CAPÍTULO 2

I

Niit retiró la capucha de su abrigo para limpiarse el sudor de la frente. La temperatura aquel día era de unos agradables siete grados; la ausencia de viento, unida a un cielo despejado, hacía más llevadera la jornada.

Los cambios climatológicos en Sedna eran bruscos e inesperados. Un día se desataba una tempestad de granizo y al siguiente salía el sol. Tenían aún que aprender mucho de aquel planeta para ser capaces de predecir las tormentas.

Damián había suspendido el programa de exploración submarina con el batiscafo. La pareja de narvales era su obsesión, y estaba molesto porque los animales se negaban a hablar con él. Niit había salido a pasear por la playa con la excusa de recoger unas muestras, pero la realidad era que quería estar lejos de Damián y tomarse un respiro. La marea había empujado a tierra firme una jugosa variedad de algas y crustáceos, que Niit catalogaba e introducía en contenedores. La mascarilla de oxígeno le causaba picor de nariz y se la tuvo que quitar un instante para rascarse. Comprobó el nivel de su mochila: aún tenía suficiente para dos horas. No tenía intención de volver a la base antes de ese tiempo.

Una persona se acercaba a ella por el otro lado de la playa. Niit presintió que venían a fastidiarle el descanso con algún problema. Se apresuró a guardar en un bote a un cangrejo que trataba de huir, y a etiquetar las muestras que le faltaban por clasificar. Cuando su visitante alzó una mano y la saludó, notó que no se trataba de uno de sus compañeros de la base.

Recordó que alguien mencionó durante el desayuno que un grupo de oceanógrafos se había desplazado desde el archipiélago de Kianda para un reconocimiento. No entendía por qué tenían que venir a Fong Yi; ellos no se metían en su territorio y para compartir datos ya tenían el satélite.

—Hola, nena —dijo el visitante, deteniéndose frente a ella, con la cabeza cubierta por la capucha de su abrigo. Niit identificó al instante de quién se trataba.

—¡Ángel! ¿Cómo… cómo me has encontrado?

—El universo es un pañuelo —sonrió el hombre—. ¿No vas a darme un beso?

—Lo último que supe de ti fue que te buscaba la policía. ¿Cómo lograste que la compañía te contratase?

—Preguntas, preguntas. Estoy aquí, eso es lo que importa —el visitante hizo una mueca de decepción—. Pensé que te alegrarías de verme.

—Me alegro, es solo que…

Ángel la abrazó. Sus mascarillas de plástico entrechocaron, censurando el beso que el hombre deseaba darle instintivamente.

—Corres mucho peligro aquí —dijo ella—. Si alguien en Markab descubre quién eres, te deportarán a la Tierra.

—Me he gastado muchos creds en cirujanos para que no ocurra.

—Yo te noto igual. Quizá la barbilla un poco más larga, y la nariz más gruesa y picuda.

—Niit, no me he operado la nariz —gruñó él, y le mostró sus manos—. Mis huellas dactilares son distintas, y tengo implantes orgánicos en la retina para engañar a los lectores ópticos.

Ángel había cometido una insensatez viniendo a Sedna. ¿Por qué lo había hecho, por ella? Niit se sintió halagada por ese pensamiento, pero a la vez temía las consecuencias que su relación con Ángel le acarrearía, si alguien se enteraba. Su ex novio era activista de la fundación por las libertades civiles en la Tierra, y sus frecuentes choques con los grupos de poder le habían granjeado enemigos. Ángel tenía el defecto de recurrir a métodos poco ortodoxos para conseguir información que comprometía a empresas y autoridades, y eso fue su perdición. La policía encontró la ocasión propicia para detenerle al comprobar que desde el ordenador de su domicilio se accedía ilegalmente a diversas redes corporativas. Fue procesado por robo de información confidencial, extorsión, y media docena de delitos informáticos. Ángel no se presentó al juicio y desapareció. De eso hacía ya un año.

Recordaba que en la última conversación que tuvo con él, le mencionó que iban a enviarla a Sedna para estudiar su ecosistema. Ángel tenía muy buena memoria, y había dedicado este último año a conseguir infiltrarse en Markab para que le enviasen allí. Conociendo su estilo, seguro que habría suplantado la identidad de alguien, o alterado los registros de personal de la compañía.

—Éste no es un lugar seguro —dijo ella—. Deberías irte.

—Actualmente, no hay ningún lugar seguro en toda la federación de Tierra Unida. Por eso intento que las cosas cambien. Y lo harán, Niit. Nos llevará años conseguirlo, pero cambiarán.

—Mientras ese día llega, tendrás que pensar en otro lugar donde esconderte.

—Sedna me parece un lugar excelente. ¿Por qué tendría que irme? —Ángel la contempló fijamente—. Estás asustada porque puedan relacionarte conmigo y pierdas tu trabajo.

—No es eso. Es… bueno, sí. Me ha costado mucho que me enviaran aquí. Markab tenía cientos de xenobiólogos donde escoger, y me eligió a mí. No quiero echarlo todo por la borda ahora que he conseguido lo que deseaba.

—¿Y si te dijera que no he venido a Sedna por ti? Si te paras a pensarlo, descubrirás que no eres el ombligo del mundo.

—Has volado desde Kianda hasta aquí para verme.

—Cierto, porque no me atrevía a enviarte un mensaje a través del satélite. Tu amigo Damián es un sujeto de cuidado. Su historial de servicios está repleto de incidentes de sobornos a funcionarios para conseguir contratos, moviéndose por las cloacas de la compañía para hacer el trabajo sucio; y ahora lo han mandado aquí, no sé si para quitarlo de circulación una temporada, o para premiarlo. El tiempo lo dirá.

—¿Has hecho este viaje para prevenirme sobre él?

—No. Estoy recopilando información sobre las causas de la desaparición de los narvales. En Kianda no conservamos ahora ningún ejemplar vivo. Tuvimos varios, pero murieron. Queremos enterarnos de las mejores técnicas para cuidarlos, si es que volvemos a encontrar algún ejemplar en buen estado.

—Si los hubiera, lo sabríamos. Los satélites no han detectado nada.

—¿Te refieres a esos mismos satélites que no pueden predecir que hoy saldría el sol? Vamos, Niit, confías demasiado en la tecnología. Si quedan aún narvales en el océano, estarán bien escondidos, y no les culpo; por nuestra ineptitud, hemos acabado con una especie que nos iguala en inteligencia —miró pensativo los contenedores que Niit había reunido sobre la arena de la playa—. Supongo que Markab llega tarde para hacer conservas con su carne. Habrían alcanzado precios astronómicos en el mercado negro.

—Te enviaré los protocolos que sigo para el cuidado de los narvales. El estanque lo mantengo cubierto, y purificamos el agua con filtros. Parece que los narvales están generando anticuerpos para defenderse de nuestros patógenos. Durante los primeros días, tenían fiebre y no comían; luego, se recuperaron. Su organismo se está adecuando muy bien.

—He oído rumores de que un tricéfalo llegará hoy a vuestra base para verlos.

