NEREA
Encontré a Wink en el gimnasio, aplicado a sus ejercicios de recuperación. Acababa de hacer unos minutos de pesas y ahora pedaleaba con energía en la bicicleta estática para fortalecer las piernas.
—Se está recuperando rápido —le dije, sentándome en el aparato de abdominales.
—Me tomo las advertencias de los médicos muy en serio —dijo Wink, la frente perlada de sudor.
—¿Qué le impulsó a venir?
—Asegurarme que Marte existía de verdad. No me creo las cosas que me cuentan hasta que las toco con mis propias manos.
—Bien, ya lo ha tocado —dije entre flexión y flexión—. ¿Y ahora qué?
—Verá, Nerea, durante toda mi vida he antepuesto el deber al placer. No he tenido tiempo de darme un capricho, siempre estaba ocupado haciendo cosas que creía más importantes —detuvo su pedaleo—. Quizá lo eran, pero el tiempo pasa deprisa, es un puñado de arena que cuanto más lo aprietas, más rápido se te escapa de la mano. Comprendí el significado de carpe diem demasiado tarde.
—Todavía le quedan unos cuantos años por delante.
—Pasando por el quirófano para reparaciones. No estoy seguro de querer prolongar mi vida más allá de lo que aconseje la madre naturaleza. Nuestros cuerpos no están programados para durar; si renunciásemos a las trampas de la medicina, las pensiones de jubilación dejarían de ser un problema para el gobierno, porque pocos llegarían a cobrarlas. La cuestión es que no nos resignamos a morir y vamos contra natura, pero el cuerpo se defiende ante esta violación. Puedes recomponer tu corazón con un trozo de plástico, pero ¿y todo lo demás, las neuronas, los huesos, los pulmones? Me he convertido en una vieja balsa que pierde aire, remiendo un pinchazo y aparece otro, y otro; al final, mi vida se reduce a deambular entre el hospital y la casa.
—Oyéndole es como si desease haber nacido en la edad Media. Allí no habría tenido esos problemas.
Wink se secó el sudor de la frente. Dijo:
—Mire, estoy solo, mi mujer murió hace tres años y mis hijos tienen su propia vida; las navidades pasadas me insistieron para que me fuera a una residencia. Es humillante saber que soy un pellejo que se pudre lentamente en un rincón.
—No necesita una residencia. Usted puede pagarse sirvientes que le atiendan.
—Cuando regrese a la Tierra, ya no. Me he gastado en este viaje todo lo que tenía ahorrado, y eso que después de lo que ocurrió con el Hermes, los precios han caído.
—Usted todavía sigue en activo, dando conferencias —y cobrando por darlas—; también preside la liga racionalista.
—Nerea, voy a contarle un secreto. Empiezo a dudar que escogiese el camino adecuado.
—No le entiendo.
—La UEE trató de poner coto a las religiones, para que no se repitiese otra situación como la de los creacionistas americanos. El caso es que sustituir la religión por la ética no siempre da resultado. La ética es un valor pasado de moda en estos tiempos cínicos.
—Es desconcertante oír eso —en realidad, lo desconcertante era oír admitir a Wink que se había equivocado; puede que fuera la primera vez en su vida que se lo confesase a otra persona.
—A mí también me sorprende hablar con una desconocida de estos temas y… ¿quiere estarse quieta? Me está mareando.
Dejé las flexiones. Wink no entendía que podía seguir perfectamente aquella charla y continuar con mis abdominales sin perder concentración; por lo general, los hombres sólo pueden dedicarse a una cosa a la vez. No es culpa suya, pobrecillos: la evolución les dotó de menos conexiones en el cuerpo calloso que comunica los dos hemisferios del cerebro, como un ordenador que no puede ejecutar dos programas simultáneamente porque su bus de datos se satura. No estoy haciendo un alegato feminista, es biología elemental de bachillerato. Cuando los hombres se percatan de que nosotras tenemos capacidad multitarea, nos reprochan que no les prestamos atención, sin admitir que en lo que a comunicación se refiere, ellos son el sexo débil.
