La luz del quinqué lanza sombras contra las paredes de la estancia. El mira su lúgubre, agigantado entorno y sonríe. Proyecta con las manos imágenes infantiles de conejos y zorros que la llama vacilante concreta en siluetas. Vuelve a fijar su espectro en la pared. Es la misma imagen que se fija en la retina de sus víctimas justo antes de morir. El no comprende qué es lo que le induce a hacer lo que hace, pero sabe que no tiene más remedio que seguir haciéndolo. Mientras no le detengan, seguirá matando. Y los mensajes que deja son cada vez más evidentes, aun cuando nadie parece entenderlos. De tanto como lo lee, ya se sabe de memoria el pasaje del manual de anatomía de Le Pileur, Le corps humain, que trata de los pulmones. Lo recita en voz alta, como si fuese poesía: «Órgano esencial para la respiración. Son dos, pero reciben el oxígeno por el mismo canal, y la sangre por un vaso único. Los pulmones han de ser considerados como expansión terminal de las ramificaciones de la traquearteria. O mejor dicho, como dos copas de un mismo árbol. Ocupan la mayor parte de la cavidad torácica, que puede ser considerada como su forma o molde...». Él se queda un rato en silencio, atento a su propia respiración. Pasa cosa de una hora oyendo el aire entrar y salir de su cuerpo. Y luego levanta del suelo una de las tablas de pino y comprueba que el frasco que contiene las orejas sigue en su escondrijo improvisado. Vuelve a poner la tabla en su sitio. A continuación saca del armario la piedra de afilar y el largo cuchillo. Sentado en el borde de la cama, dura como un catre, se pone a afilar el cuchillo con largos movimientos y lenta cadencia. Piedra de afilar, piedra tumular. Losa sepulcral sin nombre. Piedra de afilar, piedra fundamental, filosofal. Piedra. Piedra preciosa, celosa, esciente. Piedra angular, piedra de afilar, piedra. Aumenta el ritmo, el vaivén, el afilar, cada vez más rápido. Está jadeante, excitado, tiene el rostro bañado en sudor. Aprieta más con la mano el puño de su daga e, imaginándose ya el próximo encuentro, se sume en un estertor de orgasmo. Su cuerpo exhausto se desploma de espaldas sobre la angosta cama. Piedra. Una pieza menos en el tablero.
La librería El Rincón de Afrodita, de Miguel Solera de Lara, sita en la calle del Oidor, era, tanto o más que la de Garnier, el punto de cita de los intelectuales de la ciudad, colaboradores de los periódicos casi todos ellos. El curioso nombre se debía a que antes había sido propiedad de un profesor de griego jubilado que estaba obsesionado por la mitología. Sobre la puerta, ornamentada con motivos helénicos, se veía una pintura clásica de la diosa saliendo de su concha. El pintor había puesto en la mano de Venus un libro abierto, como si estuviese leyendo alguno de los preciosos volúmenes allí expuestos. A Miguel le pareció original la idea, y, al comprar el local, conservó la ilustración y el nombre.
Por allí pasaban a diario Bilac, Guimaràes Passos, José do Patrocinio, que editaba la Gazeta da Tarde, Aluísio Azevedo, el marqués de Salles, Angelo Agostini, y el mayor bohemio de todos ellos, Paula Nei. Nei era un caso curioso, pues nunca había publicado nada y su fama había nacido y crecido exclusivamente en la calle del Oidor. Era conocido por los poemas y epigramas que recitaba a sus amigos en las tertulias de los cafés. Tenía un tremendo encanto verbal y se distinguía también por su aspecto: era pequeño, delgado, feo, muy miope, y llevaba siempre el sombrero hongo en equilibrio sobre la nuca.
Al atardecer comenzaban a llegar todos a la librería. Iban a leer a los contertulios sus últimos poemas o sus artículos inéditos. De vez en cuando, hasta Machado de Assis los honoraba con su presencia. En los tiempos en que era colaborador de A
Marmota iba más a menudo, pero, después del éxito de Memorias postumas de Brás Cubas, se dejaba ver con menos frecuencia. Decía, en broma, que la calidad de su obra no era compatible con las humoradas de aquella banda de bohemios. Esta gente compraba pocos libros, pues prefería leer las novedades allí mismo, en pie, junto a los anaqueles. Paula Nei había llegado al extremo de dejar un papel entre las hojas como señal para proseguir la lectura al día siguiente. Cuando Miguel Solera de Lara protestó, Nei le respondió, ofendido:
—¿Es que prefieres que doble la página y eche a perder el libro? ¿Pero qué clase de librero eres, hombre?