—¿Un tricéfalo? —exclamó ella, incrédula—. Nadie me lo había dicho.

—Eso te dará una idea de lo mucho que Damián confía en ti.

—Continúa.

—Lo envía el gobierno de Utopía, y por si nunca has visto a uno, no tienen tres cabezas. Creo que la visita tiene algo que ver con la reciente alianza militar que Tierra Unida ha firmado con los errantes escindidos de Surya.

—No estoy muy enterada de los propósitos de esa alianza.

—Dicen que es para combatir a una organización de piratas, llamada la Tercera Vía, pero yo creo que los errantes buscan algo más. Ese tricéfalo lo sabe. Tienes que enterarte de lo que traman.

—Ya no trabajamos juntos, Ángel. Ahora tengo un empleo estable, y quiero conservarlo. Puedes continuar con tu cruzada para salvar el mundo, pero a mí déjame que viva en la realidad.

El hombre abrió exageradamente los ojos.

—No puedo creer lo que estoy oyendo. La Niit que yo conocí jamás habría hablado así.

—Las personas cambian. Adquieren otros compromisos, nuevas metas. Pero tú, Ángel, nunca cambiarás. Sigues siendo el mismo de siempre.

—Dicho de ese modo, suena como si hiciese algo deshonesto.

—Lo siento, debo volver a la base.

—Te ayudaré a llevar esos contenedores.

—Puedo yo sola, gracias.

—Lo sé. Intentaba ser amable.

Niit recogió sus muestras y caminó en dirección a la base. Ángel la siguió.

—¿Por qué entraste en Markab? —dijo él—. ¿Acaso no sabes en qué clase de negocios está metida la compañía?

—Tenía que comer. Aún no he aprendido a extraer nutrientes del aire.

—Qué graciosa.

—Además, todas las compañías son iguales. La diferencia es que Markab es más grande.

—Mucho más grande. Surya le arrendó este planeta durante medio siglo. Una empresa terrestre nunca había obtenido un privilegio semejante.

—Un privilegio relativo. Markab sólo tiene gastos aquí —la mujer se volvió hacia él—. ¿Qué querías que yo hiciera? ¿Trabajar para el gobierno? ¿Dar clases en la universidad? La docencia me aburre; mi puesto está en Sedna, aprendiendo de otras formas de vida. Mi aula es la naturaleza, y estos frascos, mis libros —agitó el recipiente donde estaba aprisionado el cangrejo, que emitió un gañido.

—Aún puedes seguir trabajando por las libertades civiles, dentro de Markab.

—Ya viste en qué acabó la lucha. Intentaron enviarte a la cárcel.

—Fui más listo que ellos.

—¿Tú crees? Te retiraron de la circulación, convirtiéndote en un proscrito.

—Mi lucha no ha acabado. Sé que en el fondo me apoyas, pero estás asustada e incómoda por mi presencia. Tal vez debí haberte avisado de algún modo de que estaba aquí. —Ángel alzó los ojos al cielo, haciendo visera con la mano—. Ah, el tricéfalo llega temprano. Será mejor que me vaya, pero volveré a verte. Niit, no olvides lo que hubo entre nosotros. Ni tus ideas.

Ángel se alejó. La mujer estaba confusa; observó el descenso de la nave y, alternativamente, al hombre. ¿Acaso tenía razón?

Esta vez no se dejaría arrastrar por él. Sus caminos se habían separado hace un año, y a partir de ese punto todo le había empezado a ir bien a ella. Si volvía a prestarle oídos, la envolvería con sus problemas y la hundiría en el océano. Con sus treinta y cinco años recién cumplidos, Niit ya estaba mayor para seguir jugando al ratón y al gato, era una lucha desigual en la que siempre llevaba las de perder.

Llegó a la base y, sin querer cruzarse con nadie, entró en su laboratorio y depositó las muestras en la mesa de trabajo. El cangrejo ya no se agitaba en el frasco; cuando alzó la tapa, comprobó que había muerto. Tal vez por la elevada concentración de oxígeno que los humanos necesitaban para respirar, o quizá por un ataque de pánico. Evidentemente, aquel animal no era un cangrejo, aunque su aspecto lo sugiriese. Se había descuidado en la recogida de las muestras, olvidando guardarlas en un contenedor estanco con filtros atmosféricos. Pero exteriormente lo parecía, ¿no? Un maldito crustáceo que no valía un pimiento.

Los suryanos demostraron la misma sensibilidad hacia los narvales, al llegar a Sedna.

Cruzamos decenas de años luz de espacio vacío y cuando encontramos vida autóctona, nos dedicamos a destruirla. ¿En qué me diferencio de los suryanos?, pensó.

Llevaba trabajando menos de una hora en los análisis cuando llamaron a su puerta. Era un hombre alto, de pelo negro y mirada agradable. Vestía una camisa gris perla, chaqueta negra y pantalones de cuero.

—Me llamo Joris —el hombre le tendió la mano—. He sido enviado por el gobierno de Utopía para colaborar con vosotros.

Niit le estrechó la mano al visitante, cálida y fuerte. Así que ése era el tipo del que le había hablado Ángel.

—¿Eres biólogo? —inquirió ella.

—Astrofísico.

—Esperaba que los tricéfalos fueseis diferentes. Ya sabes, con una cabeza más grande para vuestra personalidad múltiple.

—Lamento decepcionarte —sonrió él—. Si no te importa, preferiría que no empleases ese nombre. Tricéfalo suena a monstruo de feria.

—¿Persona de mente compuesta, quizá?

—Errante es suficiente.

—No me explico cómo tres conciencias distintas pueden convivir en un cerebro sin que estalle por las discusiones.

—Disponemos de zonas de privacidad. Hay pensamientos que compartimos y otros que mantenemos en secreto.

—¿Tienen nombre esas conciencias, o están realmente fusionadas en una?

—Se llaman Len, Dea y Yor. Son individuales y a la vez una sola persona. Es difícil comprender el concepto si no lo experimentas; a los católicos les suena a versión sacrílega de la Trinidad, una razón más para que nos desprecien, si es que necesitan alguna. No conozco una forma sencilla de definirme, es parecido a una comunión permanente, limitada a tres; aunque los errantes de Utopía nos hemos liberado de ese ritual y… —Joris carraspeó—. Perdona, olvidaba que eres terrestre.

—No entiendo lo que dices.

—Es igual; olvídate de que albergo tres personas en mi cabeza, y será más fácil —sonrió.

—¿Dea es mujer?

—En efecto; nos aporta una mayor riqueza de pensamiento.

—Quisiera charlar con ella un momento.

—Te refieres a que Dea tome el control del cerebro.

—Sí.

—Lo siento, pero nuestra mente no funciona de ese modo.

—Ya —Niit recogió sus apuntes y apagó la pantalla del microscopio—. ¿Qué es lo que trae a un astrofísico aquí?

—Eso quería explicarte. Nos han informado de los avances que has conseguido en la comunicación con los narvales.

