CAPÍTULO 1

I

Las gotas de lluvia salpicaban el ventanal del laboratorio, dejando una estela de barro amarillento. Niit se acercó al cristal y observó los relámpagos recortándose en el atardecer contra la bruma del océano. Las cuatro quintas partes de Sedna estaban cubiertas de agua; un par de archipiélagos, Kianda y Fong Yi, separados un millar de kilómetros, eran la única tierra firme que se podía encontrar en el planeta. Antes de la llegada de los humanos, los océanos de Sedna atesoraban una rica variedad de flora y fauna acuática, que durante millones de años habían convivido pacíficamente en un ecosistema sin interferencias externas.

Para cuando los primeros biólogos llegaron a estudiar sus secretos con ojos científicos, y no mercantiles, el frágil ecosistema de Sedna se había quebrado irremisiblemente. Poco se podía hacer ya para paliar los daños, pero Niit estaba decidida a trabajar duro, y su equipo de xenobiólogos no se había concedido un respiro desde que llegaron a aquel inhóspito mundo.

La investigación pura ya no interesaba a los gobiernos; Sedna había sido colonizado y expoliado por los suryanos durante décadas, y cuando dejó de ser útil, lo arrendaron a la corporación Markab por un plazo de cincuenta años renovables, dejando los destrozos a los nuevos inquilinos. Como la proverbial plaga de langosta, los suryanos se habían largado a seguir esquilmando los recursos de otros mundos. La atmósfera era tóxica para todas las variedades de humanos y las autoridades suryanas no consideraron rentable crear personas con branquias o realizar adaptaciones genéticas para respirar el aire nocivo. Niit no entendía cuál era el interés de Markab en Sedna. Si los suryanos se habían ido, tenía que ser porque no había ningún interés económico en mantener bases permanentes allí, y Markab no se distinguía por patrocinar investigaciones sin conocer de antemano su rentabilidad.

Un trueno reverberó en la cúpula principal del complejo, dando paso a una tormenta de granizo que apedreó con furia los cristales blindados. Las piedras de hielo anaranjado eran huevos letales que podían matar a una persona sin protección. Afortunadamente, tuvieron tiempo de recoger sus equipos y entrar en la base con antelación suficiente a la llegada de la tormenta. Diques de contención levantados alrededor de la orilla protegían las instalaciones del oleaje. Las dos lunas de Sedna sometían las aguas a movimientos constantes, creando una tensión sobre las placas tectónicas que desembocaba en maremotos. Aquel mundo no paraba de recordarles que estaban allí de más y deberían marcharse ahora que podían, como hicieron los suryanos antes que ellos. Pero muy difíciles tenían que ponerse las cosas para que la corporación se doblegase a los elementos; Markab había pagado una buena suma de dinero por establecerse allí, y tenía fama de recuperar siempre sus inversiones.

—¿Cuándo parará de llover? —se quejó una voz a su espalda.

Damián, su jefe, le tendió una taza de café y galletas, que ella rechazó. El hombre miró impaciente el reloj y arrugó el ceño al acercarse a la ventana.

—Cada día que nos quedamos aquí dentro, cuesta dinero a la compañía —dijo—. Cuando no es ese maldito granizo, es la corrosión de la atmósfera que avería nuestros equipos. Estamos perdiendo el tiempo —bufó.

El hombre lucía un abultado vientre constreñido por una camiseta blanca con manchas de café, que al quedarle estrecha le marcaba sus pezones grasientos; pese a sus palabras, no acostumbraba a salir fuera a trabajar incluso con buen tiempo. Damián prefería la poltrona de su despacho a la labor de campo; decían que en algún momento de su carrera llegó a ser un buen genetista, pero Niit sólo había encontrado un par de publicaciones en la Red firmadas por él, y eran de la época de sus prácticas de doctorado.

—Mañana haremos una excursión con el batiscafo —le informó ella—. Descenderemos tres mil metros para estudiar una chimenea oceánica y recoger muestras. ¿Vas a venir?

—¿Con este tiempo no habrá demasiadas corrientes?

—No, según nuestros sensores.

—Aquí las aguas siempre están agitadas, y los seísmos…

—El último maremoto se produjo hace seis meses, y fue de baja intensidad. No parece que vaya a repetirse en una temporada. Además, se supone que nos pagan para explorar este lugar.

—Lo sé. Es que los suryanos nos dieron tan poca información de este jodido planeta que me preocupa lo que os pueda pasar si bajáis tan pronto.

—Hemos enviado siete minisubs antes, Damián. Ningún monstruo va a atacar nuestro batiscafo.

Aunque, para variar, me gustaría que los hubiese, pensó Niit; indicaría que aún quedaba algo vivo de un tamaño mayor que una sardina. La invasión de microorganismos traídos del exterior por los suryanos había interferido en la formación del plancton, alterando desde la base la cadena trófica. Muy pocas especies se habían salvado al desastre, y debían catalogar todas las que pudieran.

—No lo tengas tan claro. Yo no confiaría mi vida a una lectura de sonar. Hay bichos que absorben esas ondas.

—Podemos retrasar la expedición, pero no creo que sea buena idea.

—Niit, nosotros no causamos esta tragedia. Por una semana o dos que te retrases, no va a pasar nada.

Directamente, no la causaron, reconoció ella. Pero, al fin y al cabo, los suryanos también eran humanos. O lo habían sido antes de sufrir su primera muerte. Una conciencia resucitada en otro cuerpo no tenía el estatus legal de humano dentro de la federación terrestre. El gobierno suryano, desde luego, no perdía el sueño con eso.

—Deberías aprovechar tu tiempo con algo más productivo —le aconsejó él—. Con la pareja de narvales, por ejemplo.

