Capítulo 13

Llega el turno de las pistolas

«Quién era, diles quién era…»

¿Por qué tenía que decir algo así, darle esa idea a Dios, al Destino o quienquiera que estuviera al cargo esa noche? Uno nunca debería expresar sus pensamientos más negros. Éstos se expanden, como las ondas radiofónicas, y se unen a la corriente de conciencia colectiva en que nadamos todos. Si en aquel momento, Dios o el Destino están escuchando por casualidad en la misma longitud de onda, puede ser que ocurra. La insinuación de un pensamiento fúnebre puede ser malinterpretada. ¡Entendida como una petición!

Así que tampoco yo debo pensar en ese tipo de cosas o estaré añadiendo mi propio peso a las ondas oscuras del destino. ¡Qué tontería! Había aprendido este tipo de patrañas de Kurt. Él siempre hablaba de «reacciones cósmicas en cadena», «criptogramas de la fuerza vital» y demás tonterías germánicas que yo me tragué con avidez como si él fuera, tal como había insinuado a veces, el «Centro dinámico», o al menos parte de él, que controlaba todas esas fuerzas.

Por supuesto, James Bond había dicho eso sin darle importancia, como quien cruza los dedos, como los esquiadores que yo había conocido en Europa, que decían «Hals und Beincbruch!» a sus amigos antes de que iniciaran un eslálom o una prueba de descenso. Desearles «Que te rompas el cuello y la pierna» antes de empezar servía para evitar accidentes, para invocar lo contrario al mal de ojo. Bond sólo estaba siendo «británico» —eché mano del tópico para animarme—. Pues bien, a mí me habría gustado que no lo fuera tanto. Las luchas con pistolas, los delincuentes y los intentos de asesinato formaban parte de su trabajo, de su vida, pero no de la mía, y le culpé por no ser más sensible, más humano.

¿Dónde estaba ahora? ¿Abriéndose paso entre las sombras, con la sola ayuda de la luz de las llamas para cubrirlo, aguzando sus sentidos para presentir el peligro? ¿Y qué hacía el enemigo ahora, aquellos dos matones que él despreció con tanta rapidez? ¿Le estaban tendiendo una emboscada? ¿Oiría de repente el estruendo de los disparos y después los gritos?

Llegué al garaje de la cabaña número 3 y, palpando la tosca pared de piedra, me guié a través de la oscuridad. Recorrí los últimos metros con gran precaución y miré desde la esquina las oscilantes llamas y sombras de las otras cabañas y del edificio de recepción.

No se veía a nadie, sólo el movimiento de las llamas, que el viento agitaba intermitentemente para avivar el incendio. El fuego prendió en algunos de los árboles que bordeaban el bosque y de sus ramas moribundas saltaban las chispas en dirección a la oscuridad. De no ser por la tormenta, habría estallado un incendio forestal, y ¡entonces sí que la chica maltratada habría dejado su huella en Estados Unidos de América! ¿Hasta dónde se habría extendido con la ayuda del viento? ¿Diez kilómetros? ¿Veinte? ¿Cuántos árboles, pájaros y animales habría destruido la muchachita muerta de Quebec?

El tejado de otra cabaña se derrumbó y volvió a producirse una gran lluvia de chispas anaranjadas. Le siguió el tejado de madera barata del edificio de recepción, que se curvó hacia dentro y se derrumbó como un suflé mal hecho. Una nueva lluvia de chispas se elevó alegremente y se consumió al ser arrastrada por el viento. Este nuevo estallido de llamas iluminó los dos coches aparcados al lado de la carretera, el Thunderbird gris y el reluciente utilitario negro. Pero no había rastro ni de los matones ni de James Bond.

De golpe me di cuenta de que no sabía qué hora era. Miré mi reloj. Eran las dos. ¡Sólo hacía cinco horas que había empezado todo aquello! Podrían haber sido semanas. Mi antigua vida parecía haber transcurrido hacía ya años. Incluso me resultaba difícil recordar aquella misma tarde, cuando había estado sentada pensando en esa vida. Todo se había borrado súbitamente. El miedo, el dolor y el peligro se habían apoderado de mí. Era como encontrarse en medio de un naufragio o de un choque aéreo o ferroviario, de un terremoto o un huracán. Cuando te pasan estas cosas, debes de sentirte igual. Las alas negras de una emergencia ocultan el cielo y no hay ni pasado ni futuro. Vives cada minuto, sobrevives a cada segundo, como si fuera el último. No existe otro tiempo ni otro lugar, sólo el aquí y ahora.

