NEREA
El estado del bebé no mejoraba. Seguía necesitando respiración artificial, su cuerpo temblaba y ocasionalmente movía las extremidades a espasmos. Era muy duro verlo así y más, si cabe, contemplar a los padres, con una desesperación contenida a causa de mi presencia. Intenté convencerles de que sería conveniente operarlo, pero Muriel no mostró entusiasmo por la idea y Félix se opuso frontalmente. Bajo ningún concepto permitiría que su hijo se convirtiese en una cobaya en manos de Carossa. Comenzarían a introducirles microválvulas en sus pulmones y le abrirían el cráneo para extirparle las zonas dañadas del cerebro y transplantarle neuronas vírgenes. Félix sabía que aquello no daría resultado y lamentablemente, yo no podía crearles falsas esperanzas.
La UEE no había divulgado aún aquel suceso, ni tampoco la muerte de Wink. Supongo que querrían agotar todas las opciones antes de dar un comunicado oficial, pero a la larga aquella demora sería perjudicial para todos. Ya había sucedido con los restos de Nirgal Vallis y podría volver a ocurrir.
El fallecimiento del ex senador fue acogido entre la indiferencia de Muriel y el abierto desprecio de Félix. Hace dos décadas, Wink ocupó un alto cargo en el departamento de Defensa de la recién creada unión para la exploración del espacio. Con anterioridad había desempeñado puestos de asesor en las fuerzas armadas angloamericanas. La nueva UEE dio ocasión al equipo de Wink para llevar a cabo los proyectos en que trabajaba antes de la tragedia de Munich, y que por consideraciones éticas y falta de presupuesto, no cuajaron. Entre ellos figuraba la creación de nuevas especies humanas para colonizar otros mundos y vivir en ingravidez durante períodos prolongados. Los aranos eran una imagen bucólica para consumo local, que escondía un propósito oculto: soldados más fuertes capaces de respirar dióxido de carbono o de resistir condiciones extremas. Félix y Muriel fueron las primeras cobayas que tuvieron éxito, aunque la palabra éxito debe acogerse con ciertas reservas, vista la acusada degradación de sus cuerpos.
Abel había sido un experimento fallido. La mayoría de los intentos se quedaban en eso; a veces se los dejaba vivir y en otras se les aplicaba la eutanasia. Nada trascendía a la opinión pública porque los militares lograron que las normas sobre bioética fueran papel mojado. Abel habría sido eliminado discretamente si no fuese porque en este caso la discreción era imposible: el gobierno había publicitado el embarazo de Muriel y ahora tendría que dar explicaciones de su fracaso. El programa de nuevos aranos seguiría adelante, pero sin noticias en la prensa. Aunque hubiese nuevos fallos, nadie los conocería.
Félix culpaba a Wink de lo sucedido, y el silencio de Muriel apoyaba sus afirmaciones. No sé qué había de verdad en todo aquello, pero por desgracia el acusado ya no podría defenderse.
Mientras seguía desgranando sus reproches, recapitulé lo sucedido el día en que Wink murió. Muriel me avisó que tenía contracciones y acudí tan rápido como pude, pero casualmente Félix se encontraba fuera. Una tormenta de arena le retrasó durante el camino de vuelta, y aunque no teníamos motivos para dudar de su palabra, tampoco podía probar que había estado donde aseguraba. Por otra parte, Félix no fue interrogado por Folz puesto que no había motivos que lo relacionasen con la muerte de Wink. Pero a la vista de sus manifestaciones comencé a dudar. ¿Lo mató para vengarse por todo lo que les había hecho sufrir? Era la primera ocasión que Félix se encontraba cerca de un responsable del gobierno para hacerle pagar por sus actos, y el hecho de que su víctima estuviese jubilada no le eximía de culpa a ojos de su agresor.
—¿Por qué me miras así?
Félix se percató de que algo no iba bien.
—No entiendo tu odio hacia él —admití.
—Ni mi esposa ni yo escogimos vivir en estas condiciones. Wink y su gente eligieron por nosotros. Estamos aquí aislados como monstruos de feria, incluso llaman Quimera a esta base. Tiene gracia, no tenemos cabeza de león y cola de dragón, ni vomitamos fuego, pero podrían habernos hecho de esa manera si hubiesen querido.
—Mucha gente se cambiaría por vosotros sin dudarlo.
