Prefacio

A través y a lo largo de los años, tanto el poder como la maravilla de los brujos han quedado registrados en fábulas e historias. La existencia de hechiceros, brujos, adivinos, exorcistas y gurúes ha sido siempre motivo de curiosidad y temor para la mayoría de las personas. Estos seres dotados de poderes especiales, disfrazados bajo un manto de secreto, representan una gran contradicción con respecto a las formas corrientes de actuación en el mundo. Mientras los hechiceros y los encantamientos que evocan son por un lado muy temidos, por otro son buscados constantemente por la ayuda que pueden aportar. Cada vez que una de estas personas con estos poderes hace pública su magia, rompe con los esquemas vigentes de la realidad. Además se ubican y se presentan a sí mismos como si tuvieran posesión de algo que está más allá del aprendizaje. En la actualidad, el manto de los hechiceros se ve más frecuentemente sobre los hombros de aquellos psicoterapeutas dinámicos, los que tienen más habilidad que la mayoría, y cuyo trabajo, al observarlo, es tan sorprendente que nos deja atónitos, incrédulos y confusos. Tal como los hechiceros de todos los tiempos, cuya sabiduría era acumulada y entregada de sabio en sabio, agregando y eliminando elementos, pero siempre conservando una estructura básica, así también la magia de estos brujos terapéuticos tiene una estructura.

El Príncipe y el Mago

Erase una vez un joven príncipe que creía en todo, salvo en tres cosas. No creía en las princesas, no creía en las islas y no creía en Dios. Su padre, el rey, le había dicho que esas cosas no existían.

Como no habla ni princesas, ni islas en los dominios de su padre, y ningún signo de Dios, el príncipe le creía a su padre.

Pero un día el príncipe se escapó de su palacio y llegó a otras tierras. Ahí, ante su asombro, vio islas desde la costa, y en estas islas vio a unas extrañas criaturas que no se atrevió a nombrar. Mientras buscaba un bote, se le aproximó un hombre en tenida de etiqueta.

«¿Esas son islas verdaderas?», preguntó el joven príncipe.

«Por supuesto que son islas verdaderas», dijo el hombre en tenida de etiqueta.

«¿Y esas extrañas criaturas?».

«Son princesas auténticas y genuinas».

«Entonces, ¡Dios también debe existir!», exclamó el príncipe.

«Yo soy Dios», respondió el hombre en tenida de etiqueta haciendo una reverencia.

El joven príncipe regresó a casa lo más rápido que pudo.

«Veo que has regresado», dijo su padre, el rey.

«He visto islas, he visto princesas y he visto a Dios», dijo el principe en tono de reproche.

El rey permaneció inmutable.

«No existen islas verdaderas, ni princesas verdaderas, ni Dios verdadero».

«¡Yo los vi!».

«Dime cómo estaba vestido Dios».

«Dios estaba en tenida de etiqueta».

«¿Tenía las mangas enrolladas de su vestón?».

El principe recordó que efectivamente el hombre llevaba las mangas de su vestón enrolladas. El rey sonrió.

«Ese es el uniforme de un mago. Has sido engañado».

Ante esto, el príncipe regresó a esas tierras, y fue a la misma playa, donde nuevamente se encontró con el hombre.

«Mi padre, el rey, me ha dicho quién eres tú», dijo el príncipe indignado. «La última vez me engañaste, pero no lo harás nuevamente. Ahora sé que esas no son islas verdaderas, ni princesas verdaderas porque tú eres un mago».

El hombre de la playa sonrió.

«Eres tú quien está engañado, muchacho. En el reino de tu padre hay muchas islas y muchas princesas. Pero tú estás bajo el hechizo de tu padre y no puedes verlas».

Pensativamente, el joven regresó a casa. Al ver a su padre lo miró a los ojos.

«¿Padre, es cierto que tú no eres un verdadero rey, sino sólo un mago?».

«Sí, hijo mió, soy sólo un mago».

«Entonces el hombre de la playa es Dios».

«El hombre de la playa es otro mago».

«Debo saber la verdad, la verdad más allá de la magia».

«No hay verdad más allá de la magia», respondió el rey.

Al príncipe lo invadió una gran tristeza. Dijo: «Entonces, me mataré».

El rey, mediante la magia, hizo aparecer a la muerte. La muerte se detuvo en la puerta, llamando al príncipe. Este se estremeció. Recordó las bellas, pero irreales islas y las irreales, pero bellas princesas.

«Muy bien», dijo, «puedo aceptar que tú seas mi mago».

«Ves, hijo mío», dijo el rey, «también tú ya comienzas a ser un mago».

Reimpreso de The Magus, por John Fowles,

Dell Publishing Co., Inc.; pp. 499-500.