CAPÍTULO 14

NEREA

A las seis de la mañana Sonia se puso a roncar rabiosamente. Su boca estaba abierta de par en par y babeaba por la comisura de los labios; puede que fuese un efecto secundario de las pastillas que había tomado, pero como resultado yo no podía dormir. Salí de puntillas y me fui a la habitación de Luis. La puerta estaba cerrada, pero conocía su código y me deslicé al interior.

—La asesina psicópata de Marte viene a matarte —le susurré al oído.

Luis abrió lentamente un ojo, luego el otro.

—Sabía que al final vendrías a por mí —alzó los brazos, sumiso—. Soy todo tuyo.

Le cogí la palabra. Deseaba a Luis desde el momento que descendió por la rampa del Kepler, pero traté de rechazarlo como medida cautelar. Era joven y hermoso, un cuerpo atlético, fuerte, una expresión ingenua que los años se encargarían de transformar. No me lo podía quitar de la cabeza y nuestra salida de madrugada a ver amanecer me convenció de que él también me deseaba. Quería hacer el amor con él, aquella podría ser la última noche para mí; no sabía lo que estaba pasando en la base, pero no era nada bueno. Necesitaba gozar de aquel instante; carpe diem, había dicho Wink, y poco después murió. Si dejaba pasar el momento, tal vez no hubiera otros después.

El joven, aunque vacilante al principio, pronto adquirió seguridad y logramos disfrutar sin apresuramientos. Hacer el amor con Luis me produjo una relajación maravillosa; me quedé junto a él mirando al techo y ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Cuando el efecto sedante se desvaneció, mi mente volvió a la cruda realidad.

—¿Crees que lo hice? —pregunté al aire.

Luis se giró en la cama.

—¿El qué?

—Tomar Amnex para olvidar recuerdos, dejarme notas a mí misma, simular mi intento de asesinato, empujar a Wink por el borde del cañón.

—Por supuesto que no.

—Pero si lo hubiera hecho, ¿lo recordaría? Quizá olvido para protegerme.

—Siempre habría recuerdos residuales en tu cerebro de lo que ibas a hacer. Imagina que quisieras matar a León; bien, un día ejecutas el plan, tomas una pastilla para olvidar y voilà, no recuerdas haberlo matado. Pero la idea de desear su muerte seguiría aún en tu cerebro. El Amnex no es una cabeza borradora en un soporte electromagnético. Actúa sobre la memoria humana, y ésta funciona de un modo mucho más complicado. He leído que nuestro cerebro es como un holograma; la información se distribuye en diversas regiones, creando una redundancia natural para que si una parte falla, el resto pueda reconstruir lo perdido.

—No sabemos de qué es capaz esa droga, Luis. Tal vez combinada con otras técnicas produzca efectos selectivos sobre las neuronas.

—No. El hardware de un sintiente es radicalmente distinto del de un ser humano. En términos de resultados, los pensamientos de un cerebro electrónico y otro orgánico son casi indistinguibles, pero no funcionan igual.

—Me gustaría creer que es verdad lo que dices.

—¿Tenías algún motivo para matar a Wink?

—Si lo tenía, lo he olvidado.

—¿Estabas resentida con él? ¿Tienes recuerdos relacionados con la idea de su muerte antes de que llegara a Marte?

—No.

—¿Lo ves? Eres inocente. Alguien escondió esas pastillas en tu habitación. Podría ser cualquiera de la base, o alguien de fuera. El propósito de crear confusión ya lo ha conseguido. Incluso ha logrado que hasta tú misma cuestiones tus recuerdos. El motivo de que te haya escogido a ti es claro.

—El microdisco.

—Saben que lo tienes. De algún modo interceptaron mis comunicaciones con la Tierra. Aunque no hayan descifrado las transmisiones, son conscientes de que hemos logrado acceder a su contenido.

—Sé que León trabaja para ellos. Admitió que encontró el disco durante el registro, pero que perdió interés por él al estar encriptado. No le creo. Llevó una copia a Gravidus.

—Una base militar tiene capacidad de proceso suficiente para reventar los códigos de protección. Incluso aunque no la tuviese, recurrirán a los ordenadores del cuartel general de Bruselas.

—Aún queda una parte del microdisco sin descifrar —le recordé.

—Mi IA está dedicada a ello día y noche. Podría conseguirlo en cualquier momento.

