CAPÍTULO 7

NEREA

Al día siguiente, 31 de diciembre, la noticia ocupaba la primera plana de periódicos y noticiarios; las autoridades, cogidas por sorpresa, ni desmentían ni confirmaban el hallazgo, lo cual aumentó aún más la demanda de información. Se acusó a la UEE de querer ocultar el descubrimiento para sacar ventaja tecnológica a los países rivales. Misiones como la sonda Próxima Exprés —que llegaría a nuestra estrella más cercana dentro de un par de años, tras dos décadas de solitario viaje interestelar— acaparaban la atención de la prensa y se apuntaba que en aquel sistema podría estar el origen de la civilización cuyos restos se encontraron en Marte; de otro modo, ¿por qué se habían invertido millones de creds en enviar un aparato a cuatro años luz de distancia, si no era porque el gobierno sabía muy bien lo que encontraría? (la explicación más simple, porque era de la estrella más cercana, no era muy popular). Las sectas de culto a los ovnis resurgían como la mala hierba y pronto se bautizó aquella supuesta especie como proximanos. Quien se hubiera molestado en seguir los informes que la sonda había enviado a la Tierra sabría que el sistema Próxima es un candidato pésimo para albergar vida; allí no hay probablemente novedades que maravillen al público, y me esforcé en explicárselo a los periodistas que nos acribillaron a llamadas. León, sin embargo, jugó a ser deliberadamente ambiguo, callando en respuestas que requerían un rotundo no, como queriendo insinuar que la UEE tenía datos que no quería divulgar. ¿Por qué no hablaba claro? No teníamos más que unos restos de chatarra que podrían ser cualquier cosa, y yo únicamente necesitaba un poco de tiempo para conocer su origen, quién los había enterrado allí y por qué.

Para la ayuda que me estaba prestando, más vale que se hubiese quedado en Darwin con Sonia. Sus palabras y silencios alimentaban la histeria de un público que necesitaba creer. Legiones de adictos a las conspiraciones parloteaban sin cesar y cualquier intento de razonar con ellos reforzaba su convencimiento paranoico de que aquella era la punta de un iceberg escandaloso. Los datos que el gobierno ofrecía de la misión Próxima Exprés no eran fiables porque habían sido manipulados; y nosotros, obviamente, formábamos parte de la conspiración. Un periodista llegó a preguntarme si la llegada del hombre a la Luna en 1969 fue un montaje de los americanos para ganar la guerra fría en el espacio, y eso acabó colmando mi paciencia. Las leyendas acaban cruzando los siglos como urracas de la mentira, anidan en el inconsciente colectivo y ponen sus huevos de los que nacen más leyendas, versiones adaptadas a los nuevos tiempos, quizá con un pico más afilado, plumaje vistoso y garras con dedos extra. Los mitos también siguen las leyes de la evolución.

Intenté averiguar quién había divulgado la noticia y analicé los archivos de transmisiones de los últimos días. No queda registrado el contenido de las conversaciones, pero sí se puede saber quién ha estado llamando a la Tierra y con qué persona. Incluso si se llama desde una radio portátil, los satélites captan las emisiones.

El ordenador no conservaba el registro de transmisiones. Según parece, se había producido una sobrecarga a causa de la tormenta solar y algunos sistemas habían fallado. Llamé a Arquímedes para que me ayudase a efectuar un diagnóstico de la unidad central, y tras arduos trabajos concluimos que alguien había borrado los archivos. Ignoraba el nivel de conocimientos en informática de nuestros huéspedes, pero a primera vista los sospechosos se reducían a dos: Luis y, por supuesto, León. Era dudoso que Luis pudiese acceder al ordenador central sin conocer la clave; aunque el muchacho parecía conocer unos cuantos trucos y yo no apostaba mi vida a la invulnerabilidad de nuestro sistema informático. Podía pedir una copia de los ficheros de actividad al control de misión, pero intuía que la información que enviasen no sería fiable.

Aquellos reporteros sensacionalistas me habían contagiado su retorcida forma de pensar. En fin, no era un asunto tan grave como para perder más el tiempo.

La llamada que recibí a media tarde consiguió que me olvidase de esa preocupación, al ser sustituida por un problema mayor. Aquella noche no iba a haber uvas o lentejas de la suerte, me temía.

Muriel necesitaba mi ayuda.

