NEREA
Nuestros rescatadores no eran ángeles, ni siquiera sus primos lejanos. Tampoco habían venido a salvarnos la vida como un favor. Nos habían convertido en moneda de cambio y mientras conservásemos ese valor, también conservaríamos la vida.
El general Mowlan recibió nuestro mensaje y tomó cartas en el asunto. Reunió a los oficiales en quienes confiaba y les explicó los planes de Folz para usurparle el mando de Gravidus. Antes de que el coronel iniciase el juego, Mowlan se le anticipó deteniendo a cuatro de los conspiradores. Sin embargo, el coronel escapó junto con media docena de sus hombres, en dos turbocópteros y un avión para transporte de blindados. Mientras se acercaban a Candor Chasma, dos de sus hombres se desviaron a Darwin y aseguraron su perímetro con baterías de misiles tierra-aire. Félix logró huir y se desconocía su actual paradero, pero no Muriel, que fue trasladada a Darwin a la espera de que Folz decidiese qué hacer con ella. Quimera había quedado desierta; el coronel no tenía suficientes hombres para desperdigarlos y necesitaba concentrarlos en el punto más estratégico: Candor Chasma.
Nuestros secuestradores eran el comandante Carossa, el capitán Vilar, un teniente y un cabo a los que no conocía, y Folz. Se instalaron en los mejores módulos y a los demás nos agruparon en uno común con literas. Sin embargo, a Fattori se le concedió un trato especial, y siguió conservando su habitación individual. De hecho, el coronel se comportaba con él como si el italiano fuera su superior.
Arquímedes se unió más tarde a aquella singular banda. Lo habían rescatado de la cueva en mal estado, pero sus funciones vitales continuaban operativas y tras unos remiendos volvió a estar en activo. Era incapaz de correr, cojeaba y no podía efectuar algunos movimientos, pero Folz le encomendó una tarea fácil: una batería antiaérea emplazada en el exterior de la base.
El coronel nos utilizaría para presionar a Mowlan y conseguir una lanzadera. Con ella subiríamos a la nave de evacuación en órbita, que nos llevaría de regreso a la Tierra. Las pésimas condiciones atmosféricas persistían y el coronel aún no había transmitido sus exigencias a Mowlan; pero en cuanto la situación mejorase, el general tendría que elegir entre dejar que los rebeldes escapasen o asaltar las instalaciones. Eso suponiendo que esperara a que la tormenta despejase, porque podía trasladar cerca de Candor Chasma a sus hombres para iniciar el asalto, aprovechando que los radares no funcionaban. Ésa era la táctica que Folz temía y de ahí su celeridad en desplegar sus fuerzas alrededor de la base. Dos tanques, uno comandado por IA y el otro por el cabo, patrullaban por las afueras atentos a cualquier movimiento entre las dunas que anticipase la llegada del general.
León seguía quejándose de sus dolores y tenía el brazo muy hinchado. Eso no parecía preocuparles a nuestros secuestradores, y tuve que insistirles en que si el brazo se gangrenaba perderían a uno de sus rehenes y su posición se debilitaría de cara a la negociación. Folz se desentendió de nosotros, pero Carossa, tal vez por su condición de médico, accedió a llevarlo a la clínica. Recordaba que yo le había salvado la vida hace un año y en cierto modo me debía un favor.
—Usted le operará —me dijo, mientras lo tendíamos en la camilla del laboratorio—. Yo me quedaré aquí por si surgen complicaciones.
Le retiré el vendaje a León y le hice aspirar gas anestésico. Era una fractura grave en la que se habían roto vasos sanguíneos. El húmero tenía mala irrigación y se habría necrosado si hubiese tardado más tiempo en operarle. Por fortuna, el laboratorio estaba surtido para casi cualquier contingencia. Recompuse la parte del músculo dañada, extraje los coágulos formados alrededor de la fractura que bloqueaban el flujo sanguíneo, y me dispuse a unir los trozos de húmero con pasta osteosintética, que al secar alcanzaría la consistencia del hueso sin riesgo de rechazo por el sistema inmunológico.