—O tardar meses. O no lograrlo nunca.

—De todas formas qué más da. Tal vez sea mejor que no conozcamos lo que contiene, Nerea.

—Necesito saberlo. Ahí podría estar la clave de todo.

—O no. Podría ser basura para nosotros, informaciones bancarias, cuentas de sobornos… quién sabe en qué estaba metido Wink. Las empresas que tienen tratos con la UEE han de pagar a los políticos que resuelven las adjudicaciones. O haces lo que ellos dicen, o no comes. No creo que Wink fuese distinto del resto de su camada.

—¿Macro paga comisiones a la Unión?

—No conozco ninguna que trabaje para ellos y no pague. Es repugnante, Nerea, pero así funciona la economía de mercado.

—Eres muy joven para aceptar la corrupción sin más. Si ahora lo ves como un mal necesario, ¿qué harás cuando llegues a presidente de la empresa? Tu padre no te ha educado bien.

—Me ha enseñado lo que hay que hacer para sobrevivir. Si Macro quiere evitar despidos masivos, tiene que trabajar con la Unión. Así son las reglas.

—Los restos alienígenas de Nirgal Vallis también forman parte de esas reglas, ¿verdad?

Luis me miró gravemente.

—¿Qué insinúas?

—Lo siento, perdóname. No quería darte a entender… Sé que no has tenido intervención en eso.

—Por supuesto que no. De hecho, León me advirtió que mantuviese la boca cerrada si quería evitar que Macro saliese perjudicada.

—He echado este momento a perder —dije, levantándome—. Discúlpame.

—No hay nada que disculpar —sonrió y me besó la frente—. Tranquila. Verás cómo todo se soluciona.

Se quedó durmiendo un rato más. Volví a mi habitación para ducharme. Sonia dio un bufido y media vuelta en la cama. Si el techo se desplomase ahora mismo, ni se enteraría.

Pasé a la cocina a prepararme el desayuno, pero Fattori había madrugado más que yo. Sorbía lentamente su taza de café mientras contemplaba las noticias.

—Qué madrugador es usted —dije, poniendo a calentar un vaso de leche en el microondas—. ¿O acaso no duerme?

—A mi edad, cada hora que arrebato al sueño cuenta.

Había un libro en la mesa, con la portada tapada por un listado de ordenador.

—¿Qué estaba leyendo?

De civitate dei. San Agustín.

—Creí que la religión sólo era la imagen corporativa de su banco, una tapadera para llegar a más clientes.

La boca de Fattori dibujó un rictus sardónico.

—San Agustín decía que quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con él. Bueno, yo tengo un miedo atroz, lo que me coloca en una posición moral dudosa. La vida es tan breve que cuando empiezas a sacar partido de ella, se acaba. La certeza de que moriremos es nuestro precio a pagar por ser inteligentes. Los animales no viven con esa angustia ni se preocupan por el futuro; ignoran que su tiempo es una imposición a plazo fijo.

—Dicen que hay un paraíso después.

—Y también un infierno.

—Sabrá, Fattori, que muchos teólogos opinan que el infierno es una licencia poética.

—El infierno es real, es la ausencia de Dios. Y está en nuestro mundo, nos rodea e impregna cada día de nuestras vidas. Hemos perdido la gracia del creador y el mal se ha extendido por nuestra civilización hasta pudrirla. Puede que la Tierra sólo sea uno entre millones de mundos habitados, y que Dios se olvide de las civilizaciones que desprecian su palabra.

—¿Ésa es la doctrina del nuevo Papa?

—No exactamente. Juan XXVI desplaza al ser humano del centro de la creación, pero rechaza que hayamos perdido la gracia.

—¿Y qué podría hacerse para recuperarla?

—Regenerar el tejido social. Si un brazo se gangrena, hay que amputarlo para salvar al paciente.

—Volver a las raíces, a la interpretación literal de las escrituras.

Fattori se percató de que pisaba arenas movedizas y no mordió el anzuelo.

—Una exégesis integral de la Biblia conduce a negar que los dinosaurios existieran, o que el hombre proceda del mono —dijo—. Yo no pienso así.

—Pero los creacionistas tildan a la evolución de teoría herética.

—Eso discútalo con ellos —el anciano se había puesto a la defensiva.

—Se rumorea que usted tuvo escarceos con esa secta.

