz. No esperaba encontrar una presencia tan numerosa; de la información facilitada por Verkoczy en Hades se desprendía que aquella luna estaba poco vigilada y mantenía silencio radioeléctrico para pasar desapercibida.
Daba igual; podían encargarse perfectamente de aquella decena de naves, si se atrevían a ponerse a tiro. Maksim dio la orden al Concordia, la nave más cercana al objetivo, de iniciar el bombardeo.
Un ramillete de misiles partió hacia la luna. Las cámaras de televisión incorporadas en las ojivas identificaron una construcción artificial oculta en uno de los cráteres cercanos al ecuador. No parecía que hubiese en el satélite más depósitos de armas.
El radar mostró que el grupo de naves desconocidas estaba desapareciendo de la pantalla; seguramente huían presa del pánico, ante la irrupción inesperada de su flota. Los errantes de la Tercera Vía eran muy valientes a la hora de atacar a traición, pero cuando tenían que combatir frente a frente, salían corriendo. Maksim no perdió el tiempo en tratar de localizarlas: destruir el depósito de armas era el objetivo primario de la misión.
Pero Maksim se equivocaba en dos cosas: la primera, aquellas naves no habían huido. Lo comprobó cuando el radar mostró diez puntos luminosos en la retaguardia, aproximándose a su formación.
La segunda, no eran de la Tercera Vía.
Se trataba de naves pesadas: un acorazado, cuatro destructores, dos fragatas, dos corbetas y una nave cisterna. Los comandos de la organización criminal no contaban con buques de gran tonelaje, sino con naves ligeras, maniobrables y de poca carga. Maksim solicitó una identificación de la firma de cada nave al oficial táctico. Ninguna pertenecía a la armada de Utopía o a la del gobierno terrestre. Eso reducía las opciones a una sola.
Eran suryanas.
Allí tenía la prueba de que las relaciones entre la organización de Brax y el régimen de Surya iban más allá del secuestro y transporte de disidentes a cárceles de pensamiento. Mantenían una colaboración militar en toda regla, y eso convertía a la Tercera Vía en un enemigo más peligroso de lo previsto. Cuando el cuartel general aliado tuviese noticia de aquello, la Tierra y Utopía romperían relaciones diplomáticas con Surya, si es que no le declaraban directamente la guerra.
Era prioritario abandonar aquel lugar e informar cuanto antes al almirantazgo.
Dio la orden de salto a sus naves, que se retiraron de la luna para evitar que su campo gravitatorio interfiriese en la creación del túnel cuántico. La más alejada, el Cuzco, un navío del ejército terrestre, acumulaba energía y su motor de torsión comenzó a plegar el espacio a su alrededor. A dos kilómetros de su flanco de estribor, las pantallas mostraron un destello, que identificaron erróneamente como un misil detonado antes de tiempo.
El túnel de salto se había formado, pero el Cuzco no desapareció en su interior. Algo desestabilizó el pliegue de espaciotiempo, y la energía de torsión se transformó en un violento estallido que desmembró la nave y esparció los despojos entre sus compañeras.
El relativo equilibrio de fuerzas se había descompensado en contra de los aliados: seis naves contra diez, y una de las enemigas era un acorazado.
Ordenó a los capitanes del Cartago y el Numancia que lanzasen sus cazas y se enfrentasen al adversario, estableciendo una línea de frente que le impidiese acercarse al resto de la flota. Eso les daría tiempo para formar puntos de salto y abandonar el sistema.
El enemigo utilizó proyectiles de fragmentación para llenar el espacio entre él y la formación de cazas, con cargas explosivas dotadas de movimiento autónomo; a simple vista parecían minas, pero disponían de pequeños cohetes direccionales que las dotaban de amplia libertad de movimientos. Tres de esas falsas minas hicieron explosión sin acertar ningún blanco: formaban parte de un dispositivo de interferencia electrónica, que incapacitó los ordenadores de navegación de un grupo cercano de cazas. Sin poder rectificar su rumbo, quedaron a merced de la inercia, y rápidamente fueron destruidos por las baterías enemigas.
