Capítulo 15

La letra de mi corazón

Éstas fueron las últimas palabras que me dirigió. Cuando desperté a la mañana siguiente, él se había ido. Sólo quedaba la huella de su cuerpo en el colchón y su olor en la almohada. Para salir de dudas, salté fuera de la cama y fui a comprobar si el coche gris todavía seguía allí. No estaba.

Hacía un día muy bonito y una espesa capa de rocío cubría el suelo, y en él pude ver sus huellas alejándose para no volver, hacia el lugar donde había estado el coche. Un pájaro cruzó volando el claro y, desde algún lugar entre los árboles, se oyó el grito de muerte de una paloma torcaz.

Las ruinas del motel eran negras y horribles, y una fantasmal columna de humo se elevaba hacia el aire quieto de la mañana desde los restos del edificio de recepción. Volví a la cabaña, me duché y empecé a recoger mis cosas con rapidez y a meterlas en las bolsas. Fue entonces cuando vi la carta encima del tocador, la cogí y me senté en la cama para leerla.

Había usado el papel de carta del motel que había en el escritorio. La letra era muy clara y regular y había utilizado una pluma estilográfica, no un bolígrafo.

Querida Viv:

Es posible que tengas que enseñar esta carta a la policía, así que seré formal. Me dirijo a Glens Falls, donde informaré de todo lo sucedido a la policía, después de avisar a la patrulla de carretera para que vengan a buscarte inmediatamente. También me pondré en contacto con Washington y, sin duda, ellos pasarán a Albany el caso. Utilizaré todas mis influencias para que no te molesten demasiado y dejen que sigas tu camino, una vez te hayan tomado declaración. Glens Falls sabrá mi ruta y la matrícula de mi coche; así que podrán localizarme en caso de que necesites ayuda o quieran hacerme alguna pregunta más. Como me imagino que no podrás desayunar, me encargaré de que el coche patrulla te lleve un termo de café y bocadillos para que puedas sobrevivir. ¡Me encantaría quedarme contigo, aunque sólo fuera para ver al señor Sanguinetti! Pero dudo mucho que aparezca por ahí esta mañana. Supongo que, al no tener noticias de sus matones, se habrá escabullido hacia Albany, a coger el primer avión al sur para llegar cuanto antes a México. Comunicaré mi hipótesis a Washington y ellos podrán localizarlo si se dan prisa. Por esto le puede caer cadena perpetua. «Se pudrirá en el talego», según el argot que hemos estado practicando. Y ahora escucha. Tú, y hasta cierto punto yo, hemos ahorrado a la compañía de seguros por lo menos medio millón de dólares, y habrá una buena recompensa. En cuanto a mí, las normas de mi trabajo no me permiten aceptar recompensas, o sea que no quiero discusiones, aunque no fuera verdad que fuiste tú la que cargaste con la peor parte del asunto y sólo tú eres la heroína. Así que voy a encargarme personalmente de eso y asegurarme de que la compañía de seguros cumpla con su deber. Y algo más: no me sorprendería que uno o incluso los dos matones estuvieran buscados por la policía y hubiera una recompensa por sus cabezas. También me encargaré de eso. En cuanto al futuro, conduce con cuidado el resto del camino. Y espero que no tengas pesadillas. Este tipo de cosas no pasan muy a menudo. Considéralo un accidente de carretera del que tuviste suerte de salir con vida. Y sigue siendo tan maravillosa como eres ahora. Si alguna vez quieres verme o necesitas mi ayuda, estés donde estés, puedes localizarme por correo o por cable, pero no por teléfono: el Ministerio de Defensa, Storey’s Gate, Londres, SW/.

Hasta siempre,

J. B.

PD: La presión de tus neumáticos es demasiado alta para el Sur. No te olvides de bajarla.

PD2: ¡Prueba Fleurs des Alpes de Guerlain en lugar de Camay!

Oí el ruido de unas motos acercándose por la carretera. Cuando pararon, pude percibir el breve aullido de una sirena para anunciar quiénes eran. Metí la carta dentro del mono, me subí la cremallera y salí al encuentro de La Ley.