—No me hables de imposibles, Nerea. Estoy harto de esta vida. No puedo ir a la Tierra porque ni me dejarían partir, ni mi organismo aguantaría una atmósfera rica en oxígeno y una gravedad tres veces superior. Estamos atrapados aquí, cuidando un cementerio. Al principio creí que merecería la pena, hemos pasado toda la vida en un entorno artificial que nos preparaba para este lugar. Y cuando llegamos aquí, ¿qué encontramos?
—Un lugar fascinante. Sois las únicas personas en la historia de la humanidad que pueden pasearse por ahí fuera sin equipo. Los primeros de una nueva especie.
—Déjate de tonterías; el proyecto de los aranos es una estupidez, no tiene sentido poblar este planeta porque está muerto y posiblemente lo seguirá estando para siempre. Sólo hemos encontrado pequeños fósiles y microbios; transformarlo para que sea habitable llevaría miles de años y yo no veré ese futuro, si es que llega alguna vez. Lo único que quiero es una vida normal, pasear por un bosque, nadar en el mar, notar la lluvia sobre mi piel. Tú naciste con esos privilegios, pero a nosotros nos los negaron. ¿Hay alguna forma de reinvertir el proceso, Nerea? Dímelo, ¿hay alguna forma de convertirnos en humanos de verdad?
—Sabes la respuesta.
—Por supuesto. La gente de Wink se ocupó de que no pudiéramos salir de aquí jamás. Y todavía dices que no entiendes mi odio hacia él.
—¿Tú también piensas igual, Muriel? —me volví hacia ella—. ¿También te compadeces de ti misma?
—Supongo que Félix tiene razón —murmuró la mujer—. El embarazo de Abel me mantenía con ánimos, pero ahora… —sus ojos giraron hacia la incubadora donde el respirador producía un sonido ronco en los pulmones del bebé— ya no me importa nada.
—Sé que lo que os voy a decir no os consolará, pero en ese paraíso que llamáis la Tierra, tres cuartos de la población se mueren de hambre. El nivel de los océanos ha subido, millones de personas han tenido que emigrar y las guerras por el territorio se han multiplicado. Mientras en el sur se abrasan y enferman, en el norte las temperaturas descienden. Vosotros tenéis las necesidades resueltas y sin embargo no valoráis una posición que en muchos aspectos es extraordinaria.
—El desierto más seco de la Tierra es mejor que Marte —dijo Félix.
—Aquí estáis a salvo de todos esos problemas; de acuerdo, tenéis otros, pero para muchos el principal problema es sobrevivir.
No obtenía resultados tratando de darles ánimos; más bien mis esfuerzos eran contraproducentes y aumentaban el enfado de Félix. Habían sido desterrados a aquel lugar de por vida, privados de todo aquello que para nosotros era normal y dábamos por descontado. No podía convencerles de que estaban equivocados. Yo era la afortunada, estaba allí de paso y podría irme en cuanto quisiese. Ellos se quedarían allí hasta morir sin que se cumpliese ninguno de sus sueños.
Empezaba a entender su resentimiento hacia Wink y todo lo que representaba. Habían sido educados para amoldarse a aquel mundo y vivir en soledad, pero no dio resultado. Sabían lo que había allí fuera y querían escapar, pero no podían y eso les llenaba de angustia. Contemplaban cada mañana sus rostros envejecidos en el espejo, conscientes de que el tiempo se les agotaba. No podía exigirles que se resignasen a su destino.
Lo que ya no aceptaba era que esa rebeldía hacia el gobierno se tradujese en asesinato. La muerte de Wink podría ser una forma de llamar la atención sobre sí mismos y denunciar lo que el gobierno les había hecho. Sin embargo, quizá estuviese equivocada, y no hubiese ningún asesinato. Daba por sentado que la nota manuscrita era una falsificación, pero no tenía pruebas. Cuando hablé ayer con León, estaba muy seguro de sí mismo. La verdad, no sabía qué pensar.
Estaba confusa. El microdisco que me había dado Wink antes de morir podía ser la solución, si bien el encriptado de datos era feroz. Programé mi ordenador para que me avisase en cuanto hubiese descifrado el contenido, pero mi localizador de pulsera no había recibido hasta ahora ninguna llamada. Esto limitaba mis opciones. El sistema informático de la base no era suficiente para la tarea, y pedir ayuda a Arquímedes no avanzaría mucho; además, me arriesgaría a que el sintiente hablase con León. Yo había ocultado una posesión personal del fallecido al coronel Folz y Arquímedes no pasaría por alto este comportamiento, porque por encima de mis órdenes primaba la seguridad de la base. Si Folz le había ordenado que informase de cualquier detalle inusual, Arquímedes le obedecería y esta vez no me valdría el truco de borrar su memoria reciente. Incluso aunque no le hubiese dado órdenes explícitas, el pensamiento autónomo del sintiente deduciría una situación de peligro y alertaría al coronel.
