Gatita
El ambiente de la cabaña número 3 estaba muy cargado. Mientras James Bond iba a buscar nuestro «equipaje» entre los árboles, yo abrí las ventanas y levanté las sábanas de la cama de matrimonio. Debería haberme sentido algo violenta, pero no era así. Disfrutaba haciendo de ama de casa para él a la luz de la luna. Después probé la ducha y vi que milagrosamente todavía había presión, a pesar de que a cierta distancia de allí se habrían estropeado muchos tramos de tuberías. Las mejores cabañas estaban cerca de la principal. Me quité la ropa, la amontoné ordenadamente, me metí en la ducha, estrené una pastilla de Camay («Mime a sus huéspedes con Camay rosa, con el aroma de un perfume francés de lujo… combinado con una excelente crema de belleza»; recordaba lo que ponía en el paquete porque sonaba de lo más apetecible) y empecé a enjabonarme el cuerpo, con suavidad a causa de las contusiones.
Con el ruido de la ducha, no lo oí entrar en el baño; pero, súbitamente, había dos manos más frotándome, un cuerpo desnudo se apretaba contra el mío y pude sentir su olor a sudor y pólvora. Me di la vuelta y me reí de su cara tiznada; finalmente, me encontré en sus brazos y nuestros labios se juntaron en un beso que pareció interminable, mientras el agua resbalaba sobre nuestros rostros y nos obligaba a cerrar los ojos.
Cuando casi ya no me quedaba aliento, me apartó del chorro de la ducha y volvimos a besarnos, más lentamente, mientras sus manos recorrían mi cuerpo y el deseo me invadía como oleadas de vértigo. Sencillamente no podía soportarlo.
—¡Por favor, James! —dije—. ¡Por favor, no, o me desmayaré! Y sé tierno. Me haces daño.
En la penumbra del baño, con la única luz de la luna, sus ojos parecían dos surcos salvajes hasta que se relajaron para asumir una expresión tierna y divertida.
—Lo siento, Viv. No es culpa mía, son mis manos que no pueden apartarse de ti. Y deberían estar lavándome a mí. Estoy asqueroso. Tendrás que hacerlo tú porque a mí no me obedecen.
Yo me eché a reír y le empujé hacia la ducha.
—Vale, pero no esperes que sea muy delicada. La última vez que lavé a alguien fue a un pony cuando tenía unos doce años. Además, apenas puedo ver nada en esta penumbra. —Cogí el jabón—. Baja la cabeza. Haré lo que pueda para que no te entre en los ojos.
—Si me entra jabón, te…
Mis manos interrumpieron la frase y me dediqué a restregarle la cara y el cabello; después seguí con sus brazos y su torso, mientras él permanecía inclinado y se sujetaba a la tubería. Me detuve.
—El resto lo tendrás que hacer tú.
—Ni hablar. Y hazlo bien. Nunca se sabe. Puede que haya una guerra mundial y tengas que hacer de enfermera. Será mejor que aprendas a lavar a un hombre. Por cierto, ¿cómo se llama este jabón? Huelo igual que Cleopatra.
—Es muy bueno. Tiene el aroma de un perfume francés de lujo y hueles muy bien. Mucho mejor que cuando olías a pólvora.
—Vale, sigue, pero date prisa —rió.
Me incliné y seguí enjabonándolo; al poco, naturalmente, volvíamos a estar uno en brazos del otro bajo la ducha, nuestros cuerpos resbaladizos por el agua y el jabón. Él cerró la ducha, me alzó fuera de la cabina y empezó a secarme meticulosamente con la toalla, mientras yo me inclinaba hacia atrás, apoyada sobre su brazo libre, y le dejaba hacer. Después fui yo la que cogió la toalla para secarlo a él. Era absurdo esperar más. James cruzó la habitación llevándome en sus brazos, me depositó encima de la cama y yo, con los ojos entrecerrados, contemplé su pálida silueta mientras iba a correr las cortinas y a cerrar la puerta.
Luego se tendió a mi lado.
Sus manos y sus labios eran lentos y electrizantes, y entre mis brazos, su cuerpo desprendía fortaleza y ternura a la vez.