Eran dos motoristas de la Policía del Estado, elegantes, jóvenes y muy agradables. Casi había olvidado que existía gente así. Me saludaron como si fuera un miembro de la realeza.

—¿La señorita Vivienne Michel?

El oficial superior, un teniente, era quien me dirigía la palabra, mientras su segundo murmuraba quedamente por la radio para avisar de que ya habían llegado.

—Sí.

—Soy el teniente Morrow. Nos han informado de que ha tenido algunos problemas esta noche. —Señaló las ruinas con su mano enguantada—. Y por lo visto, tenían razón.

—Oh, eso no es nada —dije yo con desdén—. Hay un coche en el lago con un cadáver dentro y otro cuerpo detrás de la cabaña número 3.

—Sí, señorita.

Noté un leve tono de desaprobación por mi ligereza al expresarme. El teniente se volvió hacia su compañero, quien ya había colocado el micrófono en la radio situada detrás del asiento.

—O’Donnell, ¿por qué no vas a echar un vistazo por ahí?

—De acuerdo, teniente.

O’Donnell se alejó por el césped.

—Bueno, vamos a sentarnos en algún sitio, señorita Michel. —El teniente se inclinó previamente hacia uno de los compartimientos laterales de su moto y sacó un paquete cuidadosamente envuelto—. Le he traído algo de desayuno. Me temo que sólo es un poco de café y donuts. ¿Le gustan? —Me tendió el paquete.

Le dirigí una sonrisa más que radiante.

—Es usted muy amable. Estoy muerta de hambre. Hay algunos bancos junto al lago. Podemos sentarnos en uno desde el que no se vea el coche hundido.

Emprendí la marcha cruzando el césped y nos sentamos. El teniente se quitó la gorra y sacó un cuaderno, un bolígrafo y simuló releer sus notas como para darme tiempo de comerme un donut. Después alzó la vista y me sonrió por primera vez.

—No se preocupe por esto, señorita. No le estoy tomando declaración. El capitán se dirige hacia aquí para hacerlo personalmente; llegará de un momento a otro. Cuando recibí la llamada de urgencia, sólo me comunicaron los hechos a grandes rasgos, pero lo que me preocupa es que desde entonces la radio no me ha dejado en paz ni un momento. Desde la carretera 9 hasta aquí, tuve que reducir la velocidad para poder oír las instrucciones de la base: que Albany estaba interesado en el caso, que incluso los peces gordos de Washington están encima de nosotros. Nunca me había llegado tanto jaleo por radio. Señorita, ¿podría decirme cómo es que Washington se ha mezclado en todo esto y sólo dos horas después de que Glens Falls recibiera el primer informe?

No pude evitar sonreír ante su seriedad. Casi podía oírle hablar con O’Donnell cuando venían hacia aquí: «¡Mierda! ¡En cualquier momento tendremos a Jack Kennedy pisándonos los talones!»

—Bueno, un hombre llamado James Bond se vio envuelto en todo esto. Él me salvó y mató a los dos pistoleros. Es una especie de agente británico, del Servicio Secreto o algo así. Iba conduciendo de Toronto a Washington, para informar sobre un caso, cuando sufrió un pinchazo y fue a parar al motel. De no haber sido por eso, ahora estaría muerta. En cualquier caso, creo que debe de ser alguien bastante importante. Me dijo que quería asegurarse de que el señor Sanguinetti no escapara a México ni a ningún otro lugar. Pero eso es más o menos todo lo que sé sobre él, excepto que… excepto que parecía un hombre maravilloso.

El teniente me miró con ojos comprensivos.

—Claro, señorita. Si la sacó de este lío… Pero sin duda tiene algunos contactos en el FBI, porque no acostumbran a meterse en casos locales como éste, a no ser que los llamen, claro, o que el asunto tenga carácter federal.

Se oyó el lejano aullido de las sirenas en la carretera. El teniente Morrow se levantó y se puso la gorra.