Tendría que elegir otro camino, pero era arriesgado seguirlo porque implicaría a Luis en aquel asunto, y todavía no era prudente confiar en él.
Sin embargo, mientras seguía indecisa y no aclarase las circunstancias de la muerte, alguien más podría correr peligro, quizá, Fattori, Sonia, o el propio Luis.
O todos nosotros.
LEÓN
La conversación con Fattori me había dejado intranquilo. Deduje de sus palabras que estaba allí para supervisar la operación de Nirgal Vallis, aunque parecía conocer lo bastante de Wink para rechazar su suicidio. ¿Era una pose? ¿Sabía que la nota era falsa? Maldita sea, no sabía qué se traía entre manos aquel cabrón. Conocía mis movimientos, pero no revelaba sus cartas ni me dejaba mirar por encima de su hombro para ver su juego.
Estudié las crónicas sobre él que recopilé de Internet. Fattori inició su carrera como ejecutivo de segunda fila en una empresa de biotecnología, y no habría llamado la atención de no ser por un cáncer de páncreas que adquirió a los cuarenta. La operación era costosa y la póliza sanitaria no le cubría la operación dado que a juicio de los médicos del seguro, la enfermedad ya no tenía cura. Fattori iba a morir, pero sus jefes se compadecieron de él. O, más correctamente, lo utilizaron. Ellos asumirían los gastos a cambio de que se ensayase en él un nuevo páncreas artificial que había dado excelentes resultados en animales. Fattori sobrevivió; pero unos años después, el cáncer se reprodujo en próstata y colon. Se le reemplazaron las vísceras dañadas por un tejido gomoso inteligente controlado por microprocesadores. Sobrevivió. La empresa supo rentabilizar los éxitos con una eficaz campaña publicitaria, y Fattori se hizo famoso. Diez años después, tras nuevas visitas al cirujano, batía el récord de órganos artificiales implantados a un ser humano y seguía viviendo.
La banca paneuropea vaticana compró la empresa y le ofreció un puesto de directivo para rentabilizar su popularidad. Fattori fue encargándose de negocios oscuros con el gobierno de la Unión, que por su elevado riesgo rechazaban los directivos de mayor rango. Sus gestiones de intermediación rindieron jugosos beneficios para las empresas participadas por la entidad, demostrando una habilidad innata para moverse en los entresijos del poder. Cuando el primer vicepresidente del banco se jubiló, Fattori ocupó la vacante.
Las crónicas no revelaban de qué trampolines se sirvió para alcanzar la vicepresidencia y a cuántos competidores tuvo que apartar en el camino, pero si alguien sabía más de las cloacas del banco, ése era él. De fontanero financiero, a vicepresidente. Y todo en unos pocos años. ¿Cuál era el secreto de Fattori? Corrían rumores acerca de sus relaciones con un grupo de presión en el seno de la iglesia, que le allanó el camino para el ascenso a la cima. Sin contactos con la Santa Sede no habría llegado lejos en el organigrama de la banca vaticana; pero los comentarios apuntaban a amistades con una iglesia dentro de la iglesia, una organización en la sombra cuyos intereses no coincidían necesariamente con los del Santo Padre. Y que incluso podrían ser contrapuestos.
Creacionistas.
La pista era muy tenue, pero logré reunir pequeñas notas desperdigadas en grupos de discusión de la Red, informaciones fragmentarias posiblemente falsas, obra de encapuchados. Puede que aquello no fuese más que basura, chismorreos divulgados por sus enemigos para desprestigiarle.
O quizá fuera verdad.
No me agradaba tener a un creacionista cerca. Sabía de lo que eran capaces cuando alcanzaban el poder. Se les dio por neutralizados después de lo de América, pero habían realizado una retirada estratégica, replegándose a Europa para continuar sus planes cuando la ocasión fuera propicia. Las épocas de crisis eran su mejor caldo de cultivo, y la inestabilidad social en la Unión presagiaba que tarde o temprano, su momento llegaría.
Nerea regresó una hora antes del anochecer. La vi bastante deprimida, y durante la cena no abrió la boca, excepto para que le acercasen la sal. Le pregunté qué tal iban las cosas en base Quimera, pero rehusó contestar.
—Estamos preocupados por Muriel —dijo Sonia, tomando una manzana del centro de la mesa—. Me gustaría hacer algo por ella.