Por éstas y otras razones, Miguel soñaba con irse a vivir a Londres. Incluso con abrir una pequeña librería en el East Knd. Apasionado de Inglaterra y romántico incorregible, Solera de Lara tenía la estrambótica idea de que su deber era llevar un poco de cultura a las clases inglesas menos favorecidas. Dinero, desde luego, no le faltaba. Sólo la eterna hipocondría de su madre le ataba a su tierra brasileña. Sus amigos, todos con un pie en Francia, se burlaban de él:
—No sé de dónde has sacado tanta anglofilia —le decía con sorna el marqués de Salles—. ¿Es que no te has enterado de que todos los que piensan están en París?
Miguel no discutía. Era inútil hablar de Shakespeare al oído de Moliére.
A las dos de la tarde había poca gente en la librería. Clientes anónimos que hojeaban libros en silencio, generalmente las novedades. Algunos decoradores de interiores iban allí a escoger libros por metros para sus clientes nuevos ricos. Del grupo de contertulios sólo se veía a Guimaráes Passos, leyendo en voz alta al librero su último poema satírico sobre un riquísimo comerciante que no había podido cumplir con su esposa en la noche de bodas. Las carcajadas de ambos provocaban miradas de desaprobación por parte de los asistentes. Guimaráes se despidió del librero, prometiendo volver al atardecer.
En la calle reinaba la animación de siempre, causada, sobre todo, por los vendedores ambulantes:
—¡Buenos pavooos!
—¡Aguadooor!
—¡Cebolleeero! ¡Cebooollas!
—¡Pan dulce! ¡Pan dulce recién salido del hooorno!
—¡Heladones!, ¡heladitos!
—¡Heladitos a real!
—¡El que no tenga un realito, refresco no tomará!
Sarah Bernhardt entró de pronto en la librería, iba con el empresario norteamericano Edwardjarrett, con su amiga y confidente, la actriz Marie Jullien, y con los actores Berthier y Philippe Garnier. Sarah, que llevaba casi un mes en el Brasil, ya había terminado de leer todos sus libros franceses y le habían dicho que El Rincón de Afrodita era el mejor sitio de Río donde reabastecerse. Los cinco volvían de una comida en La Renaissance, el restaurante del jefe de cocina Pierre Labarth. Jarrett no quería demorarse en la librería, porque no se sentía muy bien.
—No es que un momento, mon chéri. Sólo quiero ver si ya ha llegado un libro de mi amigo Emile —le dijo la actriz, refiriéndose a Emilio Zola.
Solera de Lara, encantado de ver a la actriz en su tienda, se apresuró a saludarla.
—Madame, no puedo expresar el placer que me produce recibir a usted en mi humilde librería.
—De sobra sabe usted que no es tan humilde. Me han dicho que siempre tiene aquí las últimas novedades francesas.
—Hago lo que puedo, pero a veces los vapores se retrasan —respondió, modesto, el librero—, ¿Qué libro es el que busca?
—L’CEuvre, de Emile Zola. Parece ser que está levantando ampollas en París, porque Cézanne, que es viejo amigo de Emile, se afirma retratado en el protagonista, que es pintor. Se dice que incluso han dejado de hablarse —cuchicheó la actriz, en tono de cotilleo.
—Por desgracia, madame, este libro acaba de salir en París. Yo lo he encargado, pero aún no me ha llegado. Tengo Germinal, que es del año pasado. Y, por cierto, interesantísimo. Trata de una sublevación de mineros. No sé si usted lo conoce.
—Sí, sí, ya lo leí. Pero no es una sublevación, es una huelga —corrigió Sarah.
—¿Y no es lo mismo? —preguntó, violento, el librero.
—Para cierta gente, sí —respondió, algo amostazada, la actriz—, Mas no quiero entretenerle. Debo volver al hotel, si usted me lo permite. Mi empresario, el señor Jarrett, se siente algo sufriente —y terminó, más bajo, como hablando consigo misma—: Temo que esté sufriendo de fiebre amarilla. Bueno —de nuevo a Miguel—, a rever, monsieur.
Al volverse para salir de la librería, Sarah tropezó con una señora rechoncha y baja, pero a la ultimísima moda; llevaba un vestido muy plisado, color ceniza oscuro. A la mujer se le cayó un paquete que llevaba, que se abrió en el suelo mostrando un libro y varias barajas grandes que se desparramaron en torno a ella.
—Oh, pardon!, ¡pero qué descuidada soy!
—Ce n’est pas grave, madame —dijo la señora, agachándose para recoger el libro y los naipes.