—Me duele reconocerlo, pero la sociedad necesita la fe para no degenerar en la barbarie —continuó Wink—. El éxito de las religiones estriba en prometer castigos y premios después de la muerte. Mientras se alimente ese temor, refrescándolo con rituales, la gente controla sus instintos de reptil. Quíteles la fe y acabarán deduciendo que pueden hacer con sus vidas lo que les dé la gana.
—Carpe diem.
—Que llevado a sus últimas consecuencias es la ley de la selva. Destruya los valores mitológicos de una sociedad y acelerará su caída. La superstición sigue siendo necesaria y yo cometí el error de criminalizarla.
—¿Tiene mala conciencia, Wink? No me diga que el día de su muerte avisará a un confesor por si acaso.
—En absoluto.
—La ley de la selva nació con el universo, es el universo mismo. Y usted ha descubierto que existe. Debería patentar ese descubrimiento, no vayan a robárselo.
Wink alzó sus cejas nevadas, con el semblante de un limón arrugado.
—Tengo edad para ser su padre. No se ría de mí.
—¿Le molesta? Mire, no creo en Dios, pero sí en la libertad del individuo. El gobierno aprobó gracias a tipos como usted una legislación fascista contra cualquier tipo de credo religioso, consiguió que muchas iglesias cerrasen sus templos y abandonaran la Unión. ¿Qué derecho tiene a decirles a la gente en qué no pueden creer? Eso se llama totalitarismo, comienzan pregonando que la religión es el opio del pueblo y acaban construyendo gulags y purgando a los que no piensan como ustedes.
—Nosotros jamás haríamos eso. Además, toleramos el neocatolicismo.
—Intentaban protegernos de los creacionistas; sé que lo hicieron por una buena causa, pero sus buenas intenciones son secundarias, cada baldosa del camino al infierno tiene grabada una. Lo que cuentan son los resultados, y lamentablemente no han sabido estar a la altura. Perseguir las creencias no las debilita; prohibiéndolas las fortalece.
—Nerea, desde fuera es fácil filosofar. Los creacionistas alcanzaron el poder en América usando contra el Estado los resortes de la democracia. Si tienen derecho a enseñar en las escuelas que los fósiles de los dinosaurios están mal datados por una conjura de científicos ateos, y que el mundo se creó hace seis mil años, ¿qué vendrá después? ¿Universidades donde se enseñe astrología o a leer el futuro en las entrañas de una cabra? ¿Quiere que volvamos a la Edad Media, a que las mujeres sean animales propiedad de sus maridos? ¿Es eso lo que quiere? —Wink hizo una pausa para respirar. Se estaba acalorando—. El gobierno tomó sus decisiones, tal vez los métodos no fueron los mejores, pero logramos expulsar a aquella chusma de la Unión y evitamos una catástrofe. Claro que los resultados cuentan, amiga mía. No vio el bosque arder porque expulsamos antes a los pirómanos. El mejor bombero es aquel que evita el incendio sin derramar una gota de agua.
—Es usted quien alberga dudas sobre sí mismo. Si tan orgulloso está de lo que hizo, no veo qué le remuerde la conciencia.
Wink me dirigió una mirada helada. Entonces no supe que había estado muy cerca de remover un aspecto terrible de su pasado. Wink no estaba atormentado por la persecución de religiones que ayudó a emprender. Había algo más que escondía el motivo auténtico de su peregrinaje a Marte.
—No lo entiende —dijo tras un prolongado silencio, y se fue.
Aunque de momento no estaba dispuesto a contármelo.
LEÓN
Sonia supo ser discreta y mantuvo reserva sobre lo que yo le había contado acerca de Nerea. Como premio, la invité al día siguiente a dar una vuelta con el aeroplano. Habíamos recibido un parte de avería de uno de los robots nómadas que se había quedado aprisionado en una grieta de Nirgal Vallis, a ochocientos kilómetros al sudeste.