Más tarde, me dijo que cuando llegó el momento, grité. Yo no lo recordaba. Sólo sabía que ante mí se había abierto un abismo de una dulzura insoportable que me ahogó y que le clavé las uñas en las caderas para apretarlo contra mí. Después, medio dormido, me susurró palabras dulces, me dio un suave beso y su cuerpo se apartó de mí y se quedó quieto, mientras yo permanecía tumbada boca arriba, contemplando la oscuridad rojiza y escuchando su respiración.
Nunca antes había hecho el amor, el amor de verdad, no sólo con el cuerpo, sino también con el corazón. Con Derek resultó agradable, y frío y satisfactorio con Kurt. Pero esta vez había sido distinto. Por fin, me había dado cuenta de lo importante que podía ser en la vida de una persona.
Creo que sé por qué me abandoné tanto a ese hombre, cómo fui capaz de eso con alguien a quien conocía hacía sólo seis horas. Además de la excitación que me provocaba su apariencia, su autoridad, su masculinidad, había salido de la nada, como el príncipe de un cuento de hadas, y me había salvado del dragón. Si no hubiera sido por él, ahora estaría muerta, después de sufrir Dios sabe qué tormentos. Podría haber cambiado la rueda de su coche y haberse ido o, en el momento en que las cosas se pusieron peligrosas, salvar su propia piel. En vez de eso, luchó por mi vida como si fuera la suya y después, cuando el dragón ya estaba muerto, me tomó como recompensa. Yo ya sabía que dentro de unas horas él se habría ido, sin declaraciones de amor, sin disculpas ni excusas, y todo habría terminado, acabado.
A todas las mujeres les gusta que las fuercen un poco. Les gusta que las tomen. Fue su dulce brutalidad sobre mi cuerpo magullado lo que había hecho de su amor algo tan intenso y maravilloso. Eso y el hecho de que coincidiera con el momento en que los nervios se relajaron completamente, al desaparecer la tensión y el peligro, la calidez de la gratitud y los sentimientos naturales en una mujer respecto a su héroe. No sentía remordimientos ni vergüenza. Quizá aquello tendría consecuencias para mí y, sin duda, una de ellas podía ser que a partir de entonces los demás hombres no me satisfacieran. Pero cualesquiera que fueran mis problemas, él nunca se enteraría. No lo perseguiría ni intentaría que se repitiera lo que había pasado entre nosotros. Me mantendría alejada de él y le dejaría seguir su propio camino, en el que seguramente encontraría otras mujeres, innumerables mujeres, que le proporcionarían tanto placer físico como el que yo le había dado. No me importaría o, por lo menos, me dije que no me importaría, porque ninguna de ellas conseguiría jamás poseerlo, no lo poseería más de lo que yo lo poseía en ese momento. Y durante toda mi vida le estaría agradecida, por todo, y le recordaría para siempre como mi ideal de un hombre.
¿Hasta qué punto se puede ser estúpido? ¿Por qué le echaba tanto teatro a aquel cuerpo masculino desnudo que estaba junto a mí? Sólo era un agente profesional que había hecho su trabajo. Estaba entrenado para manejar armas, para matar personas. ¿Qué es lo que tenía de maravilloso? Valiente, fuerte y despiadado con las mujeres: éstas eran cualidades que requería su profesión, para eso le pagaban. Sólo era una especie de espía, un espía que me había amado. Ni siquiera amado, sólo se había acostado conmigo. ¿Por qué tenía que hacer de él un héroe, jurar que nunca lo olvidaría? De repente me entraron ganas de despertarlo y preguntarle: «¿Sabes ser agradable? ¿Sabes ser amable?»
Me tumbé de lado. Él estaba dormido, respirando pausadamente, con su cabeza apoyada sobre su brazo extendido y el brazo derecho arropado bajo la almohada. Fuera, la luna brillaba de nuevo. Una luz rojiza se filtraba a través de las cortinas, creando en las oscuras sombras de su cuerpo brillantes reflejos carmesíes. Me incliné sobre él, aspirando su masculinidad, deseando tocarlo, recorrer su espalda bronceada con mi mano hasta la línea en que el moreno se convertía bruscamente en blanco, en la parte que cubría su bañador.
