NEREA
Luis me prometió que entraría en el ordenador de León a través de la red interior de la base, para averiguar sus andanzas durante mi ausencia. A la mañana siguiente, antes del amanecer, llamó a mi puerta con el fruto de sus pesquisas. León se había dedicado a recopilar información acerca de Fattori de lo más heterogénea. Aunque mi compañero borraba el historial de consultas de Internet y los archivos descargados al finalizar cada sesión, el sistema operativo guardaba rastros internos que un experto podría reconstruir con un poco de paciencia.
No era la información que yo esperaba encontrar, pero tal vez me sirviese más adelante. Guardé las copias impresas que me entregó Luis y le pregunté si había encontrado algo más.
—No —dijo—. Salvo cientos de páginas de pornografía consultadas en las últimas semanas. No parece que tenga otras inquietudes, con predilección por las mujeres vestidas de cuero.
—¿Alguna pista sobre lo que buscaba en mi habitación?
—Aún no. Pero podría volver a intentarlo.
—Déjalo, prefiero que no sospeche y se confíe. Más adelante podría ser útil otra visita a su ordenador.
—Tú mandas —Luis se dirigió a la puerta.
—Espera.
El microdisco de Wink. ¿Y si León se lo había copiado? No podía permitir que tuviese acceso a su contenido antes que yo.
—Necesito que me hagas un favor —dije—. Pero antes de que me contestes, te aviso que podría ocasionarte problemas si aceptas.
El joven sonrió y se sentó a mi lado.
—¿Qué es lo que te hace gracia? —quise saber.
—León me advirtió hace poco que tú me pedirías un favor, y que debería negarme.
—En ese caso tendrás que elegir.
—Ya he elegido: al infierno con León. Dime qué tengo que hacer.
Le mostré el microdisco y lo introduje en un lector de mi ordenador.
—Me lo entregó Wink poco antes de morir. No sé lo que contiene, pero podría ser la explicación a su muerte. Lo he intentado todo para desencriptarlo, incluida una combinación con secuencias de ADN extraídas de una muestra de su sangre, pero no he tenido suerte. Te haré un duplicado.
Luis estudió la información que aparecía en la pantalla y tecleó unos cuantos comandos.
—Me pondré a ello, pero necesitaré mandar fragmentos del contenido a mi compañía. Entrar en el ordenador de León es relativamente fácil, pero tratar con criptografía avanzada es completamente distinto.
—Preferiría que no tuvieras que implicar a nadie más.
—Con los medios de que dispongo aquí tardaría meses. Y supongo que el tiempo es un factor importante.
—Lo es.
—En Macro contamos con capacidad de proceso bastante para reventar cualquier clave. Enviaré y recibiré los archivos a través de un canal seguro. Nadie se enterará, salvo una IA que me es absolutamente fiel. Le encomendaré la labor a ella para que use los recursos de computación de la compañía. Aunque los satélites de la UEE intercepten la comunicación, obtendrán un galimatías incomprensible.
—Ellos también poseen los mejores ordenadores. Descifrarán la transmisión.
—Sí, probablemente lo hagan. Siempre que estén escuchando.
—Lo están.
—Y que mis comunicaciones con la Tierra les haga sospechar. Pero no será así. Camuflaré la información en canales multiplexados de vídeo. Sería como buscar una aguja en el pajar; y les pienso enviar docenas de pajares con cada segundo de transmisión; en unos habrá agujas y en otros no. Aunque supiesen lo que están buscando les llevaría meses encontrarlo.
—No es suficiente.
—La seguridad absoluta no existe, Nerea. Si quieres saber qué contiene este disco, debes arriesgarte. ¿Merece la pena?
—Ojalá lo supiera.
—Quizá tirarlo a la basura sea lo más acertado. ¿Qué derecho tenía Wink a complicarte la vida?
—Vi algo en él, eso es todo. Un poso sincero.
—¿Un poso?
—Quería decirme algo, pero no tuvo tiempo. Tal vez yo sea la única persona en este planeta a quien le importa su muerte; en mi idea trasnochada de justicia me gustaría saber si alguien acabó con su vida, y por qué.