—Te noto muy interesado en ellos. Es la tercera vez en lo que va de día que sacas el tema.

—Para mí, esos bichos no tienen más valor que dos delfines con cuernos. Es la central terrestre la que me pide informes.

—Son mucho más inteligentes que los delfines.

—¿Se habrían dejado masacrar si lo fueran? Vamos, Niit, por mucho que hemos buscado, no hemos encontrado construcciones subterráneas ni rastro alguno de tecnología en este planeta.

—Entonces, me gustaría saber por qué la compañía tiene tanto interés en ellos.

—No lo sé. Quizá forme parte de una nueva estrategia corporativa. ¿Por qué no me acompañas y echamos un vistazo al estanque?

—Son muy sensibles y se ponen nerviosos cuando ven a alguien que no sea yo.

—He hecho instalar una mampara de espejo en la sala de control. No podrán verme.

Niit se encogió de hombros y bajaron por la escalera de caracol al sótano, donde se hallaba el estanque climatizado, con las mismas condiciones de salinidad y temperatura que el océano de Sedna. Un complicado sistema de filtros y depuradores vigilaba que ningún patógeno contaminase los nutrientes de los que se alimentaban los cetáceos. Una de las paredes acristaladas del estanque lindaba con el mar, para permitir que los narvales tuvieran a la vista su hogar y no perdiesen la esperanza de ser devueltos al océano cuando se recuperasen.

Damián se ocultó en la cabina de observación y la mujer se aproximó al estanque. Los animales advirtieron de inmediato su presencia y golpearon sus cuernos contra el cristal. Evidentemente, no eran auténticos narvales, una especie que en la Tierra llevaba siglos extinguida, pero su parecido con las fotografías que se conservaban de aquellos cetáceos era sorprendente. Un cuerpo voluminoso, de seis metros de longitud en el macho y cuatro en la hembra, cubierto de una piel gruesa, les ayudaba a soportar las bajas temperaturas oceánicas. La función del cuerno delantero era desconocida; no parecía que los narvales lo utilizasen como arma para combatir a los depredadores o para luchar entre sí, pero Niit tampoco conocía mucho de su organización social. Lo que sí había averiguado era su sensibilidad a un amplio rango de frecuencias, desde ultrasonidos a ondas de radio. Tal vez aquel cuerno formaba parte de su sistema sensorial y les ayudaba a captar las llamadas de otros congéneres.

Se acercó a la consola de traducción y les saludó de la manera acostumbrada. No hubo respuesta. Gema, la hembra, se dio media vuelta y se alejó al otro extremo del estanque, expresando su enojo. Tayalore, el macho, miró a la mujer fijamente con ojos resplandecientes, como los de un gato en la oscuridad, y señaló con su cuerno la cabina de observación. El animal sabía que Damián estaba allí escondido. Emitió un chillido que la consola fue incapaz de traducir, y un burbujeo indignado se escapó de su boca.

Damián tendría que aguzar su ingenio y ser más sutil, sonrió ella. Colocar cámaras de circuito cerrado tampoco servía; si los narvales percibían que alguien les espiaba, se negaban a entablar comunicación con ella. Eran unos animales muy listos.

—Es inútil, tienes que irte.

El hombre salió de la cabina, molesto por haber sido puesto en evidencia por aquellos peces maniáticos, y se acercó desafiante al cristal. Apagó el traductor y le enseñó los dientes a Tayalore:

—¿Quién coño te crees que eres? Tócame las narices y te serviré en rodajitas en una bandeja.

Tayalore se volvió, dio un par de coletazos y se alejó al otro lado del estanque, para reunirse con la hembra.

—Ten cuidado. Pueden entender lo que decimos —explicó Niit.

—Entonces, ¿para qué demonios usamos el traductor?

—Para entenderlos a ellos.

—Eso es imposible; no son más que animales, y no conocían nuestro idioma antes de… —Damián se interrumpió—. ¿Lo aprendieron de los suryanos?

Niit asintió con la cabeza.

—Pero su gobierno no nos informó de que hubiesen logrado comunicarse con ellos —dijo él.

—Puede que los narvales no quisiesen hablar con los suryanos. Si éstos traían ideas preconcebidas acerca de su especie, mejor callarse. Después de lo que Surya hizo con el ecosistema de Sedna, creo que quedó claro quién es la especie inteligente aquí.

—¿Has probado a darles alimento si hacen lo que queremos? Abriremos la cubierta del estanque —Damián consideró que Niit rechazaría colocarles microelectrodos en la piel para domesticarlos—. Es lo que se hace con los delfines.

—No les gusta ser tratados como animales. Además, no quiero arriesgarme a que nuestros gérmenes puedan dañarlos. Hasta que no estemos seguros de cómo funciona su organismo, tenemos que extremar las precauciones y mantener el estanque cerrado.

—Supongo que tienes razón. Tú eres la experta, nena —Damián se alejó hacia las escaleras—. Pásate esta noche por mi despacho para cenar y me comentas tu informe.

—Te mandaré el informe, pero esta noche tengo planes.

—¿Acaso saldrás a tomar el fresco, con el tiempo que hace? —pero Damián no se quedó a oír la contestación. Ya le habían dado la espalda lo suficiente aquel día, y se marchó a atosigar a otro empleado.

Niit volvió a conectar el traductor.

—No tengáis en cuenta sus palabras —dijo al micrófono—. En la raza humana, los machos están menos evolucionados que las hembras. Son violentos, mentalmente torpes, y piensan en el sexo de forma constante.

—Él te da órdenes —dijo Tayalore, acercándose de nuevo al cristal—. ¿Por qué lo consientes, si es inferior?