—El mérito no es mío. Ellos me escogieron para hablar. Podían haber seguido callados, y después de lo que les ocurrió a sus congéneres, sería lo sensato. Creo que se sienten en deuda conmigo por haberles salvado la vida, y consideran de mala educación no contestar a mis preguntas.

—He oído que su sistema de organización de la memoria a largo plazo es único. ¿Qué has averiguado sobre eso?

—Codifican recuerdos mediante proteínas que almacenan en sacos de lípidos por todo su cuerpo, aunque esto seguramente ya lo sabes. Está en mis informes.

—Quieres decir que la grasa no sólo les protege de las bajas temperaturas, sino que es una especie de… biblioteca portátil.

—Básicamente. La transferencia de información mediante secuencias de aminoácidos que ensamblan proteínas es la base de la vida. La evolución dio un paso más en este planeta, permitiendo a los narvales que fijasen recuerdos mediante proteínas especializadas. Su organismo cuenta con una especie de ganglios o nódulos linfáticos que sirven de transductores de información.

Joris pestañeó.

—¿Voy demasiado deprisa? —sonrió ella.

—No. Manteníamos un diálogo interno sobre tus palabras. Prosigue, por favor.

—Esos transductores convierten la información electroquímica que procesa el cerebro en proteínas, y viceversa. La fijación bioquímica de información es mucho más estable que la electroquímica. Los recuerdos se distorsionan en las neuronas con el paso del tiempo y la memoria no es fiable a largo plazo. Para una civilización tecnológica, como la humana, esto no supone un problema: recurrimos a depósitos externos de almacenamiento de información, pero los narvales nunca han sido una cultura tecnológica, al carecer de apéndices manipuladores que les permitan construir herramientas.

—¿Has comprobado cómo se intercambian información entre ellos?

—¿Además del canto, quieres decir?

—Sí; en tus informes sugieres la frotación de la piel y los fluidos.

—No he detectado en la pareja de narvales de estudio que hayan recurrido aún a ese procedimiento, pero creo que debió de ser un método habitual entre su especie para comunicarse. Estos cetáceos recuerdan con detalle sucesos que ocurrieron hace miles de años, y ellos no viven más de doscientos, a lo sumo. La información transmitida oralmente se degrada y falsea al pasar por una cadena de individuos, pero tanto Tayalore como Gema han descrito por separado hechos concretos de su historia remota, y sus versiones coinciden por completo, así que es posible que hayan obtenido esa información mediante procedimientos distintos al lenguaje.

—Eso es muy interesante.

—Aún no me has dicho qué quieres de nosotros.

—Es cierto.

—¿Y bien?

—Vamos a llevarnos los narvales, y queremos que nos acompañes.

—¿Qué? Todavía se están recuperando, no sabemos lo suficiente de su fisiología para exponerlos a un traslado.

—Niit, los narvales están bien, Damián lo ha certificado.

—¡Él apenas los conoce!

—La decisión ya ha sido tomada, y procede del mando aliado.

—¿Los militares?

—Mi gobierno y el tuyo van a cooperar en una expedición conjunta, y necesitamos la ayuda de los narvales. La nave empezó a construirse antes de que descubriésemos lo que estas criaturas son capaces de hacer, pero no habrá dificultad en acomodarlos, porque se dotó a la nave de una cámara de agua que envuelve la zona habitable, para proteger a los pasajeros de la radiación.

—¿De qué radiación?

—De la que emite la nebulosa Limbo. Ése será nuestro destino.

II

Un destino muy diferente, aunque no menos peligroso, fue el asignado al Concordia. Los servicios de inteligencia de la flota aliada habían desencriptado transmisiones del gobierno suryano, en las que se revelaba que algunos miembros de la Tercera Vía realizaban trabajos demasiado sucios para ser encomendados a la policía del régimen. Entre esos cometidos figuraba el traslado de errantes suryanos a cárceles de pensamiento, en donde se les torturaba durante años y luego se les devolvía a su lugar de origen, dejándolos vivir con el recuerdo de lo que habían padecido. Gracias a esas transmisiones, tendieron una emboscada a un transporte que llevaba media docena de presos a Hades, un planeta que no figuraba en las cartas de navegación.

Oficialmente, Surya negaba la existencia de las cárceles de pensamiento, alegando que, de existir, serían un desperdicio de recursos y tiempo de proceso, y que no había necesidad de torturar a ningún errante. Usando métodos más rápidos y económicos se les podía reinsertar en la comunidad, borrando de sus cerebros los patrones antisociales. El tiempo de proceso es dinero, y los suryanos tenían fama de ser muy eficientes. Cualquiera que conozca la historia de Surya, de cómo comenzaron a expandirse por las estrellas cercanas a la Tierra a partir de asteroides acelerados con motores de fusión, sabrá de qué pueden ser capaces. En los albores de la colonización, cuando la barrera de la luz era un veto al viaje estelar de seres vivos, únicamente las máquinas y las inteligencias humanas, almacenadas en matrices artificiales, sobrevivieron a viajes que duraban décadas. Las estrellas estaban demasiado lejos para el hombre, y si algún día llegaba a ellas no sería en persona, sino por delegación.

Estos delegados demostraron gran eficacia en su cometido, hasta el punto de que levantaron de la nada su propia sociedad, diferente de la terrestre, con la que ahora rivalizaban económica y militarmente; pero no se distinguían por tener mucho aprecio a sus errantes, a los que consideraban meros instrumentos al servicio de la colectividad. Las cárceles de pensamiento sólo eran un instrumento más de los muchos que las autoridades usaban para mantener la paz social; a ciertos disidentes, cuidadosamente escogidos, se les enviaba a esos lugares y luego se les retornaba a sus mundos de origen para que hablasen de su experiencia con otros, ya que un mero reajuste de su personalidad no tendría el valor ejemplarizante que se pretendía.

Luis Torelli había padecido en su propia familia los retorcidos métodos policiales suryanos. A su madre, el gobierno se limitó a limpiarle el cerebro de ideas peligrosas, y le introdujo un programa que vigilase desde el subconsciente sus procesos mentales, pero su padre fue enviado a un lugar que le dejaría traumatizado el resto de su vida actual y sus futuras reencarnaciones.

Los recuerdos de aquel infierno calaban en el cerebro a tal profundidad que era imposible librarse de ellos sin cambiar por completo la personalidad de la víctima. Aunque el padre de Luis Torelli logró más adelante cruzar la frontera en una nave de refugiados y se afincó en el sistema Utopía, nunca volvió a ser el mismo. Los neurocirujanos no podían hacer nada con su cerebro, su matriz de personalidad estaba impregnada de los terrores y el sufrimiento que padeció en Hades; duplicar electrónicamente su mente y restaurarla en otro cuerpo tampoco serviría de mucho, a menos que se depurase la matriz a fondo, y eso equivaldría a borrar el ochenta por ciento de lo que era.

En Hades hacían el trabajo a conciencia. Y ahora, Luis se dirigía a ese infierno.