Pero no todo iban a ser malas noticias. El Concordia y el Bolívar había saltado con éxito, y el Nelson acumulaba energía para seguirles. Ichilov contempló el panel táctico con amargura. En cuanto el Oberón abandonase también Épsilon Indi, el Cartago y el Numancia no tendrían ninguna posibilidad de sobrevivir. No se sentía bien dejándolos allí, pero tenía que elegir entre salvar a la mayoría a costa de sacrificar unos pocos, o enfrentarse a una derrota segura. Si al menos hubiera una posibilidad de ganar… Pero estaba aquel acorazado en la retaguardia, aguardando pacientemente. Su tamaño era el doble del Concordia; ni Utopía ni Tierra Unida disponían de una nave de esa envergadura. Se preguntó qué estaban haciendo en un lugar tan poco interesante como Épsilon Indi. En ese sistema no había nada que mereciera la pena.
Ordenó al capitán de la fragata Cartago que se alejase a toda velocidad, lanzase contramedidas para cubrirse y saltase en cuanto hubiese acumulado potencia. Las pantallas captaron dos puntos luminosos dirigiéndose a gran velocidad contra el buque que huía. Al tiempo que los generadores de torsión del Cartago se activaban, los proyectiles enemigos detonaron. Tampoco esta vez acertaron el blanco, aunque Ichilov estaba seguro, después de lo sucedido al Cuzco, que no les hacía ninguna falta. El túnel de salto se abrió durante una fracción de segundo, y parecía que el Cartago iba a ser capaz de salir de allí, pero fue una ilusión pasajera. Un sudario de luz envolvió el buque en un abrazo mortal, reventando su sólido blindaje sin dificultad.
Ichilov lanzó sus propios cazas, que fueron a engrosar el frente de choque que precariamente les separaba de las fuerzas hostiles. Y lo hizo consciente de que aquellos pilotos nunca regresarían a casa. El Oberón se alejó de ellos a máxima velocidad, buscando una distancia segura para activar su motor de torsión. Desde ingeniería le comunicaron que dispondrían de potencia suficiente para saltar en un minuto. Ichilov miraba nervioso las pantallas de radar, en busca de aquellos aberrantes proyectiles suryanos. Con un ojo en los monitores y el otro en el cronómetro, llamó al capitán del Numancia y le dijo que utilizase la barrera de cazas para procurarse un camino de huida.
No pudo escuchar el acuse de recibo de la orden. Del cuerpo central del Numancia brotaba un dorado penacho que se propagó a la zona de motores. El buque se partió por la mitad momentos antes de la explosión de la popa, que desperdigó silenciosamente los restos en el vacío.
Ingeniería le pidió confirmación para ejecutar el salto. Ichilov apartó su atención de la pantalla donde había visto arder al Numancia: tenía que concentrarse en salvar la vida de sus hombres. Volvió a consultar los paneles tácticos; algo se movía a gran velocidad hacia ellos, pero aún quedaba fuera del rango de tiro. Entre tanto, la fuerza enemiga se reorganizaba, y el acorazado al que Ichilov tanto temía se les acercaba como una flecha. O se marchaban de allí ahora mismo, o no tendrían otra ocasión.
Dio la orden. El túnel les tragó en un remolino de vacío, precipitándolos a la nada. En la sinrazón cósmica que hacía posible la vida, la energía podía crearse en cantidades discretas, siempre que un misterioso mecanismo de compensación la aniquilase en la misma proporción. Esas mismas leyes irracionales, que hace quince mil millones de años habían creado el universo —y que algún día lo harían desaparecer— permitían la distorsión del espacio y el viaje entre puntos muy distantes en un tiempo instantáneo. O eso decía la teoría que se enseñaba en la academia. En aquel salto, Ichilov pudo experimentar el paso del tiempo, una imagen de la realidad dilatada, estirada y deformada, que se derretía ante sus ojos como un lienzo de cera caliente. Aunque el tiempo no transcurriese allí dentro, él era consciente de ese instante, y la experiencia le llenó de pánico. ¿Era así como acababan los saltos fallidos? ¿Con sus tripulantes atrapados en un fotograma de realidad? ¿Estaban cayendo al fondo de una singularidad creada por un defecto del campo de torsión, y por eso experimentaba la dilatación del tiempo?