—Nuestra cultura no está basada en la lógica. Los humanos más capaces no suelen alcanzar el poder. El dinero, las influencias sociales, la suerte o la fuerza bruta determinan que una persona esté por encima de otra.

—No nos gusta —dijo Gema, colocándose junto al macho.

—Ya lo he notado, pero estad tranquilos; yo cuidaré de vosotros.

—¿Cuándo volveremos al mar? ¿Podremos ver pronto a nuestra familia?

Niit encontró hace un mes a los dos narvales varados en la playa, en un estado lamentable. Gracias a sus cuidados había logrado que se recobrasen, pero no pudieron rescatar más ejemplares con vida. Cada pocos días, una barcaza recorría las islas del archipiélago y recuperaba cadáveres encallados entre las rocas. Cuando aquellos cetáceos enfermaban, perdían su capacidad de orientación, y si entraban en algún arrecife, no podían salir por sus propios medios.

Gema y Tayalore eran los últimos supervivientes de su especie. Aunque se sondeó el océano con satélites, no se detectaron movimientos de otros cetáceos, ni tampoco los cantos que los narvales emitían para comunicarse entre sí, una abigarrada sinfonía de complejos matices que difícilmente volvería a interpretarse en aquel mundo.

Niit les había ocultado la verdad para facilitar su recuperación, pues temía que cualquier deterioro en su estado de ánimo afectase a su ya debilitado sistema inmunitario. Ahora se les veía plenamente restablecidos, pero no quería arriesgarse hasta conocer más de ellos.

—El mar no es un lugar seguro para vosotros —admitió ella—. Está contaminado, y habrá que limpiarlo.

—¿Cuándo podremos volver? —insistió Tayalore.

—El proceso será lento y costoso. Tienen que autorizarlo nuestros jefes.

—¿Damián? —el traductor añadió un berrido de desagrado.

—No. Otros que están muy lejos de aquí. En la Tierra.

—Es el planeta en que naciste —recordó Tayalore—. Nos has hablado de él.

—Sí.

—Nos dijiste que la contaminación es un problema grave para vosotros.

Niit adivinó adónde quería llegar Tayalore.

—Me estás insinuando que si no podemos limpiar la basura de nuestro propio mundo, no seremos capaces de hacerlo aquí. Y la verdad es que aún no sé cómo lo haremos, pero al menos, Sedna está deshabitado. En la Tierra, tomar decisiones es complicado; existen muchas naciones y cada una tiene sus propios intereses. Aunque hay un gobierno mundial, no funciona todo lo bien que debiera. Pero en Sedna, las cosas serán más sencillas, os lo prometo.

—¿Más sencillas porque hay pocos humanos? —observó Tayalore—. Si los que quedan se marchan, será más fácil que todo vuelva a ser como antes.

—La contaminación no desaparecerá por sí sola, y vuestra especie carece de tecnología para restaurar el plancton a los niveles originales. Nuestra marcha no solucionaría nada.

Y, por supuesto, Markab no iba a abandonar Sedna porque Tayalore lo exigiese. Ni aún echando aceite hirviendo a los ejecutivos de la compañía, desmontarían las dos bases que tenían en el planeta.

—Tendréis que acostumbraros a nosotros —dijo en tono de disculpa.

—¿Cuándo volveremos a ver a nuestra familia? —insistió Gema, recordándole que con aquel circunloquio evadía contestarle.

—No lo sé. Tenemos otro grupo científico en el archipiélago de Kianda. Los índices de mortandad en vuestra especie han sido elevados. Hay mucho trabajo pendiente que realizar, y…

Gema se alejó al fondo del estanque. Era difícil mentir a aquellos animales sin que lo notasen. ¿Sería el tono de voz o la expresión facial? Dudaba que ellos conociesen a los humanos hasta ese extremo, pero bueno, si habían sido capaces de traducir su lenguaje, ¿por qué no podían deducir otros aspectos de la personalidad mediante la observación?

La naturaleza había sido injusta con los narvales. Les concedió el don de la inteligencia, pero les privó de sus frutos. Sin apéndices manipuladores, no podían construir herramientas; y sin herramientas, el océano era su prisión eterna. En las noches despejadas, a los narvales les gustaba salir a la superficie y mirar el firmamento; eran lo bastante listos para saber qué se estaban perdiendo, y sufrían por ello. Por lo que Tayalore le contó, los humanos no eran la primera especie que los habían visitado, aunque hacía miles de años del primer encuentro con no humanos. No se tenía noticia de ninguna civilización alienígena viva allí fuera; se habían encontrado restos dispersos de tecnología en un puñado de mundos, pero eso era todo.

Un inquietante silencio.

Los humanos llegaban tarde a la fiesta, aunque a los narvales ni siquiera se les había cursado una invitación.

Si la inteligencia cumplía algún cometido en el universo, en Sedna alguien había dejado el trabajo a medio hacer.

II

El teniente Valeri Ichilov encontró al grupo de alborotadores en los lavabos del muelle orbital. Canopus III, la estación en que estaba atracado el Concordia, disponía de rotación artificial y el funcionamiento de los aseos no difería mucho de los de cualquier cuartel en tierra firme, un lujo que cualquiera que se haya aseado con toallas húmedas en una nave apreciará bien. Pero aquellos sujetos no se habían dado cita allí para lavarse. Habían sumergido la cabeza de un soldado dentro de un cubo y cruzaban apuestas sobre cuánto aguantaría; uno de ellos contaba con un cronómetro el tiempo que la víctima llevaba sin respirar.

Valeri puso fin a aquella tortura y tomó nota de los nombres de los participantes, advirtiéndoles que estaban arrestados y no disfrutarían de permisos durante una larga temporada.