Pero no permanecería allí mucho tiempo, o al menos eso esperaba. Debían contactar con Verkoczy, un disidente recientemente encarcelado que tenía información relativa a la Tercera Vía, bases secretas de la organización y vinculaciones de ésta con el gobierno suryano. Para ello, habría que bajar al planeta y entrar en la interfaz de acceso a la cárcel. No se podía hacer de otro modo, para no alertar a los mecanismos de alarma de Hades.

El Concordia saltó al interior del sistema planetario y se situó detrás de un gigante gaseoso, un punto ciego en el que su presencia no sería detectada por los satélites centinela. Un comando compuesto por Torelli, Valeri Ichilov y dos soldados de apoyo, se acercaba con un cargamento de errantes a su destino, a bordo de un transporte capturado. La operación no tenía garantías de éxito; debían confiar en la suerte y su habilidad para engañar al enemigo, y si algo iba mal, no contarían con la cobertura de sus compañeros. Para cuando el Concordia pudiese acudir a una hipotética llamada de socorro, ya estarían muertos, o quizá algo peor.

Luis observó los féretros donde dormían los cuerpos de los infortunados errantes. Así había viajado su padre una vez, como un animal, drogado para no causar problemas. ¿Qué derecho tenía el ejército a utilizarles como carnaza sin su consentimiento? Por lo que sabía del plan, no se contemplaba el rescate de los prisioneros una vez finalizada la misión. Esa pobre gente se quedaría en Hades durante años: sus cuerpos, encerrados en cámaras de estasis; sus mentes, torturadas en una pesadilla infinita.

Sí, había algo peor que la muerte.

—Deberíamos destruir ese lugar —dijo al teniente Valeri Ichilov, cuando la nave se insertó en una trayectoria de descenso al planeta—. Lanzamos una bomba nuclear y nos largamos.

Valeri le recorrió con la mirada. Se habían hecho amigos desde que lo rescató de la paliza, pero le sorprendió aquel comentario fuera de tono.

—Hay muchos errantes ahí abajo. Gente que saldrá algún día de la cárcel —respondió.

—No tienes ni idea del estado en que salen. No puedes imaginarlo ni por un momento.

—Si tu padre aún estuviera preso en Hades, ¿seguirías pensando lo mismo?

Luis guardó silencio.

—No llevamos nucleares a bordo —dijo Valeri—. Ese tipo de armamento puede detectarse con un escáner a larga distancia y ya nos habrían volado en pedazos.

—Entonces, deberíamos liberar a todos los presos que podamos. Empezando por éstos —Luis se volvió para señalar la media docena de féretros, donde dormían los prisioneros, apilados en el compartimento de carga.

—Nos limitaremos a cumplir órdenes. Tu gobierno ya tiene noticia de qué es este lugar y dónde está. Si realmente le preocupan los derechos de los errantes, enviará más adelante un escuadrón de castigo. Ya que oficialmente no existe, Surya no podrá acusar a Utopía del ataque.

—¿Si realmente le preocupan los derechos de los errantes? ¿Qué insinúas, Valeri?

—Nada.

—Vamos, puedes hablar claro.

—Está bien. Quería decir que tu gobierno podría haber encontrado Hades antes, de habérselo propuesto. No parece que los suryanos hayan sido muy discretos ocultándolo; al final, sólo había que sentarse tranquilamente a escucharles.

La nave sufrió una sacudida cuando comenzaron a penetrar en la débil atmósfera. Hades era un planeta inhabitable y las temperaturas en su superficie rozaban los doscientos grados a la sombra. Su sol, amoratado y enorme, ardía en el firmamento con un brillo crepuscular. Hace cien mil años, Hades fue un planeta habitable, pero el aumento de tamaño de su sol evaporó los océanos y calcinó su superficie, convirtiéndolo en un desierto. Actualmente era el lugar ideal para la sede del infierno. Cualquier preso que escapase de las instalaciones carcelarias no tendría adónde ir. Fuera le esperaba una muerte segura. No había agua, ni seres vivos que pudiera cazar, y el aire le quemaría los pulmones en cuanto aspirase una bocanada.

El paisaje estaba muy erosionado; no había cráteres, pero sí antiguos cauces fluviales que solo llevaban piedras y el polvo del olvido; las plantas, junto con los animales, se habían extinguido, incapaces de adaptarse a las nuevas condiciones climáticas. Si existía alguna reserva de agua subterránea, quizá los microorganismos hubiesen migrado hacia allí. Lo inquietante de aquel mundo no eran sus condiciones hostiles a la vida, pues la inmensa mayoría de los planetas descubiertos eran demasiado calientes o fríos, sino que Hades había sido en el pasado un vergel. Mirar la faz de aquel mundo devastado era contemplar el destino que le esperaba a la Tierra en un futuro remoto. Claro que, para entonces, probablemente no viviría ningún humano para presenciar cómo el Sol se hinchaba y destruía todo rastro de vida.

Luis despertó a la realidad al notar que el tren de aterrizaje se había posado en la superficie. Abandonad aquí toda esperanza, pensó, dirigiéndose a la esclusa por la que accederían a la entrada del complejo carcelario. Su padre le había proporcionado una descripción detallada del lugar, y de lo que encontraban allí abajo los presos. No existía una cárcel común para los reclusos, sino tantas como internos, personalizada de acuerdo con las pesadillas y traumas del individuo acumulados en su subconsciente. Alguien dijo que cada persona lleva en su interior su propio infierno. En Hades, este aserto era algo más que retórica.

Al otro lado de la esclusa encontraron un pequeño vehículo, en el que cargaron los seis féretros. No hallaron a nadie para recibirles. En Hades no había errantes de carne y hueso; quizá el gobierno suryano juzgó que a la larga podrían desarrollar sentimientos de compasión hacia los prisioneros. Luis y Valeri se subieron al vehículo, dejando a los soldados custodiando la nave. Las galerías estaban desconsoladamente vacías, ni un robot de mantenimiento, ni un ruido que delatase que allí había alguien. Las instalaciones podían albergar hasta diez mil personas, aunque normalmente no estaban llenas. Los sistemas de soporte vital mantenían en animación suspendida los cuerpos de los prisioneros, mientras inteligencias artificiales especializadas accedían a la prótesis raquídea implantada en la base del cráneo, artrópodos electrónicos manipulando la tela de araña neuronal, nutriéndose de los minúsculos impulsos eléctricos que saltaban entre dendritas y axones para realizar su trabajo, monitorizando frustraciones, refrescando humillaciones, angustias y terrores ocultos, tejiendo un mapa cerebral completo del dolor.

Tras recorrer pasillos sombríos durante varios minutos, el vehículo se detuvo en una sala que recordaba a los antiguos cementerios, en los que se archivaba a los difuntos en pabellones repletos de nichos. Varias lápidas metálicas se abrieron para dejar al descubierto los huecos donde se alojarían los cuerpos de los prisioneros. Uno a uno, fueron depositándolos en su lugar. Las máquinas de soporte vital introducían sondas bajo su piel, disminuyendo la actividad metabólica de todos los órganos, salvo el cerebro, al que mantenían bien alimentado.