Su esposo no se encontraba con ella. Félix había partido temprano, en un viaje de recogida de muestras a una sima situada a quinientos kilómetros al norte. La broca de perforación de un robot nómada se había quedado bloqueada y se marchó a arreglarla él mismo. El bebé de Muriel eligió aquel momento de ausencia para llamar con insistencia a las puertas de la vida, como un vendedor ansioso.

Pisé el acelerador del todoterreno y dejé a León al cargo de los turistas, por decirlo de algún modo, ya que él nunca se hacía cargo de nada —cosa que comprobaría a mi regreso—. Base Gravidus fue avisada y sus dos médicos volaban hacia Quimera en un turbocóptero con un quirófano móvil, pero no llegarían antes que yo. Mantuve abierto en todo momento la radio con Muriel, intentando calmarla al tiempo que esquivaba las rocas que encontraba por el camino, pero las contracciones de la mujer se hacían más frecuentes y dolorosas. El pequeño Abel, al que no se le esperaba hasta dentro de mes y medio, no deseaba espectadores en su primer saludo. Pero no iba a dejar que se saliese con la suya.

Llegué a Quimera en dieciocho minutos, todo un récord, arrastrando un chirrido inquietante en la transmisión. He pedido una docena de ocasiones una carretera asfaltada entre las dos bases, y doce veces me han contestado: «no hay dinero; quita esas piedras tú misma, si tanto te molestan». Más les valía que a partir de ahora me hiciesen caso, porque si le sucedía algo a Muriel o al bebé, alguien en la Tierra lo pagaría.

Los gritos de dolor de la madre eran audibles desde la entrada. Estaba tendida en la cama y ya había roto aguas. La cabeza del bebé asomaba por la vagina y la sangre mezclada con el líquido amniótico empapaba las sábanas. Muriel había tenido tiempo de acercar material quirúrgico y toallas antes de tumbarse. Agarré la cabeza del bebé con ambas manos y tiré hacia fuera, mientras su congestionada madre empujaba como podía. El cráneo estaba más desarrollado de lo que cabía esperar para un bebé de siete meses y medio; sabíamos a través de las ecografías que sería así porque los genetistas que fertilizaron el óvulo en la Tierra deseaban un cerebro más grande, lo que habría hecho necesaria una cesárea si Abel no se hubiese adelantado. Pero incluso con su tamaño prematuro, Muriel lo estaba pasando francamente mal.

Tronco, brazos y extremidades abandonaron renuentes el cómodo y caliente útero. Sujeté a Abel boca abajo como un conejo y le corté el cordón umbilical, palmeándole los glúteos para que iniciase la respiración.

Nada. El bebé no emitió ningún quejido. Su piel comenzó a amoratarse.

—El equipo de reanimación está detrás de esa mesa —jadeó Muriel—. ¡Rápido!

Abel no podía respirar la tenue atmósfera marciana. No respondía a mis zarandeos y sus frágiles miembros temblaban con breves espasmos.

Lo conecté a la máquina de ventilación mecánica. El pequeño pecho se expandió y encogió al ritmo artificial de la bomba. Muriel estaba llorando; miraba la escena con impotencia, apretando sus dientes para contener el fuego que aún surgía de sus entrañas. Adherí ventosas al cuerpo del bebé para controlar su actividad. El cardiograma era una montaña rusa, aunque al cabo de un rato comenzó a estabilizarse; sin embargo el registro del encéfalo mostró unas oscilaciones preocupantes. Giré la pantalla de forma que Muriel no pudiese verla y me concentré en el bebé.

—¿Qué ocurre? —me preguntaba la madre, angustiada—. No lo oigo llorar. Dime, ¿qué está pasando?

—Tu bebé se salvará, tranquila. De momento estará conectado al respirador porque sus pulmones no responden bien, pero ése era un riesgo con el que había que contar.

—¿De momento? Me estás ocultando algo. ¿Por qué has girado la pantalla? ¿Por qué no quieres que mire?

Limpié los restos de fluidos e introduje el cordón umbilical en un frasco, para su análisis. A continuación examiné el interior de la matriz con una sonda. Muriel no sufría desgarros, si bien tenía una moderada inflamación y necesitaría reposo unos días.