—Bueno, gracias, señorita. Sólo era por curiosidad. El capitán se encargará de todo ahora. No se preocupe. Es un buen tipo.

O’Donnell se acercó.

—Si me perdona, señorita…

El teniente se alejó con O’Donnell para comentar el informe. Yo terminé mi café y los seguí lentamente, pensando que el Thunderbird gris ya estaría haciendo kilómetros en dirección al sur, con las bronceadas manos de James Bond al volante.

Una cabalgata digna de verse apareció por la carretera, entre los pinos: un coche patrulla con motoristas, una ambulancia, dos coches de policía más y un camión grúa, que cruzó el césped en dirección a mí y siguió su camino hacia el lago. Todos parecían tener órdenes que cumplir, y, al momento, un regimiento de figuras en movimiento, vestidas de verde oliva o de azul marino, cubrió toda la zona.

El hombre fornido que se presentó a mí, seguido por un oficial subalterno que resultó ser el taquígrafo, parecía el prototipo de capitán de policía de película: lento de movimientos, de expresión amable, decidida. Me tendió la mano.

—¿Señorita Michel? Soy el capitán Stonor, de Glens Falls. Vayamos a algún sitio donde podamos hablar, ¿de acuerdo? A una cabaña, o ¿mejor nos quedamos al aire libre?

—Si no le importa, ya estoy harta de las cabañas. Por qué no aquí… en mi mesa de desayuno. Por cierto, muchas gracias por su amabilidad. Estaba muerta de hambre.

—No me lo agradezca a mí, señorita Michel. —Los ojos del capitán brillaron con frialdad—. Fue su amigo inglés, el comandante Bond, quien nos lo sugirió —hizo una pausa—, entre otras cosas.

Así que era comandante, la única graduación cuyo nombre me gustaba. Y, sin duda, había puesto negro al capitán con su autoridad típicamente inglesa. ¡Y encima la CIA y el FBI! Nada podía irritar más a la policía local. Decidí ser exquisitamente diplomática.

Nos sentamos y, después de los típicos preliminares de la policía, me pidió que le contara toda la historia.

Tardé dos horas; y con las preguntas del capitán Stonor y sus hombres acercándose de vez en cuando a murmurarle cosas al oído con voz ronca, al final estaba agotada. Trajeron café y cigarrillos para mí («No cuando estoy de servicio; gracias, señorita Michel»); después todos nos relajamos y el taquígrafo se marchó. El capitán Stonor mandó llamar al teniente Morrow y lo llevó aparte para que transmitiera un primer informe por radio a jefatura, mientras yo contemplaba cómo sacaban los restos del coche negro y los remolcaban por la hierba hasta la carretera. Hasta allí se acercó la ambulancia, y yo aparté la mirada mientras extraían un bulto húmedo y lo dejaban sobre la hierba. ¡Horror! Volví a recordar su mirada fría y teñida de rojo. Sentí sus manos sobre mí. ¿Había ocurrido de verdad?

—Y copias a Albany y Washington, ¿de acuerdo? —oí que decía el capitán, y volvió a sentarse junto a mí.

Me miró con amabilidad y me dirigió algunas palabras elogiosas. Yo adopté una expresión de agradecimiento y desestimé sus elogios. Le pregunté cuándo pensaba él que podría irme.

El capitán Stonor no me respondió de inmediato. En lugar de eso, se quitó la gorra con lentitud y la dejó encima de la mesa. Aquel gesto de armisticio, idéntico al del teniente, hizo que me sonriera por dentro. Después rebuscó con la mano en el bolsillo y sacó cigarrillos y un mechero. Me ofreció uno y él se encendió el suyo. Me sonrió con su primera sonrisa no oficial.

—Ahora ya no estoy de servicio, señorita Michel.

Se recostó cómodamente en su asiento y cruzó las piernas, apoyando el tobillo izquierdo sobre la rodilla derecha y sujetándose el tobillo con las manos. De pronto, adoptó el aspecto de un hombre de mediana edad con familia que se toma las cosas con calma. Dio una primera y profunda calada a su cigarrillo y contempló cómo se desvanecía el humo.