¿O era aquél el verdadero sustrato de la realidad?
Si el universo estaba gobernado por la mecánica cuántica, el tiempo debía mostrarse en paquetes discretos a la escala de Planck. Fragmentos de una película dispuestos en forma secuencial, transcurriendo tan deprisa que nadie se daba cuenta hasta que la película se atascaba. Una vez asistió en un museo al pase de una película de celuloide. Al final de la cinta, el mecanismo se estropeó y los últimos fotogramas ardieron. Quizá estaba asistiendo al final de su propia película, a los últimos instantes en que la magia se rompía por el engranaje defectuoso.
Una luz cegadora inundó el puente de mando. El otro extremo del túnel de salto se había abierto, regurgitándoles como el producto de una mala digestión.
La cinta volvía a pasar frente a la lente, sonrió.
Los ordenadores de navegación calcularon la posición actual. El punto de salida se encontraba alejado tres años luz de lo previsto inicialmente, pero por lo menos seguían vivos. Las pantallas de rastreo no mostraban a sus perseguidores, aunque no había que fiarse; un observador podía calcular por aproximación el punto de destino a partir de la medición del campo de torsión. Era muy difícil, pero si los suryanos disponían de armas de colapso de puntos de salto, seguir al Oberón resultaría en comparación una tarea sencilla.
Solicitó a ingeniería una evaluación de las condiciones para un nuevo salto. El generador se había sobrecargado, y necesitaría como mínimo una hora para volver a estar listo.
Puede que no tuvieran tanto tiempo. Abrió la radio de lazo cuántico y se comunicó con el cuartel general de Canopus. Luego, abatido, se desplomó en su sillón. Habían perdido tres de las siete naves que componían la fuerza de intervención rápida. Y todo en la primera misión de guerra. ¿Sería destituido del mando? Ichilov veía ante sí un futuro sombrío.
Tal vez, además de ser mal padre, fuese un militar incompetente.
Las primeras gotas de lluvia caían sobre la ciudad brasileña de Belo Horizonte. Schiavo y Kapic no le concedieron importancia hasta que, de improviso, las gotas se transformaron en un diluvio que arrastraba hollín y una variada gama de contaminantes en suspensión. Corrieron a refugiarse bajo la cornisa de un edificio, pero sus ropas ya estaban empapadas y, cuando se secasen, quedarían manchadas con cercos de suciedad.
A ambos les fastidiaba visitar la Tierra, aunque la contaminación y la podredumbre era el motivo menor. Los terrestres miraban a los errantes por encima del hombro, como seres inferiores. Un perro tenía para ellos más estima que un humano reencarnado. Externamente era difícil distinguir a un terrestre de un errante, pero los cuerpos de éstos incorporaban a menudo mejoras genéticas o pigmentaciones en la piel para protegerles de la radiación ultravioleta. Aunque era una ventaja, había errantes que renunciaban a estas mejoras para pasar desapercibidos si algún día decidían ir a la Tierra. Las leyes discriminatorias cambiarían algún día, y todos los planetas descubiertos hasta ahora tenían inconvenientes para vivir en ellos. En muchas zonas de la Tierra aún se podía respirar sin mascarilla la mayor parte del año, y eso ya era todo un lujo para los miles de errantes de los mundos de la frontera que deseaban volver al planeta natal en alguna vida futura.
No era el caso de Schiavo o Kapic. Venían a la Tierra estrictamente por negocios, y no se quedarían más que el tiempo imprescindible. Las mayores industrias de biotecnología estaban allí, y las autoridades brasileñas eran permisivas con estas empresas, que reportaban al país cuantiosos ingresos.
