NEREA
De camino a base Quimera, para mi visita diaria a Muriel, recordé lo sucedido la mañana anterior con Luis. El mundo se había hecho más luminoso y el desierto que me rodeaba no me parecía vacío y muerto. Una coctelera de endorfinas y neurotransmisores brincaban alegremente entre mis neuronas, tiñéndome la realidad de color de rosa. Sabía que aquello no resultaría a largo plazo, Luis se marcharía en la próxima nave que llegase a Marte y jamás volvería a saber de él. No podía quedarse, las normas no lo permitían. Aunque esas normas podían cambiarse a golpe de transferencia. La verdad, me vendría bien su ayuda para seguir con mi trabajo una vez que el resto de turistas se hubiese ido. Luis era hábil con los ordenadores y podía encargarse del mantenimiento de los equipos electrónicos mejor que yo.
Pero no debía hacerme ilusiones. En el fondo, él era un chiquillo y nuestra relación sería un entretenimiento más del que se acabaría cansando.
Bueno, y qué. Por lo menos tenía la seguridad de que hasta dentro de tres meses no se iría. Disfrutaría con él todo ese tiempo, y si verdaderamente estaba enamorado de mí, se quedaría hasta la próxima temporada turística. Si en lugar de eso se iba, sería porque no me quería lo suficiente.
El indicador de las baterías del todoterreno me sacó de mis pensamientos de colegiala. El acumulador transmitía poca potencia al motor y necesitaría recargar durante unas horas. Tenía suficiente reserva para llegar a Quimera, pero no para volver. Mi visita de cortesía se prolongaría más de lo calculado. Anoté mentalmente la revisión de baterías en cuanto estuviese de regreso, y esquivé una piedra del camino.
Analizándolo críticamente, él y yo no teníamos nada en común. Le llevaba trece años y su entusiasmo por las IAs me dejaba más bien fría. Pero bajo aquella fachada banal de posadolescente que jugaba a ser adulto, se escondía un alma sensible que tejía melodías llenas de matices. No era su carcasa exterior la que me interesaba —vale, lo admito, eso también—, sino su mundo interior, el auténtico Luis Tello que pronto sería un hombre maduro.
Creo que mi mente habría seguido dando vueltas alrededor de Luis, como un cometa extraviado que en el último momento evita chocar con el sol para seguir cayendo en una elipse más cerrada, de no ser porque el falso verdor de Quimera se impuso al paisaje, un musgo brillante importado de las vasijas de las centrales nucleares terrestres para crecer en aquel páramo. Quimera no era hermosa, algo insano degradaba su entorno y deformaba el espacio circundante, convirtiéndolo en un lugar baldío.
Vi a Muriel en la entrada, inmóvil. No sé de qué forma intuí lo que había ocurrido, pero para confirmármelo, la mujer no tardó en romper a llorar en cuanto salí del vehículo. En silencio, me acompañó a un campo de terreno sin hongos que existía detrás de la base. Allí, una lápida clavada en un montículo de tierra removido recientemente, explicó lo que ella no se atrevía a decir.
—¿Cuándo ocurrió? —pregunté.
—Ayer —atragantada con su angustia, Muriel hizo una pausa para tomar aliento—. Félix lo desconectó del respirador.
—¿Por qué hizo eso?
—Carossa nos advirtió que se presentaría aquí con los soldados y nos lo arrebataría.
—Ésa no es una razón para matar al bebé.
—¿No lo es? ¿Quieres que te muestre los animales que se retuercen en nuestro laboratorio? Bueno, ahora ya no. Félix los mató también. Estaba harto de verlos sufrir. Cavamos una fosa común al otro lado de esas piedras —Muriel señaló un punto alejado a unos treinta metros— y los enterramos allí.
—Vuestro hijo no es… no era ningún animal.
—En efecto. Pero no creo que Carossa pensase igual que nosotras.
—¿Dónde está Félix?
—Ha salido. Tiene miedo de hablar contigo. Sabe que no aprobarás lo que hizo.