—Calumnias. Soy un hombre de negocios e intento ser un buen cristiano. La doctrina de Juan XXVI es justamente la opuesta a los creacionistas.

—Tal vez por eso le dispararon en la plaza de San Pedro.

Fattori se frotó la nariz, observando pensativo la pantalla.

—¿Por qué discute conmigo sobre religión? Me consta que es usted atea.

—Wink también lo era. Combatió el fanatismo con todos los medios que pudo, aunque al final dudó de haber hecho lo correcto.

—¿Se lo dijo él?

—Sí.

—Vaya. Usted debió caerle simpática.

—Mire, Fattori, sus argumentos de que la Tierra está viciada se remontan a Platón. Los cristianos bebieron de él y de su método anticientífico, que buscaba la verdad mirando al interior y despreciaba las evidencias de los sentidos. Pero la observación y la experimentación son precisamente los pilares de la ciencia. Por culpa del pensamiento platónico, el progreso científico iniciado en Grecia quedó paralizado durante más de mil años.

—Quizá tenga razón —Fattori se encogió de hombros—. Pero el mundo sigue estando podrido. ¿Lo estaba ya en la época de Platón? Entonces no hemos avanzado mucho; y si por progreso entiende usted el momento presente, con esporas transgénicas que eliminan los insectos encargados de la polinización, con frío polar en el hemisferio norte y sequías e inundaciones en el sur, con hambre y miseria extendida por todo el globo, entonces es que no sabe nada de la vida. Es su querida ciencia la que nos ha llevado a esta situación.

—La ciencia no. El uso que el hombre le ha dado. El fuego puede servir para calentarse o para quemar al enemigo. ¿Preferiría que aún no supiésemos encender una lumbre?

—Si quiere saber quién atentó contra el Papa y destruyó el Hermes, yo se lo diré: no fueron los creacionistas, sino los enemigos de nuestra democracia, los que niegan a su población derechos básicos, los que matan rutinariamente al excedente de bebés que su arcaico sistema político es incapaz de mantener. Los que, en definitiva, buscan una guerra porque prefieren morir antes que admitir su fracaso.

No se trataba de mera retórica, porque la televisión había dado la noticia. Fruto de la detención del comando terrorista que atentó contra el Papa, se obtuvo una pista decisiva que desvelaba la conexión entre la destrucción de la astronave Hermes, acaecida hace un año, y el gobierno chino.

Pero Wink conocía la identidad de los que atentaron contra el Papa y no eran los chinos, que tenían suficientes problemas internos para enfrascarse en una guerra a gran escala que no podrían ganar. A la luz de aquella información tampoco eran verosímiles estas nuevas acusaciones.

Me costaba creer que nuestro propio gobierno hubiera asesinado a sangre fría a todo el pasaje y tripulación del Hermes, para fabricarse una excusa de cara a una guerra futura. Es posible que la explosión del reactor se debiera a un fallo técnico y no quisieran asumir la responsabilidad de aquellas muertes. Señalar a los enemigos de la Unión era más cómodo.

Pero a la vista de lo que sucedía en nuestra base, mi resistencia a admitir que alguien del gobierno lo había planificado todo era débil. Y esta tesis enlazaba con otra de consecuencias oscuras: si era plausible que hubieran saboteado una de sus propias naves, ¿tendrían escrúpulos en matarnos? La noticia obtendría amplia repercusión en la opinión pública, y para hacer más creíble la masacre se podría argüir que los chinos nos habían atacado para destruir los restos de Nirgal Vallis y evitar que la Unión se beneficiase de la —inexistente— tecnología alienígena.

Por una de esas intrigantes coincidencias que a veces nos hacen pensar que la realidad es un juego macabro manejado por un sádico, la alarma de proximidad de la base se disparó. Corrí a la sala de control, donde se hallaba Arquímedes atendiendo los monitores de vigilancia.

—Es un vehículo —dijo el sintiente, ampliando la imagen, pero las cámaras de vigilancia ofrecían una resolución borrosa a larga distancia, y no pude ver de quién se trataba.

La alarma despertó a los demás, que se presentaron somnolientos en la sala de control. Miré el reloj: las ocho menos cuarto de la mañana. Tampoco era tan temprano.

—¿Qué ocurre? —León se frotaba los ojos y reprimía un bostezo—. ¿Nos atacan?

