CAPÍTULO 8

NEREA

El análisis de las muestras que extraje al cadáver no mostraba indicios de que Wink hubiese sido envenenado o drogado. Carossa me envió una copia de su informe en cuanto hubo terminado la autopsia, no sé si como detalle personal o para despejar mis recelos sobre su actuación. Los resultados no eran concluyentes; Wink podía haberse tirado deliberadamente al cañón, pero no se descartaba que alguien le hubiese empujado. El cuerpo presentaba múltiples hematomas por los golpes recibidos durante la caída; tal vez uno de ellos fue causado por un hipotético asesino.

En cualquier caso, al día siguiente descubrimos un nuevo hallazgo, que en principio descartaba la hipótesis homicida.

En el lugar donde se había recuperado el cuerpo de Wink apareció una nota manuscrita, que el anciano llevaba en sus bolsillos al arrojarse por el borde del cañón. Mi compañero no reparó en ella a causa de la mala visibilidad, pero al día siguiente, con la luz del día, el papel fue localizado y recuperado. Wink expresaba en él su propósito de poner fin a su vida, y pedía que sus cenizas fueran esparcidas en Valles Marineris.

El fallecido tenía un diario personal, que el coronel Folz confiscó junto con el resto de las pertenencias del difunto. Adelantándome a sus movimientos, hice una copia del diario que tenía a buen recaudo. Se cotejó la caligrafía de la nota con la del diario y otras muestras de escritura que Folz consiguió a través del cuartel general. La nota era auténtica.

Bien, podíamos respirar tranquilos. Los militares ya no volverían a molestarnos y los turistas no tendrían que vivir con el temor de que alguien les rebanase el pescuezo mientras dormían. Lo malo, como ya dije, es que las cosas nunca son tan simples, ni la solución más favorable a nuestros deseos tiene por qué ser la verdadera.

El disco de datos de Wink podía ser la clave de todo. No quería entregárselo a Folz hasta saber qué contenía; o quizá ni siquiera entonces. No me gustaba que nos mirasen por encima del hombro, tratándonos como encargados de un parque de atracciones. Si Wink hubiese querido que Folz lo tuviese, le habría mandado un duplicado vía satélite. Pero no lo hizo, confió en mí y ahora no iba a defraudarle.

Si la explicación de la muerte estaba en aquel disco, tampoco podía descartar que los chicos del general Mowlan tuviesen algo que ver. Su proceder no se distinguía por su transparencia, no nos informaban de sus operaciones ni nos permitían el acceso a Gravidus, a menos que ellos nos llamasen primero. León, que pertenece al ejército, lo considera un comportamiento normal. No sé si el secretismo forma parte de la vida castrense; salvé la vida a Carossa y a otro cirujano hace un año, aquejados de una apendicitis viral, y todavía estoy esperando que me digan qué pasó. Si el resto de la base militar es tan competente como la sección de armas biológicas, un día volarán por los aires en un hongo de hidrógeno hasta la órbita de Fobos.

Leí atentamente la copia del diario de Wink, por si aclaraba algo acerca de los motivos que tuvo para poner fin a su vida. Lo normal de una persona con ideas autodestructivas es que deje trazos de su desesperación en alguna parte, pero aquel diario no ofrecía pistas sobre lo que se proponía hacer. En su mayor parte, Wink se dedicaba a despotricar sobre sus otros compañeros. Fattori se llevaba el primer premio, retratado como un ser mezquino capaz de las mayores atrocidades para favorecer sus negocios. Wink se preguntaba qué estaba tramando el italiano y su banca vaticana para centrar en Marte la atención. A la vista de hechos recientes, era fácil atacar cabos. El grupo bancario de Fattori tenía fuertes inversiones en industrias aeroespaciales. Los recortes presupuestarios y la amenaza de cancelaciones de contratos había aguzado el ingenio de los inversores, que se proponían relanzar la exploración espacial con un montaje de lo más burdo. ¿Habían quitado a Wink de enmedio por interferir en los planes de negocio de Fattori? Y si fuese así, ¿vacilarían con cualquier otro que les estorbase?

Sonia recibía una nota menos dura, pero había puntos oscuros en ella que Wink intentaba desvelar. Se preguntaba si intervino una mano negra en el sorteo para que los primeros seleccionados renunciasen. Era una mujer agradable y sencilla que no despertaba sospechas; quizá por eso mismo, Wink receló de ella. No había pagado por estar allí, la suerte la había escogido, pero ¿qué es la suerte? Para Wink, incluso el caos sigue un orden lógico, y al talento de reconocer esas pequeñas variables del azar lo llamaba supervivencia. Estaba convencido de que su éxito en política se debía a ese estado de alerta permanente, a su aptitud para manejar los cambios en su beneficio, a sus dotes para descubrir el peligro antes que se evidencie.

A su paranoia. Antes de venir a Marte le había resultado muy útil, pero aquí había perdido el sentido de la orientación. Su brújula de la sospecha señalaba a todos lados y a ninguno, incapaz de localizar el norte.