—Pero, teniente —dijo uno de ellos—, él es un fiambre. Si se ahoga, resucitará en otro cuerpo. No podemos matarlo aunque queramos.

—¡Cállate! Y no vuelvas a utilizar la palabra fiambre para referirte a los errantes —ayudó al soldado a incorporarse—. ¿Estás bien, muchacho?

El grupo se dispersó, murmurando por lo bajo comentarios despectivos acerca de Valeri. Los errantes no se habían integrado bien en el cuerpo de ejército que la Tierra intentaba crear junto a los utópicos, opositores al régimen suryano que se independizaron hace medio siglo. La sociedad utópica, aunque no era ni de lejos lo perfecta que sugería su nombre, no había parado de progresar desde entonces, y atraía a un flujo creciente de refugiados que conseguía burlar los controles fronterizos de las autoridades de Surya.

El mismo nombre de errantes aludía a su provisionalidad: el cuerpo es contingente; sólo la conciencia, resguardada en un soporte electrónico restaurable en un cerebro orgánico, permanece. La reencarnación era a la vez su liberación y su condena. Y aunque todos habían sido humanos en el pasado, muchos creían que se perdía esa condición tras morir por primera vez y ser resucitados en un nuevo cuerpo. La religión no era ajena a esta polémica: si cada persona posee un alma inmortal, y solo una, no deben existir duplicados de tu mente vagando por ahí, porque el alma no puede duplicarse, escapa del cuerpo tras la muerte y viaja, bueno, nadie sabe adónde viaja, ni siquiera si existe realmente, pero los sentimientos religiosos en la política no se podían ignorar, y en consecuencia, a un resucitado no se le consideraba un ser humano. Era una cosa, un cadáver andante, un fiambre, pero no una persona.

Los errantes de Utopía eran perfectamente conscientes del bajo concepto en que les tenían los terrestres, y con estos precedentes era inconcebible que Tierra Unida y el gobierno utópico pudiesen llegar a entenderse. La alianza de conveniencia que precariamente trataban de formar había levantado ampollas en la Tierra y aún se discutía acaloradamente sobre ella. Al margen de los movimientos estratégicos de políticos y generales, la realidad era que la alianza no funcionaba: los errantes que venían a servir a bordo de naves de Tierra Unida eran sometidos a vejaciones o, en el mejor de los casos, se les hacía el vacío. Los humanos destinados en naves de Utopía tampoco recibían un trato mejor, dado que los errantes aprovechaban para vengarse de ellos, y eso retroalimentaba el odio de los terrestres, lo que avivaba aún más el rencor de los errantes, y así hasta el infinito. A Valeri no le sorprendería que un día no muy lejano, estallasen motines en las naves de la flota aliada.

De momento, no parecía el caso. La primera fuerza combinada de intervención rápida llevaba tres semanas en el sistema Canopus, sin que se hubiesen producido incidentes graves. Por encima de envidias y prejuicios, aquellos hombres eran profesionales; sabían hasta qué punto podían tensar la cuerda sin romperla.

O eso esperaba Valeri.

—¿Cómo te llamas, soldado?

Le tendió la mano para ayudar al joven a ponerse en pie, y vio su insignia de cabo en el pecho de su uniforme. Tenía alrededor de veintidós años, diez menos que Valeri, y sus facciones eran especialmente afortunadas; ojos azules, mentón suave y redondeado, nariz de adolescente y un gesto cándido. Notó en su pequeña mano un pulso asustado; sus dedos finos y poco varoniles, delataban escaso trabajo físico. Quizá era administrativo o técnico informático.

—Luis Torelli, señor.

—No toleramos las novatadas en esta nave. Me encargaré personalmente de que los responsables paguen por lo que te han hecho.

—Preferiría que no lo hiciera, teniente —dijo el cabo, arreglándose el uniforme—. No ha tenido importancia; y ellos tenían razón. No podían hacerme daño.

—Por supuesto que sí. No pueden matarte, pero sí causarte dolor.

—No deseo presentar una denuncia.

—Me da igual, yo la presentaré por ti. Torelli, no tienes de qué tener miedo. Los actos de indisciplina deben castigarse, o aquí nadie cumpliría una orden —observó que el joven tenía un labio hinchado y un hilo de sangre se deslizaba por sus fosas nasales—. Te acompañaré a la enfermería.

Las protestas de Torelli fueron inútiles. En la clínica le realizaron un reconocimiento completo, pero salvo ligeras contusiones en la cara y en una rodilla, no presentaba lesiones internas. Valeri revisó su ficha: no había mucha información en ella, salvo la última fecha de resurrección, nombre de sus padres —también errantes—, y la información médica habitual. Torelli servía en la fuerza aliada desde hace un mes, y era ingeniero en sistemas informáticos avanzados e inteligencia artificial. No figuraba ningún dato de sus vidas pasadas o cuántas reencarnaciones había sufrido. Una de las características que más le desconcertaba cuando trataba con un errante era que no sabía con quién estaba hablando realmente. Torelli tenía veintidós años de edad, pero bajo su aspecto juvenil se escondía una persona probablemente más adulta que él. ¿Cuánta experiencia habría acumulado? ¿Dos vidas, tres? Y todo para acabar siendo humillado en los lavabos.

—¿Eres es único errante de nuestra nave? —dijo él.

—Me temo que sí.

—Estás en tu derecho de informar a tus mandos de Utopía, pero te agradecería que no lo hicieras. Enturbiaría aún más nuestras relaciones, y no nos conviene.

—Por mi parte, está olvidado. Yo me presenté voluntario para servir en el Concordia —un nombre un tanto irónico, visto el personal que trabajaba en él, pensó el cabo—. Mis superiores ya me advirtieron de lo que encontraría.