—Es usted una cirujana excelente —observó Carossa. No había movido un dedo durante la operación, salvo para hurgarse la nariz y extraerse un moco cuando creía que yo no le miraba. Menudo cerdo; pobres pacientes a los que tuviese que operar—. Admiro su destreza con las manos; sus movimientos son precisos y expertos.
—Es un poco mayor para flirtear conmigo —dije, dando el primer punto para suturar la incisión.
—Me vendría bien un ayudante. El que tenía prefirió quedarse en Gravidus. Un gallina.
—¿Van en serio a llevarnos hasta la Tierra, o nos arrojarán por la escotilla de la basura en cuanto nos alejemos de este planeta?
—Ah, no había pensado en eso —rió—. La nave de evacuación en órbita debería tener oxígeno y alimentos para todos. Pero lleva un lustro sin usarse, puede que haya perdido presión o que la integridad del casco esté dañada. Los micrometeoritos y el viento solar podrían haber dañado algún depósito. En ese caso…
—Nos arrojarán por la esclusa.
—Déjeme terminar, doctora. El ejército ha sintetizado un suero a partir de proteínas extraídas de cerebros de animales que hibernaban de forma natural. El suero induce la estasis hasta un máximo de seis años. No se emplea aún en humanos, pero las pruebas con primates han sido exitosas. Ralentiza la división celular y el metabolismo, reduciendo el consumo de oxígeno a una cantidad mínima. Si hubiera que racionar las provisiones, me temo que tendremos que usarlo con ustedes.
—No sé si teme esa posibilidad, o realmente la desea.
Acabé de cerrar la herida, vendé el brazo y me quité la bata verde. Así que era cierto lo que León me había contado acerca de aquellos experimentos horribles.
—Sólo en caso de emergencia —respondió Carossa—. Es una opción mejor que arrojarlos con la basura.
—¿Cuál es su segundo apellido? ¿Mengele?
—Ah, qué graciosa es usted. Me gusta su sentido del humor —se volvió. Fattori entró al laboratorio.
—¿Qué tal va todo? —dijo el anciano—. ¿Les interrumpo?
—En absoluto. Nerea ya ha terminado.
—¿Y cómo ha ido? Me preocupa la salud de León.
—Perfectamente —dijo el médico—. La doctora es una virtuosa del bisturí.
—No creo que le preocupe mi compañero, Fattori —le acusé—. A usted le importa un bledo lo que le ocurra a León o cualquiera de nosotros. Sólo se preocupa de sí mismo.
—Tenga cuidado con lo que dice —me amenazó Carossa.
—Déjela, comandante. Retírese.
—No sería prudente que se quede aquí solo con ella.
—Sé cuidar de mí mismo.
Carossa abandonó el laboratorio como una mascota obediente.
—Bien, doctora, dispare —el viejo hizo una imitación de sonrisa—. En sentido figurado, claro.
—¿Qué clase de acuerdo tiene con Folz? —terminé de lavarme las manos y me las sequé sin prisas. La bandeja con el instrumental quirúrgico reposaba a un par de metros de mí, junto a la mesa de operaciones. Me acercaría sin que el anciano lo notara y ya veríamos si seguía con esa mueca en la cara.
—¿Acuerdo? Los dos estamos en el mismo bando. Ellos necesitan nuestro apoyo financiero, y nosotros sus soldados. Va a vivir tiempos interesantes, Nerea, y no le estoy lanzando una maldición china.
—Me he fijado que los maneja como si fuesen sus esbirros.
—Lo son; o lo serán muy pronto. Soy la máxima autoridad en Marte del gobierno que se instalará en Bruselas una vez se inicie la guerra.
—¿Pretendía quedarse aquí permanentemente?