A Luis le dedicaba un jugoso párrafo de desdén, tildándolo de charlatán imberbe, idiotizado por la inteligencia artificial porque carecía de ella en su estado natural. A juicio de Wink, lo peor de Luis era que con su machacona apología de las máquinas, pretendía que los demás ingresasen en el club de la memez del que era presidente y tesorero, para promover una ingenua revolución en la que hombre y máquina se fundirían en un solo ser, las guerras desaparecerían dado que su irracionalidad es opuesta a la lógica binaria, y bla bla bla. Quienes no creían su evangelio eran unos analfabetos tecnológicos, que serían deportados a la edad de piedra en la máquina del tiempo que los chicos del club y sus sapientísimas máquinas inventarían en el futuro.

En cuanto León y a mí, no le había dado tiempo de formarse una opinión, o no había visto oportuno reflejarlas por escrito al intuir que algún día, aquel diario caería en nuestras manos. Bueno, algo de positivo debió ver en mí cuando me confió el disco.

Tuve una idea. ¿Podría haber encriptado Wink la clave de acceso con su propio ADN? Guardaba en el laboratorio muestras de sangre que me servirían para secuenciarlo. Una vez que tuviese la estructura de su código genético, es posible que fuese más fácil descifrar la información.

Tendría que esperar a que León se marchase del laboratorio. Para variar, le había dado por trabajar aquella mañana y estaba analizando unos botes de tierra recogida por un nómada en el lejano polo sur, donde se habían descubierto colonias de cianobacterias que toleraban la radiación ultravioleta gracias a diversos pigmentos. No se multiplicaban tanto como las de base Quimera, pero eran autóctonas. Se habían encontrado trazas de pigmentos orgánicos en muchas zonas de Marte, testimonio de un pasado lejano en el que el planeta no era rojo ni pardo, sino un mundo similar a la Tierra, con una flora que cubría regiones enteras. Muy pocos supervivientes de esa época habían llegado a nuestros días; la mayoría evolucionaron en el subsuelo, resguardados del sol, pero aun así, algunas colonias de cianobacterias se aferraron tercamente a la superficie, migrando a los polos. Con el modesto aumento de la presión a causa del vulcanismo desatado por la caída del cometa en Tarsis, el agua se mantenía líquida al aire libre y las bacterias se reproducían a ritmo aceptable.

Otras cajas traídas por los nómadas contenían estromatolitos, rocas laminadas producidas por sedimentación y acumulación de carbohidratos de bacterias que vivieron en los océanos marcianos hace tres mil quinientos millones de años. Los había de formas ahusadas, estrelladas y algunos recordaban a los corales terrestres. El desarrollo en ambos planetas de la vida había sido similar en sus inicios; los organismos simples dominaron durante eones y sólo en el cámbrico, hace seiscientos millones de años, los primeros seres vivos complejos surgieron en la Tierra. Lamentablemente, para entonces Marte había entrado en un callejón sin salida. No aparecieron dinosaurios, ni aves, ni marcianos que conspirasen para invadirnos. Los estromatolitos no despertaban el interés de la gente, salvo un puñado de biólogos. Eran piedras que encerraban un tesoro incalculable, pero la mayoría de los votantes piensan que para encontrarlos no hay que viajar tan lejos; en la Tierra también se encuentran, y al fin y al cabo, ¿en qué se benefician ellos de esos hallazgos? La opinión pública requiere de cierto espectáculo para ser convencida de que sus impuestos sirven para una buena causa.

O eso debieron pensar los promotores del montaje de los restos de Nirgal Vallis. León tenía que estar implicado. Se llevó a Sonia para que le sirviese de testigo y el descubrimiento fuera menos sospechoso, pero debió ser él quien enterró aquella chatarra, por sí mismo o valiéndose de un robot nómada.

—¿Qué miras? —dijo León, retirando un matraz con algas azules de la llama.

—Miro cómo trabajas. No es un acontecimiento que suceda todos los días.

León se volvió hacia su mesa, pero no me siguió el juego.

—He pedido autorización a la Tierra para implantar un chip de control a cada turista —dijo—. De ese modo sabremos en cada momento dónde se encuentran, y si se alejan demasiado de la base, el localizador nos avisará.

—No son perros a los que se les pueda poner correas electrónicas —le recordé.

—Tampoco podemos estar detrás de ellos las veinticuatro horas del día. Estoy preocupado porque lo de ayer vuelva a suceder, y si alguno de los turistas sufre un accidente, no habrá nada que nos salve.

—Veo que la muerte de Wink te ha afectado mucho.

—¿Pretendes ser irónica? —León entornó los ojos—. Porque este asunto no tiene ninguna gracia.

—No deberías preocuparte. El coronel Folz no pedirá tu regreso a la Tierra. Aún.

—Me gustaría saber qué insinúas.