—Está bien —Luis se levantó, desperezándose—. Falta poco para que salga el sol y me gustaría contemplar un amanecer. ¿Vienes?
Le acompañé. La temperatura allí fuera era de treinta grados bajo cero, pero los anoraks y los pantalones que usábamos para el exterior poseían acumuladores eléctricos regulables. Pese a todo, el frío aire marciano acuchilló sin piedad nuestros rostros al abrirse la esclusa de salida. Pequeñas gotas de condensación se formaron sobre la cubierta de plástico de nuestras mascarillas, que se transmutaron en diminutas perlas de hielo mientras nos alejábamos hacia el borde del cañón. La luz carmesí del alba sorprendía rebaños dispersos de nubes a la deriva, fantasmas nocturnos que huían ante la llegada del sol.
Había visto muchos amaneceres en los dos años que llevaba en Marte; pasada la novedad, todos eran iguales. Pero aquella mañana tenía algo de especial, y sabía qué lo que la hacía distinta.
Nos sentamos en una piedra que semejaba un tocón milenario, labrado por el capricho de vientos alienígenas que nada sabían de la Tierra ni de árboles. Algunas formas fotografiadas por los nómadas llegaban a ser inquietantemente familiares, pero claro, los robots habían sacado cientos de miles de fotos por todo el planeta; lo raro sería que ninguna nos llamase la atención. En cualquier caso, nada remotamente parecido a esfinges o estatuas ecuestres de generales marcianos.
Aunque después de lo hallado en Nirgal Vallis, no me sorprendería que empezasen a surgir ahora.
—Es el amanecer más frío que recuerdo —dijo Luis, ciñéndose la capucha.
—Hace un cuarto de siglo las temperaturas eran aún más extremas. Los volcanes aumentaron la presión y se suavizó el clima. Hoy, la región de Tarsis apenas registra actividad, y en el futuro volveremos a los trajes de presión para caminar por Marte.
—Es emocionante que nos haya tocado vivir en este momento, ¿verdad?
—Sí, es maravilloso. Pero también nos muestra la fragilidad de los mundos. Ellos también pueden morir.
—Y resucitar.
—No creo que ni tú ni yo lo veamos.
—¿Por qué no? Un duplicado de nuestras mentes sí podría verlo. En Macro estamos trabajando en eso; en unas décadas la tecnología traducirá la información del cerebro en bits almacenables en un ordenador. Sé que los humanos llegaremos a las estrellas, pero no en carne y hueso.
—Vaya perspectiva.
—Una nave espacial podría contener miles de tripulantes que no requerirían oxígeno ni alimentos; sólo un poco de energía para mantener el ordenador que los alberga.
—Luis, más de un siglo de especulaciones sobre esa idea fantástica no han conseguido nada.
—¿Qué hay de las IAs?
—No son realmente inteligentes, aunque lo parezcan. No te creas tu propia propaganda.
Los rayos del sol proyectaban claroscuros pardos sobre el paisaje. La bruma flotaba a través del inmenso cañón a escasos metros por debajo de nuestra altura; si entornábamos los ojos, podíamos imaginar que nuestro tocón navegaba en un océano de niebla.
—Son más inteligentes que muchos humanos —insistió León.
—En problemas de lógica.
—¿Qué es la razón, sino lógica aplicada? Son criaturas racionales como nosotros, y algún día resolverán misterios que ni siquiera sabemos que existen.
—Luis, no todo el mundo encuentra fascinante la robótica.
—Perdona, lo siento —el joven concentró su mirada en una estrella perdida del cielo, cuyo brillo se diluía discretamente en la luz de la mañana.
—Las máquinas son un instrumento, no un fin en sí mismo —dije—. Has creado lazos afectivos con ellas y te niegas a aceptar que son cosas.
—Quizá tienes razón. Mi poca habilidad para relacionarme con otras personas me ha empujado a refugiarme en las máquinas.
—No quería decir eso.
—Pero es la verdad, Nerea. He encontrado en las IAs unos sustitutos perfectos. No te llevan la contraria a menos que quieras y siempre están dispuestas a escucharte.
—Olvida lo que he dicho.