—De momento las circunstancias imponen una retirada, pero volveré a Marte para arrestar a Mowlan y darles un escarmiento a todos los que se le han unido. La baja gravedad de este mundo es magnífica para mejorar mi salud. Puedo dirigir mis negocios desde aquí y evitar los efectos desagradables del conflicto que está por venir. Los chinos podrían atacar a la desesperada con armas biológicas; perderán la guerra, por supuesto, pero las bajas civiles que sufriríamos serían cuantiosas. Hasta un resfriado es peligroso a mi edad.
—Debería sentir asco de sí mismo por lo que acaba de decir —me aproximé un paso hacia el instrumental.
—Por qué. La Tierra está asolada por una plaga que ha agotado sus recursos: la humanidad. Si el creador nos impulsa hacia la guerra, es porque será lo mejor para la especie. Nos hemos convertido en el mayor peligro para nosotros mismos. Ahora entenderá a qué me refería cuando le hablé de regeneración.
—Sigo sin entenderle; su discurso de iluminado es tan pobre y carente de originalidad que da lástima, si no fuese por la cantidad de vidas que se perderán.
—Habrá un nuevo comienzo; nosotros estaremos allí para que todo salga mejor y así recuperemos la gracia divina. La falta de fe y el deterioro de las costumbres nos han abocado a esta situación. Yo no la he buscado, hubiera preferido evitarla, pero no hay más remedio que actuar. Tenemos que desempolvar la interpretación auténtica de los textos sagrados para que la gente vuelva a regirse por la palabra de Dios. Ya sabemos a qué conduce apartarnos del camino verdadero.
—Sabía que trabajaba para los creacionistas. Ellos le colocaron en la vicepresidencia de la banca vaticana y ahora usted tiene que devolverles el favor.
—La iglesia católica era cien por cien creacionista antes de que Darwin y los científicos ateos comenzaran a minar los dogmas de la religión. Mire dónde estamos, tenemos un antipapa adicto a la tecnociencia que cree que los humanos somos un accidente evolutivo —Fattori estaba tan absorto oyéndose a sí mismo que me acerqué un poco más a la mesa sin que lo advirtiera—. ¿Cómo pueden sostener que el universo es fruto del azar? Cuando huele la fragancia de una flor, ¿cree que el caos ha podido crear esa belleza? Agite un barril de hidrógeno durante quince mil millones de años y luego ábralo. ¿Qué surgirá del interior? ¿Un árbol, un animal? Sólo obtendrá hidrógeno. Inoloro, incoloro. Muerto.
—Se olvida de la síntesis de elementos pesados en las supernovas. La explosión de las estrellas lanza al espacio compuestos químicos como los que forman este planeta, sin agitar ningún barril. Su incapacidad para comprender racionalmente el universo le hace añorar la edad media, donde se sentiría más cómodo para manipular a la gente.
—¿Cómo explica su querida ciencia el hecho de existir? ¿No tienen algo llamado principio de conservación de la energía? Por Dios, no hablan más que mentiras. Su propia ciencia es contradictoria: la energía no puede crearse, pero usted y yo estamos aquí. ¿De dónde hemos salido? Creen tener respuestas para todo y no saben nada.
—Fluctuaciones de vacío. Billones de partículas cuánticas aparecen y desaparecen de nuestra realidad, mientras nosotros estamos hablando, sin ningún demiurgo detrás que las manipule caprichosamente. El vacío posee energía intrínseca, es un concepto difícil y no pretendo que lo entienda, pero no necesitamos un creador que dé el pistoletazo de salida —el bisturí estaba a pocos centímetros de mi mano—. Aunque entiendo que hay gente que necesite creer en una figura paternal que cuide de ellos desde los cielos.
Fattori sacó una pistola.
—Aléjese de ahí. ¡Vamos!
—Debo esterilizar el instrumental quirúrgico antes de guardarlo.
—No he llegado a mi edad comportándome como un idiota. Apártese.
—Me ofende usted. Sólo estoy haciendo mi trabajo.
—No se lo volveré a repetir.