Luis entró en uno de los huecos, y dejó que el sistema creyese que era uno de los presos. Cuando reuniese la información que había venido a buscar, Valeri tendría que operar manualmente la consola de soporte vital para desconectarlo y sacarlo de allí. Si los protocolos que Luis llevaba grabados en su cerebro funcionaban, el sistema no detectaría la intrusión y podrían salir sin levantar sospechas; pero en el caso de que se quedase atrapado, confiaba que tuviera tiempo de radiar la información al Concordia. Valeri emitiría desde fuera del nicho una señal para que se suicidase y la mente de Luis sería restaurada por sus superiores en otro cuerpo.

Confiaba no llegar a ese extremo; si las máquinas de Hades descubrían el engaño, Valeri no tendría una segunda oportunidad; su amigo no era un errante, y su muerte sería definitiva. No entendía por qué se había presentado voluntario; quizá los terrestres querían demostrar que eran tan capaces o más que los errantes para ese tipo de misiones, y eso no era cierto. Luis suponía que, si se les discriminaba en las misiones que entrañasen riesgo, acabarían siendo marginados en todas, porque la posibilidad de morir estaba siempre presente, y el ejército terrestre no iba a dejar que se les quitase protagonismo a sus militares.

Honor y orgullo antes que eficacia. No le extrañaba que los suryanos les llevasen ventaja.

Una sensación agobiante le inundó cuando se quedó tendido en el interior del nicho. La placa frontal se había cerrado y Luis quedó a oscuras. Notó una picadura en su antebrazo derecho, y el tacto de ventosas colocándose sobre el corazón, el vientre y la cabeza. Su implante raquídeo estaba siendo penetrado por un programa de análisis neuronal, pero iba preparado para eso. El implante engañó al programa intruso y utilizó su código para reconfigurarlo y obtener acceso al sistema informático de la cárcel. A partir de ahí, liberó un algoritmo de búsqueda para encontrar a Verkoczy, el preso que debía darle la información que buscaba el mando aliado.

Respiraba con dificultad. Sentía una opresión en el pecho y sus amígdalas hinchadas, obstruyendo el paso del aire. Frente a él apareció un pasillo mal iluminado; su cabeza rozaba el techo y las paredes se estrechaban conforme avanzaba. Empezó a bajar los peldaños de una escalera que parecía no tener fin; quizá sería mejor volver sobre sus pasos, pero cuando se giró, el corredor se había encogido aún más y no le dejaba retroceder. Ya debía haber accedido al sistema informático de Hades, pensó, ¿o era una alucinación producto del sedante que le habían inyectado en el brazo? Tal vez no había completado la misión y le habían atrapado. Pero en ese caso, Valeri tendría que haberle enviado la señal de suicidio. A menos que no hubiese tenido tiempo. En tal caso, su amigo estaría muerto, y él se quedaría atrapado en Hades para siempre.

Tenía miedo. La pintura de las paredes de aquel pasadizo estaba desconchada y húmeda, y se levantaba en jorobas parduscas. Algunos escalones eran más altos que otros; debía tener cuidado dónde pisaba. La escalera giraba a la izquierda, luego un tramo recto y doblaba otra vez a la izquierda. ¿Estaría bajando por el interior de una torre? ¿Qué encontraría en la planta baja, si es que llegaba allí?

Verkoczy localizado, le susurró una voz dentro de su cabeza. El sistema de rastreo funcionaba.

Al pie del último tramo de escalera halló una puerta. Luis suspiró aliviado y giró el picaporte.

En el exterior halló una campana de bronce; tenía la altura de una persona, con impactos de bala en su superficie. Se había desprendido de una iglesia en ruinas, devastada por las bombas. Luis se apartó de allí en el instante en que unos cascotes caían de las cornisas del frontal del templo, levantando una gran polvareda.

Miró al cielo, encapotado por un manto de nubes negras que rezumaban una insana luminosidad interior. Las ruinas se extendían a su alrededor hasta donde alcanzaba la vista. Enormes pájaros grises sobrevolaban la ciudad, produciendo un estruendo atroz. Un silbido sobre su cabeza le alertó de que no eran aves, sino aviones. Corrió a refugiarse detrás de un camión, justo cuando la bomba tocaba el suelo y abría un cráter.

—¿Qué hace usted ahí? —le dijo un hombre, escondido detrás de la esquina de una casa a la que le faltaba el tejado y parte de la fachada—. ¿No ha oído las sirenas?

—No soy de aquí —Luis se acercó al hombre—. Estoy buscando a Verkoczy.

—¿Qué quiere? —el hombre se asustó y buscó entre sus ropas un arma que no tenía.

—Tranquilícese, solo quiero hablar con usted. He venido a ayudarle.

—¿Cómo sé que no es un espía? —Verkoczy cogió rápidamente una piedra del suelo, y la esgrimió contra él.

—Para empezar, este lugar no existe. Su mente está prisionera en un entorno virtual fabricado por el gobierno de Surya, en el que acaban los errantes que causan problemas al régimen.

—No… no le entiendo —dijo Verkoczy, tembloroso.

—Usted fue detenido hace mes y medio y enviado aquí para ser torturado. Han extraído este lugar de su mente para atormentarle y aumentar su sufrimiento. Revivirá todas sus pesadillas una y otra vez, hasta que alguien decida…

—¡Cuidado!

Verkoczy lo tiró al suelo. Una nueva bomba había estallado muy cerca, esparciendo por los aires los restos de varios coches estacionados en la calle. Al reventar una tubería, se levantó un surtidor de agua que empapó sus ropas.

El hombre lo condujo a la boca de un refugio subterráneo. Las escaleras eran tan sucias, estrechas y deprimentes como las que Luis había encontrado en el interior de la torre. Allá abajo había docenas de heridos, con las ropas ensangrentadas; se fijó en un niño de seis años, abrazado a su madre: le faltaba una de las manos y había perdido una oreja.

—Hable —dijo Verkoczy.

—Le sacaremos de aquí, pero necesito cierta información que usted posee acerca de los comandos de la Tercera Vía. Bases, efectivos, organigrama, cualquier dato acerca de esa organización nos será útil.

—¿Cómo sabe que tengo contactos con ellos?

—Ya le he dicho que este lugar no es real. Piense un momento, ¿cuándo fue la última vez que comió, o durmió? ¿Recuerda lo que hizo ayer? ¿Lo recuerda?

Por la expresión de su cara, Verkoczy comenzaba a entender.

Una anciana se acercó a ellos, en una destartalada silla de ruedas. Le habían amputado el antebrazo derecho, y el muñón olía a carne putrefacta.

—¿Es amigo tuyo, hijo? ¿Trae comida? ¿Medicinas?

—No trae nada. Déjanos solos, madre.

La anciana se alejó, contrariada; Luis se lo llevó a un rincón apartado de la muchedumbre.

—Tengo que acceder a su mente —le dijo—. Cierre los ojos, por favor. Será un momento.