El aeroplano era un vehículo ligero que no podía remontar más de media tonelada de carga, pasajeros incluidos. Contaba con cabina presurizada y no había que usar mascarillas dentro de él. Sólo disponía de sitio para un acompañante y, aunque Luis insistió mucho en que le llevase, la elección para mí fue obvia. El niñato se quedó en tierra.
Despegamos en vertical hasta una altura de cien metros, momento en que las hélices accionadas por paneles solares que recubrían las alas, comenzaron a girar. El satélite meteorológico mostraba una ruta despejada, sin turbulencias ni tormentas de arena que hicieran zozobrar nuestra frágil aeronave.
Nos dispusimos a cruzar Valles Marineris, la enorme cicatriz del rostro marciano visible desde el espacio. No se trataba de un cañón al uso, se dudaba que la erosión de los ríos hubieran excavado una extensión de terreno tan vasta que se prolongaba mucho más allá de la línea del horizonte. En sus primeros balbuceos como planeta, Marte pasó por un agitado período de cambios geológicos, su rostro se llenó de un acné agresivo que levantó conos volcánicos como el monte Olimpo, de veintisiete kilómetros, récord Guiness de altitud en todo el sistema solar. En su etapa adolescente, Marte gozó de agua líquida, una atmósfera más densa, océanos y ríos de agua dulce. Pero algo fue mal, las temperaturas descendieron, la mayor parte de la atmósfera escapó y el agua dejó de existir como líquido; quedando confinada en forma de hielo en el subsuelo o huyendo al espacio en forma de gas. Tras la adolescencia, Marte entró en un período de decadencia y muerte.
Contemplar aquel espectáculo era fascinante y sobrecogedor. Estábamos mirando un cadáver planetario, nuestro trabajo consistía precisamente en hacer de forenses, extraer pequeños trocitos de sus entrañas y analizarlos. ¿De qué murió nuestro paciente? Sabíamos que tuvo su propia biosfera, diminutas formas de vida nadaron en sus océanos y quizá hasta caminaron por su superficie. Pero la mayoría de estos organismos murieron hace mucho tiempo. ¿Ocurriría lo mismo con la Tierra? A muy largo plazo, hasta el mismo sol se convertiría en una gigante roja y engulliría a la Tierra dentro de cinco mil millones de años. Es un plazo generoso que no inquieta a nadie, pero, ¿y si el final para la vida está más cerca de lo que creemos? ¿Le importa al universo la especie humana? ¿Le importa a Dios?
Sobrevolar Valles Marineris suscita muchas preguntas. La vida es una copa de cristal moviéndose en una caja mal embalada. Nerea me había contagiado parte de su ateísmo y empezaba a pensar que tal vez no había un acto finalista en la creación. El meteorito de Munich cayó allí porque sí. En el pasado, Dios aniquilaba ciudades enteras por alguna razón, véase si no Sodoma y Gomorra; puede que sus habitantes mereciesen ese castigo por su conducta licenciosa, no voy a juzgarlo, pero ¿Munich? ¿Qué habían hecho sus habitantes para merecer un pedrusco del cielo? Eran personas normales y corrientes, como las de cualquier otra ciudad de la Unión. ¿Era un aviso a nuestra civilización occidental por el desmoronamiento de nuestros valores? ¿O sencillamente las cosas ocurrían porque sí?
Sin motivo.
—Parecemos liliputienses en el mundo de Gulliver —dijo Sonia, pegando su nariz a la ventanilla—. Aquí todo es gigantesco.
—El sueldo no.
—¿Habéis encontrado muchos fósiles en esta región?
—No demasiados. Los que no estaban protegidos por caparazones no se conservaron. Todavía no hemos encontrado ningún vertebrado, pero no perdemos la esperanza.
—¿Qué piensas sobre el cometa que cayó en Tarsis?
Alcé las cejas.
—Eso ocurrió hace veinticinco años.
—Aún hay actividad volcánica en esa región, ¿verdad?
—Residual.
—Y ríos en la superficie.
