Capítulo 12

¡Dormir, tal vez morir!

Mientras Bala se dirigía a la puerta de atrás y salía al exterior, el hombre delgado se acercó lentamente a nosotros y se apoyó en el borde de la barra.

—Bueno, muchachos. Dejadlo ya. Es medianoche y vamos a cortar la electricidad. Mi amigo ha ido a buscar lámparas de aceite de emergencia al almacén. No debemos malgastar la luz, son órdenes del señor Sanguinetti.

Sus palabras sonaban amistosas y razonables. ¿Habían decidido renunciar a sus planes, fueran los que fueran, a causa de Bond? Yo lo dudaba. Los pensamientos que la historia de Bond había conseguido hacerme olvidar volvieron a mí. Tendría que dormir con aquellos dos hombres en las cabañas de al lado. Tenía que conseguir que mi habitación fuera inexpugnable. ¡Pero ellos poseían la llave maestra! Debía conseguir que Bond me ayudara.

James Bond bostezó exageradamente.

—Bueno, la verdad es que necesito dormir un poco. Hoy he recorrido un largo camino y mañana me espera una dura jornada. Y ustedes también deben de tener ganas de acostarse, con todos los problemas que conlleva su profesión.

—¿Perdón? —La mirada del hombre delgado se aguzó.

—Tienen ustedes un trabajo de mucha responsabilidad.

—¿Qué trabajo?

—Eso de ser asesores en materia de seguros, y en una propiedad tan valiosa como ésta. Debe de valer medio millón de dólares, diría yo. A propósito, ¿tienen ustedes alguna prima?

—No. El señor Sanguinetti no necesita dar primas a la gente que trabaja para él.

—Pues tiene mucho mérito. Debe de contar con un personal muy bueno y por eso confía tanto en él. Por cierto, ¿cómo se llama su compañía de seguros?

—Metro Accident & Home. —El hombre delgado seguía apoyado en la barra, pero su grisáceo rostro estaba tenso—. ¿Por qué? ¿A usted qué le importa, jefe? ¿Por qué no se deja de tanta cháchara y habla claro?

—La señorita Michel me estaba diciendo que el motel no iba bien —dijo Bond despreocupadamente—. Supongo que el establecimiento no ha entrado en la Asociación o Agrupación de Moteles. Es difícil hacer negocios sin pertenecer a esos organismos. Y, además, tomarse tantas molestias en enviarlos aquí para contar los cubiertos y apagar las luces y todo lo demás —dijo Bond con expresión comprensiva—. Se me ha ocurrido que tal vez el negocio estaba con el agua al cuello. ¡Qué pena! La ubicación es muy buena y las instalaciones también.

El tono rojizo que, por desgracia, yo ya había visto antes apareció en los ojos del hombre delgado.

—¿Qué tal si deja de rajar, jefe? Ya no aguanto más su rollo de inglés, ¿lo pilla? ¿Quiere decir que hay algo ilegal? ¿Que nos dedicamos a los chanchullos?

—No se cabree, señor Horowitz, y no se haga el llorón. —Bond sonrió ampliamente—. Yo también sé hablar como usted. —Su sonrisa desapareció bruscamente—. Y también sé qué tipo de gente habla así. ¿Lo pilla usted?

Supongo que se refería a que sólo los delincuentes, la carne de prisión, usan ese lenguaje. Desde luego, el hombre delgado sí lo pensó porque pareció sorprendido, pero enseguida superó su cólera y sólo dijo:

—Vale, listillo. Ya me he quedado con la película. Todos los polis sois iguales: buscando mierda donde no la hay. ¿Dónde coño está mi colega? Venga, a planchar la oreja.

Cuando salíamos todos por la puerta de atrás, las luces se apagaron. James Bond y yo nos detuvimos, pero el hombre delgado siguió andando por el porche como si pudiera ver en la oscuridad. Bala apareció por la esquina del edificio llevando dos lámparas de aceite y nos dio una a cada uno. En su cara imberbe, amarillenta bajo aquella luz, se dibujó una mueca de sonrisa.

—¡Felices sueños, amigos!

Bond me acompañó hasta mi cabaña, entró conmigo y cerró la puerta.

—No tengo ni la más puñetera idea de lo que se traen entre manos, pero lo primero que haré es asegurarme de que usted duerma con todo bien cerrado. Veamos.

Recorrió la habitación, examinando los pestillos de la ventana, inspeccionando las bisagras de la puerta y calculando las dimensiones de las rejillas de ventilación. Pareció satisfecho.

