Las diez o doce personas reunidas aquella tarde en el lujoso saloncito de la Marquesa, amigos íntimos y parientes que iban a felicitarla por ser su santo, habían permanecido largo rato formando grupitos separados hasta que alguien dijo en voz alta:
—Lo que usted oye; se han separado, él se queda en el cuarto donde hasta ahora han vivido juntos, y ella se está poniendo casa y se lleva al niño.
—Pero ¿qué marido es ese que lo tolera?—preguntó una señora anciana de aspecto venerable.
—Vayan ustedes a saber quien tiene la culpa… porque uno de ellos ha de tenerla—añadió otra señora joven que parecía lista y curiosa.
—Yo creo—dijo la Marquesa—que si alguno ha faltado, no es él, porque hace muy pocos días estuvo aquí precisamente hablando de su mujer… y enamoradísimo.
—Esto no significa gran cosa—interrumpió la que tenía cara de lista—porque cuando un hombre pretende engañar bien a su mujer lo primero que hace es despistar a las amigas de ella haciéndoles creer que la adora para que se lo cuenten a la interesada.
—Dios me libre de murmurar—añadió un caballerete—pero él anda demasiado absorbido por sus negocios, y ella es demasiado guapa; además sin ofenderla, me parece que ella se alegrará de tener ocasiones en que convencerse de hasta donde llega el poder de su hermosura.
—¿Tan presumida es?—preguntó una voz femenina.
—En realidad—contestó la Marquesa—es inexplicable esa desavenencia en un matrimonio del cual nadie sabe que el marido se vaya con otra ni que la mujer sea capaz de torcerse.
Entonces un señor ya viejo con restos de buen mozo, simpático, de mirada inteligente y fácil palabra que basta entonces permaneció callado, tomó parte en la conversación diciendo:
—Conque no se engañan, tienen un hijo y se separan… pues no lo entiendo: pero ¿de quién se trata?
—De la de Herióls, Rosita Castilla, la casada con Herióls.
—¡Rosa! ¿Separada Rosa?—exclamó asombrado el señor viejo—Vaya, vaya, y ustedes dispensen pero no saben lo que dicen o les han informado con mala intención. Rosa es incapaz de hacer nada que pueda ser causa de que su marido la deje con sombra de razón, y si él la engañara a ella le sobran talento, virtud y recursos para traerle al buen camino… y en último caso, grandeza de alma para perdonarle. Sepan ustedes,—y esto lo dijo ya con una entonación grave—que mujeres como Rosa hay pocas y cuando se habla de ellas conviene no pecar de ligero.
Viéndole ponerse serio y oyéndole hablar de aquel modo callaron todos, menos la señora que parecía lista, la cual sin andarse por las ramas, habló de este modo:
—Todo eso está muy bien don Luis, pero no echa por tierra nada de lo dicho. Si a él no se le conocen líos, ni ella es susceptible de… debilidades y sin embargo teniendo un hijo, se separan… ayúdeme usted a sentir. Ella una santa, conformes; además es rica, él gana mucho: por falta de recursos no será. Luego…
—Rosa sabría resistir a la pobreza y a miseria—añadió el caballero viejo con entusiasmo.
—Vaya, vaya—acabó la dama diciendo algo picada—yo no calumnio a nadie. No quería soltarlo pero lo sé, me consta, sucede algo y gordo. Puedo asegurarle a usted que hace cinco días, Rosa se ha marchado de casa de su marido con cuatro muebles y unos cuantos baúles de ropa, y llevándose al chico, y que sola con la doncella, vive en la calle del Guadarrama núm. 92, no sé que piso. Ahora diga usted que esto es hablar por hablar.
—Lo que digo—repuso enojándose el caballero—es que yo he llegado ayer mañana de París, que no he salido sino para venir a felicitar a la Marquesa, que no sé nada de lo que pueda haber ocurrido y de que, sea lo que fuere, estoy seguro de que Rosa estará harta de razón. Pasa por ser una de las mujeres más bonitas y elegantes de Madrid ¿verdad?—y esto no lo dijo con ánimo de complacer a su interlocutora—nadie pone en duda su hermosura ¿eh? pues también son indiscutibles su talento y su virtud.
Pronunció don Luis estas palabras esforzánzose por aparecer tranquilo pero con tal energía que ni caballeros ni señoras se atrevieron a replicarle; y la Marquesa dio discretamente otro rumbo a la conversación.
De allí a poco don Luis se despidió y al poner el pie en el estribo de su berlina, que le esperaba en la puerta, dijo al cochero: «Calle del Guadarrama 92, y deprisa.»