Luis esbozó una media sonrisa tras su mascarilla y se encogió de hombros.
Durante unos minutos ninguno de los dos hablamos nada. El ascenso del sol sobre el horizonte caldeó ligeramente el ambiente, y los termostatos de los trajes bajaron el nivel de calefacción. Paradójicamente, sentí que hacía más frío que antes, y que había removido algo en Luis que no debía.
—No eres el único con carencias afectivas —dije al cabo de un rato, para intentar arreglarlo—. Hasta ahora, mi trabajo me ha mantenido a salvo de esas dificultades; pero en el fondo escogí venir a Marte para evitar enfrentarme con el resto del mundo. Luis, nunca me he enamorado de un hombre. Atracción física sí, pero no amor.
El joven alzó las cejas, sorprendido por aquella confesión inesperada.
—Es la primera vez que lo admito delante de otra persona —dije—. Así que prométeme que no se lo contarás nadie.
—Tienes mi palabra.
—Por eso León me ve un bicho raro. Y reconozco que lo soy. Hay que serlo para permanecer aquí dos años y no querer volver.
Luis se aflojó la sujeción de su mascarilla y alzó mi capucha para hacer lo mismo.
—¿Qué estás haciendo?
—Confía en mí.
Era complicado que me besase en aquellas condiciones, pero él lo hizo fácil. Estuvimos así durante todo el tiempo que nuestros pulmones lo permitieron; hasta que, congestionados por la falta de oxígeno, recuperamos las mascarillas. Pero sobrevivimos.
—Ahora yo tampoco querría volver —dijo, abrazándome—. Tú conviertes este desierto en un lugar agradable para echar raíces.
LEÓN
Había rodeado en planeador el monte Pavonis, de catorce kilómetros de altura, y me dirigía a la base Gravidus. En realidad, aquella visita no era imprescindible, pero no quería arriesgarme a enviarle a Folz los datos a través del satélite.
Analizando la copia del microdisco que guardaba Nerea, descubrí que llevaba la firma digital de Martin Wink. No había podido averiguar nada más, el resto del disco estaba cifrado y mis programas de desencriptado se revelaron inútiles, pero la información no sería importante si cualquiera le pudiese echar un vistazo. Aquella era mi oportunidad de reconciliarme con el coronel y rehabilitar mis expectativas de ascenso. Si me equivocaba y aquel disco contenía basura, sería la última vez que Folz accedería a recibirme, pero tenía poco que perder y presentía que mi intuición me había situado sobre una buena pista.
Gravidus resaltaba en el desierto como un fuerte en mitad de la nada; no sé en qué estaban pensando los arquitectos que lo diseñaron, quizá se curaron en salud frente a un futuro ataque por tierra de fuerzas enemigas, elevando las murallas a una altura temible, o quizá el único enemigo que les preocupaba era las tormentas de arena. Siguiendo el protocolo de seguridad, no me permitieron sobrevolar el recinto y tuve que posar el planeador a un centenar de metros de la entrada. Pese a no formar parte del destacamento, vestía mi uniforme de capitán para recordarles a todos quién era, y que algunos podrían estar bajo mis órdenes si las cosas salían como yo quería.
El centinela se cuadró al ver mis galones. No tuve problemas para entrar, Folz me esperaba y estaba lo bastante intrigado como para no entretenerme con papeleos inútiles. Fui conducido en un Rover hasta el pabellón de mando, un edificio de dos alturas situado al otro lado de una pista de entrenamiento. Allí no había apreturas y falta de medios, como en Candor Chasma. La base disponía de polideportivo con pista de tenis, piscina y sauna, además de cantina, club de oficiales, salón recreativo y alojamientos individuales para los mandos. Diseñada para albergar hasta doscientas personas, de momento tenía que funcionar con la décima parte, e incluso a algunos quisquillosos les parecía excesivo ese número. Probablemente la situación cambiaría pronto, una vez se ajustase el presupuesto de Defensa a los requerimientos que el Cuartel General demandaba.