—Muy sencillo, León. ¿Qué fue lo primero que hiciste esta mañana? Bajar al lugar donde rescataste el cadáver. Y qué fortuna, allí estaba una apropiada nota de suicidio aguardándote.

—Oye, no te consiento…

—¿Por qué siempre eres tú el que lo encuentra todo? Primero la vara de praseodimio, y ahora una nota de Wink en la que declara su intención de matarse. Pero no hay nada escrito sobre ello en su diario. Es curioso, sí. Folz se contenta con esta explicación con pasmosa rapidez y te deja en paz. Dime, León, ¿no hay aquí un tufo a podrido?

—El que desprenden tus palabras. La nota es auténtica. Yo no manipulé nada.

—No entiendo cómo pasaste el test del interrogatorio.

—Todos lo pasamos, Nerea. No hay ningún asesino, salvo en tu imaginación.

—A lo mejor alguien manipuló la IA de Folz que efectuaba el análisis biométrico. O tal vez el coronel sabía antes de venir aquí la causa de la muerte y escenificó una comedia.

—Vaya, quien se ha aficionado de pronto a las teorías conspiratorias. Te pareces a esos reporteros que se inventan conjuras para vender más periódicos.

—De qué estás hablando.

—Llevas demasiado tiempo en Marte. La radiación ultravioleta ha deteriorado tus neuronas.

—Yo les hablo claro cuando me preguntan. Tú no. Quieres hacerles creer lo que te interesa.

—Los restos de Nirgal Vallis son materia reservada.

—Podrían haber sido fabricados en el rincón de un garaje. Di eso cuando te pregunten la próxima vez.

—Dilo tú. No te creerán.

—Es muy posible. Reconozco tu talento manipulador, León.

—Gracias.

—El mismo que ha conseguido que Sonia abandone mi módulo y se vaya al tuyo. ¿Qué le has dicho, que soy lesbiana?

—Eh, no es ningún delito. Sólo pensé que ella tenía derecho a saberlo —carraspeó— por si acaso.

—Si fuese lesbiana, no me importaría reconocerlo.

—Permíteme dudarlo.

—Estoy harta de ti y de tus mentiras.

—Y yo de tus insinuaciones sin pruebas. Cuando las tengas, ya sabes el procedimiento a seguir. Mientras tanto, te ruego que te tragues tu veneno y me dejes en paz —se levantó sin nerviosismo y fue a buscar líquido marcador para unos cultivos que preparaba—. Cierra la puerta cuando te marches.

—No te saldrás con la tuya, cabrón. Encontraré esas pruebas, te lo prometo, y… —escuché un ruido a nuestras espaldas.

Salí al pasillo, sorprendiendo a Luis espiándonos.

—Escuché voces y vine a ver qué pasaba —se excusó el muchacho.

—Vete a buscar diversión a otra parte —le respondió León—. Aquí no hay nada que te interese.

—Al contrario. Es una conversación muy jugosa —Luis era completamente sincero.

—Largo de aquí, niñato. Y tú también —León nos expulsó a los dos del laboratorio y cerró por dentro.

El joven se quedó sorprendido por aquel espectáculo inesperado, que no figuraba en el folleto turístico de embarque.

—Un año de convivencia en circuito cerrado tiene estas consecuencias —dije—. Vamos a tomar un café.

—¿Cómo permites que te trate así?

Entramos en la cocina. Puse a calentar un líquido negro y preparé dos tazas.

—Podría matarlo, pero el papeleo que vendría después me contiene —sonreí.

—Te ha llamado lesbiana.

—Y qué.

—¿No te importa?

—Relativamente.

—¿Qué quiere decir eso?

—Vivimos en un universo que depende del observador. Si concedes importancia a las opiniones de ciertos sujetos, estarás otorgándoles poder sobre ti. Desde mi posición de observadora, no consentiré que sus mezquindades me afecten.

—Yo que tú le partiría la cara —evaluó mi físico—. Sí, podrías con él fácilmente.

—El comportamiento de León es primitivo. Ha intentado acostarse conmigo desde el primer día que llegó. Le dije que no, ese día y todos los que le siguieron, pero su ego de macho rechazado no lo ha digerido. Me pregunto quién elabora las pruebas de aptitud para seleccionar al personal. Por lo que sé de él, su mayor mérito consistió en dirigir un escuadrón de cazabombarderos que calcinaron hectáreas de desierto alrededor del canal de Suez. Hubo miles de muertos. Sus hombres no tuvieron reparos en reducir a cenizas cuanto hallaron a su paso, incluidos pueblos de los alrededores habitados por civiles que no tenían otro lugar donde refugiarse.

El café empezaba a hervir y no me había dado cuenta. Luis se apresuró a retirarlo y llenó nuestras tazas.

—Feliz año nuevo —dijo.

—Gracias por recordarlo, había olvidado qué día era. Ayer no hubo mucho tiempo para celebraciones, lástima.

—¿Piensas que los restos de Nirgal Vallis son falsos?

—El hecho de que León estuviese cerca los invalida —asentí.

—Pero no tienes pruebas.