Después de contemplarlo durante mucho rato, volví a tumbarme. No, él era tal como yo había pensado. Sí, era un hombre al que valía la pena amar.
Las cortinas rojas se agitaban al otro lado de la habitación. A través de mis soñolientos ojos me pregunté por qué. Fuera, el viento había dejado de soplar y no se oía ni un ruido. Alcé la vista perezosamente por encima de mí. Las cortinas de aquel lado de la habitación, encima de nuestra cama, no se movían. Seguramente soplaba una leve brisa procedente del lago. ¡Venga! ¡Por el amor de Dios, duérmete!
De repente, oí el ruido de un desgarrón en el tabique de enfrente y vi que los jirones de la cortina se alzaban. ¡Un gran rostro brillante, en forma de nabo, pálido y resplandeciente a la luz de la luna, miraba a través de las tablillas de cristal!
Nunca había creído que los pelos pudieran ponerse de punta. Pensaba que era algo inventado por los escritores. Oí un arañazo en la almohada, junto a mis oídos, y sentí el aire fresco de la noche en mi cuero cabelludo. «Quería gritar, pero no podía.» «Me quedé helada.» «Tenía las manos y las piernas paralizadas.»… Creía que estas frases también pertenecían a la ficción. Pues no. Me quedé allí tumbada, mirando, consciente sólo de mis sensaciones físicas, incluso el hecho de que tenía los ojos tan abiertos que me dolían. Pero no podía mover ni un dedo. Estaba —otra frase hecha— muerta de miedo, absolutamente muerta de miedo.
Detrás del cristal de la ventana, aquel rostro esbozaba una sonrisa. Tal vez se esforzaba por enseñar los dientes, como un animal. La luna brillaba en los ojos, los dientes y la calva con tanta intensidad que éstos se borraban y conferían a aquel rostro la apariencia de un dibujo infantil.
El fantasmal rostro recorrió la habitación con la mirada. Vio la cama blanca con los dos borrones gemelos de nuestras cabezas sobre la almohada. Detuvo la mirada y, con gran lentitud, dolorosamente, una mano, con un reluciente objeto metálico en ella, apareció junto a la cabeza y rompió con torpeza el cristal de la ventana.
El ruido que se produjo fue el detonador que me liberó. Grité y di un golpe con la mano a James. Seguramente, no fue de gran ayuda, porque el ruido del cristal ya lo había despertado. Incluso podría haberle hecho fallar el tiro. Se oyó el doble rugido de las pistolas, el sólido embate de las balas en la pared, por encima de mi cabeza, un nuevo tintineo de cristales rotos y el rostro de nabo desapareció.
—¿Estás bien, Viv?
La voz de James era apremiante, desesperada.
Vio que yo seguía bien y no esperó la respuesta. La cama sufrió una sacudida y un gran haz de luz lunar entró por la puerta. James se movía tan silenciosamente que no oí sus pies en el suelo de hormigón del cobertizo, pero podía imaginármelo pegado a la pared y asomando la cabeza. Yo me limité a quedarme tumbada y a contemplar amedrentada —una palabra literaria, pero exacta— los restos quebrados de la ventana y recordé aquel rostro de nabo, horrible y brillante, que sin duda tenía que ser un fantasma.
James regresó. No dijo ni una palabra. Lo primero que hizo fue traerme un vaso de agua. Aquella acción tan prosaica, lo primero que hace un padre cuando su hijo tiene pesadillas, hizo que la habitación y sus formas habituales salieran de la cueva negra y roja de fantasmas y pistolas. Después fue a buscar una toalla de ducha, colocó una silla bajo la ventana rota y se subió a ella para cubrir el hueco con la toalla.
De pronto fui consciente de los músculos que se contraían y relajaban en su cuerpo desnudo y me hizo gracia lo raro que está un hombre sin ropa cuando no está haciendo el amor, sino sólo yendo de un lado para otro realizando tareas domésticas. Pensé que tal vez deberíamos ser nudistas. Pero sólo si se tenían menos de cuarenta años.