—No podrá huir eternamente. Si no es conmigo, se las verá con los militares. Podrían haber curado a Abel, o al menos haberlo intentado. Sé que habéis actuado por compasión, pensando que era lo mejor para vuestro hijo, pero técnicamente es un asesinato. No habéis agotado todas las posibilidades para salvarlo.
—Sabíamos lo que le esperaba a nuestro bebé. Félix quería ahorrarle ese futuro —balbuceó.
—Hablas en singular. ¿Quieres decir que tú querías que siguiese viviendo?
Muriel no me contestó.
—¿Por qué no se lo impediste? Podrías haberme llamado.
—Lo desconectó de la máquina aprovechando que yo estaba fuera. Pero aunque me hubiera dicho lo que pretendía hacer… no lo sé, Nerea, no sé lo que habría hecho. Era mi hijo, tienes razón, debería haber agotado todas las posibilidades. Félix es tan…
—¿Miserable? ¿Manipulador? Te tiene dominada. Hace contigo lo que quiere y consigue que pienses como él.
—Es muy fácil decir eso, pero estoy atrapada aquí, Nerea, ¿adónde quieres que vaya? Nos han exiliado en este desierto para siempre.
—Eso no lo sabes.
—No me hace falta una bola de cristal. No saldremos jamás de aquí, nos seguirán usando como ratas de laboratorio.
—Estás en un error. Es cierto que os han utilizado, pero podréis volver a alguna de las estaciones orbitales de la Tierra. Francamente, yo preferiría un lugar como éste a vivir enjaulada en una noria espacial.
—No quiero eso. Quiero vivir en la Tierra. Aunque necesite llevar mascarilla para no envenenarme con el oxígeno, aunque mis huesos se astillen y tenga que arrastrarme por el suelo, quiero ir allí y saber lo que nos arrebataron —me miró suplicante—. Sácame de aquí, Nerea.
—Ojalá pudiera.
—Sácame, te lo suplico. Por lo que más quieras, haz algo. Si no lo haces… —se interrumpió.
—No me hagas chantaje emocional.
—Perdona, lo siento; en realidad, no sé por qué tendrías que implicarte. Un día volverás a la Tierra y dejarás todo esto atrás.
—No digas eso.
—Creía que eras la única persona que mostraba un interés sincero por lo que nos sucedía. Me equivoqué.
Muriel era muy hábil y sabía qué resortes pulsar para que me sintiese culpable.
—Estás siendo cruel conmigo —dije—. Pero en consideración a lo que ha ocurrido, lo pasaré por alto.
—Vienes aquí para representar tu papel de buena samaritana y calmar tu conciencia, pero lo haces por lástima.
La mujer giró la cabeza hacia la tumba. Trazó con la punta de la bota una cruz, la rodeó con un círculo y luego restregó la arena hasta deshacer el dibujo.
—Marte es un cementerio —declaró—. Aquí ya no hay nada que merezca la pena para mí.
—No hables como tu marido.
—Pero es verdad. Te pido ayuda y tú me la niegas. ¿Qué clase de persona eres? Al menos León no finge lo que no es. Para él somos subhumanos, una aberración, un insulto a la naturaleza. No movería un dedo por ayudarnos, y aún estamos esperando que venga a interesarse por el bebé.
—Esperad sentados. No vendrá, a menos que su amiga insista tanto que tenga que acompañarla.
Muriel iba a contestar, pero decidió que no merecía la pena y continuó mirando la lápida.
No podía regresar a Candor Chasma y seguir con mi trabajo como si aquello no hubiera ocurrido. Muriel estaba desesperada y su convivencia con Félix agravaría aún más su estado. Si ella cometía una tontería porque yo no había querido ayudarla, jamás me lo perdonaría. Sentí un escalofrío.
—Hay una posibilidad para ti —admití—. Pero será muy duro.
—Estoy dispuesta.