Mi mascarilla me producía un sudor insoportable y me estaba mareando. Ojalá pudiera habérmela quitado para respirar hondo, pero estaba en Quimera. En aquel territorio yo era la alienígena. Muriel advirtió mi nerviosismo, pero me dejó recuperarme. El bebé, ajeno a nuestras preocupaciones, seguía inmóvil en la urna de reanimación. El fuelle que insuflaba aire en sus pulmones era el único ruido que se escuchaba en la sala.

Recibí una llamada de Sonia. La mujer quería saber cómo iba todo y ofrecía su ayuda para pasar la noche junto a la madre y el bebé. Yo no podía hablar delante de Muriel y me parecía una falta de consideración alejarme de ella para que no me oyese. Además, vistos los últimos acontecimientos, hablar con cualquier turista de asuntos relevantes era arriesgado. Le contesté que agradecíamos su interés, pero estábamos ocupadas y no podíamos atender llamadas.

Muriel me dirigió una mirada húmeda.

—Deberías haber aceptado que viniese —dijo—. Necesitaré compañía.

—Me quedaré contigo. No voy a dejarte sola —la cogí de la mano.

—Jamás debieron manipular el preembrión en la Tierra. ¿Qué seguridad tengo de que el hijo sea mío?

—Se han realizado dos amniocentesis a lo largo del embarazo. Sabes que es vuestro hijo.

—Es… demasiado grande. ¿Cuántos genes le han cambiado para… para…?

No pudo continuar, pero era cierto. Abel podría haberla matado si hubiese seguido creciendo durante mes y medio en el útero. Puede que los ingenieros genéticos de la UEE supiesen lo que iba a pasar y no les importase que la madre fuese abierta en canal para salvar al hijo. Difícilmente habían pasado por alto las dificultades que la madre debería atravesar; por eso le ocultaron los enormes riesgos del parto. No querían que Muriel provocase un aborto o se las arreglase para anticipar el nacimiento. La salud del bebé era prioritaria, aunque hubiera que sacrificar a la madre.

No sé si en algún momento de su embarazo, Muriel fue consciente de ello. En Quimera tenían mucho tiempo libre y podían estudiar el ADN extraído de la placenta. Aunque biológicamente ellos fuesen los padres, se habían alterado secuencias genéticas sustanciales para hacer el organismo del bebé compatible con el medio ambiente marciano, aumentando de paso su cabeza. No es una regla exacta que mayor masa cerebral equivalga a mayor inteligencia, o las ballenas aún seguirían vivas, pero la capacidad craneal de las especies humanas ha ido creciendo a lo largo de la historia. Hace un par de décadas circuló el rumor de que se había desarrollado una nueva variedad de homo sapiens, con una masa cerebral el doble de lo normal. El rumor incluso recibió un nombre, proyecto Einstein, cuya supuesta meta era preparar a la especie humana frente a la amenaza de las inteligencias artificiales, que en el futuro podrían disputarle su poder. No he tenido confirmación de que ese proyecto llegase a existir, pero por aquella época Muriel y Félix nacían a bordo de una estación espacial; las matrices artificiales no estaban perfeccionadas y aún era imprescindible un útero humano. Me pregunto, caso de que el proyecto Einstein existiese alguna vez, qué fue de aquellas madres. ¿Fallecieron desangradas durante el parto? ¿Sabían los investigadores que condenaban a muerte a las mujeres que se dejasen implantar embriones alterados?

Muriel había nacido y crecido como parte de un experimento mayor. En alguna parte del proceso, la UEE se dio cuenta de que ella y su marido no vivirían más de treinta o cuarenta años. El deterioro de Félix era evidente, externamente parecía un adulto de cincuenta; pero el organismo de Muriel también presentaba signos de desgaste y sus articulaciones estaban desarrollando artrosis. Pronto serían una carga y necesitarían que alguien cuidase de ellos. Por desgracia, en Marte no había nada parecido a una residencia para la tercera edad.

Quizá previendo lo inevitable, se había optado por sacrificar a Muriel. Leí en sus ojos pensamientos de soledad y frío, tristeza y rabia ante un destino odioso.

Que otros habían provocado.

Y no podían hacer nada. Estaban aislados en Marte. ¿Rebelarse? Dependían de suministros externos para vivir. Su capacidad de presionar a las autoridades era cero. No les quedaba otra opción que sentarse a contemplar cómo sus organismos seguían deteriorándose.