—No todos los que trabajamos aquí pensamos igual. Por si te sirve de consuelo, yo os considero completamente humanos. Si los errantes lleváis un implante craneal que preserva vuestra conciencia después de la muerte, mejor para vosotros. Conforme te haces mayor, empiezas a entender los motivos por los que la gente no quiere morir.

—La vida eterna no es exactamente una bendición —dijo Torelli—. No quiero decir que sea un castigo, pero tampoco un camino fácil.

Continuaron la conversación en la cantina. Había varios soldados y oficiales almorzando o jugando a las cartas, y no les miraron con buenos ojos cuando Valeri entró acompañado del errante. Nadie se sentó cerca de ellos.

—Creo que sus soldados no entienden bien la alianza entre Utopía y la Tierra —dijo Torelli, tomando una cucharada de un puré de proteínas verdoso.

—Lo entienden. Nuestras colonias están siendo hostigadas desde hace meses por grupos armados, y no podemos contener la amenaza con nuestros propios medios.

—Pero no tienen ni idea de dónde se ocultan.

—No. Y se supone que vosotros deberíais saberlo. ¿Para qué sirve esta alianza, si no? Siguen asaltando impunemente nuestras líneas de suministro y somos incapaces de anticipar dónde y cuándo van a aparecer.

—¿Por qué supone que mi gobierno debería conocer la localización de sus bases?

—Esa organización está formada por errantes, huidos de Surya.

—Pero también nos ataca a nosotros.

—Debería ser más fácil para vosotros infiltraros en su organización —Valeri tomó una cucharada de su propio cuenco; su sabor era tan poco apetecible como su aspecto; ligeramente salado, pero insípido—. ¿Sabes por qué se llaman la Tercera Vía?

—Pretenden ser la alternativa a la sociedad suryana y a la utópica. Se creen el movimiento definitivo para la liberación de los errantes, pero nos atacan y roban. Los terrestres hasta ahora no tenían interés para ellos, pero la vigilancia de nuestras patrullas les ha obligado a diversificar sus objetivos. Llevamos reclamando ayuda a la Tierra desde hace años, y solo ahora que sus colonias han empezado a ser atacadas, han accedido a escucharnos.

—¿Qué esperabas, Torelli? Así funciona el mundo. Casi nadie ayuda gratis al prójimo. La Tierra no habría consentido una alianza con Utopía si hubiera tenido otra opción, pero no la tiene. A los suryanos no podemos pedirles ayuda, porque no mantienen tratos con nuestro gobierno. Ellos se alegrarían de que nos viéramos obligados a abandonar nuestras colonias. La verdad, no sé por qué Surya nos odia tanto.

—Quizá por la misma razón que los terrestres odian a los errantes —sugirió el joven, apurando su cuenco de puré—. Detestan aquello que es diferente. Si Surya hubiera aceptado la diversidad dentro de su seno, Utopía no tendría necesidad de existir. Mi padre fue perseguido por el régimen y enviado a una cárcel de pensamiento. Fíjese, podrían haberle reajustado la matriz neural para que volviera a ser un miembro dócil de la sociedad suryana, pero prefirieron dejar intactos todos los recuerdos de su estancia en la cárcel, para que le atormentasen el resto de su vida, y de paso sus amigos supieran qué les ocurría a los que realizaban actividades contra el régimen.

—¿Qué es exactamente una cárcel de pensamiento?

—No quiera saberlo —Torelli comenzó una copa de gelatina. En aquella estación, toda la comida tenía una textura blanda y pegajosa; nada lejanamente parecido a una chuleta o a un filete de jamón curado—. He oído rumores de que nuestro enemigo se oculta dentro de la nebulosa Limbo.

—¿En serio?

—Sería un buen escondite. Muy pocas de las expediciones que se han internado en esa zona han regresado. Algo en la textura del espacio dificulta la apertura de túneles de salto.

—Me extrañaría que la flota planee una expedición a esa zona. Los satélites de observación cercanos a la frontera del Limbo llevan mucho tiempo sin registrar actividad. Si alguien se ocultase en la nebulosa, ya lo sabríamos.

—Dicen que los suryanos han entrado y salido de la zona varias veces.

—Corren muchas leyendas sobre el Limbo, Torelli, pero las leyes de la física son universales; aquí, en la galaxia de Andrómeda o en el quásar más lejano, rigen los mismos principios de la física. El Limbo no es una excepción.

—Quizá no conocemos esas leyes tan bien como creemos —dijo el cabo—. Los pocos que lograron regresar con vida contaron que vieron naves atrapadas dentro de la nebulosa, desaparecidas hace medio siglo, y parecían seguir funcionando.

—Eso es imposible. ¿Conoces personalmente a alguien que haya regresado del Limbo?

—No.

—Ni yo, y apuesto a que tampoco nadie de la estación, o del Concordia. Son leyendas que crecen y crecen cada vez que las cuenta alguien y le añade su toque personal. Por lo que sé, el Limbo es una zona de alta radiación, posiblemente el residuo de una nova. Es esa radiación la que dificulta la apertura de puntos de salto, no ninguna fuerza misteriosa ni los espíritus de los desaparecidos.

—Está muy seguro de lo que dice. ¿Ha ido alguna vez al Limbo?

—Nadie va allí, porque no hay nada que ver. Esa zona es un desierto sin vida, como tantas muchas en el universo.

—Me han dicho que el general Ichilov va a enviarnos allí en breve —Torelli hizo una pausa, observando la reacción de Valeri al oír aquel nombre—. Si no estoy mal informado, es su padre.

Valeri asintió con la cabeza.

—Pero el general es un errante —dijo el joven—. ¿Eso quiere decir que usted también lo es?