—Con poco caudal. Marte sigue siendo esencialmente seco. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Tal vez los planetas resucitan al cabo de los milenios si se dan ciertas condiciones —agregó ella.
—La caída de un cometa no es suficiente para eso. La energía de impacto provocó un calentamiento local del manto en esa zona y el ascenso de magma, pero ahora las coladas de lava son escasas. Me temo que es prematuro hablar de resurrección.
—Puede que la humanidad esté predestinada a venir a este mundo. Es como si Marte nos abriese ahora las puertas de su casa. Estamos viviendo una época de cambios y me alegro de estar aquí para ser testigo.
No sabes hasta qué punto lo serás, pensé, tratando de concentrarme en el panel de mandos.
—Y aquí estoy, una profesora de instituto cuya única meta en la vida es seguir con la rutina. ¿No es increíble? La suerte me sonríe por primera vez y me envía aquí, con todas las probabilidades en contra.
No sabía de qué demonios estaba hablando ni me importaba, pero me venía bien que Sonia se soltara de la lengua y trabase confianza conmigo. Por el rabillo del ojo observé sus pechos nerviosos, moviéndose bajo el suéter negro.
—Estaba en un callejón sin salida —continuó—, tanto en lo profesional como en lo personal. Empecé a beber, todas mis parejas me dejaban a los pocos meses. No sé lo que les asustaba de mí; todavía sigo sin saberlo. Quizá les hacía sentirse estúpidos y no lo soportaban.
Ingenua, lo único que querían era acostarse contigo, no que les planificases sus vidas.
—Es una historia muy tópica —añadió Sonia—. ¿Te aburro?
—En absoluto —mentí—. Es una historia interesante. Sigue, por favor.
—La tuya sí debe serlo. No mandan a cualquiera a Marte. Hay que ser un fuera de serie.
Hum. ¿Tenía significados sexuales aquella frase? Decidí ser precavido para no echar al traste mis avances. Llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer de verdad y mi impaciencia me perdía.
—Hoy en día contratan a cualquiera —dije con falsa modestia—. Lo que más buscan es que no dejes una familia atrás, por lo que pueda pasar. Los primeros astronautas que enviaron no duraron mucho; al volver desarrollaron leucemia, enfermedades del sistema nervioso… Y eran tipos realmente duros.
—La radiación. Lo que contó Félix era cierto.
—Bueno, hace medio siglo los viajes tripulados eran lentos, había reticencias a usar motores nucleares y no podían regresar hasta que Marte y la Tierra estuvieran cerca en sus órbitas. Eso ocurre cada veintiséis meses. Si vas sumando, te pueden salir de tres a cuatro años entre la partida y el regreso.
—¿Sabían a lo que se arriesgaban?
—Desde luego.
—Sin embargo, aceptaron venir.
—Cuando pones el pie en una nave espacial, asumes que puedes morir. Sólo hay unos centímetros de metal entre tu culo y el vacío. La muerte forma parte del trabajo.
—Daría lo que fuese por quedarme aquí y no volver jamás.
—Cuando lleves unas semanas en Marte opinaras de otro modo.
—Ojalá pudiera cambiarme por Muriel. Ellos no parecen felices. Le haría un favor a ella.
—No eres arana.
—Podría llegar a serlo.
—Las modificaciones genéticas se introducen en el preembrión. Tú estás ya algo crecidita —dije con sonrisa lobuna.
—¿Y si me ofrezco como madre de alquiler? Habrá más nacimientos después de Abel. Muriel no puede asumir toda la carga.
—La UEE utiliza ahora úteros artificiales para controlar todo el proceso. Ya no quieren arriesgarse.
—¿Y no necesitan un ayudante en la base?
—Félix no tolera a los extraños.
—No me persiguió ni trató de acuchillarme. Vamos, León, ¿no estás exagerando? Me parecieron una pareja tan necesitada de cariño que me duele que hables así de ellos. ¿No es eso racismo? Te caen antipáticos porque son diferentes a nosotros.