Los médicos de base Gravidus llegaron antes que Félix. Examinaron a Muriel y se llevaron al pequeño Abel a otra habitación, rogándome que me quedase con la madre mientras ellos hacían pruebas al bebé. Cuando salieron al cabo de un buen rato, su semblante infundía pocas esperanzas.

Félix llegó en aquel momento excusándose por el retraso, que achacó a una tormenta de arena. Los médicos le comunicaron que tenían que llevarse el bebé a la base militar, para tratar de remediar su insuficiencia respiratoria. Apenas llevaba unas horas en el mundo y debía afrontar su primera operación.

—No —se opuso Félix, que había tenido oportunidad de estudiar el electroencefalograma de su hijo, y sabía que el daño cerebral era irreversible—. No permitiré que le hagáis lo que a nosotros.

Los médicos se consultaron con la mirada. Salieron fuera y llamaron desde el turbocóptero a Gravidus para pedir instrucciones. No regresaron para despedirse. Ni siquiera nos dijeron si volverían.

Pero aquel día no había acabado aún. Recibí otra llamada en mi comunicador, esta vez de León.

—Os dije que no quería que me llamaseis —le recordé.

—Será mejor que vuelvas enseguida.

—Apáñatelas como puedas y déjame tranquila. Pasaré esta noche con Muriel.

—Se trata de Wink.

—Qué le pasa.

León se tomó unos cuantos segundos en responder.

—No está.

—¿Qué?

—Ha desaparecido.

—Cada turista lleva un transmisor de pulsera. La señal…

—Se lo dejó en su habitación. Si está en terreno abierto, podríamos localizarlo a través de los satélites.

Apagué el comunicador. Muriel y Félix me miraban inquietos.

—Tengo que irme —les anuncié—. No puedo dejar un momento solo al inútil de León, pero volveré en cuanto pueda.

Llegué a Candor Chasma con el sol en el ocaso. El todoterreno amenazó un par de veces con dejarme tirada, pero acabó consintiendo. León y los turistas me esperaban a la entrada, provistos de linternas. El satélite había localizado un cuerpo a dos kilómetros de distancia, dentro del cañón, y mi brillante compañero había organizado un grupo de búsqueda con novatos para partir hacia allí.

Les indiqué a Luis, Sonia y Fattori que se quedasen en la base con Arquímedes y no se moviesen hasta nuestro regreso, y me llevé a León en el vehículo. Las explicaciones de mi compañero durante el trayecto no me aclararon mucho. Arquímedes había visto a Wink hace seis horas por última vez, paseando fuera de la base. Nuestro sintiente se ofreció a acompañarle, pero Wink rechazó y siguió caminando solo. Durante ese espacio de tiempo, los demás turistas habían realizado pequeñas excursiones por los alrededores, pero ninguno se había cruzado con él.

Llegamos al borde del cañón. El ordenador portátil mostraba la posición donde el satélite había localizado el cuerpo. Estaba a doscientos metros de profundidad, en un saliente de difícil acceso que requería equipo de montañismo.

—Yo bajaré —dijo León, colocándose el arnés y el cable de seguridad—. Si lo hicieses tú, amanecería y aún no habrías llegado.

No escuchó mi réplica. Ya se había descolgado por la garganta, con un salto de diez metros. Calculó mal las distancias a causa de la oscuridad y rebotó contra la pared, golpeándose en la rodilla.

—¿Estás bien? —dije por la radio. Obtuve por respuesta una serie de maldiciones.

Estúpido engreído. ¿No quería mi ayuda? Pues adelante, que rescatase a Wink él solo. No le iban a dar una medalla por ello. O tal vez sí, quién sabe; Wink conservaba influencias en el gobierno de la Unión.

Mientras esperaba, llamé a nuestra base para hablar con Arquímedes. El sintiente me informó que los turistas se encontraban cenando, bastante turbados por la desaparición de Wink. Nadie apostaba un cred a que aún siguiese vivo. Yo tampoco. Costaba creer que el anciano hubiese caminado solo hasta allí y que resbalase. Su extraño comportamiento dejaba abiertas otras posibilidades. Por lo poco que habíamos hablado él y yo, sabía que Wink estaba arrepentido por algo que hizo en el pasado, y me había elegido a mí para guardar su secreto. ¿Con la idea de recuperarlo más adelante?

