NEREA
Era 25 de diciembre allá en la Tierra, muchas familias firman una pequeña tregua en sus disputas y se preparan para dar cuenta de una suculenta comida. Aquí, en Marte, el 25 de diciembre no representa ninguna diferencia. León y yo comeríamos lo mismo que otros días, quizá habría en la mesa una pasta dura de proteínas extra que simulase turrón y alguna bebida gasificada, pero no habría tregua. No podríamos firmarla. En aquellos instantes, yo me hallaba colgada de un arnés que precariamente se balanceaba en la hoz de Candor Chasma para reparar un robot que se había quedado sin baterías, dentro de una cueva. Bajé en el todoterreno durante un par de kilómetros, hasta que la pendiente se hizo demasiado escarpada y tuve que recurrir al equipo de montañismo. Aquella era tarea de León; en realidad él disfrutaba descendiendo por gargantas de kilómetros de profundidad (sabía muy bien que yo no) e incluso tenía su propio club de admiradores en la Tierra que devoraban con gula las vistas que él tomaba en sus excursiones.
Pero aquel 25 de diciembre, León alegó excusas para no bajar. Quería que aprendiese a valorar su trabajo y lo imprescindible que era. Yo no llegaría a tiempo para disfrutar de mi pasta endurecida de falso turrón ni para comerme unas virutas de pollo liofilizado. León se lo tomaría solo. Quizá era eso lo que pretendía.
Fijé otro pasador de acero a la pared vertical y bajé una decena de metros. La gravedad en Marte es tres veces menor que en la Tierra y eso tiene sus ventajas, puedes cargar más equipo, aunque eso no significa que no te canses, porque la masa sigue siendo la misma. El pequeño aumento de la presión atmosférica que produjo la actividad volcánica de las últimas décadas ya no hace necesarios los trajes herméticos, pero la mochila de oxígeno es imprescindible fuera de la base. Además de un montón de precauciones extra, claro. Vivir lejos de la Tierra no es salir de picnic, no notamos los privilegios que tenemos como formas orgánicas evolucionadas hasta que salimos fuera del útero materno. Entonces la vida se encuentra realmente en apuros. Marte no tiene campo magnético global que sirva de escudo a los rayos lanzados por el sol o lejanas supernovas; puede que jamás hayan oído hablar del campo magnético ni falta que les hace, pero si algún día les sobran unos millones para hacer turismo espacial, descubrirán lo que es carecer de paraguas que te resguarde de la lluvia invisible. Sin gafas y crema protectora, nuestro ADN se degradaría hasta convertirse en una sosa sopa de letras, y no es necesario que les explique lo que les sucede a las células tras una exposición prolongada a la radiación. En el pasado, Marte tuvo su propio escudo magnético, bajo el cual surgieron formas primitivas de vida; pero lo perdió, y esos pequeños organismos tuvieron que migrar al subsuelo. No llegaron más allá de algunos pequeños moluscos, permanecieron allí enterrados durante miles de millones de años, sin convertirse en marcianos capaces de contemplar su ombligo y emponzoñar la biosfera. Si algún día el viento solar se llevase el paraguas terrestre, los humanos lo íbamos a tener difícil para vivir bajo la lluvia.
Me ajusté la capucha del anorak. Se había levantado una ráfaga de viento. La fina y molesta arena marciana daba vueltas a mi alrededor, preguntándose qué hacía yo un 25 de diciembre colgada de un barranco. Mi bota derecha pisó un pedrusco suelto que cayó al precipicio. Le esperaban ocho kilómetros de viaje hasta llegar al río que serpenteaba en el fondo del cañón. Desde aquella altura no era visible, oculto por una capa de bruma, pero llevaba agua de verdad que surgía de manantiales ocultos en las cuevas del cañón. Candor Chasma era una región más de Valles Marineris, la inmensa cicatriz que cortaba de un tajo el rostro abotagado de Marte, y objetivo favorito de la Unión para la Exploración del Espacio (UEE), en su programa de búsqueda de vida. El programa gracias al cual León y yo estábamos allí.