¡Y entonces vi a aquellos dos hombres! Se dirigían hacia mí a través de la hierba, llevando una gran caja cada uno. Eran televisores. Seguramente los salvaron para venderlos y sacarse un dinerito extra. Andaban uno al lado del otro; el hombre delgado y el bajito, y la luz de las cabañas en llamas iluminaba sus rostros sudorosos. Cuando llegaron a los carbonizados arcos del porche que conducía a la recepción, lo atravesaron corriendo, tras echar un breve vistazo al tejado, que todavía ardía, y asegurarse de que no se desplomaría sobre sus cabezas. ¿Dónde estaba James Bond? ¡Era el momento perfecto para cazarlos, cuando tenían las manos ocupadas!

Sólo estaban a veinte metros de mí y se dirigían hacia la derecha, hacia su coche. Me encogí en la oscuridad del cobertizo. Pero ¿dónde estaba James? ¿Debía perseguirlos y encargarme de ellos yo misma? ¡No seas imbécil! Si fallaba, y sin duda lo haría, sería mi final. Si se daban la vuelta, ¿me verían? ¿Y si mi mono blanco resplandecía en la oscuridad? Retrocedí un poco. Pasaron justo delante de la entrada cuadrada del garaje, al alejarse unos metros de la pared norte del edificio de recepción, que todavía se mantenía en pie gracias a que el viento alejaba las llamas de él. Pronto desaparecerían por la esquina y se perdería una ocasión excelente.

Por fin se detuvieron y se quedaron inmóviles. Allí estaba James enfrentándose a ellos, con el arma apuntándolos implacable. Su voz resonó como un latigazo.

—¡Muy bien! ¡Se acabó! ¡Daos la vuelta! El primero que tire el televisor es hombre muerto.

Se volvieron lentamente hasta encararse con mi escondite. James me llamó.

—¡Ven, Viv! Necesito que me eches una mano.

Saqué el revólver de la cintura de mi mono y crucé corriendo el césped. Cuando estaba a unos diez metros de los dos hombres, James dijo:

—Párate ahí, Viv. Te diré lo que tienes que hacer.

Me detuve. Aquellos dos rostros malvados se contrajeron y sus ojos me miraron. El hombre delgado enseñaba los dientes en una especie de mueca tensa de sorpresa. Bala soltó una sarta de maldiciones. Yo apunté el revólver al televisor que le tapaba el estómago.

—Cállate o te mato.

—¿Tú, y quién más? —se rió Bala—. Tienes demasiado miedo para disparar.

—Cállate o te parto tu fea cabezota —dijo James—. Escucha, Viv, tenemos que quitarles las armas. Ponte detrás de Horror, apoya el arma contra su espalda y, con la mano libre, busca debajo de sus brazos. No es agradable, pero no hay más remedio. Dime si notas alguna pistola ahí y te diré lo que debes hacer a continuación. Lo haremos muy despacio. Yo apuntaré al otro, y si Horror se mueve, cárgatelo.

Hice lo que me dijo. Me situé detrás del hombre delgado y apreté el arma contra su espalda. Con la mano izquierda le palpé debajo del brazo derecho. Desprendía un olor desagradable, como a muerto, y el hecho de estar tan cerca de él y de tocarlo de manera tan íntima me dio asco.

Sé que me tembló la mano, y debió de ser eso lo que hizo que aprovechara la oportunidad. De improviso, con un movimiento rápido, soltó el televisor, se revolvió como una serpiente, me dio un golpe con la mano abierta, que hizo que soltara el revólver, y me agarró con fuerza.

Bond disparó su pistola y una bala pasó volando junto a mí. Empecé a debatirme como un demonio, pateando y arañando. Pero era como luchar con una estatua de bronce. Sólo conseguí que me apretara contra él con más fuerza.

—¿Y ahora qué, inglés? —oí que decía su voz con sequedad—. ¿Quieres que la señorita la palme?

Noté que una de sus manos dejaba de sujetarme con fuerza para ir a coger su pistola, y empecé a debatirme de nuevo.

—¡Viv, separa las piernas! —gritó súbitamente Bond.

De manera automática, hice lo que me decía y, de nuevo, disparó su pistola. El hombre delgado masculló una maldición y me soltó; pero, al mismo tiempo, se oyó un tremendo estruendo detrás de mí y me volví. A la vez que Bond disparaba, Bala había lanzado el televisor por encima de su cabeza en dirección a James Bond y consiguió darle en la cara y hacerlo caer.

—¡Larguémonos, Horror! —gritó Bala.