—Tendrás que declarar en contra de tu marido, y ni siquiera hay garantías de que funcione. Si piensas que ahora tu vida es insoportable, imagínate cómo sería después de acusarle.
—¿Me pides que le traicione?
—No te pongas melodramática. El matrimonio es un acuerdo temporal de voluntades.
—Pero quieres que le acuse directamente de la muerte de Abel.
—Es la verdad, ¿no?
—Bueno…
—O cuentas la verdad, o te conviertes en cómplice. ¿Lo quieres hasta el punto de encubrir un crimen? Vamos, Muriel, tú no lo elegiste a él, otros lo hicieron por ti, acepta ese hecho. Tu acto de unirte a Félix no fue libre, te privaron de ese derecho y aún te resistes a abandonarle.
—Él ha sufrido tanto como yo. No sería justo.
—Piénsalo —suspiré—, pero decídete pronto. Los hombres de Carossa cumplirán su amenaza y volverán. Antes que lo hagan debes llamarles, contarles lo sucedido, y que él te obligó a que guardases silencio. Tendrás que cargar las tintas para convencerles de que lo mejor para ti es que te separen de él.
—No quiero que me trasladen a Gravidus y me recluyan en un pabellón. Quiero ir a la Tierra. ¿Lo entiendes?
—Sí, he pillado la idea, la has repetido una docena de veces. No te garantizo nada, pero moveré unos cuantos hilos a ver qué se puede conseguir. Quizá convenza a algunos colegas en Bruselas de que tu visita a la Tierra tendría efectos propagandísticos. Cuando tomes una decisión sobre lo que hemos hablado, llámame.
Una vez que las baterías se recargaron, subí al vehículo. Por el retrovisor observé a Muriel, inmóvil, como si se hubiese transformado en sal. Lo más probable es que no denunciase a Félix, lo cual me liberaría de mi compromiso para tratar de enviarla a la Tierra. Bien, era su vida, y en cualquier caso el proyecto de los aranos había sido un fracaso rotundo. La cuestión era que nadie lo reconocería.
Y seguirían enviando humanos modificados a Marte.
LEÓN
Los preparativos de la guerra contra los chinos estaban muy avanzados. Al parecer, la Unión había logrado vencer las reticencias de Japón, miembro asociado pero no de pleno derecho, para colaborar en la campaña a cambio de ampliar su radio de influencia sobre algunos países asiáticos. Unas maniobras conjuntas en el mar amarillo, al oeste de Corea, concentraban una flota de guerra de tamaño amedrentador; y todavía estaba previsto que llegasen en las próximas semanas nuevos barcos.
Cerca de la frontera de Rusia con China, igualmente con la excusa de maniobras rutinarias, se habían desplegado tres divisiones y había más en camino. No se daban explicaciones oficiales a esta concentración de tropas. En el parlamento de Bruselas, el gobierno obviaba las preguntas de la oposición, alegando que se trataba de ejercicios programados desde hacía tiempo, y que la amenaza de un ataque de los asiáticos era lo bastante real como para que el gobierno adiestrase a sus tropas en un escenario hipotético de conflicto. Aquella guerra no se improvisaba, requería una meticulosa planificación y una labor logística que movilizaba industrias y miles de hombres durante meses, antes de que se diese un solo tiro.
Los chinos se habían convertido en un incordio, extendiendo su influencia a países árabes y africanos. Ayudaron durante la guerra del canal a la coalición musulmana y ahora financiaban guerrillas en una docena de países para debilitar a la Unión. El conflicto a largo plazo era inevitable, los estrategas así lo habían previsto y no querían darle tiempo al enemigo para que se fortaleciese. Reemplazando al gobierno de Pekín por uno prooccidental, se devolvería la estabilidad a los mercados de oriente y los inversores de la Unión regresarían a la zona para quedarse.
Definitivamente.