* * *
—¿Se ha mudado aquí hace pocos días una señora que se llama doña Rosa?—preguntó a la portera.
—Segundo: hay entresuelo.
Si grandes fueron las cavilaciones que mortificaron a don Luis desde que salió del saloncito de la Marquesa hasta llegar allí, aun crecieron mientras subió la humilde escalera de aquella vulgarísima casa.
«¿Qué le habrá pasado, qué le habrán hecho a esta muchacha—iba diciéndose mentalmente—para que transija con semejante cambio? ¡Si esto es para ella la pobreza… qué barrio, qué portal y qué escalera!»
Con mayor celeridad de la que al parecer permitían sus años llegó al piso segundo y llamó, saliendo a abrirle una doncella cuyo limpio y fino aspecto contrastaba con lo pobre de la casa. El pasillo de entrada lleno de muebles, baúles y cajas, todo desordenado, indicaba lo reciente de la mudanza.
—¿Dónde está? ¿dónde está?—preguntó don Luis.
Mas antes de que la doncellita contestase se abrió la puerta de un pequeño gabinete, también lleno de trastos a medio colocar, y apareció una mujer como de veinticinco a treinta años de singular gentileza, que arrojándose en brazos del anciano rompió a llorar amarga y calladamente.
Era alta, esbelta, el pelo rubio muy claro, los ojos grandes de un azul muy oscuro y, a pesar de las lágrimas que los bañaban enrojeciéndole los párpados y desbordándose por las mejillas, de mirar inteligente, llenos de viveza pero serenos, dulces, como incapaces de expresar nunca sentimiento que no naciese de amor o de ternura.
—¡Luis de mi alma!—dijo entre sollozos.
—¿Qué ha sido esto, mujer? ¿Qué has hecho? ¡Pero es verdad…? ¿Qué te ha hecho?… porque de ti estoy seguro…
Ante la sospecha, aún tan tibiamente formulada, se irguió ella sonriendo con plácida altivez.
—Pero ¿ha podido usted imaginar que yo hiciese algo feo? Venga usted, venga usted y lo sabrá todo.
Llevole al gabinete, sentáronse en un pequeño sofá y después de permanecer mirándole cariñosamente unos instantes como recapacitando la manera de expresarse o el modo de empezar, dijo así:
—Primero contésteme a lo que voy a decirle. Si alguien le preguntase a usted quién era mi padre, cómo me educó, qué sentimientos inculcó y desarrolló en mi alma, cómo obedecí a lo que quiso que yo fuera, en fin, hasta dónde puedo yo saber lo que son bondad, honra y virtud… ¿Qué respondería usted?
—Diría—repuso con la mayor naturalidad don Luis—que tu padre fue hombre tal que pudiendo salvar su inmensa fortuna sin más que pasar la frontera y acaso con sólo sostener un pleito prefirió perderlo todo por cumplir fielmente sus compromisos, aun aquellos en que no medió documentación alguna, sino sólo su palabra: que luego rehizo parte de su riqueza entre el asombro y el respeto de todos porque aquella conducta le dio inmenso crédito. Diría que tu educación, hecha exclusivamente por él, fue un prodigio de sensatez, de cordura, que te hizo buena… no sé como expresarlo, sin que tuvieras nunca que violentarte ni vencerte, inspirándote aversión a lo malo y lo mezquino. Vamos que hizo que tuvieses bondad y virtud casi por naturaleza, como tienes los ojos azules y el pelo rubio… Pero ¿a qué viene esto?
—De modo que usted cree que ni por liviandad, ni por conveniencia, ni por perversión ni por nada puedo transigir con la deshonra.
—Cabal. Si fueras hija mía, y como a hija te quiero desde que tu padre me encomendó tu porvenir, no me inspirarías mayor confianza. Siempre dije que si para ser feliz bastara tener clara idea de lo que es bueno y voluntad de seguirla tú serías dichosa.
—Yo no digo que sea buena. ¡Cuántas veces es uno injusto y malo sin saberlo! Lo que digo es que nuestra virtud, la virtud de la mujer, no consiste sólo en… ¿cómo se lo diré a usted…? en dejar de hacer lo que deshonra y pone en ridículo a los hombres.
—No te comprendo.
—Oiga usted.