El vehículo se acercó más y se detuvo a un centenar de metros. Pese a la mala imagen, vimos que era un todoterreno. Un hombre se apeó de él y comenzó a caminar en dirección a la base.

—Creo que sé quién es —dije.

El individuo se detuvo a una prudente distancia de la base. No parecía que tuviese intención de entrar.

—No lleva equipo de respiración —observó Sonia.

—Quedaos aquí y no os mováis —dije—. Saldré fuera a ver qué quiere.

Me coloqué el abrigo y la mochila de oxígeno y entré en la esclusa de salida.

En el exterior reinaba una temperatura de veintidós grados bajo cero. Conecté el calefactor del traje y comencé a caminar en su dirección. El hombre se acercó unos pasos, vacilante, y volvió a detenerse. Ya podría haber elegido otra hora para visitarnos, pensé; aunque tratándose de quien era, podríamos darnos por afortunados que no hubiera elegido acercarse a media noche.

—Puedes pasar a la base —dije al llegar a su altura—. No te vamos a comer.

—Ya sabes mi opinión sobre los turistas —dijo Félix—. Prefiero quedarme lejos de sus gérmenes.

—Como quieras. Bien, qué te trae por aquí.

—Me he enterado de lo que te sucedió en el desierto. No sé quién ha intentado matarte, pero no fui yo.

—Lo sé. El aviso que recibí de Muriel era falso.

—Siento lo ocurrido. Si en algo puedo ayudarte, solo tienes que decírmelo.

—Gracias, lo tendré en cuenta. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Adelante, Nerea.

—¿Me guardas rencor por aconsejar a Muriel que contase la verdad?

—Ella hizo lo correcto.

Pero no yo, pensé.

—Sin embargo te han obligado a marcharte de Quimera.

—La base Darwin es más pequeña, pero me las apañaré. Además, si sirve para que Muriel visite la Tierra, habrá valido la pena. Me alegro tanto por ella que es como si yo viajase también.

—Todavía no me lo han confirmado. En la Tierra aún lo están considerando.

—Consíguelo, Nerea. Se lo debes.

—Podría ser su último viaje. ¿Eres consciente de ello?

—Sí.

—Su organismo no está preparado a una gravedad tres veces superior. Necesitará equipo para respirar y su sistema inmunológico…

—Lo hemos meditado mucho. Ella quiere ir, y yo quiero que sea feliz.

—Hay problemas añadidos con los que no contaba. Se prepara una guerra en la Tierra. Para cuando Muriel llegue allí, ya se habrá iniciado. Correrá un riesgo innecesario.

—Vivir aquí es un riesgo innecesario, ¿no crees?

—Es probable que jamás vuelvas a verla.

—Quiero lo mejor para Muriel y daría mi vida por ella.

—Eres un buen hombre, Félix. Lamento haberte juzgado mal.

Él cabeceó y levantó la mano en señal de despedida.

—Hace frío aquí fuera. Vuelve a la base. Iré a Quimera a recoger unas cuantas cosas y luego volaré hasta Darwin. Cuando en la Tierra se hayan decidido, avísame.

—Lo haré.

—No te guardo rencor —sonrió brevemente—. Aunque tengas unas cuantas ideas erróneas sobre nosotros —dudó un instante— no, no te lo guardo —se dio media vuelta para regresar al vehículo.

—Félix…

—Qué.

—¿Tienes idea de quién hizo esa llamada en nombre de Muriel?

—Alguien que conoce vuestros temores —dijo sin volverse, y comenzó a alejarse—. Alguien muy cercano.

LEÓN

Nerea nos dio unas explicaciones poco convincentes sobre el motivo de la visita de Félix, y de lo que ambos hablaron. Había algo raro en aquella aparición, y el hecho de que Nerea se apresurase a salir a su encuentro lo hacía aún más sospechoso.

Pero en el transcurso de la mañana, la visita de aquel demente cedió paso a la noticia que llenaba las cabeceras de los telediarios. La explosión del reactor del Hermes había sido programada por un operario de la UEE en la estación orbital de embarque, poco antes de que la astronave partiese rumbo a Marte hace un año. El operario, que trabajaba para los chinos, estaba en busca y captura internacional. Seguramente habría vuelto a Pekín para ser condecorado.

Mientras seguía las noticias, mi trans recibió un aviso de avería. Se trataba de un robot nómada que se había quedado sin baterías dentro de una cueva, a unos treinta kilómetros de aquí.