El actual presidente de la Unión era un tipo indeciso, debilitado por casos de corrupción y líos de faldas; en resumen, un títere a merced de la cúpula castrense. Él no era el problema, sino los miembros del ejecutivo que se oponían frontalmente a la guerra. Incluso dentro del alto mando, las reticencias de algunos generales hacían vacilar el plan. Las provocaciones del gobierno de Pekín eran insuficientes para una guerra y las víctimas civiles en caso de conflicto serían enormes, decían. Si no se daba ocasión a que los diplomáticos hiciesen su trabajo, las consecuencias serían imprevisibles.
En aquel estado de cosas, el atentado contra el Papa Juan XXVI contribuyó a inclinar la balanza del lado de los duros. Mientras se encontraba oficiando misa en la plaza de San Pedro, un comando terrorista había intentado asesinarle, disparándole varias ráfagas de ametralladora ante los ojos de miles de fieles. El Papa resultó gravemente herido, aunque su vida estaba fuera de peligro. El comando, integrado por asiáticos, ya había sido detenido. En el apartamento que alquilaron en Roma para preparar el atentado se había hallado documentación que les vinculaba con los servicios secretos de Pekín. La opinión pública estaba conmocionada. La legación china en Roma había tenido que ser protegida por tanquetas de la policía, para evitar un linchamiento de sus diplomáticos, mientras desde Pekín se acusaba a occidente de tramar aquella burda maniobra para declararles la guerra.
No sabía qué pensar, pero ahora veía claro que el descubrimiento de los falsos restos alienígenas era un truco para desviar la atención de la gente, aparte de servir de tapadera para aumentar el gasto militar. Suponiendo que esos restos llegasen a la Tierra algún día, ningún comité de expertos los examinaría; al ritmo que se desarrollaban los acontecimientos, la guerra habría estallado para entonces y nadie se preocuparía de unos cuantos trozos de chatarra; aunque por si acaso, alguien los haría desaparecer oportunamente.
El problema era que hasta ahora yo no creía realmente que la guerra fuese a estallar; movimientos para amedrentar al enemigo, sí, fomentar la insurrección para provocar la caída del régimen de Pekín, perfecto, estimular a Japón para que hiciese el trabajo sucio por nosotros, una opción lógica. Pero la concentración de tropas por mar y tierra iba en serio, esta vez no se trataba de maniobras intimidatorias, sino de un preparativo de hostilidades en regla. Y nadie sabía cómo acabaría aquello, máxime cuando las posturas en el ejército estaban divididas. Sabía de qué bando se había alineado Folz, pero el general Mowlan era una incógnita, y tratar de reemplazarlo por las bravas como el coronel sugería era peligroso. Aunque yo quisiera quedarme al margen, no podría; llegado el momento, el coronel me recordaría mi promesa de lealtad, y no podría escabullirme.
Sonia salió de mi cuarto de baño, envuelta en una toalla, contoneando sus caderas de forma provocativa. Recordé las palabras de Vilar. ¿Me había contagiado sus ideas? Lo que ella pensase me importaba un pimiento, sólo quería una cosa de ella, lo mismo que ella deseaba de mí.
La mujer me mordisqueó los lóbulos de las orejas y me acarició el pecho. Le quité la toalla de un tirón y la llevé en volandas a la cama. Sonia parecía más divertida que excitada y su aliento desprendía un ligero olor a ginebra. No debí haberle mostrado dónde guardaba mi provisión de licores; ahora ella me saqueaba vilmente y la reposición me costaría un ojo de la cara, que no tenía intención de pagar al chismoso de Gravidus.
Sonia se quejaba de que yo iba demasiado rápido. No la escuché y aceleré el ritmo. Ella empezó a gritar y a pedirme que parase, pero no podía; la veía como un pedazo de carne que estaba allí para darme placer, sin derecho a distraerme con sus protestas.
—¡Me has hecho daño, cabrón! —me dijo, liberándose de mis brazos en cuanto acabé con ella.
—Pensé que te apetecía un poco de sexo salvaje.
—¿No sabes la diferencia entre joder y hacer el amor? —Sonia saltó de la cama y se vistió a toda prisa.