El Rover pasó por delante de los hangares donde se guardaban los lanzamisiles. Por todas partes se respiraba paz y tranquilidad; los soldados con que nos cruzábamos caminaban despreocupadamente y no se les veía en absoluto sobrecargados de trabajo. Servir en Gravidus era un mérito excelente para ser ascendido a comandante, e incluso a rangos superiores si por circunstancias de la vida quedaban vacantes que debían ser cubiertas con rapidez.
El vehículo se detuvo en la entrada del pabellón de mando. Un cabo examinó mi credencial y avisó por el comunicador interno a su superior. Instantes después, las puertas del despacho de coronel se abrieron a mi paso.
—Espero que lo que tiene que darme merezca la pena —dijo al verme, sin moverse de su sillón—. No puedo perder el tiempo con usted.
Su escritorio estaba limpio de papeles y el ordenador personal se encontraba apagado. Disponía de tiempo de sobra, desde luego.
Le entregué el microdisco y le expliqué someramente por qué había juzgado conveniente venir hasta aquí para dárselo. Folz encendió el ordenador e introdujo el disco en el lector, como si desconfiase.
—Siéntese, capitán.
—Gracias, señor.
—¿Por qué se me ha ocultado hasta hoy? Ordené que nos entregasen todas las pertenencias de Wink.
—Nerea lo escondió.
—¿Qué pruebas tiene?
—Ella lo tenía en su cuarto.
—¿Y cómo sabía usted que lo tenía?
—No lo sabía. Pero una conversación con nuestro sintiente me indujo a sospechar de ella y registré su habitación aprovechando que ella estaba fuera. Arquímedes me acompañó. Hice un duplicado y dejé el disco original donde lo encontré.
—Mal hecho. Debería haberlo recuperado. Si se trata de información clasificada, no quiero que una civil tenga acceso.
—Podría volver a entrar a su cuarto y…
—¿Notó ella que estuvo en su habitación?
—Me temo que sí. Su ordenador conserva un registro de las aperturas de la puerta.
—Entonces no haga nada. Dejaremos que las cosas sigan su curso.
—¿Llamará a Nerea para que se explique? Desobedeció una orden suya.
—No quiero ponerla sobre aviso. Antes averiguaré qué razones tiene para obrar así. Por si acaso, mantendremos este asunto en secreto. Infórmeme de cualquier novedad que se produzca —Folz se relajó un poco—. ¿Puedo contar con usted?
—Por supuesto, señor.
El coronel se me quedó mirando fijamente.
—Quizá necesite de sus servicios próximamente o quizá no. Tengo que saber si llegado el día, estará dispuesto a cumplir lo que le encomiende sin vacilar.
Aquella reiteración era superflua entre militares, pues se daba por supuesto que el de inferior rango debía acatar órdenes. Pero si éstas eran ilegales, la aclaración se hacía necesaria.
—Haré lo que usted me diga.
—Es lo que esperaba oír. Supongo que estará cansado del viaje. Vaya a la cantina y tómese una copa.
—Gracias, señor.
El coronel giró la cabeza hacia la pantalla, esperando que me marchase. Como no fue así, inquirió:
—¿Tiene algo más que decirme?
—Sospecho de Fattori, señor. Creo que debería ser sujeto a vigilancia.
—Fattori es de absoluta confianza, capitán.
—No he sido informado de…
—Repito, es de absoluta confianza. Trátelo como un amigo y procure que su estancia en Marte sea lo más confortable posible.
Asentí con la cabeza y me levanté, cuadrándome antes de retirarme. Folz sólo estaba dispuesto a contarme migajas, en la convicción de que cuanto menos supiese sería mejor para mí. Bien, tampoco me había comprometido más de lo que ya estaba antes de entrar a su despacho.
Al menos, eso es lo que yo suponía.
Decidí aprovechar la invitación de Folz y me marché a la cantina, situada a medio centenar de metros, junto al polideportivo. Encontré algunos conocidos, entre ellos el capitán Vilar, veterano como yo de la guerra de Suez, pero él había tenido más suerte y sería ascendido en breve.
—Decían que habías caído en desgracia —dijo Vilar, llenando dos vasos de whisky.
—Folz me ha rehabilitado.
—Él no autoriza los traslados, sino Mowlan. ¿Has hablado también con el general?
—No.