—Estoy llegando a su altura —la voz de León era débil y con interferencias—. Veo un cuerpo de varón boca abajo, en un saliente de la pared. Hay un charco de sangre a su alrededor —una pausa, seguido de un bufido y otra maldición. Mi compañero había detenido la bajada y estaba dándole la vuelta al cuerpo—. Sí, es Wink —otra pausa—. Está muerto. Tiene una brecha profunda que cruza su cráneo, con salida de masa encefálica —una pausa; creo que estaba haciendo esfuerzos para no vomitar—. Agradéceme que no hayas bajado.

—Jódete, León.

—Voy a ponerle el arnés para que lo subas con la grúa del vehículo.

Si Wink había planeado suicidarse, tirándose por lo alto del cañón, era obvio que no me dio el microdisco para que se lo devolviera. Quizá no quería que echase un vistazo a su contenido hasta que él no se hubiera arrojado al vacío. Aunque había otra explicación.

Que alguien lo hubiera matado y simulase un suicidio para confundirnos.

Mientras el cadáver de Wink ascendía, empecé a considerar esa peligrosa idea. Era el peor de los escenarios posibles, pero por alguna arcana ley del universo, estos escenarios son los que al final se imponen, como si nuestros temores seleccionasen la línea causal más nefasta entre el flujo oscilante de futuros posibles. La interpretación más popular de la física cuántica dice que el acto de observar determina el universo, colapsa las múltiples funciones de onda de un acontecimiento en una sola; a ese acto de fijación le llamamos realidad. Es como clavar un insecto en un portaobjetos. El insecto deja de moverse y entonces podemos observarlo tranquilamente por la lente del microscopio.

Wink asomó por el borde del precipicio. Estaba listo para ser diseccionado y observado. Su función de onda se había colapsado abruptamente, evaporando su caudal de futuros posibles. Como los antiguos ríos marcianos, se había transformado en un lecho seco, inerte. Ahora formaba parte del paisaje, de lo que pudo haber sido y no fue.

Del cauce de las posibilidades perdidas.

LEÓN

Nerea pretendió no informar al general Mowlan de lo sucedido, para así averiguar por su cuenta las causas de la muerte de Wink. No se lo permití. Mientras no se demostrase lo contrario, ella estaba en la lista de sospechosos, y yo también, de modo que podría destruir pruebas si empezaba a manipular el cadáver.

Pura aplicación del sentido común, pero Nerea era terca e insistió en que aquél no era un asunto de interés militar. Tuve que llamar a los chicos de Gravidus, que se presentaron en la base en un par de horas. A mi compañera le dio tiempo suficiente para examinar el cadáver a través del escáner de nuestro laboratorio, tomando muestras de sangre y del contenido de recto y estómago. Técnicamente no era una manipulación, no había alterado el cadáver salvo minúsculas sustracciones de sangre, heces y restos alimenticios, pero su proceder indicaba una desconfianza absoluta hacia sus colegas de Gravidus.

La caída le había fracturado a Wink el cráneo, rajándolo en dos como una sandía, además de machacar su columna vertebral, cadera, tibias, fémures, en resumen, el esqueleto estaba hecho polvo. La piel registraba hematomas serios a causa del accidentado y largo descenso. Sería difícil determinar si alguna de esas heridas correspondía a los golpes sufridos durante la caída, o a la mano del asesino que Nerea se proponía identificar.

El comandante médico Carossa se presentó en el laboratorio. Nerea lo saludó con frialdad. Era la segunda vez que se veían en pocas horas, y el primer encuentro no debió ser muy cordial, por las miradas que mi compañera le dirigía. Ella se ofreció a que entre ambos practicaran la autopsia allí mismo, pero Carossa fue tajante:

—Tengo órdenes del general. Nos llevamos el cuerpo a Gravidus.

—Supongo que me dejará acompañarles —el tono de Nerea era más de exigencia que de petición.

—Suposición errónea, me temo.

—No me dejará al margen tan fácilmente. Lo que ocurra a los turistas no es competencia de los militares, sino mía.

—¿Lo que ocurra? —Carossa se volvió hacia la camilla donde reposaba el cadáver—. Lamentablemente, esto no ha sido una torcedura de pie.

—Nuestra base cuenta con el equipamiento necesario para una autopsia. No entiendo por qué insiste en llevarse el cadáver a Gravidus.