—Aún. He pedido que me dejasen unas muestras para analizarlas, pero me las han negado.

—¿Por qué iba a hacer León algo así?

—Por dinero, desde luego. Nació con una etiqueta pegada a la frente; míralo y leerás el precio.

—Ya. Supongo que tú eres incorruptible.

—No lo sé, Luis, y preferiría no averiguarlo. Por fortuna, nunca he ocupado una posición de poder lo bastante elevada para que alguien me tiente.

—León tampoco.

—Él es un mercenario. No necesita escalar un palmo para venderse.

—¿Hasta el punto de matar a Wink?

—Yo no he dicho eso.

—Lo acusaste de falsificar la nota de suicidio. Es casi lo mismo.

Tomé un sorbo de café. Abrasaba. Soplé en la superficie y el calor se disipó levemente en olas de vapor. Ojalá pudiésemos enfriar nuestros problemas del mismo modo, pero introducir aire aviva la llama, y allí se había declarado un incendio de difícil extinción. Wink alardeaba de prevenir los fuegos antes de que apareciesen, pero quien faltaba era él. Tendríamos que arreglárnoslas solos.

—León no posee la habilidad para imitar la letra de Wink de un modo que resista un análisis caligráfico —dije.

—Sin embargo lo culpas a él.

—El coronel Folz le amenazó con deportarlo a la Tierra y someterlo a juicio. Su única forma de evitarlo es demostrando que Wink se ha suicidado. Aunque siga siendo culpable de negligencia, la hipótesis del suicidio aleja la del asesinato, desastrosa para los ingresos por turismo de la UEE. Aún no nos hemos recuperado de la catástrofe del Hermes y este nuevo suceso resentirá las visitas aún más. Folz se ha agarrado a un clavo ardiendo porque al gobierno no le interesa escarbar en la basura.

—Si León no escribió la nota, ¿quién lo hizo?

—Cuenta con un colaborador, que podría tener preparada la nota de mucho antes y esperaba la llegada de Wink para ejecutar su plan. También es posible que él no lo haya matado, pero tenga interés en apoyar la hipótesis del suicidio para salvar su carrera, o porque le han ordenado que lo haga.

—¿Folz?

—Quién sabe. De todas formas, Luis, quiero que seas consciente de que lo que te estoy contando son especulaciones. No vayas a divulgarlas por ahí.

—Tienes mi palabra. Y te agradezco que confíes en mí para contármelas.

—Espero que no me arrepienta. Apenas sé nada de ti. Si pensase retorcidamente, diría que…

—Que podría ser el cómplice de León. Pero no lo conocía antes de venir aquí, aunque —tomó un sorbo de café— no puedo demostrártelo.

—Ya le estás cogiendo el truco.

—Vivir aislada de la civilización te hace ver cosas raras, Nerea.

—El aislamiento ayuda a ejercitar la visión periférica, a captar detalles que no son evidentes en el campo frontal —por un momento creí que Wink hablaba a través mío.

—Eso no tiene sentido.

—Seguramente. No habíamos pasado por una crisis desde la enfermedad de Carossa y ayer tuve que afrontar dos al mismo tiempo. Dentro de una semana podría comerme lo que estoy diciendo y pedir perdón a mi compañero —era dudoso, pero estadísticamente posible.

—¿Carossa cayó enfermo? —Luis atrapaba los detalles como el camaleón a las moscas.

—Cogieron una infección viral hace un año y me llamaron para ayudar. Pero dejemos esto. Escuché tus composiciones y debo confesar que me han sorprendido gratamente.

—No esperabas nada creativo de alguien como yo.

—Admito que engañas un poco, pero tu música lo desmiente, tiene armonía, dulzura; hay un alma sensible en tu interior.

—Me alegro que hayas mirado dentro de mi alma y te haya gustado, pero, ¿qué hay de la tuya? Ya que vamos a estar tres meses aquí, me gustaría conocer algo de ti.

—Bueno, hay dos versiones sobre mí que León va difundiendo; una es la corta, que ya has escuchado. La otra es la larga, y es más o menos cierta.

—Sólo conozco la corta.

—Tampoco es que la otra sea muy larga, pero se resume en que soy un bicho raro. Apenas mantengo contacto con un par de personas en la Tierra, una de ellas es Doré, un antiguo profesor de universidad. La otra es una colega, la doctora Rilke.

—¿Y tus padres?

—Mi madre murió hace años; mi padre, aunque técnicamente sigue vivo, murió para mí hace algunos más. Digamos que no fue un progenitor modelo, y prefiero no hablar de él ni de lo que nos hizo.

—Así que nadie aguarda tu regreso.

—Pues no. Llevo en Marte dos años, y seguiré prorrogando el contrato mientras me dejen. Antes que llegara León trabajé con un matrimonio; eran simpáticos y se llevaban bastante bien, pero duraron poco aquí. León los reemplazó, aunque él también está de paso y busca un destino con más acción. Yo soy la única que quiero quedarme. Para mí, este lugar es un monasterio. Estás alejada de la civilización y nada te perturba. Salvo en temporada turística.