Verkoczy asintió. Al principio opuso resistencia a que su mente fuera escrutada, pero poco a poco se fue relajando y le abrió el camino a los archivos que a Luis le interesaban.

Cuando se cercioró de que lo tenía todo, se apartó de él.

—Ha dicho que me sacará de aquí. ¿Cuándo?

—Pronto —mintió Luis—. Valeri, lo tengo.

—¿Valeri? ¿Con quién habla?

Luis cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, Verkoczy seguía inexplicablemente ahí.

—Valeri, lo tengo —repitió. Era el comando verbal convenido para que su amigo lo desconectase del nicho de estasis, pero no ocurría nada.

—Le he hecho una pregunta —Verkoczy lo cogió del cuello.

—Bloqueo temporal del nódulo raquídeo —la orden debería haberlo dejado inconsciente, pero Verkoczy seguía allí, oprimiéndole la garganta.

Algo iba mal. Si permanecía en ese lugar mucho rato, pronto olvidaría para qué había venido y sería integrado en la pesadilla.

La anciana regresó en su silla de ruedas y le señaló con el muñón infectado. Una vaharada pestilente inundó sus fosas nasales y Luis reprimió una arcada.

—Comida —dijo, tratando de levantarse de su silla.

—No tiene, madre —le dijo Verkoczy.

—Estamos hambrientos —la anciana se levantó y avanzó hacia él, alzando un dedo sarmentoso—. No es de los nuestros. Si no ha traído alimentos, será nuestra comida.

La vieja le enseñó una dentadura postiza metálica, con unos colmillos enormes. La abrió y cerró un par de veces, como un caimán ansioso, produciendo el chirrido de una bisagra oxidada.

—¡Quién eres! —le sacudió Verkoczy.

—Déjame, hijo —la vieja clavó sus dientes en el costado de Luis, quien gritó aterrorizado.

Despertó en un lugar oscuro. ¿Dónde estaba? Al tratar de incorporarse, se golpeó la frente, pero eso le hizo recordar lo que había pasado. Llamó a gritos a Valeri.

Su amigo lo sacó del nicho. Luis se miró el costado, pero no había señal de mordedura.

No se entretuvo en explicarle lo que había pasado, o en recriminarle por qué tardó tanto en rescatarle de allí. Sabía que el tiempo subjetivo dentro de una realidad virtual transcurría más rápido que en el exterior; lo que a él le parecieron minutos, para Valeri podían haber sido unos segundos. Lo único que quería en ese momento era salir de allí y no volver jamás. Ahora entendía las historias que su padre le había contado acerca de ese lugar, y de que los prisioneros preferían morir antes que permanecer un solo día en aquel infierno. Destruirlo era un acto de compasión hacia ellos, una obligación moral, pero al ejército no le preocupaba nada de eso. Quizá Valeri tenía razón, quizá Utopía conocía la existencia de Hades y le importaba un bledo. Su gobierno defendía supuestamente los derechos de los errantes, acogía a los refugiados de Surya, les daba un empleo, pero ¿y aquellos presos? ¿Acaso no tenían derechos?

Su gobierno tenía miedo de Surya, miedo a las represalias, a que hubiera otros Hades ocultos donde, silenciosamente, fueran a parar los errantes furtivos. Para eso tenían los suryanos a la Tercera Vía, para secuestrar a los enemigos del régimen allí donde se refugiasen. Y ese miedo era el que había forzado a Utopía a aliarse con aquellos que más despreciaban a los errantes.

Los terrestres.

III

«La Tierra sigue tolerando la esclavitud en sus colonias, y lo único que hacemos es pellizcar un poco aquí y allá. Si queremos que nos consideren algo más que un grupo de piratas, tenemos que golpearles fuerte».

Schiavo recordó las palabras de Elsa, mientras el comando de asedio se dirigía a la colonia terrestre de Vega. Golpear fuerte para que les tomasen en serio. ¿No estaban subestimando la inteligencia del adversario? Los métodos terroristas no daban frutos, sólo servían para incrementar la violencia y causar más dolor entre los inocentes. Sin embargo, no podían permanecer impasibles ante el comportamiento bárbaro de algunas autoridades coloniales, que empleaban a errantes como esclavos en aquellas tareas que, por su peligrosidad o su baja consideración social, los terrestres no querían hacer.

El gobierno central de Tierra Unida mantenía una política laxa hacia sus colonias; los políticos de Bruselas rechazaban la esclavitud y la pena de muerte de cara a la opinión pública, pero su constitución daba libertad a las colonias para legislar sobre estos aspectos. El tráfico de errantes era un hecho tolerado por las autoridades desde hace décadas, y movía miles de millones de creds al año. Dado que, con las leyes terrestres en la mano, un errante no era un ser humano, jurídicamente no existía esclavitud. Mientras el senado federal debatía, sin mucha prisa, una propuesta para llenar el vacío legal y conceder a los errantes algunos derechos civiles, la mano de obra barata seguía llegando a las colonias de la frontera, con jornadas de trabajo de quince horas al día. Los que caían en las redes esclavistas eran suryanos sin recursos, y muchos de ellos se habían arruinado al no poder pagar a su gobierno el alquiler de su cuerpo.

Surya disponía de sus propias granjas de cultivo de cuerpos. Cuando un errante moría, se reencarnaba su matriz cerebral en un nuevo cuerpo, siempre que suscribiese con el banco una hipoteca para reintegrar su precio. Como éste era desorbitado, hacía falta una vida entera y parte de otra para pagar el préstamo. Algunos sentían la tentación de evadir sus responsabilidades y dejar de pagar los plazos, pero no era una elección sensata. Otros, aunque quisiesen, no podían pagar. Existía una cláusula en el contrato que facultaba al banco a despojar al cliente de su cuerpo si dejaba de pagar tres cuotas, pero sucedía en raras ocasiones. Los cuerpos usados tenían mala salida en el mercado, y los incumplimientos de pago solían darse años después del préstamo, cuando el organismo del deudor había envejecido o sufrido enfermedades que habían dañado sus órganos.

Schiavo sospechaba que aquellos desgraciados que no se mantenían al corriente de sus cuotas acababan en las redes de tráfico de esclavos, y todo ello con la complicidad de los bancos y las autoridades suryanas. Como forma de paliar su dependencia de las hipotecas corporales, que los encadenaban de por vida, la Tercera Vía mantenía un programa de venta de nanomeds a los errantes suryanos. La nanomedicina prolongaba la vida útil de un cuerpo varias décadas, o incluso un par de siglos, si se le cuidaba bien. Surya detentaba el monopolio de la distribución de nanomeds en su territorio, por obvias razones. Al gobierno no le interesaba que los cuerpos de sus errantes vivieran más allá de su vida útil estándar, porque de otro modo acabarían pagando su hipoteca corporal y perderían volumen de negocio y poder sobre ellos. Por eso, Schiavo había adquirido, en nombre de la organización, varias partidas de nanomeds en el mercado negro, que luego revendía a los errantes suryanos. No era una acción completamente altruista: el margen de beneficio por estas ventas eran de un mil por ciento, pero aún así, salía más rentable a los suryanos comprárselos a ellos que a las empresas de biotecnología de su gobierno.