—Este suceso afecta a la seguridad planetaria. Wink no era un turista más, usted lo sabe. El ministro de Defensa de la Unión ya ha sido informado, y ha autorizado al general Mowlan a que tome las medidas oportunas. Nos llevaremos el cuerpo y todos los objetos que Wink trajo consigo a esta base. El coronel Folz interroga en estos instantes a los turistas. Cuando haya terminado, les tocará a ustedes.

—Colaboraremos en lo que haga falta, comandante —dije.

—No tengo nada que esconder —declaró Nerea—. Usted sabe que me encontraba en base Quimera con Muriel, cuando Wink desapareció.

Carossa intercambió conmigo una mirada de interrogación.

—Es el procedimiento habitual, doctora. Nadie le está acusando.

—¿Cuántas muertes ha habido en Marte en los últimos años para que hable de procedimiento habitual?

—Ninguna, pero…

—Ya que está aquí, me gustaría saber qué van a hacer con el bebé. A menos que también sea un asunto de seguridad planetaria y no quiera informarme.

—Vio el EEG lo mismo que yo. Tal vez un riego cerebral insuficiente poco antes del parto le causó esas lesiones, pero no lo sabemos.

—¿Quiere decir que no van a hacer nada?

—El padre se negó a que nos llevásemos al bebé.

—¿Desde cuándo una negativa es un impedimento para ustedes?

—Nerea, déjalo ya —intervine—. El comandante Carossa está cumpliendo con su trabajo.

—Me alegra que al menos usted lo entienda, León.

—Por mi parte haré lo que esté a mi alcance para facilitarles su tarea. Y estoy seguro de que mi compañera hará lo mismo.

—Los daños cerebrales del bebé son severos —Carossa sacudió la cabeza, con pesar—. Podríamos ensayar una nueva técnica que requeriría extirpación de tejido cortical y parte de cerebelo, injertando cultivo neuronal reproductivo con la esperanza de que repare las zonas dañadas. Es arriesgado, los pocos ensayos realizados en pacientes adultos acabaron en metástasis, pero el organismo de Abel es muy joven y su genoma posee modificaciones que lo protegen de los tumores cancerígenos. Podría adaptarse y sobrevivir. No perderíamos nada intentándolo.

—¿Se ha intentado alguna vez esa técnica en recién nacidos? —inquirió Nerea.

—No.

—Entiendo por qué Félix se opone a que experimenten con su hijo.

—Es su elección. Por mi parte, he enviado un informe al comité de bioética de la Unión, para que obliguen a los padres a colaborar con nosotros.

—Ese comité no se reúne hasta dentro de seis meses. Y las recomendaciones ni siquiera vinculan al gobierno.

Carossa se encogió de hombros.

—Me ha preguntado qué es lo que pensábamos hacer y ya le he contestado. Si no tiene más preguntas, avisaré a mis ayudantes para que se lleven el cadáver.

Un par de soldados entraron al laboratorio e introdujeron el cuerpo en un contenedor frigorífico. En ese momento recibí el aviso de Folz, para que me presentase ante él.

El coronel había montado su sala de interrogatorios en el taller, donde se apilaban paneles solares y el cuadro de mandos de nuestro maltrecho planeador. Era el típico alemán de mandíbula cuadrada, pelo rubio —con algunas canas en las sienes— y constitución corpulenta. Pronunciaba cada consonante como si tuviese lija en el paladar.

—Esta base es una ruina —dijo Folz, escupiendo una hebra de tabaco—. Siéntese.

Saludé marcialmente al coronel y tomé asiento.

—El general ha examinado su solicitud de traslado. Su expediente es brillante, León, aunque si no lo fuese, no estaría en Marte. Aquí solo vienen los mejores.

—Gracias, señor.

—Capitán de las fuerzas aeroespaciales, distinguido en la guerra contra la confederación árabe con la medalla al mérito militar —Folz hojeaba mi expediente como si fuera la primera vez que lo veía, cuando en realidad se lo sabía de memoria; evidentemente, grababa aquella conversación para el general—. Bombardeó a esos cabrones en la batalla de Suez y recuperamos el control del canal.

—Cumplí con mi deber lo mejor que supe.

—Un trabajo excelente. Envió al infierno a tres columnas de blindados que acosaban a nuestras tropas de desembarco. Su escuadrón de cazas les dio una buena paliza a esos hijos de Alá; sus hombres contribuyeron a que Suez volviera a ser un canal libre. Ganó su derecho a estar aquí.