—Sólo hay esta puerta —dijo—. Según me ha contado, ellos tienen la llave maestra. Pondremos cuñas en la puerta y, cuando yo me vaya, coloque la mesa delante para apuntalar más la puerta.

Entró en el baño, arrancó unas tiras de papel higiénico, las mojó y las modeló en forma de cuñas sólidas. Embutió unas cuantas bajo la puerta, hizo girar el pomo y tiró. Las cuñas aguantaron, pero si alguien golpeaba la puerta con fuerza, seguramente cederían. Volvió a sacar las cuñas y me las dio. Después acercó su mano al cinturón de sus pantalones y sacó un pequeño revólver chato.

—¿Alguna vez ha disparado con esto?

—Cuando era joven —dije—, disparé contra conejos con una pistola de tiro de cañón largo del 22.

—Vale. Ésta es una Smith and Wesson de precisión de las que usa la policía. Recuerde que debe apuntar bajo. Sujete el arma con los brazos estirados así. —Me mostró cómo—. Y procure apretar suavemente el gatillo, no darle con brusquedad. Aunque en realidad no importa, porque yo lo oiré y vendré corriendo. Recuérdelo. Está totalmente protegida. Las ventanas son sólidas y no hay manera de atravesar los paneles de cristal, ni de romperlos. —Sonrió—. Confíe en los diseñadores de moteles. Saben todo lo que hay que saber sobre cómo impedir que entren los ladrones. Esos matones no dispararán contra usted a través de ellas en la oscuridad, pero, por si acaso, deje la cama donde está y hágase una con unos cuantos cojines y sábanas en el suelo, en la esquina más alejada. Ponga la pistola bajo la almohada. Coloque la mesa delante de la puerta y sitúe el televisor en el borde, de manera que, si alguien intenta abrir la puerta, éste caiga. Eso la despertará, y entonces dispara un solo tiro a través de la puerta, cerca del tirador, donde estará el hombre, y espere a oír su grito. ¿Comprende?

Yo asentí, aparentando toda la animación de la que era capaz, y deseé que se quedara en la habitación conmigo. Pero no me sentía con fuerzas para pedírselo y, en cualquier caso, él parecía tener sus propios planes.

Él se acercó y me besó suavemente en los labios. Yo me quedé tan sorprendida que permanecí allí de pie sin decir nada.

—Lo siento, Viv, pero eres una chica muy linda. Con ese mono, pareces el mecánico más guapo que he visto nunca. Y ahora no te preocupes. Duerme un poco. Yo velaré por ti.

Le rodeé el cuello con los brazos y le devolví el beso, con fuerza, en la boca.

—Eres el hombre más maravilloso que he conocido en mi vida. Gracias por estar aquí. Y por favor, James, ¡ve con cuidado! No has visto lo que yo. Son realmente peligrosos. Por favor, no dejes que te hagan daño.

Él volvió a besarme, pero sólo ligeramente, y yo le solté.

—No te preocupes. Ya he visto antes tipos de esa calaña. Ahora haz lo que te he dicho y duerme un poco. Buenas noches, Viv.

Y se fue.

Me quedé contemplando la puerta unos instantes y, después, fui a cepillarme los dientes y a prepararme para dormir. Me miré en el espejo. Tenía una pinta horrible: pálida, sin maquillaje y con profundas ojeras bajo los ojos. ¡Vaya día! ¡Y ahora esto! ¡No podía perderlo! ¡No podía dejarlo marchar! Pero en el fondo sabía que tendría que hacerlo. Él seguiría su camino solo y yo también. Ninguna mujer había podido atar a aquel hombre. Y ninguna lo conseguiría jamás. Era un solitario, un hombre que caminaba solo y no entregaba su corazón a nadie. Odiaba comprometerse. Suspiré. De acuerdo. Lo haría a su manera. Dejaría que se marchara. No lloraría cuando lo hiciera. Ni tampoco después. ¿Acaso yo no era la chica que había decidido vivir sin corazón?

¡Muchacha estúpida! ¡Muchacha estúpida y caprichosa! ¡Vaya momento para divagar como una chiquilla en una revista femenina! Sacudí la cabeza enfadada, fui al dormitorio y me puse a llevar a cabo lo que tenía que hacer.