Retrocedí un paso. Su índice se había tensado sobre el gatillo y el cañón de la pistola apuntaba directamente a mi frente. No creo que fallase el tiro desde aquella distancia, así que no me arriesgué.
—Buena chica. ¿Sabe? Me entristeció mucho que Folz ordenase su ejecución. Detesto la fuerza bruta si hay soluciones alternativas.
—Usted tiene poder sobre el coronel. Si tanto detesta la fuerza, podía haberle dicho que no lo hiciera.
—Mientras yo permaneciese aquí como turista, no podía revelar mi posición real. Folz se puso nervioso cuando descubrió lo que contenía el disco de Wink. Actuó precipitadamente porque su nombre aparecía en la lista de aquel viejo loco.
—¿Ordenó usted la muerte de Wink?
—No. Por lo que me han dicho, Arquímedes tenía instrucciones de vigilarle e informar a la Tierra si se comportaba de forma sospechosa. La decisión de eliminarle fue tomada por sus antiguos compañeros, siguiendo el mismo código de silencio que Wink aplicó a quienes trataron de desvelar la verdad sobre el meteorito de Munich. Wink no se atrevía a hablar en la Tierra porque sabía que allí no duraría un día vivo. Supuso erróneamente que en Marte, rodeado de turistas, nadie se atrevería a tocarle.
—Tendrán que matarnos a todos si quieren que la verdad permanezca oculta.
—Necesito un cirujano competente de reserva. Carossa es un gandul y delegó casi todo su trabajo en su ayudante. Como se ha quedado sin él, nos vendría bien su colaboración, Nerea. He traído desde la Tierra una provisión de recambios orgánicos diseñados para mi cuerpo, por si acaso. Preferiría que, si precisase alguno, usted ayudase en la intervención.
—Suponiendo que aceptase, ¿qué ocurrirá con León, Sonia y Luis?
—Es pronto para decidirlo. De momento subirán a la lanzadera con nosotros. Después, Dios proveerá.
—Mowlan no mandará ninguna lanzadera.
—Claro que lo hará. Les tenemos a ustedes. Son populares en la Tierra y los televidentes siguen con atención sus vidas. Negociará.
Fattori abrió la puerta del laboratorio y avisó a Carossa, que me condujo de regreso al módulo dormitorio.
LEÓN
Al abrir los ojos me topé con la nariz de Sonia, quien me observaba fijamente. Me costó recordar dónde estaba y creí que despertaba de una pesadilla, hasta que noté que tenía el brazo derecho vendado y no podía moverlo. Entonces todos los sucesos volvieron a mi memoria en una ráfaga de imágenes a alta velocidad.
—¿Te duele?
—No lo sé, ahora te lo digo —me senté en el borde de la cama—. Un poco.
—Te dolerá más dentro de un rato —me advirtió Nerea—. Pero no te preocupes, te retiraré el vendaje en una semana y volverás a moverlo.
—Tengo sed. ¿Alguien tiene un vaso de agua? —Sonia me alcanzó uno y me lo bebí de un trago—. ¿Qué tal ha ido la operación?
—Bastante bien —dijo Nerea—. Se habría complicado mucho de no haberte intervenido a tiempo.
—Estoy avergonzado —reconocí—. Gracias por preocuparte tanto por mí.
—Tus disculpas llegan tarde —intervino Luis, desde una de las literas más altas. Estaba leyendo una revista electrónica y ni siquiera se bajó a verme—. No digas que sientes vergüenza porque no sabes lo que es.
—Te recuerdo que estuviste defendiendo hasta el último momento a Arquímedes. Mientras yo me rompía el brazo para protegeros, tú te quedaste aquí tranquilamente observando la tormenta.
—No quiero oíros discutir más —zanjó Nerea—. La cuestión es que estamos aquí encarcelados y tenemos que pensar qué hacer. No es seguro que Mowlan acepte negociar con Folz, y aunque lo hiciese y embarcásemos con nuestros secuestradores en la nave de evacuación, me temo que se librarán de nosotros tan pronto estén a una distancia segura de Marte.