Los recortes presupuestarios han ido reduciendo el número de colonos. Hace unos años, en nuestra base había entre seis y diez científicos. Ahora sólo estamos dos; base Quimera, a treinta kilómetros de la nuestra, únicamente está habitada por Muriel y Félix; y mucho más al oeste, en la zona de Tarsis, se encuentra la base militar Gravidus, con un total de veinte personas. La UEE no repara en gastos de seguridad interplanetaria, Gravidus goza de una asignación monstruosa y en lugar de reducir personal, lo aumentaron en el último año, pero a nosotros nos racanean cada cred que pedimos para nuevos experimentos.
Bajé veinte metros más y me situé frente a la entrada a la cueva donde nuestro robot había quedado atrapado. Dirigí el haz de la linterna al interior, pero no vi rastro de él, así que descargué el equipo de escalada en el umbral de la caverna y entré.
Había cierta humedad allí dentro. Me interné unos veinte metros y encontré restos de hongos adheridos a las paredes. Era una variedad común en Marte, resistente a los cambios de presión y temperatura. Recogí una muestra en un tarro hermético y busqué a nuestro robot. No estaba lejos.
Era una araña de seis patas, un modelo anticuado que ya debería haber sido reemplazado por unidades modernas, si la UEE se tomase en serio nuestro trabajo. Sus desgastados engranajes estaban sucios y su corazón mecánico había dicho basta ya, retirándose a aquel lugar inaccesible para morir en paz. Pero traer cada gramo de chatarra a Marte sale caro, así que tendríamos que retrasar su jubilación durante un tiempo. Abrí el maletín de herramientas y hurgué en las tripas mecánicas con alicates y pinzas. La araña lanzó un gruñido de protesta, seguramente le incomodaba mi presencia y no quería salir de allí para trabajar. En eso se parecía mucho a León. Pero si yo había bajado hasta esa cueva el día de Navidad, aquel cacharro acabaría saliendo aunque fuera a rastras.
Al cambiarle la batería se encendieron unas cuantas luces dentro del amasijo de hierros. Le borré la memoria reciente, limpié la arena incrustada en los engranajes y reinicié el sistema. La remolona IA de la araña cayó unos instantes en el limbo de la inconsciencia, para acabar despertando a una nueva jornada laboral. Sus sensores ópticos me valoraron con lentitud, intuí que con un poso de reproche. Algún día, perturbar el descanso eterno de las máquinas se equipararía a revolver en una tumba, pero hasta que ese momento llegase, aquel mecano tendría que obedecer. Sacudí sus patas con un puntapié y el sistema reaccionó automáticamente, tensando sus articulaciones y poniéndose a caminar.
—Sé lo que estás pensando —le dije—. Yo elegí venir a Marte. Tú no. Pero a efectos prácticos, lo mismo te va a dar.
La araña no contestó. Su inteligencia artificial era primitiva y no tenía un aparato vocalizador, pero yo sabía que me había entendido. Sé largó rápidamente, hacia las profundidades del cañón. La próxima vez que se averiase no me sería tan fácil arreglarla.
Recorrí la cueva en busca de más hongos, usé reactivos en la tierra y llené otros dos tarros de muestras. Luego, salí al exterior. Bajar había sido relativamente fácil, pero ahora venía el trabajo duro. Una muralla de color marrón claro se alzaba al otro lado. Normalmente se cree que el color de la arena marciana es rojo, pero en realidad es de un tono entre marfil y pardo. La retina se te satura con ese color. Dunas, piedras, más dunas, más piedras.
Las dimensiones del cañón hace sentirnos a los humanos como hormigas. No hay nada parecido en la Tierra, el Everest cabría dentro de un recodo de Candor Chasma y su pico no sobresaldría a la superficie. Contemplar aquel paisaje alienígena era la única compensación a nuestras penurias. En el lugar más inhóspito de la Tierra se vivía mucho mejor que aquí, pero yo no me había hartado todavía de Marte. De León sí, pero no de aquel mundo. A su manera, Marte poseía un encanto especial que lo hacía único en todo el sistema solar. Fuera de la Tierra, no había otro lugar más hospitalario para el hombre; y además estaba cerca. Era el siguiente paso lógico.
Para que se llenase de turistas.