Yo me tiré al suelo a coger mi revólver y, boca abajo en la hierba, le disparé con torpeza. Seguramente habría fallado de todas formas, pero él ya había echado a correr hacia las cabañas, regateando como un futbolista, con el hombre delgado siguiéndolo a la desesperada. Volví a disparar, pero el revólver se desvió hacia arriba. Consiguieron ponerse fuera de mi alcance y Bala desapareció en el interior de la cabaña número 1, hacia la derecha.

Me levanté y corrí hacia James. Estaba arrodillado en el césped con una mano en la frente. Cuando me acerqué, apartó la mano, la miró y soltó una maldición. Tenía un gran corte justo debajo de la línea de nacimiento del cabello. Yo no dije nada; fui corriendo hasta la ventana más próxima de la recepción y la rompí con la culata del arma. Noté una explosión de calor en mi rostro, pero sin llamas. Justo debajo, casi al alcance de la mano, estaba la mesa que los pistoleros habían utilizado y, encima de ella, entre los restos humeantes del tejado, vi mi botiquín de primeros auxilios. Bond gritó algo, pero yo ya estaba apoyada en el alféizar de la ventana. Retuve la respiración para no inhalar humo, cogí el botiquín y me incorporé de nuevo, con los ojos irritados por la humareda.

Limpié la herida como pude y le apliqué mercromina y una tirita grande. El corte no era profundo, pero no tardaría en tener mal aspecto.

—Lo siento, Viv —dijo él—. He disparado rematadamente mal.

Pensé que así era.

—¿Por qué no te limitaste a pegarles un balazo? Eran un blanco fácil con aquellos televisores en las manos.

—Nunca he podido hacerlo a sangre fría —dijo él con brusquedad—. Pero al menos tenía que haberle agujereado el pie. Sólo le he rozado y no lo he quitado de en medio.

—A mí me parece que has tenido mucha suerte de que no te hayan quitado de en medio a ti —dije con severidad—. ¿Por qué no te ha matado Bala?

—Sé lo mismo que tú. Parece como si tuvieran una especie de cuartel general en la cabaña 1. Quizá dejó el arma allí mientras pegaba fuego a la recepción. Tal vez no quería llevar balas encima estando tan cerca del fuego. En cualquier caso, esto es la guerra y tenemos mucho trabajo por delante. Lo principal es no perder de vista su coche. Deben de estar bastante desesperados por escapar, pero primero tienen que matarnos como sea. Están en un buen aprieto y lucharán como ratas atrapadas.

Acabé de curar el corte. James Bond había estado vigilando la cabaña 1.

—Será mejor que nos pongamos a cubierto —dijo—. Es posible que tengan armas potentes allí dentro y ya habrán terminado de curar el pie de Horror. —Se levantó, tiró con fuerza de mi brazo y gritó—: ¡Rápido!

Casi al mismo tiempo, procedente de la derecha, oí el ruido de un cristal al romperse y una ráfaga ensordecedora de lo que supuse era una especie de metralleta. Las balas nos pisaron los talones y se estrellaron contra la pared lateral de la recepción.

—¡Lo siento de nuevo, Viv! —James sonrió—. Mis reacciones no parecen muy rápidas esta noche, pero mejoraré. —Hizo una pausa—. Y ahora, déjame pensar un minuto.

Fue un minuto muy largo. Yo sudaba a causa del calor intenso que desprendía la recepción en llamas. Sólo quedaba en pie la pared norte y el trozo detrás del cual nosotros estábamos refugiados. Lo demás era pasto de las llamas. Sin embargo, el viento seguía soplando hacia el sur y me pareció que aquel trocito todavía seguiría en pie un buen rato. Casi todas las cabañas estaban ya ardiendo hasta sus cimientos y, en aquel lado del claro, el resplandor y las chispas iban reduciéndose. Pensé que el incendio debía de ser visible a kilómetros de distancia, quizá desde el lago George o Glens Falls; sin embargo, nadie había acudido en nuestra ayuda. Seguramente, las patrullas de carretera y los bomberos tenían ya demasiado trabajo con los problemas provocados por la tormenta. Y en cuanto a sus queridos bosques, sacarían la conclusión de que ningún fuego podía extenderse excesivamente en aquel paisaje empapado.

—Haremos lo siguiente —propuso Bond—. En primer lugar, sitúate en algún punto desde el que puedas ayudar, pero donde yo no tenga que preocuparme de ti. De lo contrario, y conozco bien a esa clase de tipos, se concentrarán en ti, imaginándose que yo haré cualquier cosa, incluso dejarlos escapar, antes que permitir que te hagan daño.