Aparte de ser mucho más caros, los nanomeds legales requerían actualizaciones periódicas para seguir funcionando, supuestas mejoras en el rendimiento y optimizaciones de código que desde luego no eran gratis. Si el cliente rompía su suscripción, al cabo de pocos años las nanomáquinas comenzaban a comportarse de forma anómala en su organismo, atacaban al hígado y a los riñones, formando quistes, inflamaban los intestinos, causaban úlceras, neumonías, y un amplio abanico de enfermedades que atormentaban al paciente hasta que no le quedaba más alternativa que pasar por caja de nuevo. Los nanomeds ilegales, en cambio, no requerían actualizaciones; se inoculaban al paciente una sola vez en la vida y no precisaban renovaciones de software. Su buena aceptación entre los suryanos llenaba las arcas de la organización; los pedidos se habían multiplicado en las últimas semanas y Schiavo no daba abasto para servirlos.

Pero aquello era demasiado bueno para durar. Rigel, una lejana colonia suryana de la frontera, había informado de los primeros casos de muertes a consecuencia de la inoculación de los nanomeds que Schiavo les había vendido. El mercado negro tenía esos riesgos: no siempre la mercancía de los proveedores era de primera calidad, e incluso algunas firmas de biogenética legales introducían nanomeds defectuosos en estas redes para hundirles el negocio, y disuadir a los consumidores de comprar nanomeds fuera de los circuitos comerciales autorizados.

Schiavo se consoló al pensar que los errantes no morían, sino solo sus cuerpos físicos; sin embargo, aquellos que no disponían de dinero para reencarnarse no volvían a la vida real. La migración a una esfera de datos virtual era un sustituto económico a corto plazo, pero el tiempo de proceso había que pagarlo, y a la larga incluso salía más caro que una hipoteca corporal.

Surya comenzó su expansión prometiendo la inmortalidad de la conciencia, y sin embargo, había acabado poniendo precio al mero hecho de vivir. La inmortalidad había dejado de ser un derecho de los errantes, para convertirse en un lujo, y los descontentos del régimen que en el pasado fundaron Utopía, para luchar contra la injusticia, no lo estaban haciendo mucho mejor. Utopía comenzaba a parecerse a la omnipresente Surya, se hacía más burocrática y compleja, y había creado su propio ejército.

—Hemos llegado a la colonia Vega —le dijo Kapic.

Schiavo pestañeó. La luz, retorcida en un túnel de partículas tras el último salto de aproximación, se había desplegado en abanico para formar el cuarto creciente del planeta vegano, una bola de nieve sucia suspendida en la nada, con abundantes yacimientos de minerales que justificaban el mantenimiento de la colonia. Los terrestres habían rentabilizado la explotación a costa de los esclavos suryanos que trabajaban en las minas en condiciones penosas.

Schiavo observó la aparición en el panel táctico de las otras cinco naves que componían la escuadrilla de castigo que él dirigía. El primer objetivo serían los satélites de comunicaciones de la colonia. Con la red inutilizada, la capacidad de defensa se vería mermada considerablemente; dejando vía libre a los objetivos de superficie. El mapa mostraba la localización de una de las minas principales. En esos momentos no había trabajadores en su interior. La actividad estaba en parada técnica por labores de mantenimiento, y no se reanudaría hasta dentro de unos días. Introdujo las coordenadas en uno de los misiles y esperó confirmación de posición del resto de pilotos para iniciar el ataque.

—Recibo una llamada de la colonia —le informó Kapic—. Dice que es el gobernador Moghisi.

—¿Qué demonios quiere?

—Hablar con quien esté al mando. Desea parlamentar.

Schiavo transmitió un mensaje al resto de la escuadrilla para que se mantuviera a la espera de órdenes, y aceptó la llamada.

—La transferencia de la cantidad que nos pidieron ya se ha realizado —dijo el gobernador, visiblemente nervioso—. Ahora, márchense por donde han venido.

—¿De qué está hablando? No les hemos pedido dinero.

Moghisi puso gesto de desconcierto.

—Oiga, páseme con su superior inmediatamente.

—Yo soy quien está al mando, y no sé nada de dinero.

—Rashid es uno de sus hombres, ¿no?

—Aguarde un momento —Schiavo llamó a la nave de Rashid—. Tengo al gobernador en espera. ¿Has negociado con él sin consultármelo?

—Creí que Néstor habló contigo antes de despegar —respondió Rashid.

—No me dijo nada, y Néstor no está aquí ahora.

—Entonces deberías contactar con él por lazo cuántico.

—Él no planificó esta operación, sino Elsa, y rendiré cuentas a ella.

—Te estás equivocando, Schiavo. No sé lo que te habrán ordenado, pero este tipo de operaciones son habituales. Las colonias se muestran reticentes a pagar hasta que aparecemos y les damos un escarmiento. Al menos el gobernador ha sido inteligen…

Schiavo cortó la comunicación y recuperó la llamada de Moghisi.

—Gobernador, la persona que habló con usted no tenía autoridad para negociar. Vamos a atacarles por cometer secuestro y explotación de seres humanos.

—Los errantes no son humanos. No hemos incumplido ninguna ley.

—Libérelos y nos marcharemos.

—¿Qué hay del millón de creds que acabo de pagarles?

—Si quiere recuperarlo, ya sabe lo que tiene que hacer.

El radar detectó la aproximación de un racimo de puntos que acababan de ser lanzados desde una plataforma orbital. Schiavo cerró la comunicación y alertó a la escuadrilla para que se dispersase.

Demasiado tarde. Uno de los proyectiles, que albergaba una cabeza nuclear táctica, detonó cerca de una de las naves más rezagadas y la transformó en una bola de fuego. Las demás naves repelieron el ataque y lograron interceptar en vuelo al resto de proyectiles, facilitando la labor al misil que lanzó Schiavo, y que partió la plataforma orbital de defensa en tres grandes pedazos, que cayeron en espiral al pozo de gravedad del planeta.

Había sido un movimiento de defensa inesperado. Por lo que él sabía, las colonias humanas carecían de ojivas nucleares. El gobierno federal consideraba que el peligro que encerraba transportar o almacenar armas atómicas era muy superior a la supuesta protección que proporcionaban. Pero el hostigamiento de la Tercera Vía había cambiado esta política de contención.

—Cóndor 2 y 3 y 5 neutralicen objetivos en órbita. Cóndor 4, présteme cobertura.

La nave de Schiavo entró en la atmósfera. Podría haber lanzado el misil desde la posición en que se hallaba, pero las baterías antiaéreas de la colonia lo derribarían fácilmente. Tendría que aproximarse todo lo que pudiese al blanco.

—Nos disparan desde la superficie —le informó Kapic—. Localizados dos silos activos.

—Quieren que nos desviemos de la trayectoria. Lanza los señuelos.