Sarah se inclinó también para ayudarla, y exclamó, encantada, al ver los naipes:
—Mon Dieu!, ¡pero si es el tarot de Marseille!, ¡no me diga que echa usted las cartas!
—Bueno, sí, pero sólo por pasar el tiempo. Permítame que me presente. Soy Mercedes Leal. A usted, claro, no hace falta presentarla. Vine a por un encargo que me llegó con el último vapor. Miguel me avisó hace días que ya estaba aquí. Bueno, con su permiso, madame —se despidió la señora, dirigiéndose a la puerta.
Pero Sarah la cogió por el brazo.
—¡No, no, ni hablar!, ¿es que no cree usted en el destino?, de aquí no salimos ni usted ni yo hasta que no me eche las cartas.
Sus acompañantes protestaron:
—Sarah, de veras, tengo que volver al hotel, que me espera el médico —dijo Jarrett.
—Es cierto, Sarah, y además tenemos que ensayar antes de la representación —añadió Berthier, que había concertado una cita de tapadillo con una joven admiradora en su cuarto del hotel.
—Pues entonces os vais vosotros, yo os alcanzo a los dos con Philippe y Marie —decretó, inapelable, la Divina.
Se despidió de Jarrett y de Berthier y se volvió a Miguel:
—Señor, ¿no tendrá usted un rincón más privado donde podamos echar las cartas?
—Por supuesto, madame. Mi gabinete de lectura, aquí, al fondo.
Diciendo esto, Miguel apartó unas cortinas y acompañó al pequeño séquito de la actriz.
Mercedes Leal se sentó a una mesita frente a Sarah Bernhardt y se puso a barajar con pericia profesional.
—La baraja es nueva. Hay que barajar mucho.
En torno a la mesa, Miguel, Garnier y Marie Jullien la observaban en silencio.
Mercedes pidió a Sarah que cortase y distribuyó los naipes sobre la mesa. Una vez echadas las cartas, Mercedes dio la vuelta al primer naipe y vaciló:
—Dese cuenta, madame, de que esto no es más que un pasatiempo, aquí no hay nada creíble.
—¿Y por qué dice eso? ¿Es que ha visto algo terrible en mi futuro?
—Bueno, esta baraja es nueva. Todavía no leí el libro. Y la verdad, tengo más fe en mi viejo Grimaud de madame Normande. Va a ser mejor que volvamos a barajar.
Pero Sarah puso la mano sobre los naipes sin dar tiempo a Mercedes a recogerlos.
—No, Mercedes, haga el placer de decirme lo que ve. Mi futuro no puede ser tan espantoso.
—No, por supuesto que no, pero, así y todo, yo, en su lugar, tomaría algunas precauciones —Mercedes comenzó a leer las figuras—. Vamos a ver, el bufón aparece cabeza abajo, muy por encima de la papisa. La fuerza, junto al emperador y la emperatriz, sobre la estrella, mostrando lo que todos sabemos: que usted es mujer de mucho poder, talento y seducción. Y, luego, el loco y el diablo.
—Pues ya veo que estoy en buena compañía —bromeó Sarah, y todos, en torno a la mesa, rieron, nerviosos.
Sin perder la serenidad, Mercedes Leal prosiguió:
—Lo que me preocupa es el juicio final, pues a continuación veo la muerte, al ahorcado y la torre. Como usted sabe, estas interpretaciones dependen mucho de la intuición del que echa las cartas.
—Veamos, Mercedes, ¿qué es lo que usted ensaya a decirme?
—No, nada, señora, nada, pero un extraño presentimiento me dice que usted no debiera volver a Brasil, porque aquí veo un accidente en un próximo viaje, una caída de graves consecuencias. Esto lo indica la torre.
Dicho lo cual, Mercedes Leal recogió sus naipes y los guardó con el libro. En el gabinete se podía oír el vuelo de una mosca.
Sarah Bernhardt rompió el encanto, levantándose:
—Bueno, al menos no tengo nada que temer en el avenir próximo. Y menos mal, porque las suertes están echadas. Merci, Mercedes, desolada de haber tomado su tiempo.
—Bueno, espero, señora, que no tome estas cosas demasiado en serio. Ya le dije que con mi baraja vieja, que es la de madame Normande, sería otra cosa. Pero, con ésta...
—Sí, ya lo sé, ésta es nueva —la interrumpió Sarah Bernhardt—. Es al revés que en los casinos: para leer el futuro no debemos usar barajas nuevas. No falte de verme esta noche en Le passant.
Mostró sus bellos dientes riendo excesivamente, se despidió de Miguel y salió, sin dejar de reír, a la calle del Oidor.