—No todos los errantes lo son de nacimiento. Mi padre era humano y llegó a coronel en las fuerzas armadas de Tierra Unida, pero estaba obsesionado con la idea de la muerte, y se gastó sus ahorros en pasar por el quirófano para recibir un implante craneal. Cuando murió, fue resucitado en otro cuerpo, pero le negaron la readmisión en el ejército. Desde el momento que una persona resucita, pierde la condición humana según las leyes de la Tierra.

Aunque para él, su padre había perdido esa condición mucho antes de su fallecimiento. Su bienestar personal siempre estuvo por encima del de su mujer y sus hijos. Hasta su muerte, Maksim Ichilov se comportó como un egoísta integral, desentendiéndose de su familia, a la que consideraba un lastre en su carrera profesional. Valeri no sabía si su padre había cambiado algo después de resucitar, pero tampoco tenía curiosidad en averiguarlo. Había alcanzado la inmortalidad gastándose el dinero de la familia en sí mismo, como era su costumbre. Para Valeri, el Maksim original murió, y una copia que se creía su reencarnación circulaba por ahí, y había encontrado trabajo en el ejército de Utopía. La elección de Maksim para dirigir la fuerza combinada de intervención rápida tenía un valor simbólico: el Estado Mayor utópico creía que un hombre que hasta hace poco fue coronel del ejército de Tierra Unida, sería capaz de coordinar a terrestres y errantes en un objetivo común. Pero si pensaban así, evidentemente no conocían a su padre. Éste sólo servía a sus propios intereses; no sabía qué era el bien común, ni las necesidades de los demás. Maksim Ichilov era la peor elección para ostentar el mando de una flota de intervención rápida. Si administraba tan mal su vida profesional como la personal, la derrota estaba asegurada. La Tierra perdería una a una sus colonias y se verían obligados a replegarse al Sistema Solar, como en los tiempos anteriores a la exploración interestelar. Los terrestres volverían a estar confinados en su pequeña reserva y el régimen suryano podría seguir expandiéndose sin oposición.

Era una batalla perdida. Y la implicación de gente como su padre aceleraría el fatal desenlace.

III

Elsa les estaba esperando al pie de la rampa de la nave. La descarga de la mercancía no había comenzado y la mujer ya estaba impaciente por encomendarles otro trabajo. Schiavo presintió que su estancia en base Liberación iba a ser corta. Dejó a Kapic que se encargase de vaciar la bodega del Géminis y fue al encuentro de la jefa de comandos.

Habían permanecido ausentes durante más de un mes, y por razones de seguridad, las comunicaciones estaban restringidas para evitar que alguien pudiese seguirles. El emplazamiento del cuartel general de la Tercera Vía seguía siendo un secreto celosamente guardado, y las medidas de protección para llegar a aquel lejano asteroide, perdido en un sistema estelar quíntuple, impedían los reiterados intentos de sus enemigos por descubrirles. El ordenador de a bordo tenía que trazar una endiablada ruta de saltos para entrar allí, siguiendo un laberinto natural de líneas equipotenciales y tensores alrededor del racimo estelar, que dejaba unos pocos corredores estrechos y cambiantes. La apertura de puntos de salto en la zona requería de mapas precisos y varias IAs dedicadas a calcular las intersecciones de campos gravitatorios. Un pequeño error, y el túnel de salto colapsaba, enviando la nave al otro lado de un espejo negro, donde no aguardaba precisamente el país de las maravillas.

Aquellos espejos no devolvían la mirada, ni la vida. Schiavo y Kapic habían tenido oportunidad de comprobarlo en varias expediciones, donde perdieron naves escolta que se precipitaron o tardaron demasiado en abrir el túnel de gusano. Desaparecían del universo como una vela que se apaga bruscamente, como si nunca hubieran existido. Brax y sus lugartenientes habían elegido aquel sitio a conciencia, pero no se pararon a pensar las vidas que costaba mantener aquella fortaleza en el anonimato, o si lo habían pensado, francamente les traía sin cuidado.

—¿Cómo han ido las cosas por aquí? —dijo Schiavo, apartándose a un lado para que un estibador que conducía un vehículo de descarga entrase a la bodega.

—No demasiado bien —reconoció Elsa—. Hemos perdido un escuadrón y no sabemos nada de otro que partió el miércoles. La alianza entre Utopía y la Tierra nos está perjudicando más de lo previsto. Brax ha planeado un golpe de efecto para demostrar nuestra fuerza. Quisiera mostrártelo para que me des tu opinión.

Bajaron en ascensor al nivel octavo. Casi todas las instalaciones de la organización eran subterráneas, diseñadas para resistir un bombardeo directo, salvo que volaran el asteroide completo con bombas nucleares, y dado su tamaño, los atacantes lo tendrían bastante difícil. A Schiavo, el grosor de la capa de hormigón y los contrafuertes de las galerías no le ofrecían un refugio agradable. Detestaba ese lugar, en el que no podía ver la luz del sol; se sentía un topo montando guardia con un fusil en la madriguera, yendo estúpidamente de un extremo a otro de la galería, a la espera de órdenes. Su cometido era la compra y transporte de suministros para la base, y si se presentaba la ocasión, reclutaba a nuevos errantes para que cubrieran las bajas. Técnicamente, un errante no podía morir si disponía de una copia de seguridad de su cerebro, pero sin un cuerpo en el que volcar su matriz de personalidad, ésta servía de bien poco, y de momento la organización carecía de los equipos y el personal sanitario para cultivar cuerpos de repuesto en tanques de biogénesis.