Su contacto se llamaba Ernesto Vargas, un traficante de nanomeds que regentaba una clínica ilegal de trasplantes. En la entrada siempre había grupos de indigentes que acudían al negocio de Vargas a vender un riñón, el páncreas o el corazón a cambio de dinero. Si era un órgano vital, se le sustituía por uno nuevo y se le pagaba una suma de dinero. Las prótesis biomecánicas no eran tan buenas como los órganos naturales; por eso el mercado seguía demandando vísceras frescas y el negocio de Vargas prosperaba. Tal vez los órganos biomecánicos que les implantaba no durasen mucho, pero con el dinero que obtenían, comerían caliente unos años, decía el dueño de aquel macabro tinglado.
En el vestíbulo de la clínica encontraron a una treintena de personas agolpadas en una maloliente sala de espera, sin nadie que les prestase atención. Un individuo en el mostrador de recepción veía un partido de fútbol en la televisión mientras bebía una cerveza. Schiavo se dirigió a él y pidió hablar con Vargas. El recepcionista preguntó sus nombres y luego hizo una llamada interna.
Por la conversación que sostuvo, dedujeron que Vargas estaba en su despacho, pero no quería atenderles.
—Se ha marchado —dijo el recepcionista—. Vuelvan mañana.
Schiavo y Kapic se dirigieron al ascensor. Un vigilante de seguridad apareció en el pasillo y les bloqueó el paso.
—No pueden entrar. Márchense.
Kapic lo roció con aerosol paralizante y lo apartó de un empujón. En la tercera planta, donde Vargas tenía su guarida, no encontraron un panorama mejor que en el vestíbulo: había docenas de camillas en los pasillos ocupadas por convalecientes de extracción de órganos. Gemían de dolor y ningún enfermero atendía sus quejas para administrarles calmantes. Pasaron frente a un paciente que llevaba una gasa sucia en el pecho y una bolsa de drenaje rebosante de sangre. En una sala anexa vieron a un par de hombres vestidos con batas verdes, fumando y bromeando. No advirtieron la presencia de Schiavo y Kapic, quienes se dirigieron directamente al despacho de Vargas.
Estaba cerrado. Kapic dio una patada a la puerta y entraron.
No había nadie en el interior. El ordenador de Vargas se hallaba encendido, y había un par de expedientes encima de la mesa. Un cigarrillo a medio consumir en el cenicero evidenció que había salido precipitadamente de allí.
No se libraría de ellos tan fácilmente. Sabían dónde vivía, así que se marcharon a su casa y esperaron en la calle a que regresase.
Vargas no apareció hasta la una de la madrugada. Se situó frente al lector de retina del portal y por un momento se le ocurrió mirar a su alrededor. Cuando vio que se le echaban encima, intentó correr al coche, pero Kapic lo aferró del brazo.
—Vaya, qué sorpresa —dijo Vargas—. No esperaba volver a veros tan pronto.
—Hemos ido a tu pocilga esta mañana —dijo Schiavo.
—Sí, lo sé. Oye, dile a tu amigo que me suelte. Me está haciendo daño —Kapic lo soltó y Vargas se alisó la manga de la chaqueta—. ¿Qué queréis a estas horas?
—Lo hablaremos en tu piso. O si lo prefieres, nos quedamos en la calle y que tus vecinos se enteren de la conversación.
Vargas asintió y entraron en el inmueble. Su vivienda, en la última planta del edificio, estaba decorada con los lujos y banalidades que cabía esperar de individuos como él, pero no tenía criados en la casa ni una esposa que aguardase su regreso. Vargas era un ermitaño desconfiado que disfrutaba en solitario del lucro de las desgracias ajenas.
—La última partida de nanomeds que nos vendiste era defectuosa —dijo Schiavo—. Ya ha causado muertes en Rigel, Betelgeuse y Régulus. Queremos saber quién es tu proveedor.
—Ésa es información confidencial que, como comprenderás, no voy a darte.