Últimamente se estropeaban demasiados robots, pensé. Además, la llamada la había recibido específicamente yo. Nerea no tenía ningún aviso.

Aquello apestaba.

Ignoré el mensaje y seguí viendo la televisión. Un rato después, el trans zumbó de nuevo, repitiendo la misma cantinela.

No quería salir fuera, aunque por otra parte la situación me avergonzaba. Era capitán del cuerpo aeroespacial. Se suponía que estaba preparado para afrontar cualquier peligro.

Y lo estaba. Por eso olía una trampa cuando la tenía frente a mis narices.

No pisaría aquel cepo sin asegurarme que saldría de él con las piernas intactas.

Pasé al taller. Necesitaba un arma para defenderme, pero sólo había herramientas, un hacha, cuchillos. Ineficaces frente a un arma de fuego.

Escarbé en la zona de los explosivos: dinamita, gelatina inflamable… necesitaba algo más manejable.

Cargas de detonación. Encontré una caja completa en el fondo de un estante. Eran del tamaño de una granada y de potencia similar, pero con la ventaja de que se las podía hacer estallar con mando a distancia o por contacto con el blanco, a elegir.

No podría errar el tiro. Cogí unas cuantas cargas, preparé unos cartuchos de dinamita de pequeño tamaño y, por si acaso, también una pistola de clavos. El pitido resonó por tercera vez en mi trans cuando lo deposité en el todoterreno.

Cabrones. Si queríais cogerme, no os iba a salir gratis. Pisé el acelerador y me dirigí a mi objetivo.

No tan deprisa. Me estaba precipitando. Frené en seco y salté del vehículo. No me pillarían de la forma empleada con Nerea. Levanté el capó y revisé cada una de las piezas; me aseguré que la bombona de oxígeno de la trasera estaba llena y sin fugas; los neumáticos tenían la presión justa y las dos ruedas de repuesto estaban en perfecto estado. Incluso miré debajo del vehículo por si había alguna sorpresa escondida.

Un poco más tranquilo, comprobé que mi equipo de respiración estaba en orden y cuando quedé convencido de que podría continuar seguro, reanudé la marcha.

—Probando la radio —dije, abriendo un conmutador del salpicadero—. ¿Me recibís?

—Alto y claro —contestó Arquímedes—. ¿Desea que le acompañe?

—No, te necesito en la base. Mantén los ojos abiertos y avísame de cualquier novedad.

Le pedí que verificase las coordenadas de mi localizador por satélite. La posición era correcta.

Joder, seguro que la avería del nómada era real, y yo me echaba a temblar como un novato. Aquellos robots se estropeaban constantemente; el polvo de Marte es muy fino y posee carga eléctrica; se introduce en los circuitos y corroe las juntas. Cada vez que regresamos a la base necesitamos limpiar nuestra indumentaria en la esclusa con un producto especial; de otro modo, no durarían tres días. Posiblemente se produjo un cortocircuito a causa del polvillo y las baterías del nómada se habían descargado.

Llegué al punto de destino lo más rápido que pude. Se trataba de una colina chata y baja, con multitud de agujeros labrados en su cara sur por el viento y la acción del agua en un pasado lejano, que al quedar aprisionada en los huecos, fue sometida al vaivén de congelación y evaporación del desierto marciano. La entrada de uno de los agujeros más grandes era una cueva y se suponía que allí me esperaba el nómada.

Me guardé varias cargas de detonación y la dinamita. La mecha era autoinflamable y no requería oxígeno para arder, pero ahora que lo pensaba, me iba a servir de poco hacer estallar uno de esos petardos allí dentro. La colina era como un queso gruyère y me sepultaría. No quería pasar a la historia como el cretino que explotó un cartucho de dinamita dentro de una colina hueca.

Coloqué en mi cinturón de herramientas la pistola de clavos y uno de mis cuchillos. Tras subir una pequeña pendiente, entré en la cueva.

El nómada era una carretilla compacta de dos metros de largo por uno de ancho y medio de altura, dotada de ruedas engarfiadas para remontar las pendientes más inclinadas. Un compacto equipo de análisis analizaba las muestras in situ y radiaba los resultados a Candor Chasma.

Abrí su panel trasero para revisar la batería. No estaba descargada, sino que el cable de alimentación había sido desconectado adrede. Como imaginaba, había caído en una trampa.