Durante el tiempo que permanecía de viaje, gozaba de cierta libertad de movimientos, pero cuando regresaba a la topera, empezaba a sentir una opresión en el pecho y un malestar que le urgía a huir de nuevo. Aquél era un lugar insano, el olor a humedad, el aire viciado por los dos millares de personas hacinadas en las catacumbas, el frío que desprendían los pasillos abiertos en roca viva, y que no habían sido aislados por falta de tiempo, de medios, o de ganas, no convertían a base Liberación en un lugar donde echar raíces.

Elsa le invitó a pasar a la sala de control estratégico de misiones. Los láseres proyectores recrearon un mapa tridimensional de los comandos, desperdigados en una esfera de cincuenta años luz de radio. A Schiavo, que había visto ese mapa en otras ocasiones, le llamó la atención la escasez de puntos que mostraba la pantalla. La mujer le explicó que Brax estaba reuniendo el máximo número de efectivos posibles, para atacar objetivos de una colonia esclavista de Tierra Unida en el sistema Vega. Brax quería enviar una advertencia que se escuchase en toda la federación terrestre: aquellas colonias que utilizasen a esclavos errantes serían duramente castigadas. Normalmente, la organización se limitaba a extorsionar a los gobiernos locales, pidiéndoles dinero a cambio de dejarles en paz. Si no accedían, se apostaban comandos en la órbita que se dedicaban a hostigar a las naves que entraban o salían del planeta. La ayuda de Tierra Unida, cuando llegaba, era tardía y escasa, y salía más rentable a las autoridades locales pagar el impuesto a Brax que exponerse a las represalias.

—¿Habrá un bombardeo a objetivos en superficie? —preguntó Schiavo.

Elsa manipuló los controles del proyector. El mapa estratégico fue sustituido por una imagen de la colonia Vega, sus satélites de comunicaciones y su plataforma orbital de defensa.

—Brax piensa que destruyendo la red de comunicación planetaria será suficiente. La colonia cuenta con tres radios de lazo cuántico, que la comunican con la Tierra. Un comando bajará a la superficie y las robará. Si las autoridades quieren recuperarlas, tendrán que pagar un rescate —Elsa hizo una seña a dos técnicos que operaban en sus consolas, para que abandonasen la sala, y esperó a quedarse a solas con Schiavo para continuar—. ¿Crees que merece la pena arriesgar nuestros efectivos en una operación como ésta? Dímelo sinceramente.

Schiavo meditó su respuesta. Elsa podía estar pulsando su opinión para tantear su lealtad hacia Brax.

—No lo sé —dijo—. ¿Acaso piensas que el ataque debería ser más ambicioso?

—Nunca acabaremos con el tráfico de esclavos de esta manera. ¿Cómo va la Tierra a tomarnos en serio, si no les hablamos en un lenguaje que entiendan?

—Creo que ya les causamos bastantes problemas con los asaltos a sus líneas de suministro.

—Eso no es suficiente. Estamos aquí porque compartimos unos ideales concretos, pero nos parecemos a una cueva de ladrones. La gente que últimamente se une al movimiento son mercenarios que solo buscan dinero. Los conozco, he echado un vistazo a sus mentes. Son seres mezquinos, que nos traicionarían si tuvieran la oportunidad.

—¿Desde cuándo utilizas las comuniones para espiar?

Elsa sacudió vigorosamente la cabeza.

—Las comuniones son un lastre heredado de nuestro pasado en Surya que algún día desterraremos; pero sin ellas, a estas horas los cuervos estarían picoteando nuestros huesos.

—Se convierten en un instrumento represor terrible, si se usan para…

—Si se usan para lo que fueron concebidas. No te equivoques.

—Pero se supone que esos métodos…

—Mientras nuestra seguridad siga comprometida, no tenemos otra opción.

—Siempre hay otra opción, y déjame decirte…

—No la hay. Te aseguro.

—Si no me dejas hablar, ¿para qué me has traído aquí?

Elsa le miró con gelidez durante un instante que a él se le antojó eterno, pero algo la hizo recapacitar y el semblante de la mujer se suavizó.

—Perdona, Schiavo; no pretendo que comprendas lo delicada que es nuestra situación. Tú realizas un trabajo excelente proveyéndonos de lo que necesitamos para sobrevivir en esta roca; yo trato de mantenerla de una pieza, y la mayor amenaza no viene de fuera, sino del interior. Debemos permanecer vigilantes para prevenir la aparición de traidores.

—He oído ese discurso antes. De boca de las autoridades suryanas.

—¿Qué insinúas?

—No insinúo nada. Me has traído aquí para que te dé mi parecer. Surya es nuestro enemigo, y también Utopía y la Tierra, pero ya no atacamos a los suryanos, y además adoptamos sus métodos represivos. ¿A qué nos conduce esto? —se volvió hacia el mapa tridimensional—. Tú quieres sangre, quieres eliminar a todos los colonos de Vega, pero eso no nos llevará a ningún lado. Los terrestres ya nos odian bastante para darles aún más motivos.

—Las buenas palabras no han arreglado nada en las últimas décadas. La Tierra sigue tolerando la esclavitud en sus colonias, y lo único que hacemos es pellizcar un poco aquí y allá. Si queremos que nos consideren algo más que un grupo de piratas, tenemos que golpearles fuerte. Vega está relativamente desprotegida, es un blanco fácil; les costó mucho tiempo y dinero construir la colonia. Ni rehenes, ni robos, les demostraremos que estamos por encima de eso.

—¿Has hablado con Brax?

—Sí, y rechazó mi plan.

—Entonces, Elsa, te sugiero que acabes esta conversación aquí y ahora, o en tu próxima comunión, alguien podría hallar en tu mente pensamientos que se supone no deberías tener.

—Vas a delatarme.

—No. No has hecho nada malo, y en el fondo comparto muchas de tus ideas; pero no la forma en que quieres ponerlas en práctica. Debemos ser pacientes; nuestro movimiento crece lentamente y contamos con pocos efectivos. Ya habrá otra ocasión.