—No creo que tengamos derecho a desarrollar variantes de la especie humana. Es indecente.
—¿Por qué?
—El hombre no es un animal al que se le injerta un brazo extra a ver qué pasa. Sé lo que vas a decir, sólo tienen dos. De momento. Ya han modificado sus pulmones, su metabolismo, sus huesos. Ya puestos, ¿por qué no diseñarlos con el cerebro del tamaño de una pelota de baloncesto? Ahora que usan úteros artificiales, pueden hacer con el feto lo que les dé la gana sin arriesgar la salud de la madre, porque ésta ha sido sustituida por un tanque de plástico y metal. Serán tan distintos de nosotros que se convertirán en alienígenas.
—Bueno, ¿y qué?
—¿Cómo que y qué?
—Sigo sin ver el problema, León. El embarazo es una tiranía para la mujer, deforma su cuerpo, la obliga a parir con dolor con riesgo de morir desgarrada, todo para perpetuar la especie. Es bueno que existan otras opciones.
—Admito que no entiendo a las mujeres. Las feministas ponen el grito en el cielo porque ven en el útero artificial una forma machista de arrebatar a la mujer el poder de dar la vida, y en cambio tú lo defiendes. Esos niños no crecerán sanos. ¿Y el cariño que le transmite la madre durante el embarazo? ¿Y las emociones? Una máquina no puede darles eso.
—¿Por qué te escandalizas? Me parece mucho peor que el gobierno intente transformar este planeta para las necesidades humanas. Marte tiene su propio ecosistema en el subsuelo; pequeño y frágil, pero hay formas vivas ahí abajo. Si hubiese una terraformación a gran escala, la vida importada desde la Tierra ocuparía sus nichos ecológicos. Lo más lógico es transformar al ser humano para que viva en Marte, no al contrario.
—Te preocupan más los derechos de un puñado de algas y hongos que los humanos.
—Me preocupan los derechos del planeta. En caso de conflicto entre éste y las criaturas que alberga, para mí la postura está clara.
—Estuvieron a punto de dejarte en tierra al descubrir que eras una ecologista radical —le recordé.
—No voy poniendo bombas por ahí ni encadenándome a los árboles para evitar que los talen. Me gano la vida como profesora. Lo que hago en mi tiempo libre es asunto mío.
—¿Te han pedido que hagas algo especial aquí para llamar la atención?
—León, por favor.
—Pero si tuvieras algo preparado, no me lo dirías.
—Aunque clavase una pancarta en la entrada de la base que dijera «Salvemos Marte», nadie en la Tierra la vería. Las comunicaciones sufren un retraso considerable. Wink dio varias ruedas de prensa a bordo del Kepler y cerca del final del viaje tardaba una hora en contestar tres preguntas, entre el envío de la respuesta y la recepción de otra pregunta. El viejo se desesperaba, pero no tenía otra cosa que hacer y así podía pensarse bien lo que contestaba.
—¿Qué opinas de Wink? ¿Es un buen tipo?
—Es frío y distante, y sé lo suficiente de su pasado para no tener ganas de hablar con él.
Antes de ocupar cargos políticos en la UEE, Wink había sido ministro de Defensa de Gran Bretaña. Durante su mandato, los ingleses multiplicaron por veinte su presupuesto militar y crearon una alianza con los americanos para montar una estructura defensiva en el espacio. Los europeos miraron aquella alianza con recelo, su socio más aislacionista seguía torpedeando la idea de una Europa unida y reforzaba sus lazos con Estados Unidos. El gabinete británico fue muy criticado por apoyar un proyecto que aparentemente solo servía para provocar miedo en el resto del mundo. Pero tras los sucesos de Munich, la opinión pública cambió de parecer, Europa deseó participar urgentemente en el proyecto de defensa orbital y Wink se situó en la línea de salida de la futura Unión para la Exploración del Espacio.