—Puede usted marcharse cuando quiera, señorita Michel —dijo—. Su amigo, el comandante Bond, deseaba que usted sufriera las menos molestias posibles y yo estoy encantado de complacerle… y a usted también. —Sonrió con una inesperada expresión irónica—. Y no necesitaba que Washington me manifestara los mismos deseos en este tema. Ha sido usted muy valiente. Se ha visto envuelta en un asunto feo y se ha portado como yo desearía que se portara una hija mía. Estos dos matones estaban en búsqueda y captura. Yo mismo daré su nombre para que reciba las recompensas. Y lo mismo con las compañías de seguros, que sin duda serán generosas. Hemos arrestado a los Phancey con una acusación preliminar de conspiración para el fraude, y el tal Sanguinetti ya ha huido, tal como sugirió que haría el comandante esta mañana. Nos pusimos en contacto con Troy, cosa que hubiéramos hecho de todas formas, y la maquinaria policiaca habitual ya se ha puesto en marcha para cazarlo. Cuando capturemos a Sanguinetti, tendrá que enfrentarse a la pena capital y seguramente la necesitaremos como testigo presencial. El Estado le pagará el viaje desde dondequiera que esté, el alojamiento y el retorno. Todo lo que ve —dijo el capitán Stonor, haciendo un gesto amplio con el cigarrillo—, son procedimientos rutinarios de la policía y se hacen solos. —Sus astutos ojos azules miraron con detenimiento los míos y luego se desviaron—. Esta manera de cerrar el caso no me deja totalmente satisfecho. —Sonrió—. O sea, ahora que no estoy de servicio y que, por así decirlo, sólo estamos usted y yo…

Intenté parecer interesada e imperturbable, pero me preguntaba con qué me saldría ahora.

—¿El comandante Bond le dejó instrucciones o alguna carta? Me dijo que la había dejado dormida esta mañana muy temprano. Que se había marchado alrededor de las seis y que no quiso despertarla. Muy amable, por supuesto —el capitán Stonor examinó la punta de su cigarrillo—, pero su declaración y la del comandante reflejan que compartieron la misma cabaña. Algo natural en estas circunstancias. Seguro que usted no quiso quedarse sola anoche. Sin embargo, me parece una despedida un poco brusca… después de una noche tan emocionante. Espero que no tuviera problemas con él, ¿verdad? Él no…, en fin, no intentó tomarse libertades, usted ya me entiende, ¿verdad? —Había una disculpa en sus ojos, aunque, a la vez, sondearon los míos.

Yo me sonrojé intensamente.

—Claro que no, capitán —dije con brusquedad—. Sí, dejó una carta para mí, una carta muy personal. No la había mencionado porque no añade nada a lo que usted ya sabe.

Me bajé la cremallera delantera y saqué la carta, sonrojándome todavía con más intensidad. ¡Maldito policía!

Cogió la carta, la leyó con atención y me la devolvió.

—Una carta muy bonita, muy… formal. No he entendido nada de lo del jabón.

—Oh, sólo es una broma sobre el jabón del motel —dije yo rápidamente—. Él decía que tenía un aroma demasiado fuerte.

—Ya veo, claro. En fin, eso es todo, señorita Michel. —Sus ojos volvieron a adoptar una expresión amable—. Y ahora, ¿le importa si le digo algo personal? ¿Podría hablarle durante unos minutos como si fuera usted mi propia hija? Podría serlo, ¿sabe?… Casi podría ser mi nieta, si yo hubiera empezado cuando era más joven. —Soltó una risita afable.

—Claro, por supuesto, diga lo que quiera.

El capitán Stonor cogió otro cigarrillo y lo encendió.