Elsa reconoció que le estaba aconsejando por su propio bien. Schiavo era un buen amigo y jamás le haría daño. Tal vez se había vuelto paranoica, tratando de descubrir conspiraciones y traiciones por todas partes. Las comuniones eran una funesta herencia de su pasado como suryanos; las necesitaban como una droga, no podían controlarlo. Era dolorosamente injusto aprovecharse de esa debilidad, impresa en sus genes, para violar la privacidad de las mentes de los errantes de la base. Ése era el estilo de Surya, no el de ellos.

—Andamos escasos de efectivos, Schiavo. Necesito que prepares tu nave para partir cuanto antes.

—Hablaré con Kapic. Hay que reparar los refrigeradores del motor de torsión y sustituir varias piezas de los conductos de aire, pero en una semana habremos terminado.

—Procura que sean dos días.

Abandonaron la sala de control y Schiavo subió de nuevo al muelle donde estaba atracado el Géminis. Las operaciones de desestiba estaban finalizando y Kapic hablaba en la entrada de la bodega con uno de los técnicos de los hangares, para que le trajese repuestos.

—Hay que tener preparada la nave en dos días —dijo Schiavo, subiendo por la rampa.

—¿A qué tanta prisa? —protestó su amigo, despidiendo al técnico—. Si acabamos de llegar.

Cerraron la compuerta de carga y pasaron a la sala de máquinas. Se habían fundido varios circuitos y el líquido de refrigeración de una de las tuberías goteaba por una junta mal sellada.

—Hago lo que puedo —se excusó Kapic, encogiéndose de hombros—. Esta nave se mantiene en pie con grandes dosis de buena voluntad, y si no disfruto pronto de unas vacaciones, agotaré mi reserva.

—Elsa quiere que participemos en una operación de combate. Un cerco a una colonia humana en Vega. Andan escasos de efectivos.

—Podemos robar más naves. Seguro que en Vega encontraremos alguna que nos sirva.

—A Elsa no le gusta recurrir al robo. Opina que daña nuestra imagen.

—¿Nuestra imagen? ¿Estás bromeando? —la sonrisa de Kapic desapareció al notar que su amigo hablaba en serio.

—La tuya no, desde luego. La de la Tercera Vía.

—Nunca me gustó ese nombre, ¿sabes? Siempre lo asocio con una carretera comarcal.

—Hasta ahora, es lo que somos. Elsa se está hartando de que sigamos circulando en un camino secundario; quiere convertirnos en autopista, pero tiene a Brax enfrente. Sin su aprobación, sus manos están atadas.

—Puede llevar su propuesta al comité.

—Kapic, aquí no hay comité que valga. Brax tiene la última palabra en todo. Elsa es terca y no cederá.

—¿Eso te preocupa?

Schiavo no contestó.

—Sigues enganchado a ella —observó Kapic.

—Nadie que se enfrente a Brax sobrevive. Nadie. Llevamos lo suficiente en la organización para haber asistido a varios intentos de sus lugartenientes por arrebatarle la jefatura. Ya sabes en qué acabaron.

—Si te implicas demasiado con ella, te arrastrará en su caída. Ninguna mujer merece tanto la pena, créeme.

Un silbido de aire les interrumpió. La presión en una de las tuberías había disparado un circuito automático de protección para aliviarla. La sala empezó a inundarse de una niebla fría que olía a óxido viejo.

—Personas como ellas son las que hacen que me importe seguir aquí —dijo Schiavo.

—¿Por qué? —Kapic giró una llave de paso, consiguiendo que el silbido aún se hiciera más fuerte.

—Porque no se conforma con lo que tenemos. Quiere cambiar, salir de nuestro estancamiento. Ella…

Su amigo logró de golpe cerrar el escape.

—¿Qué?

—Dime una cosa, Kapic: ¿por qué te uniste a Brax?

—Me rescató de un campo de trabajos forzados en Marte. Nos trataban como ganado en las minas de Icaria planum; había muchas bajas en el campamento; el polvo marciano provoca una especie de silicosis que te destroza los pulmones. Da igual que lleves mascarillas; siempre está flotando en el ambiente, se adhiere a las ropas y entra en tus pulmones por mucho que te limpies. No tenía dónde ir y él me ofreció este trabajo.

—Esa historia la conozco, pero, ¿por qué motivo sigues aquí? Podrías haberte marchado. Has pagado tu deuda con la organización de sobra.

Kapic reflexionó, como si fuera la primera vez que se hacía esa pregunta.

—¿Es por dinero? —insistió Schiavo—. ¿Porque quieres ascender en la organización, o acaso no has encontrado un trabajo mejor?

—Desprecio a los terrestres —dijo.

—Pero en tu interior, te sigues considerando humano. Quiero decir, podrías estar ahora en una esfera de datos, como muchos suryanos. Ni tú ni yo necesitamos un cuerpo para vivir, pero lo hemos elegido por una razón: no renegamos de nuestro pasado. Seguimos siendo lo que fuimos una vez.

—Los terrestres nos niegan el derecho a resucitar, nos consideran animales. Hay miles de errantes en la federación terrestre, tratados como perros. Quiero hacerles pagar por todo el mal que nos causan.

—Entonces no piensas de forma distinta a Elsa.

—No conozco su mente tan bien como tú —sonrió Kapic—, pero aquí estamos sujetos a una disciplina. Si Brax nos ordena que hagamos algo, lo hacemos. No cuestionamos sus razones ni sus métodos.

—Eres un buen amigo —Schiavo le palmeó la espalda—. Pero a veces hay que romper algunas reglas para seguir avanzando.