—Buenos días, León.

Desenfundé mi pistola de clavos. El capitán Vilar rió y me hizo sentir ridículo.

—¿Vas a redecorar esta cueva? —dijo, acercándose dos pasos—. Dudo que esos clavos penetren en la roca, la verdad. Es muy dura. Tan dura como tu cabeza.

—Quieto —le enseñé una carga de detonación.

—Si hubiera querido matarte, podría haberlo hecho mientras estabas de espaldas. Somos amigos, ¿no?

—¿Para qué me has traído hasta aquí?

—Soy el recadero del coronel. Tu falta de disciplina y tu comportamiento ante los turistas disgusta a Folz. Por motivos obvios que hasta tú entenderás, no puedo presentarme en la base y decirte lo que el jefe piensa de ti.

—Y qué es lo que piensa de mí.

—Que eres un puto cobarde. No tienes huevos para seguir adelante.

—No me necesitáis para ese trabajo. Intentasteis libraros de Nerea por vuestra cuenta.

—¿De qué me hablas?

—No disimules. Fattori os informa de todo lo que pasa en Candor Chasma.

—No fuimos nosotros. Folz te eligió a ti para ese trabajo, y quiere que lo hagas de una vez.

—Nerea es mi compañera, yo…

—Hace poco no os podíais ver. ¿Qué ha cambiado? ¿Le has echado un polvo?

—Lo que quería decir…

—¿Dónde te has dejado los cojones, León? Estás cagado de miedo. ¡Y tú querías conseguir un ascenso!

—Me importa una mierda el ascenso. Lo único que quiero ahora es volver a la Tierra.

—Folz te lo impedirá.

—Recurriré a Mowlan.

—Al general se le está acabando el tiempo. Hemos descifrado una de sus transmisiones con Copérnico, y ni él ni el general al mando de la base lunar permitirán que sus misiles caigan sobre China. Folz relevará de su puesto a Mowlan en cuanto el camino para la guerra se despeje.

—Eso se llama rebelión.

—Veremos cómo se llama cuando la guerra acabe.

—¿Por qué queréis matar a Nerea? ¿Es por el microdisco que le llevé al coronel? Estaba cifrado; ella es incapaz de desencriptarlo.

—No es asunto de tu incumbencia.

—¿O es porque Nerea empujó a Wink al fondo del cañón? Si cumplo la orden del coronel, vendrás a por mí y me matarás. Después, Folz se encargará de ti.

—Desvarías.

—Le habéis hecho algo a Nerea. Encontré Amnex 100 en su habitación, un medicamento experimental que borra recuerdos.

—A mí qué me cuentas.

—Folz se lo suministra. Por culpa de esa droga, Nerea ni siquiera es consciente de lo que hace.

—El jefe no me ha contado nada de eso.

—Ya ves lo poco que confía en ti.

—Mira, sólo he venido a advertirte. Folz espera que cumplas el trabajo, y que lo cumplas ya. Te equivocas si crees que puedes dejar esto cuando quieras.

—No me amenaces.

—Considérate afortunado de que se te conceda una segunda oportunidad. A partir de ahora todo depende de ti. No habrá más avisos.

—¿Por qué yo? Podéis mandar un comando que entre en nuestra base mientras dormimos. En realidad ya lo habéis hecho.

—Me extrañaría que Folz actuase así. Te ha elegido a ti porque no desea llamar la atención. Tiene que parecer un accidente. Las instrucciones que recibiste eran muy claras.

—¿Por qué atacasteis a nuestro sintiente?

—Te repito que no me consta que Folz enviase a alguien a Candor Chasma.

—Si no fuisteis vosotros, ¿quién lo hizo?

—Eres tú quien vive allí. Averígualo.

—Mientes.

No me contestó. Antes de irse, Vilar me registró las ropas y comprobó que no había grabado la conversación. Era un tipo listo. Grosero, maleducado, pero competente a su modo.

Y leal al coronel. No vacilaría en rebanarme el pescuezo si Folz se lo ordenaba. La próxima vez que nos viésemos quizá no fuera tan amable.

Volví a la base envuelto en una niebla de pensamientos desagradables. Nerea me preguntó qué tal había ido la reparación y no le contesté. Entré a mi habitación y me serví un vaso de whisky para aclarar las ideas, o más bien para evitar pensar en ellas. Era una cuestión de supervivencia; si no cumplía la orden vendrían a por mí. ¿Acaso tenía otra opción?