—Maravilloso —dijo Luis—. Qué fantásticas vacaciones por cincuenta millones de nada.
—¿No has oído a Nerea? —dijo Sonia—. Cállate.
Luis gruñó algo y se dio media vuelta en la litera, para no vernos.
—Tenemos que pensar cómo escapar de aquí —dijo Nerea.
—Este módulo no tiene ventanas al exterior —observó Sonia.
—Aunque las tuviese, no podríamos huir por ellas. Necesitamos las mochilas de oxígeno para salir al exterior.
—¿Y las conducciones de aire?
—Demasiado pequeñas para una persona. Esta base no es un palacio asiático; se diseñó para economizar espacio y ahorrar peso. Cada módulo se fabricó en la Tierra y hubo que transportarlo hasta aquí en naves de carga.
—Cavemos un túnel.
Nerea sonrió.
—El suelo es de acero. No tenemos herramientas.
—¿Qué tal la cabeza de Luis? —sugerí—. Es tan dura que podríamos usarla como pico.
—No hagas que me arrepienta de haberte operado el brazo —me advirtió Nerea.
—Lo siento, no he podido resistirme.
—Aparte de decir gansadas, ¿tienes alguna idea? —inquirió Nerea.
—Claro. Desarmar al soldado que nos traiga la comida y largarnos a tiros de aquí. Habrá bajas, pero con suerte saldremos con vida uno o dos de nosotros.
—Preferiría un método menos drástico.
—Sin víctimas —añadió Sonia.
—Bueno, podríamos proponer un trato a Folz, pero solo si uno de nosotros cuatro quiere —señalé con asco a la litera donde estaba Luis.
—Eso suena mejor —dijo Sonia.
—El niñato está podrido de dinero. Folz tiene un precio, como todo el mundo. El problema es que sus socios querrán participar y habrá que untarlos también. Calculo que doscientos millones de creds serían suficientes.
—¿Qué? —gritó Luis.
—Tienes dinero de sobra.
—Acabas de sugerir que uséis mi cabeza como pico y ahora quieres que te ayude. Vete al infierno.
—Ya estoy en el infierno, y tú nos ayudarás a salir de él.
—No me digas.
—Luis, baja de una vez —dijo Sonia.
—Sí, hazlo, por favor —rogó Nerea, con un tono más amable—. Tenemos que hablar.
Luis rumió algo a la almohada y se volvió para mirarnos.
—No.
—¿Cómo puedes ser tan crío? —le reprendió Sonia—. Estamos en peligro y tú eres nuestra única oportunidad para salvarnos.
—Prefiero el plan de huir a tiro limpio —a regañadientes, Luis bajó de la litera de un salto—. León está con ellos. Por eso ha sugerido lo del soborno; él también quiere sacar tajada. No sé por qué, pero todo esto me huele a montaje.
—Claro. Y yo me dejé romper el brazo para que fuese más convincente —repliqué.
—Macro tiene dificultades económicas. No puedo pagar doscientos millones.
—Puedes pagar diez veces esa cantidad —le espetó Sonia—. Te has gastado cincuenta en el viaje.
—Eran mis ahorros. No puedo disponer del dinero de la compañía aunque quisiera.
—No pagarás tú, idiota, sino tu padre —respondió Sonia.
—Dais por sentado que van a matarnos. No lo harán. Quedarían como unos criminales ante la opinión pública.
—Nos acaban de secuestrar. Eso los convierte en criminales.
—Ya lo eran antes —matizó Nerea—. La idea de León me parece razonable; Folz y su banda aceptarán el dinero.
—Os habéis vuelto todos contra mí —refunfuñó Luis, como el niñato malcriado que era—. No es justo.
—Lo que no es justo es que te gastes cincuenta millones en un viaje de placer mientras en la Tierra se mueren de hambre —insistió Sonia.