El viento todavía soplaba con fuerza y las agujas de los pinos chocaban violentamente contra la ventana de atrás. La luna, que se filtraba a través de las veloces nubes, iluminaba los dos cuadros superiores de cristal a cada extremo de la habitación y brillaba de manera siniestra a través de las finas cortinas rojas. Cuando la luna se ocultó detrás de las nubes, el foco de luz rojiza se apagó y sólo quedó el amarillo y débil reflejo de la lámpara de aceite. Sin la iluminación eléctrica, aquella habitación rectangular parecía el decorado de una película de miedo. Los rincones estaban a oscuras y parecía como si la habitación estuviera esperando a que el director llamara a los actores para que salieran de la sombras y decirles lo que tenían que hacer.

Intenté no ponerme nerviosa, pegué el oído a las paredes de la izquierda y de la derecha, pero, con la separación del cobertizo para los coches, no podía oír nada. Antes de montar la barricada, abrí la puerta silenciosamente y salí para mirar a mi alrededor. Una luz brillaba tenuemente en la cabaña 8, la 10 y en la 40 de James Bond, en la distancia hacia la izquierda. Todo estaba tranquilo, silencioso. Después eché un último vistazo a mi alrededor desde el centro de la habitación. Había hecho todo lo que me había dicho. Recordé las plegarias que debía rezar y me arrodillé allí mismo, y luego en la alfombra, y las recité. Di las gracias, pero también supliqué. Finalmente, me tomé dos aspirinas, apagué la lámpara de aceite soplando sobre la llama y me tumbé en mi cama preparada en el suelo, en un rincón. Después de bajarme la cremallera delantera del mono y de desatarme los cordones de los zapatos, pero sin quitármelos, me acurruqué bajo las mantas.

Nunca tomo aspirinas ni ninguna clase de pastillas. Las que acababa de tomar, después de leer atentamente las instrucciones, las había sacado de un pequeño botiquín de primeros auxilios que mi pragmática mentalidad me aconsejó incluir en mi exiguo equipaje. Estaba agotada, muerta de cansancio, y las pastillas, para mí tan fuertes como la morfina, consiguieron que no tardara en entrar en un delicioso estado de semivigilia en el que no existía peligro alguno, sólo un rostro sombrío y excitante y el reciente descubrimiento de que ese tipo de hombres realmente existía. Todavía me puse más sentimental y rememoré el primer roce de sus manos cuando me dio fuego con su mechero, pensé en cada uno de los besos por separado y luego, pero sólo después de recordar vagamente el arma y de deslizar la mano bajo la almohada para asegurarme de que estaba allí, me dormí profundamente.

Lo siguiente que permanece en mi memoria es que desperté. Me quedé tumbada unos instantes, intentando recordar dónde estaba. El viento había cesado y todo estaba en silencio. Vi que estaba tumbada boca arriba. ¡Por eso me había despertado! Me quedé un momento mirando la habitación y el retazo rojo que colgaba en la pared de enfrente. La luna había vuelto a aparecer. ¡Qué mortalmente silencioso estaba todo! El silencio era cálido y consolador después de tantas horas de tormenta. Empecé a sentirme soñolienta de nuevo y me giré de lado, de cara a la habitación. Cerré los ojos, pero, cuando el sueño estaba a punto de apoderarse de mí, mi mente notó algo raro. Mis ojos, antes de cerrarlos, habían notado algo inusual en la habitación. Sin muchas ganas, volví a abrirlos. Tardé unos minutos en reconocer lo que había visto. Unos débiles rayos de luz se filtraban entre las rendijas de las puertas del armario ropero en la pared de enfrente.

¡Qué tonta! No había cerrado bien las puertas y la luz automática interior no se había apagado. Un tanto reacia, me levanté de la cama. ¡Qué fastidio! Y, cuando apenas había dado dos pasos en dirección al armario, me acordé de repente. ¡Pero si no había luz en el interior del armario! ¡Habían cortado la electricidad!

Me quedé allí quieta unos segundos, con la mano en la boca, y cuando iba a lanzarme a coger la pistola, las puertas del armario se abrieron de golpe y de él surgió la figura agazapada de Bala que, con una linterna en una mano y algo que colgaba en la otra, se abalanzó sobre mí.

Creo que solté un grito agudo, pero quizá sólo lo hice por dentro. Seguidamente, algo chocó contra mi cabeza y me dejé caer al suelo. Todo se oscureció a mi alrededor.