—¿Y la exposición al sol?

—Es un riesgo que he asumido. Ya me han adelantado que mis óvulos son estériles y que tendré que tomar medicación el resto de mi vida para prevenir enfermedades. La descalcificación también aumenta con el tiempo; cuando llegue a los sesenta, o incluso antes, iré en silla de ruedas, pero todo eso ya lo sabía antes de venir aquí y no me arrepiento de mi elección. Escasean los voluntarios para períodos largos, sobre todo después del desastre del Hermes. Me quedaré en Marte mientras mi salud y la UEE lo permitan. Este planeta es un inmenso cofre del tesoro y acabamos de alzar la tapa. Al estudiar su pasado descubrimos que la transformación de gases inertes en organismos vivos no es un proceso único e irrepetible que sólo se ha dado en la Tierra, como sostenían muchos. Somos los primeros en explorar este lugar y conocer lo que fue, un privilegio del que nadie en la historia ha gozado hasta ahora.

—Veintiocho minutos —Luis consultó su reloj.

—¿Qué?

—Dijiste que me tratarías como un adulto durante quince minutos diarios. Has superado la marca. Te lo agradezco.

—No hay de qué; considéralo mi regalo de año nuevo. La lección que este mundo nos enseña es que no somos especiales. La vida no es un milagro, sino un acontecimiento natural que florece bajo condiciones mínimas. El ser humano no es la especie elegida para someter el universo, sino un eslabón más de la evolución; creemos que es el más importante porque formamos parte de la cadena y no tenemos una perspectiva externa.

—Si la vida es tan corriente, ¿por qué no hemos encontrado otras civilizaciones?

—Que la vida sea común no implica que seres racionales como nosotros abunden en el cosmos. Puede que se autodestruyan al alcanzar un determinado nivel tecnológico. Me aterran todos esos misiles que la Unión ha desplegado en el espacio. Podríamos seguir en breve ese destino.

—Se supone que nos protegen de los asteroides.

—A mí me parece que están ahí por otro motivo. Como decía, puede que haya problemas insalvables para que misiones tripuladas viajen a estrellas lejanas, o quizá las culturas alienígenas han desarrollado sistemas de comunicación más avanzados que la radio. Eso explicaría que todos los programas de captación de señales extraterrestres fracasasen.

—También lo explicaría que no hubiese nadie ahí fuera.

—Lo que nos devuelve al principio antrópico, Luis: el universo es así y no de otro modo porque su fin era crear al ser humano. Ni siquiera el nuevo Papa con sus ideas revolucionarias se ha apartado de ese pensamiento. Nuestra herencia de primates nos impulsa a desear que un gran padre nos vigila y cuida de nosotros allá arriba, en lo alto del árbol; pero la copa del árbol está vacía, o poblada de depredadores que nos vigilan por otro motivo. Podemos vivir sin la necesidad de un padre; es difícil, pero no imposible.

—Como tú has aprendido.

—Preferiría haberlo tenido, pero no se puede vivir de sueños.

Sería maravilloso que moldeásemos la realidad con nuestros deseos. Si mil millones de personas piensan que la Tierra es plana, ¿por qué tendrían que estar equivocados? Pero la realidad no se decide por consenso. No podemos someter a votación la ley de la gravedad ni el principio de conservación de la energía, como tampoco las leyes de Mendel o la evolución. Pero en la Tierra, no todos piensan igual. Un país poderoso y tecnológicamente puntero como Estados Unidos había sucumbido a la barbarie, agobiado por la crisis económica causada por sus aventuras militares de primera mitad de siglo. Los irracionalistas, que acechaban en la copa del árbol, aprovecharon la inestabilidad y expulsaron a la evolución de los planes de enseñanza, reemplazándola por interpretaciones integristas de la Biblia. La metodología científica fue sometida a revisión, enseñándose una «nueva» física, biología, geología o astronomía acordes con la literalidad de los textos sagrados. El principio antrópico en su expresión más radical. Ninguna prueba científica es suficiente si se opone a lo que nos interesa creer. Un cosmos regido por el azar es frío, desagradable, inhumano. Los antiguos miraban al cielo y veían osos, carros, toros, lo que la imaginación les sugería. Hoy, muchos se aferran a la misma idea.

Siguen viendo lo que quieren.

LEÓN

Luis había escuchado más de la cuenta y Nerea trataba de ganárselo para volverlo en mi contra. Tendría que hablar con él para que no hiciese tonterías.

A media tarde, Nerea se marchó a base Quimera para interesarse por el estado del pequeño Abel y de Muriel. Salvo que hubiera una nueva emergencia que le obligase a volver, se quedaría allí a dormir.

—Procura que quede algo en pie de la base para cuando vuelva —dijo antes de subirse al todoterreno.