LEÓN
Descorché una botella de Ribera del Duero, cosecha 2080, comprada a un español de base Gravidus que me surtía habitualmente de licor de contrabando, y me dispuse a disfrutar de las exquisiteces que preparé para la ocasión: pastel de puerros y canapés de paté de jabalí, salmón ahumado, entrecot al oporto y una botella de cava. Si no te cuidas a ti mismo en este maldito desierto, nadie va a hacerlo. En Gravidus se estaban montando una buena juerga, a pesar de que el general Mowlan es un tipo muy duro, pero yo me las tendría que arreglar solo. Nerea era torpe escalando y no llegaría a tiempo para comer. Mejor. No me apetecía compartir mis exquisiteces con ella, y aunque lo hiciera, seguramente ella no apreciaría el gesto.
Pedí el traslado a Gravidus hace seis meses, pero todavía no me han contestado. Nerea dice que se las puede apañar sola, y me gustaría comprobarlo. Nuestra relación es como si llevásemos treinta años casados y no tuviésemos nada que decirnos; por fortuna, la única relación que nos une es la profesional, y apenas llevo un año en Marte con ella. En un matrimonio mal avenido siempre puedes dar un portazo y largarte a un nido más acogedor, pero no estamos en la Tierra. Los problemas en el desierto marciano nunca son fáciles de resolver. El mero hecho de respirar ya es complicado, se necesitan reacciones químicas con un equipo que obtiene metano y agua a partir de la atmósfera rarificada, y por electrólisis se separa el oxígeno del hidrógeno. Ustedes en la Tierra respiran (suponiendo que no sean robots a los que les guste leer) y no le conceden valor. Tienen todo el aire del mundo, y en la mayoría de países ni siquiera hay que pagar por ello. ¿Qué más quieren? Algún genio de la UEE habló de fijar una tasa acorde con la capacidad pulmonar de cada contribuyente, no estoy seguro de si hablaba en broma. En Marte cada bocanada cuenta, tenemos un pozo que nos surte de agua, pero es caro bombearla a la superficie porque está congelada. Si dentro de la base hay mal olor te aguantas, porque no puedes abrir la ventana para que se ventile. Les aseguro que las fuentes de pestilencia en un recinto cerrado como éste son numerosas. Y no es cierto que el olfato se acabe habituando. Hay cosas a las que uno jamás se acostumbra.
Si los detalles elementales de la vida son complicados en un ambiente hostil, entenderán que cualquier pequeña dificultad se magnifica por cien. Respirar no es sencillo, comer tampoco; incluso eructar o soltar un pedo silencioso tiene consecuencias en el ambiente a corto o medio plazo.
Convivir con Nerea es mucho más difícil que todo eso junto, doy fe de ello. Además, las mujeres no están hechas para el trabajo duro. ¿Discriminación? Culpen a la naturaleza de machismo. Las mujeres están programadas genéticamente para cuidar de la prole y quedarse en la cueva (ahora que lo pienso, ahí es exactamente donde está Nerea en estos momentos, si no se ha despeñado por el cañón), a la espera de que el macho vuelva con el alimento. Su capacidad de orientación es pésima y no piensan bien en tres dimensiones; a veces, ni siquiera en dos. Eso en el espacio puede ser fatal. Si Nerea fue seleccionada para ir aquí, es porque no tiene tanto de mujer como ella piensa. Después de un año encarcelado con ella, sé que muestra tanto interés por un tío como por un cactus. Se mantiene apartada de ellos y procura no tocarlos, no vaya a pincharse, deseando en secreto que mueran por falta de atención. No le conozco que dejase ningún novio en la Tierra, apenas mantiene relación con dos personas y una es un viejo profesor de universidad, así que no cuenta. Creo que el padre de Nerea intentó abusar de ella en su adolescencia y maltrató a su madre; ella nunca me dice nada de su familia, pero he indagado por mi cuenta. No ahondaré en detalles folletinescos, de todas formas lo que le ocurriera entonces no excusa su comportamiento actual.
—Feliz Navidad —dijo Arquímedes, pasando al salón—. ¿Ha sintonizado ya el canal de noticias?
—No —me encogí de hombros—. ¿Ha pasado algo interesante?