Mis primeras sensaciones al recobrar el conocimiento fueron de un calor terrible y de que alguien me arrastraba por el suelo. Después noté el olor a quemado, vi las llamas e intenté gritar. Me di cuenta que de mi garganta sólo surgía el gimoteo de un animal y empecé a sacudir las piernas. Pero aquellas manos me sujetaban los tobillos con firmeza; noté unos golpes dolorosos que se añadieron al fuerte dolor de cabeza y que alguien me arrastraba hacia los árboles por la hierba húmeda. De improviso, mis piernas quedaron libres; el hombre se arrodilló a mi lado y me puso una mano firme sobre la boca. Una voz junto al oído, la voz de James Bond, susurró con premura:

—¡No digas nada! ¡Quédate quieta! Todo va bien, soy yo.

Alargué una mano y le toqué el hombro. Estaba desnudo. Se lo apreté para tranquilizarlo y él quitó su mano de mi boca.

—¡Espera ahí! ¡No te muevas! Volveré enseguida. —Y se alejó silenciosamente.

¿Silenciosamente? No hubiera importado que hiciera ruido. Se oía un tremendo estruendo y las llamas crepitaban detrás de mí, mientras un reflejo anaranjado se reflejaba en los árboles. Me puse de rodillas con cuidado y, con gran dolor, volví la cabeza. Una enorme muralla de fuego se extendía a mi derecha, a lo largo de las cabañas. ¡Dios mío! ¡De la que me había salvado! Me palpé el cuerpo y el cabello con las manos. Estaba intacta. Sólo sentía un dolor punzante en la parte posterior de la cabeza. Vi que podía ponerme de pie, me levanté e intenté pensar en lo que había pasado. Pero no podía recordar nada posterior al momento del golpe. Debían de haber pegado fuego al motel y, de algún modo, James había conseguido llegar hasta mí a tiempo y me había arrastrado hasta los árboles de la parte trasera.

Oí un crujido entre los árboles y apareció él. No llevaba ni camisa ni chaqueta, pero sí una especie de correa que le cruzaba el pecho bronceado y sudoroso, brillante bajo la luz de las llamas, y un arma automática pesada colgaba, con la culata hacia abajo, bajo su axila izquierda. Sus ojos brillaban por la tensión y la excitación, y su rostro manchado de hollín y su cabello alborotado le conferían un aspecto de pirata, bastante amenazante.

Sonrió sombríamente y señaló las llamas con la cabeza.

—De eso iba el juego: quemar el garito y cobrar el seguro. Están organizándolo todo para que las llamas lleguen al edificio de recepción, esparciendo polvo de termita a lo largo del porche. Me importa un rábano. Si los detengo ahora, sólo estaría salvándole la propiedad al señor Sanguinetti. Con nosotros como testigos, ni siquiera llegará a ver el dinero del seguro y, además, irá a parar a la cárcel. Así que esperaremos un poco y dejaremos que se arruine del todo.

De repente me acordé de mis preciosas pertenencias.

—¿Podemos salvar la Vespa? —pregunté humildemente.

—Desde luego, sólo has perdido tu elegante ropa… si la dejaste en el baño. Cogí la pistola cuando fui a por ti y tiré tus bolsas fuera. Acabo de ir a rescatar tu Vespa. Parece que está en buen estado. Lo he escondido todo entre los árboles. Los cobertizos serán los últimos en quemarse. Las paredes de ambos lados son de obra. Han utilizado una bomba de termita para cada cabaña; es mejor un cóctel molotov. Abulta menos y no deja rastro alguno para los sabuesos del seguro.

—¡Pero podías haberte quemado!

Su blanca sonrisa brilló en la oscuridad.

—Por eso me quité la chaqueta. Debo parecer respetable en Washington.

A mí no me pareció divertido.

—¿Y tu camisa?

Se produjo un fuerte estrépito y una gran lluvia de chispas a lo largo de la fila de cabañas.

—Ahí está mi camisa —dijo Bond—. Con todo el techo encima de ella. —Hizo una pausa y se pasó la mano por su cara sucia y sudorosa, con lo que todavía se volvió más negra—. Tenía el presentimiento de que algo así iba a pasar. Tal vez hubiera debido estar mejor preparado. Por ejemplo, podría haber ido a cambiar la rueda de mi coche. Si lo hubiera hecho, ahora podríamos irnos. Podríamos haber rodeado las cabañas y salir corriendo. Llegar hasta el lago George o Glens Falls y llamar a la poli; pero pensé que si arreglaba lo del coche, nuestros amigos tendrían una excusa para decirme que me largara. Podía negarme, claro, o decir que no me iba sin ti, pero pensé que la cosa podría acabar a tiros. Necesitaría mucha suerte para cargarme a esos dos, sobre todo si me disparaban primero a mí. Y conmigo fuera de juego, volverías a estar como al principio, y eso sí que sería malo. Tú eras una parte muy importante de su plan.