—¿De qué viaje de placer me hablas? ¿Vives en el mismo mundo que yo?
—Desde luego que no. Yo tengo que ganarme el pan soportando cada día a mocosos un poco más jóvenes que tú que me hacen la vida imposible. Uno de mis compañeros se desquició por culpa de ellos y ahora se debate entre la vida y la muerte en un hospital. En cambio tú…
—Ya vale —medió Nerea.
—¿Por qué? —insistió Sonia—. Tú piensas lo mismo. O lo pensabas antes de que empezases a acostarte con él.
Vaya, una pelea entre mujeres. Me relajé y me dispuse a disfrutar del espectáculo.
—Ése ha sido un golpe bajo —dijo Nerea, sintiendo el calor que fluía hacia sus mejillas.
—Oblígale a que nos ayude. Sólo a ti va a hacerte caso —se volvió hacia Luis—. ¿Qué te importa más? ¿Ella o tu fortuna?
—No eres mi madre para reñirme —respondió el afectado.
—¿Por qué no quieres responder? ¿Temes que tu papaíto te estire de las orejas cuando vuelvas a casa? ¿De qué tienes miedo, nene? Decídete de una vez.
—He dicho que ya vale.
Nerea se interpuso entre una Sonia cada vez más agresiva y Luis, que acobardado y encogido, no sabía qué decir. El niñato habría corrido hacia el desierto sin oxígeno si la puerta hubiera estado abierta. El módulo contenía dos grupos de literas, una mesa al fondo con una silla y unos armarios parecidos a las taquillas de un cuartel. A menos que se escondiese dentro de uno de ellos y cerrase la puerta, no tenía otro sitio donde ir.
—Miserable —dijo Sonia, tras esperar un rato—. Y aún te atreves a llamar sinvergüenza a León. Él arriesgó su vida por nosotros para librarnos de Arquímedes. ¿Qué es lo que has hecho por los demás, eh? Tu empresa fabricó a ese robot del demonio que ha estado a punto de matarnos. ¿Sabes qué te digo? Métete tu dinero donde te quepa. De todos modos no vivirás para disfrutarlo.
En esta ocasión Nerea no intercedió para defender a su amante. Luis se había quedado solo. Nos alejamos al fondo del módulo, dejando que se cociese en su propia angustia.
—Está casi a punto —le susurré a Sonia.
Minutos después, el muchacho claudicaba.
—De acuerdo, pagaré —anunció—. Puedo disponer de algunos fondos de reserva. Supongo que mi padre aprobará la operación si Folz nos da garantías de que llegaremos vivos a la Tierra.
—Estupendo, chaval —me puse a aporrear la puerta, para llamar al centinela.
Nadie acudió.
—¿Qué sucede? —preguntó Luis—. ¿No era esto lo que querían oír? ¿Por qué no vienen?
—Sí es raro —pegué el oído al metal de la puerta. Escuché carreras y voces nerviosas de los mandos.
—¿Por qué no abren? Tú estás con ellos, ¿no? ¿Qué es lo que quieren, más dinero? No puedo darles más, no…
—¡¡Cállate!!
Pasos acelerados recorrían el pasillo en nuestra dirección. La puerta se abrió bruscamente. Era el coronel Folz:
—Nerea, venga conmigo. Uno de mis hombres está herido.
En cuanto mi compañera salió del habitáculo, Folz volvió a cerrar. No sabíamos si lo que ocurría era bueno o malo, pero todos habíamos constatado que no estaba nada alegre. Eso en sí ya era una buena noticia.
—Los hombres del general vienen a rescatarnos —dijo Sonia—. ¡Estamos salvados!
—En ese caso deberíamos oír ruidos de disparos —me acerqué a uno de los muros metálicos que daban al exterior. No escuchaba nada—. Allá fuera está muy silencioso. Sólo se siente el viento.
—Tal vez el herido sea a causa de un accidente —sugirió Luis.
—He notado nerviosismo en las voces de los mandos —observé—. Hay algo más.