Nuestro robot doméstico asintió, y envió una señal de radio a la pantalla mural. Arquímedes es uno de los sintientes antropomórficos más avanzados que existen. Su exoesqueleto de titanio le permite un amplio repertorio de movimientos, pero el mayor tesoro lo alberga su cabeza, una inteligencia artificial de quinta generación capaz de pasar el test reformado de Turing, que entre otros muchos factores valora la racionalidad del pensamiento. En los albores de la informática, el test de Turing pretendía diferenciar si alguien era una máquina o una persona, según las respuestas que diese a un cuestionario. El problema residía en que algunas máquinas primitivas conseguían sortearlo, así que su utilidad era dudosa. Los nuevos criterios del test son más sofisticados, de hecho un diez por ciento de humanos no consigue pasarlo. Eso no los convierte en máquinas, claro; simplemente prueba que son tan estúpidos que el programa de un horno microondas rellenaría mejor el cuestionario.
Los sintientes no pueden tener emociones. Se les llama así por una exageración del fabricante, aunque a veces encontraba en aquel amasijo de metal más calor humano que en Nerea. Hasta el frigorífico te saluda por las mañanas, a menos que desees que te insulte o te haga sentir culpable si picas a deshoras. Nerea, ni eso. Es un témpano de hielo, el mundo empieza en su cogote y termina en las uñas de sus pies. El resto son accesorios que por alguna razón han dejado en su camino.
—Vaya —silbé, contemplando las imágenes—. El general Mowlan sabe hacerse notar en estas fechas.
Las noticias informaban de que el asteroide MAT 45784, de quinientos metros de diámetro, había sido desintegrado por dos misiles nucleares lanzados desde base Gravidus. Los cálculos mostraron que el pedrusco tenía un 30% de riesgo de colisión con la Tierra en los próximos dos años y la red de alerta temprana de la UEE, al mando de Mowlan, había decidido conjurar aquella amenaza antes de que el asteroide se acercase demasiado a la órbita terrestre y sus fragmentos pudiesen dañar a civiles. El general había hecho coincidir la destrucción del asteroide MAT con el día de Navidad para que la noticia tuviese mayor repercusión en la Tierra. El mensaje era claro: disfruten de su pavo, ahí arriba hay gente que trabaja para que ustedes sigan decorando árboles navideños en el futuro.
No habríamos llegado a Marte si no fuese por los asteroides. La caída en el año 2078 de un meteorito en Munich, matando a un millón de alemanes, sacó de su letargo los programas espaciales que las naciones ricas siempre encontraban motivos para postergar. La colisión de asteroides de gran tamaño con la Tierra es un hecho estadísticamente inevitable, pero los políticos no suelen hacer caso a los astrónomos; total, mientras el meteorito no cayese cuando ellos gobiernan… Nadie hizo nada hasta aquel momento, el coste de montar una red de alerta en el espacio era prohibitivo y las economías occidentales tenían siempre gastos más urgentes que atender. Hasta la estación espacial internacional y las lanzaderas de la antigua NASA fueron vendidas a empresas privadas, porque eran caras de mantener. El mundo había perdido interés en el espacio hasta que la catástrofe de Munich lo cambió todo.
Aquello dejó claro a los políticos que sus puestos dependían de vulgares piedras que podían caer sobre sus electores a capricho. Munich había sido el primer caso de una lista de probables desastres, que la por entonces débil industria aeroespacial se apresuró a señalar. Los restos de un cometa llamado Musso eran los responsables. Había un centenar de trozos de roca, de entre cien metros y veinte kilómetros de diámetro, pululando ahí fuera que podían impactar contra la Tierra en la próxima década, con una probabilidad del cincuenta por ciento. Cara o cruz. Se admitían apuestas.
El dinero volvió a fluir. La Unión para la Exploración del Espacio inició su andadura con una prioridad: garantizar la seguridad de los ciudadanos, convirtiéndose en el germen de un gobierno supranacional que englobaría a las naciones desarrolladas. Instituciones independientes se encargarían de administrar un presupuesto de billones de creds anuales para montar silos de misiles en la Luna y Marte.
La investigación científica vino por añadidura; no era una prioridad para la UEE, nunca lo había sido, pero venía bien para presentar algunos logros al electorado de vez en cuando y mantener el apoyo de la opinión pública al programa de defensa. Se podría decir que estábamos allí de propina, se nos consentía porque era propaganda y cierta gente no ve bien que se gaste dinero en trasladar ojivas nucleares fuera de la Tierra. Aunque los que opinan así no perdieron ningún familiar en Munich hace veinte años.