Al dejar atrás la última capa de nubes, el blanco desierto del planeta se extendió bajo ellos, en un manto infinito salpicado ocasionalmente por mesetas que sobresalían como tartas apelmazadas. En el hemisferio sur existían numerosos macizos montañosos que rompían dramáticamente la monotonía del paisaje, pero ahora estaban en el norte, y allí era difícil establecer puntos de referencia sin la ayuda de un ordenador.

Las contramedidas y la destreza del piloto de la nave escolta les libró de la salva de bienvenida del gobernador. En el mapa en relieve de la pantalla destellaba el objetivo que Schiavo iba a destruir. Liberó el misil de la abrazadera y aquél se alejó obedientemente hacia el horizonte.

—El misil cambia de trayectoria —dijo Kapic—. Fallo en su sistema de aviónica.

—¿Qué?

—Alguien le ha programado un nuevo curso.

—¿Puedes rastrear el origen de la señal?

—Lo intentaré.

—Cóndor 4, colóquese en paralelo y esté atento. Vamos a acercarnos más al blanco.

Schiavo disparó un nuevo misil. El objetivo ya destacaba a simple vista en mitad del páramo helado, una serie de agujeros de perforación flanqueados por tres grandes torres; en la central flameaba una larga lengua de fuego con un brillo obsceno.

Como temía, el segundo misil tampoco llegó a su destino. No se desvió de su trayectoria, pero estalló en el aire a medio kilómetro de la mina, sin producir el menor daño a las instalaciones.

—He triangulado el origen de la señal —dijo su compañero—. Procede de la órbita.

—Déjame adivinar. Rashid.

Kapic se inclinó sobre la consola para actualizar la posición de los comandos, y asintió con la cabeza.

—Cóndor 4, abortamos misión —ordenó Schiavo—. Volvemos con el resto del grupo.

Las baterías antiaéreas del gobernador no les persiguieron mientras subían a la alta atmósfera. Schiavo nunca se había enfrentado a un acto de rebelión en una operación militar.

Los contactos por radio con base Liberación estaban restringidos a un caso de auténtica emergencia. Pero aquél lo era. ¿Debería utilizar el dispositivo de enlace cuántico y pedir instrucciones a Elsa? Eso denotaría su debilidad de carácter. Schiavo ya estaba cansado de que le asignasen misiones de compra y transporte de suministros. Tenía que demostrar sus dotes de liderazgo, y encargarse de Rashid él solo.

Alertó al resto de unidades que se mantuviesen alerta y vigilasen la nave del amotinado, ordenando que al menor comportamiento sospechoso abriesen fuego contra él. Luego, mandó a Rashid que se acoplase con su nave y subiese a bordo.

—Supongo que me has traído aquí para relevarme del mando de mi nave —le dijo el visitante, con aspecto muy tranquilo. Venía desarmado, y aparentemente creía tener la situación bajo control.

—Te mataría aquí mismo si no fuera porque sé que guardas una copia de tu cerebro fuera de la base, a buen recaudo.

—¿Tú no? —sonrió Rashid.

Schiavo sacó un dispositivo de su bolsillo y jugueteó con él, dejando que su interlocutor se preguntase qué se proponía.

—¿Para quién trabajas?

—Ya te lo dije, jefe. Néstor me dio instrucciones para negociar con el gobernador y evitar un ataque.

—¿Cuál era tu tajada de ese millón de creds?

—Ninguna.

—Este aparato es un disruptor neural. Inflige una descarga eléctrica en el hipotálamo, a través de tu implante raquídeo.

—Ese tipo de métodos de tortura están prohibidos. Ni siquiera Surya los aplica para…

Rashid cayó al suelo, retorciéndose de dolor.

—¿Desde cuándo cobráis esas comisiones? ¿Cuánto se iba a llevar Néstor de la operación? ¿A cuántas colonias habéis extorsionado? ¿Con quién más repartís el dinero?

Rashid boqueó. De sus fosas nasales colgaba un hilo de sangre.

—Pregúntaselo a Néstor cuando lleguemos. Si te atreves —le dirigió una mirada de rencor—. Yo cumplía órdenes.

—No has cumplido las mías.

—Néstor está por encima de ti en la organización —Rashid se incorporó—. Te hará trizas, te machac… —gritó y cayó de rodillas.

—No es muy inteligente provocarme en estos momentos —dijo Schiavo, acariciando el disruptor.

—Kapic, ¿desde cuándo un compañero tortura a otro en la Tercera Vía?

—Contesta al jefe, cabrón. Tú ya no eres compañero mío.

—No sé qué hace Néstor con el dinero o con quién lo reparte, de verdad, Schiavo. Puedes mirar dentro mi mente, si quieres.

—¿Una comunión, ahora?

—No lo hagas —le previno Kapic—. Podría ser una trampa.

—¿De qué tienes miedo? —le provocó Rashid—. ¿Temes descubrir que te cuento la verdad? —le recorrió con la mirada—. Oh, no es eso. Estás cagado porque no eres lo bastante fuerte y yo podría tomar el control de tu mente.

—Kapic, cédele el asiento.

—Es un error —trató de disuadirle su amigo—. Es precisamente lo que quiere que hagas.

—Siéntate aquí, Rashid, y colócate la interfaz en la cabeza.

El hombre se levantó del suelo, dolorido, y se sentó en el asiento del piloto con una media sonrisa. Schiavo se colocó junto a él, y se ciñó el dispositivo de acoplamiento para establecer la comunión mental.

Rashid se ajustó el suyo; ya no se le veía tan seguro, pero podía ser una pose para engañarle. Schiavo recibió la señal de que se había abierto un puerto de comunicación bidireccional entre ambos.

Los pensamientos de Rashid comenzaron a fluir a su alrededor, una nube difusa de recuerdos mezclada con temor y resentimiento. Oponía una tenaz resistencia a la exploración, y en particular, a liberar cualquier información concerniente a Néstor. Sus filtros de protección eran muy difíciles de romper, y ocultaban sectores de memoria enteros. Un sujeto tan poco importante como Rashid no debía tener acceso a aquellos códigos de seguridad; iban en contra de la política de Elsa, que utilizaba las comuniones para descubrir a infiltrados. Sólo los lugartenientes de Brax —y Néstor era uno de ellos— podían hacer uso de tales sistemas de bloqueo.

Para quitar los candados de protección tendría que regresar a la base y requerir ayuda. Allí no tenía potencia de proceso suficiente para hacerlo.

—¿Quién eres? —le preguntó Rashid—. ¿Quién eres realmente?

La mente de Schiavo comenzó a ser invadida por un hormigueo insidioso. Rashid estaba penetrando en su cerebro.

—Creo que no eres quien aparentas ser —dijo Rashid en voz alta.

—Ese truco no te valdrá conmigo —Schiavo se retiró la interfaz cerebral—. Estás jodido, Elsa te quemará neurona a neurona hasta que te saquemos la información que queremos.

Rashid le miró con recelo:

—Ya veremos quién acaba con el cerebro quemado.