—James —dije—, no engordes nunca.
Él ya había colgado la toalla a modo de cortina. Bajó de la silla y respondió distraídamente.
—No, claro, nunca deberíamos engordar.
Volvió a dejar pulcramente la silla en su lugar, junto a la mesa, y recuperó la pistola, que había dejado encima de la mesa, y la examinó. Se acercó al montón formado por su ropa, cogió un cargador nuevo y sustituyó el viejo, para después dirigirse a la cama y deslizar la pistola bajo su almohada.
Ahora ya sabía por qué dormía en aquella postura, con el brazo derecho doblado bajo la almohada. Imaginé que siempre dormía así, y pensé que su vida debía de ser parecida a la de un bombero, siempre alerta esperando una llamada de emergencia. También pensé lo extraño que debía de ser tener el peligro como profesión.
Se sentó junto a mí, al borde de la cama. Bajo los jirones de luz que se filtraban por la ventana, su rostro parecía cansado y un poco desencajado, como si hubiera sufrido un shock. Intentó sonreír, pero sus músculos estaban tan tensos que se lo impidieron y sólo consiguió esbozar una mueca a modo de sonrisa.
—Por poco nos matan a los dos; es el segundo intento —dijo—. Lo siento, Viv. Debo de estar perdiendo facultades. Si sigo así, acabaré teniendo problemas. ¿Te acuerdas que, cuando el coche fue a parar al lago, un trozo de techo y la luneta trasera quedaron fuera del agua? Pues, evidentemente, había aire suficiente en ese rincón. Fui un perfecto estúpido por no habérmelo imaginado. El tal Bala sólo tenía que romper la luneta trasera y nadar hasta la orilla, aunque estaba herido. Debió de costarle mucho hacerlo, pero consiguió llegar hasta nuestra cabaña. Ahora deberíamos estar muertos. No vayas a la parte trasera mañana. No es agradable de ver. —Me miró buscando tranquilidad—. Sea como sea, lo siento, Viv. Nunca debería haber pasado.
Salté de la cama y lo rodeé con mis brazos. Su cuerpo estaba frío. Lo apreté contra mí y lo besé.
—No seas tonto, James. Si no hubiera sido por mí, nunca te habrías metido en este lío. Y ¿dónde estaría yo si no hubiera sido por ti? No sólo estaría muerta, sino muerta y enterrada hace horas. Tu problema es que no has dormido lo suficiente. Y tienes frío. Ven a la cama conmigo. Yo te daré calor.
Me levanté e hice que él se levantara. Me atrajo hacia sí. Me rodeó con ambos brazos y apretó mi cuerpo contra el suyo.
Me tuvo así un buen rato, completamente quieto, y sentí como su cuerpo ganaba en calidez gracias al mío. Después me tomó con fiereza, casi con crueldad, y de nuevo surgió aquel grito de la garganta de alguien que ya no era yo, y nos quedamos allí tendidos, uno junto al otro, mientras su corazón palpitaba con fuerza contra mi pecho y yo me di cuenta de que mi mano derecha cogía con firmeza su cabello.
Relajé mis dedos crispados y le cogí la mano.
—James, ¿qué es para ellos una gatita? —pregunté.
—¿Por qué?
—Te lo diré cuando me lo expliques.
Rió medio dormido.
—Algunos delincuentes llaman así a sus putas.
—Estaba segura de que sería algo parecido. No paraban de llamarme así. Supongo que debe de ser verdad.
—Vaya tontería.
—Prométeme que tú no piensas que soy una gatita.
—Te lo prometo. Sólo una chavala preciosa que me pone a cien.
—¿Qué quiere decir eso?
—Significa estar loco por una chica. Y ahora, basta de preguntas. Duérmete. —Me besó tiernamente y se volvió de lado.
Yo me acurruqué contra él, encajando mi cuerpo con su espalda y sus muslos.
—Es una bonita manera de dormir, como dos cucharas. Buenas noches, James.
—Buenas noches, querida Viv.