Era muy graciosa cuando se lo proponía. La dejé marchar y convencí a Luis para que me echase una mano en las reparaciones. Tenía que reinstalar el cuadro de mandos del planeador y cargar los programas. Aunque yo podía hacerlo solo, no quería dejar al muchacho ocioso y deseaba comprobar si era tan listo como presumía.

Lo era. Parecía haber nacido para aquel trabajo. Volvió a colocar en la cabina los paneles de circuitos, reemplazó microtransistores quemados, recableó las conexiones y repasó unas cuantas soldaduras que lo necesitaban. Solo cuando se dio por satisfecho cerró el panel de mandos y continuó con el software, actualizando un par de rutinas que mejoraban la acumulación de energía solar en las baterías. Al terminar, realizó una prueba de diagnóstico y los instrumentos dieron verde. Hubiéramos podido despegar si no quedasen todavía un par de paneles por montar.

—Un trabajo excelente —dije—. Te felicito.

—Gracias. El sistema de navegación debe actualizarse para optimizar el vuelo; ahorraría el consumo de energía en un cinco por ciento con una mejor gestión de las curvas de presión y corrientes de aire.

—La empresa de tu padre desarrolla también los equipamientos de estos planeadores, ¿verdad?

Era una pregunta de contestación obvia, que tenía su propósito.

—Sí —dijo con orgullo—. Macro es la principal proveedora de equipamiento electrónico de la Unión.

—Su cotización en bolsa ha subido mucho desde que se conoció lo de Nirgal Vallis.

El joven calló, intuyendo adónde iba yo a parar.

—Habrá más contratos para Macro —continué—, se terminará la base Darwin y se conseguirá presupuesto para otras, por no hablar de una nueva partida de robots nómadas, que la Unión os comprará para seguir explorando el planeta. Antes de la subida en bolsa, Macro estaba en aprietos. Ha cerrado cuatro plantas de montaje en Asia y reducido la plantilla administrativa en un dieciocho por ciento. La competencia os pisa los talones.

—Se ha producido un desajuste del mercado, agravado por la crisis con China, pero superaremos las dificultades. Ya lo hemos hecho otras veces.

—Se rumorea que un grupo japonés quiere comprar vuestra compañía. La subida de las acciones les ha frustrado los planes, pero ¿y si volvieran a bajar? Muchacho, me temo que si esto sucede, lo único que te dejará tu padre serán deudas.

—Me cuentas todo eso por la discusión que tuviste con Nerea.

—Ella se empeña en negar la autenticidad de los restos porque yo acompañaba a Sonia, pero ella fue quien los encontró. Mira, Nerea lleva aquí demasiado tiempo, y eso no es bueno. Cuando te aislas como ella, empiezas a pensar cosas raras. Es una buena profesional, pero no la clase de persona en quien se pueda confiar. No sé si arrastra algún trauma desde la infancia que la ha desequilibrado, pero de lo que sí estoy seguro es que yo no tengo la culpa. Ni tú. Las pérdidas que podría causar un desmentido de la noticia serían catastróficas para Macro. Si los restos son auténticos o no, dejémoslo para los expertos. Nerea no es arqueóloga. Hay gente más capacitada que se encargará del trabajo.

—¿Quién? —Luis alzó una ceja escéptica, que no me gustó.

—Los restos han sido trasladados a base Gravidus para su custodia, hasta que puedan enviarse a la Tierra en la próxima nave que llegará dentro de tres meses. Allí, un comité científico los estudiará como es debido.

—Nerea pidió quedarse con unas muestras para analizarlas, y se las negaron.

—Ya te dije que no es especialista en la materia. Se trata de restos de tecnología que si se fraccionan, podrían dañarse irremediablemente. Quiero que entiendas que éste no es un asunto que pueda tomarse a la ligera.

—Lo he entendido muy bien. No soy estúpido.

—Por lo demás, las insinuaciones de Nerea sobre la muerte de Wink son absurdas. Ninguno de vosotros tenía motivos para acabar con su vida. Wink vino a Marte con una idea fija; podría haberse suicidado en su mansión de Bruselas, pero no habría tenido el mismo eco. Quiso contar con la mayor audiencia, arrojándose desde lo alto de un cañón marciano. No llevaba bien su vida de jubilado, se sentía un trasto inútil y quizá, visto lo que hizo, mereció este final.

—No deberías hablar así de él.

—Estoy siendo indulgente, porque pronto verás en las noticias por qué se suicidó —hice una pausa. Había logrado captar toda su atención y su expresión de recelo huía a la retaguardia—. En fin, como se publicará pronto te lo contaré: iba a presentarse una querella contra él por cobro de comisiones en la compra de interceptores orbitales. La operación se realizó hace tres años; Wink se embolsó quince millones de creds, aprovechándose de su cargo de asesor de seguridad. Ahora me explico de dónde sacó el dinero para pagarse el pasaje. No salió precisamente de una vida de trabajo honrado.

Luis se sintió abarcado por ese comentario, y me apresuré a rectificar:

—Ya que no era empresario, ni se le conocían otras fuentes de ingresos aparte de su sueldo por sus cargos en la administración.