Sonia acusaba a Wink de que millones de creds fueran desviados de partidas como el medio ambiente, las pensiones o la sanidad, en beneficio de un proyecto militar. Pronto fue evidente que un desarrollo sostenible del programa requería el uso masivo de energía nuclear para impulsar naves y misiles. El material radiactivo tuvo que ser puesto en órbita y hubo algunos fallos. Unos pocos kilos de plutonio y uranio cayeron en el océano Índico, poca cosa comparado con los beneficios a largo plazo. Pero los ecologistas no lo entendieron así. Si de ellos dependiera, regresaríamos al paleolítico. Sin embargo, Sonia no había despreciado el billete para venir a Marte. De hecho pagó una pequeña cantidad para adquirir un boleto que le diera opción a participar en el sorteo. Criticaba un sistema y sus actos contribuían a sostenerlo. Si se quiere ser coherente con tus ideas, tienes que serlo hasta el final; o serás un hipócrita toda tu vida.
Un montón de cháchara más tarde, Nirgal Vallis apareció en nuestra pantalla de rastreo. Reduje la velocidad del planeador hasta quedarnos suspendidos encima del objetivo. Los propulsores nos permitieron internarnos en vertical dentro de una garganta de apenas cuarenta metros de anchura por quinientos de profundidad. El interior era oscuro y húmedo; había una fuente hidrotermal allá abajo que despedía columnas de vapor de agua mezclada con azufre. Nuestro robot nómada había bajado por la grieta para tomar muestras de bacterias que creciesen alrededor de las emanaciones de calor, y su torpeza cibernética lo había dejado varado en el lugar más inaccesible y peligroso para un rescate. A veces me preguntaba si no lo hacían a propósito, obligándonos a jugarnos el pellejo por ellos. Las IAs todavía son estúpidas —al menos las que yo conozco— pero hasta un idiota es capaz de tener mala ideas. He comentado este asunto con Nerea y es de las pocas ocasiones en que estamos de acuerdo. Si de mí dependiese, dejaría esos cacharros ahí abajo hasta que el viento del desierto arrancase la última tuerca de sus tripas. Pero no depende de mí, claro; parte de nuestro trabajo consiste en recuperar aquellas carísimas máquinas, remendarlas y ponerlas de nuevo en condiciones.
La vibración de los motores produjo un desprendimiento de rocas en lo alto de la garganta. Las luces de alarma de la consola se encendieron cuando una roca del tamaño de un melón impactó contra el extremo del ala izquierda, haciendo añicos una placa solar.
—Son los marcianos, nos están tirando piedras —bromeé.
—No tiene gracia —dijo Sonia, asustada—. ¿Podremos elevarnos?
—Por supuesto. Tenemos las baterías cargadas a tope, y aunque eso fallase contamos con combustible de reserva.
El tren de aterrizaje se posó dudosamente en el suelo, quedando el planeador ligeramente escorado a babor, a causa del terreno irregular. Nos pusimos los equipos de respiración y salimos fuera. La luz solar escaseaba y tuvimos que proveernos de linternas para ver dónde poníamos los pies.
Eché un vistazo al panel dañado. El pedrusco no había perforado la estructura y se había limitado a hacer añicos una placa cuadrada de treinta centímetros. Empalmé un par de cables y remendé los daños como pude. Sonia me contemplaba con inquietud.
—¿Puedo ayudar? —miraba con recelo a lo alto de la grieta por si había nuevos desprendimientos.
—Sí, alcánzame una cerveza bien fría.
—Nerea dijo que el alcohol estaba prohibido.
Resoplé en el interior de mi mascarilla. Una mujer malditamente literal.
—Dijo «prohibido en la base» —recogí el maletín de herramientas y salté abajo—. En realidad no he traído cervezas.
—Algo me insinuó Nerea sobre tu afición a beber a escondidas.
—En absoluto. Yo no me escondo para nada. En época de turistas tengo que ser más discreto, pero… —un temblor hizo vibrar el suelo.
—¿Qué ha sido eso? —la angustia de Sonia seguía una curva exponencial creciente.