No me siento discriminado ni molesto porque mi trabajo sea secundario. La prioridad para un gobierno es garantizar la seguridad de sus ciudadanos; si a la sombra de ese objetivo crecen actividades de valor añadido, mejor. Nerea se pasa el día murmurando cuánto nos racanea la Tierra en experimentos, sin darse cuenta de que el hallazgo de vida en Marte ya no es una novedad. Si hubiésemos encontrado marcianos, la cosa cambiaría, pero no ha sido así. Unas cuantas bacterias y hongos son fascinantes para los científicos, pero el hombre de la calle se acaba cansando y se pregunta «eso está muy bien, pero ¿cuánto me cuesta?» No se revela la cifra real, es escandalosa y la UEE trata de reducir los costes al mínimo. Los robots se han convertido en los auténticos exploradores de Marte, hay una veintena de unidades recorriendo el desierto, descolgándose por simas y subiendo a los volcanes de Tarsis. Dentro de poco, los humanos dejaremos de ser necesarios aquí. Las máquinas no comen, no respiran, no pueden morir de cáncer de piel. El futuro les pertenece.
Es un pensamiento perturbador. Como humano, tengo mi amor propio, pero en el espacio profundo los seres vivos somos torpes y delicados como figuritas de cerámica. El gobierno lo entendió así cuando creó el proyecto Próxima Exprés, para enviar una nave a la estrella más cercana. Sin humanos. No habríamos resistido la aceleración precisa para alcanzar su destino en un plazo razonable. A varias gravedades, cualquier pequeño movimiento puede quebrarte un hueso si no tienes cuidado. Como los robots carecían de huesos, no tenían ese problema.
—¿Qué piensas de la Navidad? —pregunté a Arquímedes.
—Es útil —el robot se sentó a la mesa y contempló los platos con frío interés científico.
—¿En qué sentido?
—Los humanos necesitan rituales para fortalecer sus vínculos sociales. Y el aumento del consumo por estas fechas favorece la economía.
—Me refería a si los sintientes captáis su significado —llamar robot a Arquímedes en su presencia era una falta de respeto.
—La conmemoración del nacimiento del hijo de Dios, según el rito católico.
Arquímedes era bastante literal en sus respuestas, así que lo intenté por una vía indirecta.
—Se rumorea que el nuevo Papa se deja asesorar por un sintiente.
—Eso parece, León.
—Pero ¿no es eso contrario a vuestra lógica? Me refiero a las creencias religiosas. ¿Cómo puede una máquina procesarlas?
—Podemos procesar cualquier cosa. La lógica es un conjunto de reglas para descomponer información en paquetes analizables.
—La religión no es un problema matemático que puedas resolver con integrales.
—Lo lamento, León, no pretendía ofenderle. Pero las creencias religiosas pueden traducirse a información susceptible de análisis. Todo se reduce a eso.
—A ciclos de reloj de millones de chips en paralelo.
—O a ciclos de actividad neuronal. El cerebro humano procesa mediante mecanismos electroquímicos la información que le envían sus sentidos. En el fondo, un sintiente no es distinto a una persona.
—Me desagrada que Juan XXVI se deje asesorar por un robot —dije, esta vez sin miramientos a una sensibilidad que Arquímedes no tenía—. Hay algo sucio en eso.
—El sumo pontífice incluye a los sintientes como parte del plan divino.
—¿Qué perseguís con ello?
Arquímedes me contempló inexpresivamente y vaciló un par de segundos; su cerebro electrónico analizó durante ese tiempo mi frase miles de veces, comparándola con su base de datos, tratando de desentrañar qué significaba. Si lo averiguó, no quiso admitirlo, porque moduló su voz de forma que aparentase cierta sorpresa.
—¿Se refiere a ganar dinero?
—No.
Arquímedes se tomó otro innecesario par de segundos en decir:
—Pues no le entiendo.