Procuró serenarse recogiéndose hacia las orejas los rizos que se le habían deshecho y con voz que en sus dulces o enérgicas entonaciones reflejaba la índole de sus recuerdos e impresiones, dijo:
—¡Tiene usted razón! ¡Pobre padre mío! ¡Qué hombre! ¿Se acuerda usted de la quiebra? ¿De la comida que hicimos el día de los pagos? Todos abatidos, todos apocados, ¡menos él! «Esto de arruinarse—decía papá,—tiene sus ventajas: ahora contaremos los amigos; ahora sabré si la fortuna se me entregó por capricho o porque supe merecerla.» Volvimos a ser relativamente ricos. Seis meses antes de morir me sentó sobre sus rodillas y me dijo: «Si te falto ahora, te quedará una renta de cinco o seis mil duros: poca cosa en comparación de lo que teníais antes. Pero puedes gozarla tranquila; ninguna de las alegrías que te procure ese dinero habrá nacido de un dolor ajeno; la limosna que des no será nunca restitución.» ¡Este fue mi padre! ¡Así me educó!…
Figúrese usted la impresión que, andando el tiempo, me causaría convencerme de que mi marido era… de otro modo. Habrá quien diga que debí conocerle antes; ¿pero qué mujer joven puede conocer a un hombre en uno o dos años de noviazgo, por sólo conversaciones de palco o baile, con miradas en paseo y misa, con cartas donde la imaginación vence al juicio en ese periodo de la vida en que ella no se cuida sino de parecer bonita y él no piensa más que en ocultar defectos?
Durante las primeras semanas de nuestro matrimonio fui feliz. No dejé sin embargo de comprender que Pepe era brusco, de carácter impetuoso, aunque procuraba contenerse o se arrepentía pronto de ciertos arranques para no enojarme. De vuelta del viaje de novios empezó a trabajar; hasta entonces había encargado del bufete a un amigo. Trabajaba mucho, más pronto me enteré de que sentía poco entusiasmo por su carrera; al salir del despacho siempre estaba de mal humor; lo que le preocupaba e interesaba no era la índole de los pleitos, la ocasión de lucirse, la probabilidad de reparar una injusticia, sino la esperanza y la cuantía del pago: no se le veía contento sino cuando cobraba una cuenta de honorarios los cuales acostumbraba a poner muy altos: en más de una ocasión le costó esto serios disgustos o recibió cartas desagradables. Por fin supe que tenía fama de interesado y codicioso. No era avaro; gastaba sin prudencia y me hubiese permitido hacer lo mismo si quisiera, pero sentía ansias de ganar y tener mucho, incurriendo para conseguirlo, con los clientes pobres, en faltas de consideración, casi de misericordia; adoleciendo con los ricos de cierta carencia de dignidad y altivez que a mis ojos le hacía desmerecer: lo que le importaba era cobrar, cobrar… A veces toleraba lo que no debía. Cierto banquero al mandarle el importe de una cuenta que le pareció excesiva le escribió diciéndole, poco más o menos: «le remito a usted lo que me pide y siento no poder seguir llamándome amigo de quien me trata con tan poca consideración.» Dije a Pepe que esto me parecía humillante y repuso: «lo que hace falta es que pague.»—«Mejor sería—repliqué—que cobrases algo menos y conservaras la amistad de un hombre que podría regatearte de mal modo lo que te da.» Me miró de alto a bajo y contestó: «el mejor amigo… un duro.» Sufrí un desencanto y callé por espíritu de sumisión; pero se me hizo dura la conformidad. Le cuento a usted estos detalles para que se haga cargo de como fui convenciéndome de lo que es: no conoce más Dios ni más ley que el oro… Llegamos, en fin, al motivo de la separación, mejor dicho, de mi propósito irrevocable de no vivir con él. Afortunadamente estoy segura de que mi tía Juana no me desatenderá; hasta podremos darle dinero para que me deje en paz. Y ahora escuche usted.