—Estamos encima de una zona geotermal. Es normal que el ascenso de los gases produzca… —el temblor se repitió—. Vayamos a por el jodido robot y acabemos cuanto antes.
A doscientos metros sobre nuestras cabezas, una piedra de gran tamaño tuvo el capricho de bajar a por nosotros, acompañada de una granizada rocosa. No había tiempo de montarnos en el planeador y huir.
—¡A esa cueva de allí! —grité—. ¡Corre!
La lluvia de impactos rompió el ala izquierda por la mitad. Tuvimos suerte de apartarnos a tiempo, porque un segundo desprendimiento destrozó el cristal de la cabina, aplastando la consola de instrumentos.
Permanecimos en la entrada de la cueva un buen rato sin atrevernos a hablar, no fuera que la sonoridad de nuestras palabras provocasen una nueva avalancha, pero ésta no se repitió. Con espanto, descubrimos que el planeador había quedado tan maltrecho que no podríamos despegar.
Sacamos de entre las piedras las bombonas de oxígeno —una de ellas tenía una fuga y ya había perdido parte de su contenido, pero conseguí taparla con un parche— y el equipo de radio, que todavía funcionaba. Había un planeador de reserva en Candor Chasma, pero era más pequeño que el nuestro y no podría rescatarnos a los dos en un solo viaje. Nuestra provisión de aire era limitada y eso ajustaba todavía más el margen de maniobra.
Pedí ayuda a base Gravidus. Aunque estaba más lejos, sus rápidos turbocópteros llegarían aquí antes que Nerea. Además, puede que fueran los responsables de los temblores. Marte es un lugar estupendo para ensayar nuevas armas nucleares jamás probadas en la Tierra, sin sufrir las consecuencias.
O debería decir casi sin consecuencias. Porque habíamos quedado atrapados allí. Y eso era una consecuencia terrible.
—¿Vamos a morir? —dijo Sonia en un alarde de optimismo.
—Seguro —respondí con calma—. En algún momento del futuro.
—Me refiero al aquí y ahora.
—No lo sé, querida, pero suponiendo que así fuese, ¿no habría alguna cosa que deseases hacer por última vez?
—Como qué —me dijo con aspereza.
—Aquí abajo la temperatura es bastante agradable y —carraspeé—, ejem.
En el fondo de la cueva se escucharon unos chirridos asmáticos. El robot nómada nos había escuchado y reclamaba nuestra atención. Sonia sacudió la cabeza y entró a la cueva, linterna en ristre.
El suelo estaba encharcado y brillaba a la luz del haz con una tonalidad anaranjada. Colonias de hongos en forma de puntos blancos crecían por las paredes. Le advertí a Sonia que no se quitase los guantes ni se le ocurriese tocar nada. Conocíamos esa especie de hongos y habíamos secuenciado su ADN. Eran inofensivos, pero podrían existir variedades sólo diferenciables al microscopio que fuesen nocivas.
—Champiñones en miniatura —dijo Sonia—. No sé por qué, pero esperaba que en Marte la naturaleza hubiese seguido caminos distintos.
—Sí, qué falta de imaginación —sonreí—. Se llama evolución convergente. Una vida basada en aminoácidos y cadenas de ADN procura soluciones semejantes para ambientes parecidos.
—Pero ¿por qué precisamente ADN?
—Tal vez no haya una forma más sencilla para codificar la información genética. Puede que en otros mundos donde haya silicio en lugar de carbono, existan otras combinaciones. De momento, lo único que sabemos es que ahí donde se encuentra agua líquida, calor y carbono es probable que haya microbios. Los hemos descubierto en Marte y en los océanos subterráneos de las lunas Calisto y Europa. El ADN es la lengua franca de la vida.
Llegamos a la altura del robot, por cuya cochina culpa nos habíamos puesto en peligro. Le di un puntapié en una de sus cuatro patas articuladas, arrancándole una débil protesta.
—Ayúdame a poner este trasto panza arriba —dije—. Coge de ese extremo, con cuidado.