—Pues mire, señorita Michel, el comandante tiene razón en lo que dice. Ha pasado usted por el equivalente a un accidente de carretera grave y seguro que no quiere tener pesadillas sobre él. Pero todavía hay más. Se ha visto usted metida de golpe, sin venir a cuento, como quien dice, y violentamente en la guerra subterránea de la delincuencia, una guerra que siempre está en marcha y de la que usted habrá leído algo o habrá visto en las películas. Y, como en las películas, el bueno ha salvado a la chica de los malos. —Se inclinó por encima de la mesa y me miró fijamente a los ojos—. No quiero que me malinterprete, señorita Michel, y si algo de lo que le dijo le parece fuera de lugar, olvídelo. Sería comprensible que usted hiciera del bueno que la ha salvado un héroe; tal vez en su mente tenga la imagen de que ése es el tipo de hombre ideal que hay que buscar, incluso para casarse. —El capitán se arrellanó en el asiento y sonrió a modo de disculpa—. La razón por la que le hablo de todo esto es que un incidente violento como el que usted ha vivido deja cicatrices. Es un duro golpe para cualquiera… para cualquier ciudadano, pero todavía más para alguien tan joven como usted. Me parece que —su amable mirada se volvió menos amable— tengo buenas razones, a partir de los informes de mis agentes, para creer que ha tenido usted relaciones íntimas con el comandante Bond anoche. Me temo que una de nuestras obligaciones más desagradable es saber interpretar este tipo de indicios. —El capitán extendió la mano—. Mire, no voy a meterme en este tipo de temas privados, no son asunto mío; pero sería completamente normal, casi inevitable, que hubiera usted entregado su corazón, o por lo menos parte de él, a este joven inglés tan agradable que le salvó la vida. —Había una leve nota de ironía en su sonrisa paternal y comprensiva—. Eso es lo que ocurre en las novelas y en las películas cuando todo ha terminado, ¿no? Así que ¿por qué no en la vida real?

Yo me agité impaciente, deseando que terminara su estúpido discurso y me dejara marchar de una vez.

—Enseguida terminaré, señorita Michel, y sé que piensa que soy muy impertinente, pero, desde que alcancé la madurez en el cuerpo, me he sentido interesado en lo que yo llamo los «cuidados posparto» después de un caso como éste. Especialmente cuando el superviviente es joven y puede sufrir algún daño por la experiencia que ha vivido. Así que lo que quiero es que reflexione sobre lo que le voy a decir, si es posible, y después desearle mucha suerte y un buen viaje en su pequeña y absurda Vespa. Esto es lo que quiero decirle, señorita Michel.

Los ojos del capitán Stonor seguían mirando los míos, pero habían perdido intensidad. Yo sabía que iba a oír algo dicho con toda sinceridad, cosa rara entre generaciones diferentes, entre adultos y niños. Dejé de pensar en marcharme y presté atención.

—Esta guerra subterránea de la que le hablaba, la batalla de la delincuencia que siempre está en marcha, ya sea entre policías y ladrones o entre espías y contraespías, es una contienda privada entre dos ejércitos entrenados para ello: uno lucha de parte de la ley y de lo que su propio país cree que es lo correcto, y el otro pertenece a los enemigos de todos estos principios. —El capitán Stonor hablaba ahora para sí mismo. Pensé que estaba declarando algo, algo de lo que estaba muy convencido y que tal vez ya había incluido en discursos o en algún artículo para una publicación de la policía—. Pero en el más alto nivel de estas dos fuerzas, entre los profesionales más duros, hay una cualidad mortal común en ambos bandos, tanto en el bando amigo como en el enemigo. —El puño cerrado del capitán golpeó con suavidad la superficie de madera de la mesa para hacer hincapié en sus palabras y su mirada introspectiva brilló con una cólera íntima y ferviente—. Los delincuentes de alto nivel, los agentes de alto rango del FBI, los espías y contraespías del más alto nivel son implacables, fríos, despiadados, duros, asesinos, señorita Michel. Sí, incluso los «amigos» tanto como los «enemigos». Tienen que serlo. No sobrevivirían si no fueran así. ¿Me entiende? —Los ojos del capitán Stonor recobraron su intensidad y se fijaron en los míos con una premura amistosa que me conmovió, pero que, me avergüenza decirlo, no me llegó al corazón—. El mensaje que quiero transmitirle, querida (y que conste que he hablado con Washington y me he enterado de cosas sobre el notable expediente del comandante Bond en este tipo de trabajo), es el siguiente: manténgase alejada de todos estos hombres. No son para usted, se llamen James Bond o Bala Morant. Tanto estos dos hombres, como otros como ellos, pertenecen a una jungla privada a la que usted ha ido a parar y de la que ha conseguido escapar. Así que no caiga en el error de tener dulces sueños sobre uno y pesadillas sobre el otro. No son personas como usted, pertenecen a otra especie. —El capitán Stonor sonrió—. Como halcones y palomas, si me permite la comparación. ¿Me comprende? —La expresión de mi cara no debió de parecerle muy receptiva porque su voz adquirió un tono brusco—. Bueno, vámonos.