—No —sonreí estúpidamente—. ¿Cuál es?
Sonia no estaba para bromas. Una lágrima resbaló por su mejilla y a continuación empezó a gimotear como una cría.
—¿Pero qué te pasa? —dije—. Tienes que dejar de beber. Está prohibido.
—Creí que ibas a decir que era malo para mi salud.
—Bueno, eso también.
—Tú no lo entiendes. No sabes lo que ha ocurrido.
—Si no me lo explicas…
—He recibido una llamada de la Tierra. Daniel, un amigo mío, intentó suicidarse tragándose un tubo de somníferos. Está en la UCI y no saben si se salvará.
Suspiré. Sonia mezclaba sus sentimientos en una coctelera, y tan pronto podía estar alegre como triste, dependiendo de la agitación de sus pensamientos.
—Ya no aguantaba la presión del instituto. Si me hubiese quedado allí, habría podido evitarlo, o…
—O qué.
—O haber acabado como él. Pensándolo mejor, no me arrepiento de haber venido.
—¿Está casado tu amigo?
—Sí. Tiene un hijo de dos años.
—No sientas lástima. ¿Acaso pensó en los demás cuando se tomó los somníferos? ¿Para qué trae hijos al mundo, para dejarlos huérfanos?
—Eres un monstruo insensible, León.
—Y tu amigo un cobarde.
—Recojo mis cosas y me marcho. Ya no aguanto más aquí.
—Adelante, vete con otro. ¿Fattori? —reí—. ¿Esa pasa reseca? Claro que si te va el morbo, Félix sería tu pareja ideal. Así, cuando vuelvas a la Tierra podrás presumir de que te has tirado a un marciano de verdad.
Sonia acabó de vestirse y metió precipitadamente sus pertenencias en una bolsa de viaje, creyendo que tendría algún efecto en mí. Qué poco me conocía.
—Cuando se te pase la borrachera, vuelve —le señalé su lado de la cama, aún caliente.
Salió de mi habitación. Ya regresaría. Su capacidad de elección en Candor Chasma era nula. Si no quería sexo conmigo, no lo tendría con nadie, y faltaba mucho tiempo aún para que llegase la próxima nave a Marte. Incluso Nerea se había liado con Luis para llevarme la contraria. Cada vez los veía más tiempo juntos, y eso me desagradaba profundamente.
El aburrimiento le haría a Sonia tragarse su orgullo. Volvería si no quería dormir en un rincón del módulo de Nerea, soportando las visitas del niñato y sus carantoñas. Qué demonios, volvería mucho antes, en cuanto estuviese sobria.
Después de todo, no la necesitaba. Era un pasarratos placentero, pero a cambio de acostarme con ella tenía que aguantar sus neuras. Me planteé si merecía la pena.
Mi ordenador me avisó que tenía un mensaje. Provenía de base Gravidus y estaba clasificado con nivel de seguridad Alfa. Esos mensajes sólo podía leerlos en la sala de control.
Sabía que eran malas noticias, pero no hasta qué punto, y tampoco que el coronel me obligase a cumplir mi promesa tan pronto. Lo que pretendía de mí era excesivo. No podía hacer eso, tenía que rechazar y no implicarme más en aquella mierda.
Lo que era muy sencillo de decir. Pero Folz no me dejaría: había averiguado que fui yo quien dejó la nota de suicidio de Wink en el lugar donde recuperé su cuerpo; y ante un tribunal sería un indicio concluyente de que yo lo había matado. Folz me tenía cogido del cuello y no dudaría en asfixiarme si no hacía lo que él quería.
No pude capturar una imagen de la pantalla o imprimir el mensaje. Éste se borró al cabo de unos segundos, y un programa de limpieza se autoejecutó para eliminar los rastros en memoria. De todos modos igual hubiera dado, porque no habría podido demostrar qué persona concreta de Gravidus me lo había enviado.
Estaba en una ratonera, y yo mismo me había metido en ella.