Demonios, por qué fui tan estúpido, por qué tuve que aceptar dinero. Vilar tenía razón, me equivocaba al creer que podía dejar aquello cuando quisiera.

Debía tomar una decisión. Matar a Nerea de forma que pareciese un accidente era fácil de decir, pero pillarla desprevenida después de lo que había pasado en la base sería casi imposible. Además, no quería matarla. Tal vez para Nerea no hubiese diferencia entre ser militar y asesino profesional, pero para mí sí. En la guerra matas a gente que no conoces; se supone que hacen daño a tu país y tienes que librarte de ellos porque es tu deber. Lo que Folz quería de mí era distinto, una ejecución a sangre fría; Nerea distaba de ser mi amiga, pero no quería matarla.

Sonia pasó a mi cuarto. Vio que estaba bebiendo e intentó servirse una copa, pero la detuve.

—¿Qué te ocurre? —dijo ella en tono de reproche.

—Eres imprevisible cuando bebes.

—Puedo pagarte la botella, si es el dinero lo que te preocupa.

—Ojalá esa fuese mi preocupación —tomé otro trago—. Medio vaso, pero nada más.

Le serví la cantidad prometida, que Sonia no tardó en apurar. Su amigo en la Tierra seguía en la UCI, y el pronóstico era desfavorable. Si salía vivo, no volvería a ser el mismo. Había atravesado una crisis conyugal y parece que Sonia pasó a intimar más con él a raíz de eso. Las cosas cambiaron cuando ella embarcó en el Kepler y lo dejó solo. Sonia se sentía mal por haberse marchado.

—Sabes, he estado pensando en lo que te dije sobre él —declaré; me sentí magnánimo y le serví otro medio vaso—. Discúlpame.

Sonia abrió los ojos, asombrada.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Has pedido perdón. ¿Qué te ha pasado? ¿Te encuentras bien?

—La verdad, no.

—Lo imaginaba —Sonia manoseó su whisky, indecisa—. Tengo una teoría sobre lo que ocurre en la base —hizo una pausa para acrecentar el misterio, pero como yo no le pedía que me la contase, continuó—: Es acerca de los restos de Nirgal Vallis.

Observé a través del vidrio su rostro distorsionado. ¿Habría descubierto por fin la patraña?

—Podríamos haber activado un mecanismo oculto al tocar los restos, y liberado una fuerza invisible que nos siguió hasta la base.

De pura ingenuidad, aquella mujer era adorable. Disimulé mi sonrisa y adopté una pose de interés.

—Humm… no se me había ocurrido.

—No tenemos ni idea de quiénes eran esos alienígenas. Puede que el espíritu de uno de ellos quedase aprisionado en aquella caverna, y que al remover los restos de metal lo despertásemos.

—Un cementerio alienígena —dije, recordando confusamente una película que vi hace tiempo—. Pero no hemos encontrado ningún cuerpo.

—¿Por qué tendría que haberlo? Quizá sea de energía pura.

Estuve tentado de contarle la verdad para disfrutar de su reacción, pero me detuve a tiempo. Me acusaría de haberla utilizado y no volvería a visitar mi cama.

—Podría ser, sí —dije.

—Ese espíritu, o lo que sea, ha poseído a uno de nosotros, y le obliga a hacer cosas espantosas.

—Oh, ciertamente.

—¡Me das la razón como a los tontos! —Sonia me arrebató la botella—. Nerea dice que los restos son falsos y que tú los escondiste para que yo los descubriera. Puede que te pagaran para que los llevases a la caverna, pero son auténticos.

Aquel giro de su razonamiento me pilló desprevenido.

—¿Qué sentido tendría…? —me interrumpí. Había estado a punto de admitir mi culpabilidad—. Bah, olvídalo.

—¿Que te hiciesen creer que son falsos? —Sonia completó la frase por mí—. Porque los descubrieron en otra parte y querían que un grupo de turistas fuese testigo del hallazgo. Temían que si un empleado del gobierno los hallaba, la gente pensase que era un truco para aumentar el presupuesto espacial. Por eso te encargaron que los llevases allí y te asegurases de que alguno de nosotros los encontraba. Ni siquiera tú conoces la verdad, León.