—Bien, dime qué quieres que haga.

—Nada. No escuches lo que te diga Nerea. Tampoco le hagas favores.

—¿Qué clase de favores me pediría?

Sonreí. Aquel muchacho parecía idiota.

—No de la clase sexual, desde luego —respondí—. Maldita sea, ¿cómo quieres que sepa lo que quiere de ti? Pero cuando llegue el momento, te pedirá que hagas algo por ella, y tú se lo negarás.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Llevo un año encerrado con ella. Sé como piensa. Su cabeza es un libro transparente para mí.

—Querrás decir un libro abierto. Un libro transparente no puede leerse.

—Muy bien, listillo. Ahora largo de mi planeador. Quiero comprobar qué has estado haciendo.

Luis se encogió de hombros y se ajustó la mascarilla de oxígeno, saltando fuera. Lo vi alejarse a través del cristal de la cabina, vagando sin una dirección concreta. Poco después se encontró con Sonia y ambos se marcharon hacia el cañón.

Llamé a Arquímedes, que se presentó segundos después.

—¿Has comprobado que cada turista lleva su localizador de pulsera?

—Desde luego —corroboró el robot—. El incidente de ayer no volverá a suceder.

—Tengo dudas del comportamiento de Nerea.

—Usted dirá.

—Quiero que me informes si has observado algún comportamiento extraño en ella en los últimos días.

—Recuerdo uno, pero puede que no tenga importancia. Preferiría no…

—Cuéntamelo.

—Ella me prohibió que se lo dijese.

—Te libero de la prohibición.

—Pero sólo Nerea puede hacerlo.

—Cualquier indicio que ayude a esclarecer la muerte de Wink tiene prioridad. Invoco la prerrogativa de crisis AV76, que invalida la privacidad de vuestras conversaciones.

—Espere un momento —Arquímedes estableció contacto vía satélite con el centro de mando de Gravidus, para confirmar la validez del comando—. Aunque la hipótesis más plausible es el suicidio, Nerea sigue incluida entre los sospechosos. Usted también.

—Te he dado una instrucción precisa. Estoy esperando.

Arquímedes no encontró la forma de esquivar mi orden, y se vio obligado a ceder:

—Hace tres días sufrí una pérdida de memoria de diez minutos de duración. Se lo comenté a Nerea y me dijo que se trataba de un reinicio de mi sistema, posiblemente debido a un fallo. Me ordenó que no se lo comentase a nadie porque podría inquietar a los turistas.

—¿Eso es todo?

—La orden de no realizar comentarios le incluía a usted.

—Vaya.

—Especialmente a usted, León. Eso fue lo que dijo.

—Qué interesante. ¿No has podido reconstruir esos diez minutos que perdiste?

—Los ficheros de actividad de los programas ejecutados estaban borrados. No sé qué ocurrió durante ese tiempo, y tampoco si fue Nerea quien me reinició por algún motivo. No he notado fallos internos físicos o de programación y no encuentro explicación a este suceso. Por lo que he investigado, ninguno de los sintientes fabricados ha sufrido una avería igual.

—Porque no es una avería. Nerea te ordenó que te apagases y borraras los últimos diez minutos para que no recordases el motivo.

—Ése sería un comportamiento ciertamente irregular.

—Me gustaría saber lo que nos oculta.

—¿Qué sugiere?

—Necesito tu ayuda para entrar en su módulo. Lo tiene cerrado con llave electrónica, pero tú puedes desactivarla en caso necesario.

—¿Y qué espera encontrar ahí?

—Respuestas —me ajusté la mascarilla y bajé del planeador. Indeciso, Arquímedes no sabía qué hacer.

—¿Invocará de nuevo la prerrogativa AV76? —su habitual tono neutro parecía reflejar inquietud.

—Desde luego.

—Con todos los respetos, no me parece una buena idea.

—No estás aquí para juzgar las ideas de los demás, sino para cumplir lo que se te mande. No vuelvas a discutir lo que yo te ordene.

Entramos a la base. Arquímedes no se atrevía a responder, pero seguía vacilando. Malditos sintientes y sus emuladores de comportamiento, por qué los tenían que fabricar con capacidad de plantearse dilemas.

—¿Qué sucederá cuando descubra que hemos entrado en su habitación? —dijo, deteniéndose frente a la puerta de Nerea.

—No se enterará, porque dejaremos todo exactamente como está. Es muy celosa con su intimidad; seguro que ha puesto señales en sus cosas por si se me ocurre entrar, pelos atravesados en las notas o lápices orientados de cierta forma, así que te encargarás de que no pasemos detalles por alto.

—Me desagrada profundamente esta situación.

—Vamos, abre la puerta.

El sintiente obedeció. El ordenador de mi compañera estaba funcionando, y ejecutaba un programa de análisis de secuencias de ADN. La información del equipo estaba protegida y no pude acceder a ella.