—¿De verdad?

—No seas tonta. Cruza la carretera pegada a este trozo de pared y después vuelve, sin dejarte ver, y sitúate frente a su coche. Quédate quieta e, incluso si uno de ellos o los dos consigue llegar hasta el coche, no dispares hasta que yo te lo diga. ¿De acuerdo?

—Pero ¿dónde estarás tú?

—Tenemos lo que se llama líneas interiores de defensa, si consideramos a los coches como nuestro objetivo. Voy a quedarme por aquí y a dejar que vengan hacia mí. Son ellos los que quieren atraparnos y huir. Que lo intenten. El tiempo corre en su contra. —Miró su reloj—. Son casi las tres. ¿A qué hora amanece por aquí?

—Dentro de unas dos horas. Hacia las cinco. ¡Pero ellos son dos y tú sólo uno! Harán lo que se llama un «movimiento de pinza».

—Uno de los cangrejos ha perdido una pinza. En cualquier caso, es lo más parecido a un plan maestro que puedo pensar ahora. Cruza de una vez la carretera antes de que hagan algo. Yo los mantendré ocupados.

Se dirigió a la esquina del edificio, la rodeó y disparó dos veces contra la cabaña de la derecha. Se oyó el tintineo lejano de un cristal al romperse y la ráfaga despiadada de una metralleta. Las balas rebotaron en la pared y se perdieron entre los árboles, al otro lado de la carretera. Bond retrocedió y me sonrió para darme ánimos.

—¡Ahora!

Me dirigí corriendo hacia la derecha y crucé la carretera, siempre con la recepción entre la cabaña y yo, y fui a parar entre los árboles. De nuevo, sentí sus arañazos y rasguños, pero esta vez llevaba el calzado adecuado y la tela de mi mono era mucho más resistente. Me interné en el bosque y después me desvié hacia la izquierda. Cuando pensé que ya me había alejado lo bastante, volví sigilosamente en dirección a la luz de las llamas. Fui a parar donde yo quería, justo detrás de la primera línea de árboles, con el coche negro a unos veinte metros de mí, al otro lado de la carretera, y con una vista bastante buena del brillante campo de batalla.

Durante todo ese tiempo, la luna había ido apareciendo y desapareciendo detrás de las nubes, iluminándolo todo con su brillante luz en ocasiones para, a continuación, apagarse y dejar sólo el resplandor vacilante procedente del fuego que devoraba la parte izquierda de la recepción. En aquel momento, la luna se dejó ver en todo su esplendor y me mostró una escena que casi me hizo gritar. El hombre delgado se arrastraba hacia la pared norte de la recepción y un rayo de luna hizo brillar el arma que llevaba en la mano.

James estaba donde yo lo había dejado, y para asegurarse de que no se movía de allí, Bala disparaba con regularidad cada pocos segundos contra la esquina de la pared hacia la que el hombre delgado se arrastraba. Tal vez James había adivinado la intención de aquellos disparos regulares. Debía de intuir que su intención era inmovilizarlo, porque empezó a moverse hacia la izquierda, hacia la mitad del edificio que seguía ardiendo. Se puso a correr agachado, cruzó el trozo de césped chamuscado y atravesó las columnas de humo y chispas hacia las brasas de los restos calcinados de la hilera de cabañas situada a la izquierda. Pude verlo unos instantes cuando se metió en uno de los cobertizos, hacia el número 15, y después desapareció entre los árboles situados a sus espaldas para poder avanzar y sorprender a Bala por detrás.

Observé al hombre delgado. Había llegado ya a la esquina del edificio. Los disparos cesaron. Entonces el hombre delgado alzó su arma, empuñándola con la mano izquierda, y disparó un cargador entero, a ciegas, hacia la pared detrás de la cual James y yo nos habíamos ocultado antes.

Al no obtener respuesta, asomó bruscamente la cabeza por la esquina y volvió a retroceder, como una serpiente, para luego levantarse e indicar con un amplio movimiento de la mano que nos habíamos ido.