El capitán Stonor se levantó y yo le seguí. No sabía qué decir. Recordé mi primera reacción cuando James Bond apareció en la puerta del motel: «¡Oh, no, otro de ellos!»

Pero también recordé su sonrisa, sus besos y sus brazos alrededor de mi cuerpo. Caminé dócilmente junto a aquel hombre alto y afable que me había transmitido sus reflexiones llenas de buenas intenciones, pero yo sólo podía pensar en que quería una buena comida y, después, un largo sueño reparador, por lo menos a cien kilómetros del Motel Pinos Soñadores.

Eran ya las doce del mediodía cuando me marché. El capitán Stonor me dijo que tendría muchos problemas con la prensa, pero que él intentaría contener a los periodistas tanto tiempo como le fuera posible. Podía contarles lo que quisiera sobre James Bond, excepto su profesión y su paradero. Sólo era un hombre que apareció por allí en el momento oportuno y después prosiguió su camino.

Yo había metido mis cosas en las bolsas y el joven policía, el teniente Morrow, las ató a la moto por mí y llevó mi Vespa hasta la carretera.

—Tenga cuidado con los baches que hay hasta llegar a Glens Falls, señorita —me dijo cuando cruzábamos el césped—. Algunos son tan profundos que será mejor que toque la bocina antes de meterse en ellos. Es posible que haya otras motos pequeñas como la suya en el fondo.

Yo me reí. Era joven, aseado y alegre y, a la vez, duro y aventurero, no sólo por su aspecto, sino también por su trabajo. ¡Tal vez éste era el tipo de hombre con el que me convenía más soñar!

Me despedí del capitán Stonor y le di las gracias. Luego, y con bastante miedo de hacer el ridículo, me puse el casco y me ajuste las llamativas gafas protectoras forradas de piel, me monté en la moto y le di al pedal de arranque. ¡Por suerte aquel pequeño motor arrancó a la primera! ¡Ahora verían quién era yo! La patilla de apoyo todavía estaba puesta. Giré el embrague con rapidez y le di un brusco empujón a la moto. La rueda trasera se posó en el suelo cubierto de gravilla cuando ya estaba rodando y levantó una nube de polvo y guijarros. Salí disparada como un cohete y, en diez segundos, cambié de marchas hasta ponerme a sesenta. La superficie de la carretera que tenía delante tenía buen aspecto, así que me arriesgué, miré atrás y alcé con descaro una mano en un gesto de despedida que obtuvo como respuesta un gesto parecido del grupito de policías situados delante de la chamuscada recepción. Después, me alejé por la larga y recta carretera que transcurría entre dos filas de vigilantes pinos y pensé que los árboles parecían apenados de dejarme marchar sin daño alguno.

¿Sin daño alguno? ¿Qué es lo que el capitán de policía había dicho sobre «cicatrices»? No lo creí. Las cicatrices provocadas por el terror se habían curado, borrado, gracias al extraño que dormía con una pistola bajo la almohada, aquel agente secreto al que sólo se le conocía por su número.

¿Un agente secreto? No me importaba lo que hiciera. ¿Un número? Ya lo había olvidado. Sabía exactamente quién era y lo que era. Y todo, hasta el menor detalle, quedaría grabado en mi corazón para siempre.