Entre los papeles de Nerea descubrí un disco de datos de una marca que no usábamos, con el contenido cifrado. También hallé un disco grabado con música. Hice copias de ambos y digitalicé las páginas de unos cuadernos.

No encontré nada más de interés, a excepción de un frasco con cápsulas verdinegras que resultaron ser Amnex 100, un psicofármaco del que no había oído hablar. Vaya, vaya, Nerea la digna. Así que prohibía las drogas a los demás y luego a escondidas se tomaba aquella mierda.

—Mira lo que he encontrado —le mostré a Arquímedes el frasco—. Recuérdalo bien la próxima vez que Nerea me acuse de contar mentiras de ella.

Sólo cuando hube explorado cada rincón del habitáculo me di por satisfecho y ordené a Arquímedes que lo dejase todo como estaba.

Salimos al pasillo y cerré la puerta. Había una pequeña posibilidad de que alguien hubiese estado escuchándonos, pero Sonia y Luis se hallaban fuera; la única persona que quedaba en la base era Fattori y lo localicé en su módulo, leyendo tranquilamente un libro. No parecía haberse movido de su butaca desde hacía rato. Guardé en lugar seguro el producto de mi rapiña y me acerqué a ver si quería algo.

—Le agradezco su interés, pero no necesito nada —dijo el italiano, encorvado sobre su lectura.

—Tan pronto como finalicen las reparaciones, organizaremos alguna excursión. ¿Qué le parecería sobrevolar Valles Marineris? ¿O mejor un viaje a la caldera del monte Olimpo?

—Sería estupendo, pero no tengo prisa. Quizá cuando la situación se haya calmado.

—Su seguridad está garantizada. No tiene qué temer.

Fattori apartó el libro y me indicó que me sentase.

—Wink y yo no nos llevábamos bien —dijo—. Hemos tenido en el pasado fuertes diferencias y pensé en cancelar el viaje cuando supe que embarcaría conmigo, pero no me alegro de su muerte. Él era terco, a la vez que un trabajador infatigable y un gran estadista. Ahora que ya no está entre nosotros puedo decirlo en voz alta.

—Entiendo —sonreí.

—He oído que querían someterle a juicio por unas comisiones que parece que cobró hace años.

—Está muy bien informado, señor Fattori.

—Tal vez aquello le impulsó a matarse, pero no es la primera vez que Wink pisa los tribunales, y siempre ha salido indemne. Las demandas judiciales iban con su cargo; dudo que a su edad, una querella más le asustase.

—Es difícil saber lo que pasaba por su mente cuando eligió el suicidio.

—Dicen que las personas cambian con el tiempo, pero no es cierto, León. Pasada cierta edad, el carácter y la forma de pensar se graban en piedra. Puedo opinar muchas cosas de Wink, pero no que era cobarde. Tendría que haber cambiado mucho para poner fin a su vida de un modo tan poco elegante. Él se aferraba a ella con uñas y dientes, le angustiaba igual que a mí saber que su final se acercaba y que no podría llevarse sus ahorros al otro barrio; se permitió el capricho de gastárselos en este viaje antes que dejárselos a sus hijos, con los que no se llevaba bien. Si la eternidad se pudiera comprar, estaría llena de ricos, créame. Aunque retrasemos unos años nuestro final reemplazando las tripas podridas, la muerte es inevitable.

—La nota que nos dejó era de su puño y letra. Por raro que parezca, Wink se quitó la vida. No debería buscar explicaciones extrañas.

Fattori dejó entrever sus brillantes dientes postizos en una media sonrisa ambigua. Su mirada insinuaba que sabía de la muerte de Wink más de lo que admitía, aunque quizá sólo fueran especulaciones mías. En cualquier caso, había conseguido ponerme nervioso.

—Para sucesos extraños están las explicaciones extrañas —sentenció.

—Se equivoca.

—Recuerdo lo que les sucedió a los turistas del Hermes hace un año. Alguien quiere torpedear el programa espacial de la Unión y disuadir a los turistas de que viajen en sus naves.

—El gobierno ha invertido mucho dinero para que la tragedia no se repita —declaré—. Las naves actuales son seguras.

—Tan seguras como latas en el vacío. No anulé este viaje porque mi banco controla varias industrias aeroespaciales. Habría sido una propaganda nefasta para el negocio si yo hubiese renunciado por miedo.

—¿Vino aquí por eso?

—Vine porque me apetecía. Y porque puedo.

—Ya.

—Le sonará arrogante, pero es verdad. Me gasto el dinero en lo que me da la gana. Para eso es mío.

—Hace bien, Fattori.

—Me alegra que lo entienda. Parece usted un buen tipo.

—Lo soy —puestos a ser francos, no iba a fingir una modestia que no sentía.

—Creo que mis socios eligieron bien. Confío que no los defraude.

Antes que pudiese preguntarle a qué se refería y de qué socios hablaba, Fattori recogió su libro y siguió leyendo, dejando claro que la conversación había terminado.

Por ahora.