Nerea siguió comiendo en silencio.
—No hay nada que puedas hacer —intervine—. Pero se te agradece.
Nerea removía el puré con el tenedor de un modo nervioso. Estaba a punto de estallar, y la visita a Muriel no era la causa principal de su enfado.
Era yo.
—Has entrado en mi habitación aprovechando mi ausencia —me acusó.
¿Cómo lo había descubierto tan pronto? Tomé toda clase de precauciones para que no se diese cuenta, y Arquímedes dejó cada objeto en la misma posición que estaba antes de entrar.
—Mentira —respondí.
—Tengo registrada la hora en que entraste y saliste de mi cuarto. Mi ordenador controla el cierre electrónico de la puerta y me informa si ha sido abierta en mi ausencia.
—¿También te dice la persona que entró?
Nerea dudó una fracción de segundo. Era mi oportunidad para escurrir el bulto.
—Claro que no —añadí—. Entonces, ¿por qué me culpas siempre a mí? Quieres que me largue de la base y te deje a tus anchas, ¿es eso? Tranquila, tengo más ganas que tú de irme.
—Eh, déjala en paz —intervino Luis—. Ella tiene razón.
—No te metas en lo que no te importa.
—Me meteré si quiero. No me gustan tus formas.
—Estás aquí de visita, chaval. Y te agradecería que en lo sucesivo no espíes conversaciones ajenas detrás de las puertas.
—No espiaba nada. Escuché voces y me acerqué a ver qué ocurría.
Nerea le indicó con la mano que lo dejase estar, pero el niñato continuó hablando. Observé de reojo a Fattori: pelaba con parsimonia un plátano, refugiado en un desinterés aparente por la discusión.
—Yo también empiezo a creer que los restos de Nirgal Vallis son un fraude —me espetó Luis a bocajarro.
Se hizo el silencio; incluso el calmado Fattori se olvidó de su plátano y giró la cabeza hacia el joven, demostrando que escuchaba.
—Yo descubrí esos restos —dijo Sonia—. ¿Me estás culpando de fraude?
—León te llevó a la cueva para que encontrases la vara de metal. Te utilizó.
—No es cierto.
—El gobierno necesita dinero y ha montado este circo para atraer inversiones. No sería la primera vez que engaña a la gente.
—Macro es uno de esos inversores —alegué—. Demuestras una completa falta de juicio hablando así.
—Mi padre jamás apoyaría una estafa.
—No es una estafa.
—Cuando le cuente lo que estoy viendo aquí, él también lo creerá.
—Eres libre de contarle lo que te apetezca, pero tenemos pruebas tangibles que serán analizadas por expertos independientes cuando lleguen a la Tierra. Si consigues que Macro se quede al margen, será vuestro problema.
—Luis, por favor, déjalo ya —intervino Nerea.
El joven se contuvo y milagrosamente le hizo caso; se levantó y se marchó sin añadir palabra. Mi compañera le imitó, yéndose tras él. Había detectado que ella le miraba de una forma especial durante la cena, gratamente sorprendida por sus palabras.
Sonia y Fattori me miraban, expectantes, sin decir nada.
—Lamento este espectáculo, de verdad —declaré, y señalé el frutero—. ¿Qué tal los plátanos?
—Con un ligero gusto a corcho, pero se pueden comer —dijo Fattori.
—No son plátanos de verdad, sólo lo parecen. Traerlos desde la Tierra es caro y hay que apañarse con lo que crece en el invernadero. Supongo que los genetistas podrían esmerarse para que supieran de un modo decente.
—¿Qué está ocurriendo? —dijo Sonia—. No entiendo por qué ella y Luis se comportan así.
—Porque Nerea no fue la descubridora. Y porque me odia. Ha convencido a Luis para que piense como ella, luego lo intentará contigo y después con usted, Fattori. Quiere que todos estén en contra mía.
—Hijo, ¿qué tal si dejamos este asunto para otro día? —sugirió el anciano.
Estuve de acuerdo. Sonia no quedó satisfecha, pero se retiró a dormir. Antes de que yo también me fuese a la cama, pasé por delante del módulo de Luis. La puerta estaba entreabierta y vi al joven y a Nerea por la rendija, murmurando. Cuando se percataron de mi presencia, Nerea se levantó y logré apartarme en el momento justo para que no me pillase las narices. Seguro que la dejó entornada deliberadamente para que me asomase y los viese a los dos, conspirando contra mí.
Nerea es así de retorcida.