—Yo creo que sí.
—¿De verdad? Estáis metidos en un buen lío. Aparecéis en mi clínica, agredís a un vigilante y luego violentáis la cerradura de mi despacho y me robáis un expediente médico.
—No te hemos robado nada.
—Ya se lo aclararéis a la policía. Por supuesto, podemos solucionar este asunto amigablemente.
—La basura que nos vendiste está matando gente. No hay solución amigable que valga.
—Eh, un momento, el negocio es así, vosotros sabéis los riesgos del mercado paralelo. Si queréis comprar mercancía con todas las garantías sanitarias, ¿por qué acudís a mí?
—No te estoy echando la culpa. Lo único que quiero es el nombre de tu proveedor.
—Os propongo un trato. Acabo de adquirir una partida de nanomeds cutáneos, que modifican el color de la piel. Os la dejo a mitad de precio.
—¿Para qué querríamos eso?
—Schiavo, tus clientes son errantes; bueno, vosotros mismos lo sois, aunque externamente no se note mucho, pero la mayoría de los que viven en las colonias poseen una pigmentación especial que les protege del sol. Si algún día quisiesen venir a la Tierra, serían reconocidos, y yo tengo la solución para que no suceda. Los nanomeds se desactivan si el cliente se arrepiente, y la piel vuelve a su color original al cabo de un par de semanas. También tengo tratamientos para modificar las secreciones corporales que podrían delataros.
—Nos estás haciendo perder el tiempo —Kapic lo cogió del cuello.
—Si no nos dices el nombre de tu proveedor, tendremos que llevarte con nosotros —sentenció Schiavo, haciendo una seña para que Kapic aflojase la presión.
—¿Adónde?
—Podemos extraerte esa información de la mente.
—Yo no soy un errante.
—Te implantaremos un nódulo raquídeo en el cerebro.
—Esa operación cuesta mucho dinero. No me creo que…
—Será un viaje largo —Schiavo se levantó y Kapic encañonó al traficante con una pistola—. No tendrás ocasión de hacer ningún numerito en el espaciopuerto. Hemos traído nuestra propia nave.
Vargas se convenció de que hablaban en serio, y sabía por experiencia lo que ocurría en las clínicas clandestinas donde se operaba a la gente. Si le injertaban un trozo de metal en el cerebro que controlase sus pensamientos, probablemente no sobreviviría.
—Hace unos meses, un viajante de una compañía suiza me ofreció un catálogo nuevo —dijo—. Me los dejaba tirados de precio y, claro, no pude negarme. El viajante puso como condición echar un vistazo a mi lista de clientes preferentes. Había oído que vosotros veníais ocasionalmente por mi clínica. Por supuesto, no le di la lista.
—Pero sí le confirmaste que somos clientes tuyos.
—¿Qué había de malo? Él ya lo sabía. Me mostró una gama de nanomeds diseñados para mejorar la calidad de vida de los colonos de la frontera, precisamente los productos que vosotros demandáis. El trato me pareció excelente. Una lástima que sus ingenieros genéticos fueran tan chapuceros.
—Danos su dirección.
—Sólo tengo su teléfono y un número de cuenta donde le ingresaba los pagos. Supongo que con eso será suficiente. Si tu amigo deja de apuntarme con la pistola, consultaré mi agenda.
Les dio lo que le pedían y se despidieron de él, no sin antes advertirle que si la información que les había dado era falsa, volverían a llevárselo.
Aquel asunto empezaba a complicarse. Por las explicaciones de Vargas, se deducía que habían sido usados como parte de un plan para distribuir una partida de nanomeds de efectos letales. ¿Quién podía tener interés en matar a los clientes, ganando apenas un puñado de creds a cambio? Eso no era bueno para el negocio, y para fabricantes y traficantes, el dinero era lo más importante. Si te cargabas a los compradores, el negocio se esfumaba.
Alguien les había utilizado, y no sabían quién era, qué se proponía y por qué les había elegido a ellos como instrumento de su plan.