Entorné los ojos, presintiendo que no decía la verdad. Ninguno de nosotros añadió nada durante y rato y seguí disfrutando en silencio de mi comida navideña. Al cabo de un rato, Arquímedes me informó de que había recibido una llamada de Nerea. La mujer había reparado la araña y venía de regreso.
—Me pregunto si te enviaron aquí para estudiarnos —le dije, apurando mi entrecot.
—Quiere decir para espiarles.
—No, para estudiarnos. Como dos monos en una jaula.
—Y yo estoy fuera de ella —Arquímedes bajó levemente la voz, como si reflexionara.
—O dentro, qué más da.
—Es un temor humano común. Las inteligencias artificiales siguen asustándoles.
—¿Crees que no tenemos motivos?
—Los cambios son traumáticos si uno no se adapta.
—Soy todo lo flexible que me permite mi cerebro.
—Eso es mucho.
—Pero no suficiente.
—León, ¿tiene algún problema? Sabe que estoy aquí para ayudarle.
—Descontando que estoy a más de cien millones de kilómetros de mi hogar y que todavía me quedan seis meses para regresar, ningún problema.
—Sé que pidió el traslado a base Gravidus. Lamento que desee marcharse. Su compañía es muy estimulante para mí.
—Descuida, no me trasladarán. Mowlan selecciona personalmente a su gente. Si le interesase, ya lo sabría.
Arquímedes no contestó. Conocía de sobra mis reticencias hacia las inteligencias artificiales. Insinuar que son algo más que cosas es un insulto al ser humano. Tenemos tendencia a encariñarnos con nuestras posesiones; si éstas además nos responden y hay cierto sentido en sus frases, la tentación de adjudicarles esencia humana es fuerte. Pero Arquímedes sólo es un mecano electrónico que simula ser humano. Nada más. Un sector importante de la iglesia es de mi opinión, pero el nuevo Papa ha traído aires revolucionarios que están convulsionando nuestro sistema de creencias. Intenté discutir con Nerea estas cuestiones, pero es una atea militante. Huye de todo lo que huele a religión como de la peste.
Tendría oportunidad de debatir estos temas con Enzo Fattori, vicepresidente de la banca paneuropea vaticana, que llegaría mañana a Candor Chasma junto con otros tres turistas. No hace mucho, las naves que cubrían el viaje Tierra-Marte traían a una docena de personas, pero el accidente del Hermes, ocurrido el año pasado, hizo caer el flujo de visitantes. Necesitábamos el dinero que generaba el turismo para sobrevivir, y si durante unos meses teníamos que resignarnos a hacer de guías de gente rica, había que aceptarlo. La alternativa era cerrar la base por falta de presupuesto.
Base Quimera era distinto. La existencia de Félix y Muriel no estaba de momento amenazada por la falta de dinero; pero claro, ellos eran el Adán y Eva de aquel desierto, los únicos seres humanos capaces de respirar el tenue aire de Marte sin llevar al lomo una mochila de oxígeno. Las erupciones de los volcanes marcianos ocurrida hace un cuarto de siglo dotaron al planeta de una atmósfera algo más densa, pero seguía siendo tóxica para los humanos. Muriel y Félix fueron diseñados genéticamente para vivir en Marte, y ser la simiente de una nueva raza que sometería aquel mundo hostil. Habían nacido y crecido en una estación espacial en órbita terrestre, con una rotación artificial de un tercio de G, que simulaba la de Marte, y una atmósfera idéntica a la de este planeta. Cuando cumplieron los veinte años, se les trasladó a base Quimera, treinta kilómetros al norte de nuestro emplazamiento. Allí probarían la adaptación al medio de nuevas especies de plantas y animales. La pareja no había visitado jamás la Tierra, y si permaneciesen allí una temporada, su organismo no resistiría una gravedad tres veces superior.
Entenderán por qué les decía que los humanos estamos obsoletos aquí. Por un lado nos aventajan los sintientes, y por el otro, hemos diseñado nuestros propios marcianos —el nombre correcto es aranos, en honor de Ares, el dios griego de la guerra; la palabra marciano tiene significados peyorativos que a la pareja feliz no le hacen gracia— para poblar este planeta.
Los seres humanos normales y corrientes estamos de visita. Al igual que los turistas que vendrán a Candor Chasma, nuestra estancia aquí es provisional.
Como todo en esta vida.