A continuación se oyeron dos disparos rápidos procedentes de la cabaña número 1, seguidos por un grito espeluznante que hizo que se me parara el corazón. Bala salió andando hacia atrás, con el arma apoyada en la cadera y disparando con la mano derecha mientras la izquierda colgaba inerte en su costado. Siguió corriendo hacia atrás, gritando de dolor, pero sin dejar de disparar ráfagas cortas con la metralleta. Entonces vi un atisbo de movimiento en uno de los cobertizos y se oyó la contundente respuesta de la automática. Pero Bala apuntó hacia otro punto y el arma de Bond quedó en silencio. Después, volvió a resonar desde otro lugar, y una de las balas debió de dar en la metralleta de Bala, porque éste la soltó de golpe y empezó a correr hacia el coche negro, detrás del cual el hombre delgado estaba agazapado y disparaba con dos pistolas para cubrir su retirada. La bala de James debió de alterar el mecanismo de la metralleta, porque ésta siguió disparando, girando sobre sí misma como una noria de fuego sobre la hierba y esparciendo balas por todas partes. El hombre delgado se instaló en el asiento del conductor; oí que ponía en marcha el motor, y una nube de humo surgió del tubo de escape. Abrió la puerta del copiloto, Bala se precipitó dentro y la puerta se cerró de golpe, al emprender el coche bruscamente la marcha.

No esperé a James. Salí corriendo a la carretera, empecé a disparar contra la parte trasera del coche y oí como algunos de mis disparos se estrellaban contra la plancha del vehículo. Entonces el percutor golpeó sobre vacío y yo me quedé allí de pie, soltando maldiciones al ver que huían. En ese momento, resonó el arma de James, que disparaba desde el extremo más alejado del césped, mientras la ventanilla delantera del coche escupía más balas como respuesta hasta que, de repente, pareció que el automóvil negro se volvía loco. Viró con brusquedad y se dirigió directamente hacia el lugar donde estaba James. Por un momento, los faros del coche iluminaron el pecho de James, resplandeciente de sudor, y él disparó de nuevo, en la postura clásica de un duelo, como si tirara contra un animal a la carga. Pensé que iba a arrollarlo y corrí por la hierba hacia él, pero entonces el coche se desvió y, con el motor rugiendo, se dirigió directamente hacia el lago.

Me quedé mirándolo fascinada. Más o menos en ese lugar, el césped daba paso a un pequeño precipicio, de unos siete metros, bajo el que había un estanque y algunas mesas y bancos rústicos que servían de merendero. El coche siguió avanzando sin freno y, aunque no golpeara contra ningún banco, su velocidad lo llevaba sin remedio hacia el lago. Mientras yo me tapaba la boca en un gesto de excitación y horror, saltó por el borde del precipicio y aterrizó sobre el agua con un fuerte chapoteo, balanceándose entre el tintineo de los cristales y la plancha. Entonces, muy lentamente, empezó a hundirse por el morro, entre un revoltijo de gases y burbujas, hasta que no quedó nada en la superficie, a excepción del maletero, una parte del techo y el parabrisas trasero, que apuntaban hacia el cielo.

James Bond seguía allí, mirando hacia el lago, cuando me acerqué corriendo a él y me lancé a abrazarlo.

—¿Estás bien? ¿Estás herido?

Se volvió aturdido hacia mí, puso un brazo alrededor de mi cintura y me apretó con fuerza.

—No, estoy bien —dijo distraídamente, y volvió a mirar hacia el lago—. Debo de haberle dado al conductor, al hombre delgado. Lo he matado y su cuerpo ha pisado a fondo el acelerador. —Pareció recuperarse y sonrió nerviosamente—. Bueno, esto sin duda aclara la situación. No quedan cabos sueltos por atar. Muertos y enterrados de un solo golpe. No es que pueda decir que lo siento. Eran un par de pistoleros.

Me soltó y metió la pistola en su funda. Olía a pólvora y a sudor. Era delicioso. Me puse de puntillas y lo besé.

Dimos media vuelta y anduvimos lentamente por la hierba. Sólo quedaban algunos pequeños focos intermitentes de fuego y el campo de batalla estaba casi a oscuras. Mi reloj indicaba las tres y media. De repente, me sentí absoluta y extremadamente agotada.

—Todo esto ha borrado el efecto de la benzedrina —dijo James como si leyera mis pensamientos—. ¿Qué te parece si dormimos un poco? Todavía quedan cuatro o cinco cabañas en pie. ¿Qué tal la dos y la tres? ¿Son unas suites lo bastante acogedoras?

Sentí que me sonrojaba y dije con terquedad:

—Me da igual lo que pienses, James, pero esta noche no te voy a dejar solo. Puedes escoger la dos o la tres; yo dormiré en el suelo.

Él se echó a reír y me abrazó.

—Si tú duermes en el suelo, yo también lo haré. Pero me parece una manera muy tonta de desperdiciar una buena cama doble. ¿Qué te parece la tres? —Se detuvo y me miró, fingiendo buenos modales—. ¿O tal vez preferiría usted la número dos?

—No. La número tres me parece divina.