El robot tenía el vientre y dos de las patas dañadas. Debía haberse caído por la pendiente, golpeándose la unidad de energía y uno de los motores. El contenedor que guardaba en su interior, sin embargo, había resistido el golpe. Albergaba muestras biológicas en diversos compartimientos, con etiquetas que indicaban las coordenadas exactas donde habían sido tomadas.
Sonia se había retirado a curiosear al fondo de la cueva. Al parecer algo había recabado su interés.
—Aquí hay un túnel —dijo.
—Este lugar está lleno de galerías —respondí—. Y de pozos. Ten cuidado dónde pones los pies.
Pero Sonia estaba escarbando con los guantes y retiraba terrones pardos de la pared húmeda.
—Te dije que no tocases nada.
—Eh, León, mira esto.
Me acerqué a ver.
—Allí al final de la galería —dijo—. Al enfocar con la linterna aparece un reflejo.
—Será un charco de agua.
—Es un reflejo metálico. A lo mejor algún robot estuvo aquí antes y dejó olvidado parte de su equipo.
—No lo creo; esta zona todavía no ha sido explorada. Sólo poseemos mapas transversales del terreno hechos por satélite y medidores de superficie.
—¿Entonces?
Saqué un pequeño pico del maletín y la ayudé a agrandar la abertura, hasta que fue lo bastante grande para pasar al otro lado del túnel. La causa del resplandor se encontraba incrustada en la tierra y tuvimos que excavar con más lentitud para no dañarla.
—¿Qué es? —dijo ella.
En efecto, se trataba de un artefacto metálico de forma alargada de un metro de largo, recubierto por una capa protectora de polímero transparente. Al limpiarlo de polvo brilló con tonalidad amarilla pálida. No tenía muescas ni tornillos, pero daba la impresión de que formaba parte de una estructura mayor.
—No tengo la menor idea.
Los ojos de la mujer brillaban de excitación.
—¿Es… es eso que estamos pensando?
—Sonia, en las últimas décadas se perdieron docenas de sondas cuando intentaban posarse en Marte. Es posible que este trozo de metal pertenezca a una nave automática que cayó al interior de la grieta.
—¿Y cómo llegó aquí? Parece que lleva enterrado en este lugar mucho tiempo.
—Esta región quedó inundada tras el impacto del cometa en Tarsis. Podría ser que la corriente lo arrastrase hasta esta galería y que luego quedase atrapado aquí abajo por un corrimiento de tierras.
Volvimos la atención al robot y restauré temporalmente su energía, conectando mi portátil de diagnóstico para acceder a su banco de datos. La presencia de aquel trozo de metal no le había pasado desapercibida, y entró en la cueva a investigar a pesar de que se encontraba seriamente dañado, pero no pudo completar su cometido.
—Es posible que haya más objetos como éste por aquí —dijo Sonia—. Deberíamos investigar.
—Habría que apuntalar las paredes y contar con el equipo de excavación adecuado. Avisaré a la patrulla de rescate para que manden un destacamento.
—León, ¿te das cuenta lo que hemos descubierto? ¡Un artefacto alienígena!
—Es prematuro sacar conclusiones hasta que no lo hayamos analizado.
—Este hallazgo hará que la gente se olvide de vuestro trabajo en Marte. ¿A quién le importa un puñado de bacterias, comparado con esto? —miró con ojos excitados el trozo metálico, como una niña que contempla la muñeca de sus sueños.
Empecé a sentirme culpable. Cumplía con vergonzosa exactitud mi papel de escéptico, pero Sonia era tan fácil de engañar que ni siquiera me tenía que esforzar mucho.
—Hace tiempo que la gente se ha olvidado de nuestro trabajo —dije, esta vez sin fingir—. Los robots cogen muestras, las analizamos, secuenciamos su ADN, enviamos los datos a la central… Es un proceso rutinario que no levanta pasiones en la Tierra.
—Eso va a cambiar. Definitivamente, tendrá que cambiar.
Sonia me arrebató el pico y siguió cavando.