Un día se presentó en casa una mujer pobremente vestida con aspecto de señora venida a menos; nada de pedigüeña ni aventurera. Había estado a buscarle varias veces y nunca quiso recibirla. Entró porque en lugar de abrir el criado lo hizo la doncella. Luego desde mi gabinete oí que Pepe y aquella mujer levantaban mucho la voz: me acerqué a una puerta y la oí llorar, llegando a mis oídos palabras que me helaron de espanto: «despojo» «compasión» «maldad.» Por fin salió nerviosa, excitadísima, blanca de cólera, y desde la puerta de la escalera, tragándose las lágrimas dijo: «¡Ojalá, si tiene usted hijos que paguen lo que hace con el mío!» Me quedé aterrada, volví al gabinete, llamé a Faustina mi doncella, en quien sabe usted que tengo absoluta confianza, y mostrándole desde el balcón a la mujer que en aquel instante salía del portal le dije: «Coge el mantón, síguela y averigua quien es y donde vive.» Pepe pasó la tarde de un humor intolerable y ordenó que bajo ningún protesto se abriese la puerta a aquella desdichada. Le pregunté quién era y me respondió que una trapisondista. Para abreviar: Faustina volvió diciéndome como se llamaba y donde vivía. A la mañana siguiente fui a verla: vacilé mucho antes de hacerlo pero no me pude contener ni quise dominar el deseo de salir de dudas, porque todo me inducía a sospechar, y un presentimiento amarguísimo me gritaba que Pepe debía de haber cometido una maldad muy grande. Afortunadamente, aquella mujer no me conocía, sabía que Pepe era casado y nada más. La portera de su casa me dijo que la infeliz había estado en buena posición pero que se veía ya en la mayor miseria, sin que ganase cosiendo lo bastante para mantener a su hijo, niño de cinco años. Subí a su sotabanco, ni más ni menos que en las novelas, y para hablar con ella inventé una piadosa mentira. La esperanza de la limosna hizo que no se parase a inquirir si yo decía o no verdad. Poco me costó que hablase. Era parlanchina, locuaz, imprudente, de lengua demasiado suelta, culpas atenuadas por el afán de contar la caída desde una posición acomodada hasta la más dura pobreza: pero en el fondo de su palabrería y su exceso de charla latía algo terrible. ¡Mi marido había robado al suyo veintidós mil duros! La historia es sencillísima. Su esposo era procurador. En cierta ocasión se le formó causa para exigirle responsabilidad por irregularidades en un pleito en que intervino decretándose contra él un embargo. Entonces buscó a Pepe que era íntimo amigo suyo y sin recibo ni documento alguno, que por otra parte, dadas las circunstancias, hubiera sido inútil, le entregó para que se los guardase veintidós mil duros en títulos de la deuda. ¿Va usted adivinando?
Luego le prendieron, pasó en la la cárcel año y medio, salió absuelto y al reclamar el depósito Pepe, se lo negó… Es decir, no negó la devolución, sino lo que es más infame, la entrega. No existía, no podía existir prueba. El infeliz procurador, murió al cabo de unos cuantos meses y Pepe siguió negando a la viuda. Cuanto esta me dijo era verdad. Hasta he averiguado que con parte de esos veintidós mil duros hizo Pepe los gastos de nuestra boda. ¡Qué base para nuestra felicidad! De mi entrevista con aquella mujer saqué el convencimiento de que no mentía: la índole y el carácter de Pepe servían de acusadores contra él, además quise ponerle en al trance de que confesase y lo conseguí. Hice una cosa horrible, pero en relación con su maldad. Dejé una noche que se acostase antes que yo, esperé a que se durmiese, y al cabo de dos horas, cuando estaba en el más profundo sueño, teniendo antes cuidado de poner la luz de modo que le iluminara de lleno el rostro, le llamé a grandes voces gritando «¡Pepe, Pepe… El dinero de Gozalvez, Gozalvez, Gozalvez… su dinero!» Despertó preso de un sobresalto indecible, y sin tiempo para reponerse, sorprendido como criminal por astucia del juez, preguntó fuera de sí enrojecido de rabia: «¿Dónde está Gozalvez? ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo ha contado?»
Pero no eran menester tales palabras: su cara, su espanto, bastaron para persuadirme de que la viuda no me había engañado. ¡Qué pena la mía! ¡Juro que hubiera preferido sorprenderle en brazos de una mujer! Entonces se levantó en mi corazón una tempestad de asco y de desprecio. ¡Y aquel era el hombre que me había poseído, el que saboreó mis primeros besos de amor!
Cuanto he intentado para que prometa la restitución del depósito ha sido inútil: niega, insiste en negar, y cada negativa le aparta más de mí. No podemos divorciarnos: lo sé, me han leído el Código; pero yo me separo de él porque siento que el contacto de ese hombre me mancharía como envilecen al marido honrado los besos de la esposa traidora y consentida. Yo creo, don Luis, que ni el honor ni la conciencia tienen sexo. Me ha deshonrado con su delito como yo hubiera podido deshonrarle con mi infidelidad. Seré legalmente suya, llevaré su nombre y lo que es más doloroso lo llevará mi hijo, pero no volverá a estrecharme entre sus brazos ni comeré su pan. Quien me comprenda que me juzgue.