Vilar encendió un cigarrillo y exhaló una rosquilla de humo, que acertó en la punta de mi nariz.
—Deberías hacerlo.
—No sé de qué parte está Mowlan. Quiero decir, cuando las cosas se pongan feas.
Estábamos en una esquina de la cantina y no había nadie a nuestro alrededor, pero aún así, me advirtió que bajase la voz.
—Las cosas ya se están poniendo feas —murmuró—. Tendrá que decidirse pronto.
—¿A qué te refieres?
Vilar sacudió la cabeza.
—Te estás adocenando —dijo—. Joder, si hasta has engordado desde la última vez que te vi. Puede que en Marte te sientas ligero, pero ya volverás a la Tierra y lo lamentarás —escupió al suelo—. Toma nota para cuando regresemos.
—¿A qué viene eso?
—Parece que no te enteras, León. Los chinos se están poniendo desagradables y el momento de darles un escarmiento ha llegado. El alto mando ha planeado un ataque preventivo para dejarles sordos y ciegos, de modo que no sepan qué demonios ocurre hasta que estemos encima y les demos por el culo. Haremos papilla su red de satélites y sus centros de transmisiones en tierra. Nuestra posición aquí es segura, estamos a salvo de cualquier contragolpe de los amarillos, y controlamos docenas de misiles ocultos en puntos Lagrange capaces de convertir China en un paisaje lunar.
—Creí que la operación iba a retrasarse un año.
—Los preparativos ya han comenzado. La Unión está rodeada de enemigos, y no podemos darles tiempo a que organicen un ataque. Golpearemos primero, como hicimos en Suez. Para esta operación necesitamos un control total de la órbita terrestre. Base Copérnico está demasiado cerca de la Tierra y es neutralizable; además, no es seguro que participen en la guerra.
—Eso nos coloca en una posición delicada. ¿Qué ocurrirá si Mowlan también rechaza?
—Se convertirá en traidor una vez que nuestra gente se acomode en Bruselas.
—No he preguntado eso.
—Bueno… —Vilar miró nervioso a su alrededor—, en ese caso Folz se encargará de él.
Tragué saliva.
—Aquí muchos oficiales le son leales a Mowlan —dije, con un falsete en la voz.
—Las lealtades cambian. Pero no anticipemos acontecimientos —llenó de nuevo su vaso—. ¿Otro trago?
—Tengo que regresar a Candor Chasma.
—Eh, ¿qué mosca te ha picado? El León que yo conozco no rechazaría otra copa.
—El vuelo de regreso es largo. Necesito estar despejado.
—Gilipolleces; conectas el piloto automático y te echas una siesta en la cabina. Además, ¿qué prisas tienes en regresar? ¿Te espera tu mujer haciéndote la cena? —rellenó mi vaso.
—No es eso, sino…
—El futuro de nuestra amistad depende de que no termines esa frase —por su expresión deduje que Vilar no bromeaba—. Estamos haciendo lo correcto. No deberías tener dudas ahora.
Pensé en lo que querría Folz de mí. ¿Detener al general si se negaba a colaborar? ¿Matarle? Había accedido demasiado rápido a sus deseos, sin conocer antes sus propósitos.
—No se puede hacer una tortilla sin romper algunos huevos. La frase está más gastada que mis puñeteras botas, pero es cierta. León, en toda guerra hay víctimas civiles, pero en China viven cuatro mil millones de amarillos. ¿Qué importa que mueran unos cuantos? A la larga será beneficioso para el planeta.
—Deja de decir barbaridades.
—¿Qué coño te pasa? Esa puta pacifista con la que te acuestas te ha cambiado el carácter.
—No sé de qué me hablas.
—Aquí lo sabemos todo. El tipo que te envió los paquetes a base Darwin nos contó lo de tu picadero. Menudo cabrón estás hecho.
—Sois una panda de cotillas.
—Cuando te canses de ella, avísame. Haré de segundo plato con sumo gusto.
—Serías la última persona en todo el universo a quien avisaría —me levanté de la silla—. Gracias por el whisky. La próxima vez que nos veamos invito yo.
Y espero que sea dentro de mucho, mucho tiempo.