Folz no tenía fama de adulador. ¿Adónde quería llegar?

—Lástima que su carrera tenga que irse al garete, ahora que iba a ser ascendido a comandante, y que el general Mowlan estudiaba aceptar su solicitud.

—La muerte de Wink ha sido un acontecimiento inesperado.

—¿De qué me está hablando? Se le paga para que prevea lo posible y lo imposible.

—Cierto, señor.

—No hay excusas para su comportamiento. Martin Wink ha muerto y usted es responsable de su seguridad. A menos que las investigaciones determinen lo contrario, Nerea se hallaba fuera de la base cuando Wink murió, y por tanto usted era el único al cargo de la vigilancia de los turistas.

—Si se me permite decirlo, estas instalaciones no son una cárcel. Los visitantes son libres de caminar por los alrededores siempre que…

—Cállese. Wink no llevaba su localizador de pulsera.

—Lo sé.

—¿Qué tiene que decir a eso?

—Fue una transgresión de las normas de seguridad.

—¿Un olvido de Wink?

—Quizá. No le gustaba acatar normas.

—¿Y qué hacía usted entre tanto? ¿Ver la televisión?

—Trabajaba en este taller, reparando los daños sufridos en Nirgal Vallis a causa del terremoto.

Había hallado un punto débil. Folz me concedió un breve respiro, que intenté aprovechar al máximo.

—Ya que hablamos del tema —continué—, alguien parece estar al tanto de los ensayos del nuevo armamento de la Unión.

—¿Quién?

—Sonia Alba. Puede que dé palos de ciego para tantearme, pero juraría que ha atado cabos con demasiada rapidez.

—Y eso qué tiene que ver con la muerte de Wink.

—Aparentemente nada. Pero ya que me ha llamado, pensé que esta información podría interesarle.

Folz tomó nota en un cuaderno de papel para darme la falsa impresión de que amaba los viejos métodos, aunque estaba grabando aquella conversación con una cámara oculta. Los tics y vacilaciones de los testigos son más interesantes que lo que hablan; minúsculas diferencias de temperatura en mejillas, orejas o labios, palpitaciones, temblores imperceptibles de manos pueden delatar a un sospechoso. Seguramente la IA de su agenda personal ya había procesado los datos y le cuchicheaba al oído si mi testimonio era de fiar.

—¿Mató usted a Wink?

—Por supuesto que no.

—¿Se sirvió de alguien para matarlo?

—Ni induje, ni promoví, ni facilité su muerte, por acción u omisión. Puede formularlo de mil formas distintas, la respuesta será siempre no.

Hubo más preguntas de ese estilo, mezcladas con otras menos comprometidas referentes a mis relaciones con Nerea y los turistas. Cuando pensaba que había terminado, Folz quiso saber si sospechaba de alguien en la base.

—Cualquiera podría haberlo hecho —contesté—. Incluso Nerea. Pese a lo que ella diga, Wink ya había salido a tomar un paseo antes que ella se marchase a base Quimera. Conocemos el momento exacto en que Muriel llamó a Nerea, y también cuándo Arquímedes vio a Wink con vida por última vez.

—Las relaciones entre ustedes son pésimas. ¿Por eso ha solicitado el traslado a Gravidus?

—Es un motivo, pero no el fundamental. Ustedes disponen de la tecnología más avanzada de la UEE y de un equipo humano inmejorable. Sería un privilegio trabajar bajo sus órdenes.

—En Gravidus no hay lugar para los mediocres —dijo Folz.

—Cierto. Pero suponiendo que Wink se haya suicidado, poco habría podido hacer yo al respecto. Tarde o temprano, él habría logrado su objetivo.

—Es lo que va a librarle, por ahora. Su carrera profesional pende del dictamen del comandante Carossa. Si dictamina que Wink ha sido asesinado, usted será repatriado en la próxima nave que llegue a Marte, y procesado por negligencia. Que descubramos o no al asesino será lo de menos.

—Entiendo, señor.

—Eso es todo, capitán. Retírese.

Una vez salí de allí, deglutí un espeso nudo de saliva que tenía atravesado en la garganta. Aquello había ido mal, muy mal.

Nerea aguardaba fuera para entrar. Sonreí al ver su cara de nerviosismo, deseándole que lo pasase peor que yo.