—Siempre me lo pareció, pero ignoraba por qué. Sabía, por la manera como me trataban, que yo no les importaba, que podían prescindir de mí. ¿Para qué me querían?

—Tú ibas a ser la causa del fuego. Sanguinetti sólo necesitaba las pruebas que le proporcionarían sus encargados, los Phancey, que por supuesto están metidos en esto hasta el cuello.

Me acordé de cómo cambió su actitud hacia mí el último día; el desprecio con el que me habían tratado, como si fuera basura, como algo que se podía tirar.

—Ellos dirían —prosiguió Bond— que te habían dicho que cortaras la electricidad, una orden razonable teniendo en cuenta que el establecimiento cerraba, y que usaras lámparas de aceite durante la última noche. Se encontrarían los restos de la lámpara de aceite. Tú te habrías ido a dormir con la luz encendida y ya está. Los edificios tienen mucha madera y el viento hizo el resto. Mi aparición fue un estorbo, pero sólo eso. También habrían encontrado mis restos o, en cualquier caso, mi coche, la correa del reloj y el metal de mi maleta. No sé qué habrían hecho con mi pistola y la que tenías bajo la almohada. Las dos podían incriminarlos. La policía habría comprobado el coche con Canadá y los números de las pistolas con Inglaterra, y con eso habrían podido identificarme. Así que, ¿por qué estaba mi otra pistola bajo tu almohada? Eso habría dado qué pensar a la policía. Si éramos, en fin, algo así como amantes, ¿por qué dormía yo tan lejos de ti? A lo mejor es que los dos habíamos sido muy púdicos y habíamos dormido lo más lejos posible el uno del otro, y yo había insistido en que te quedaras con una de mis pistolas como protección para una chica sola en medio de la noche. No sé cómo lo habrían arreglado. Pero creo que nuestros amigos, después de que yo les dijera que era policía, posiblemente pensaron en pistolas y en otras armas incriminatorias, que el fuego no destruiría, y decidieron que esperarían unas horas; después volverían a buscar entre las cenizas para deshacerse de estos objetos problemáticos. Tendrían que ser muy cuidadosos en su búsqueda y, desde luego, no dejar huellas en las cenizas. Pero esa gente son profesionales —su boca se curvó hacia abajo—, desde su punto de vista, claro.

—Pero ¿por qué no te mataron?

—Lo hicieron o, mejor dicho, pensaron que lo habían hecho. Cuando te dejé y me fui a mi cabaña, pensé que si querían hacerte algo, primero tendrían que deshacerse de mí. Así que puse una especie de muñeco en mi cama. Me salió bastante bien. Lo he hecho antes y ya lo tengo por la mano. No sólo debes disponer de algo que parezca un cuerpo en la cama, porque eso se puede hacer con almohadas, toallas y sábanas. También debes tener algo que pueda parecer cabello puesto encima de la almohada. Esta vez lo hice con un puñado de agujas de pino, las suficientes para amañar una mata oscura en la almohada con las sábanas subidas hasta arriba. Todo muy artístico. Después colgué la camisa en el respaldo de una silla, junto a la cama; otro truco muy útil que da la idea de que el propietario de la camisa está dentro de la cama. Dejé la lámpara de aceite encendida, pero baja, para facilitarles la puntería, aunque sean muy hábiles. Puse unas cuantas cuñas chapuceras bajo la puerta y apuntalé una silla bajo el tirador de la puerta para darles la sensación de que había tomado precauciones. Luego llevé mi maletín a la parte de atrás y esperé escondido entre los árboles. —James Bond se rió con amargura—. Me dieron una hora y después se acercaron tan silenciosamente que no se oyó nada. Luego sí, oí como abrían la puerta a golpes y una sucesión de disparos apagados, pues usaban silenciador. Más tarde, todo el interior de la cabaña voló por los aires gracias a la termita. Pensé que había sido muy listo, pero resultó que no lo suficiente. Tardé casi cinco minutos en abrirme camino entre los árboles y llegar a tu cabaña. No estaba preocupado, porque pensé que ellos también tardarían lo mismo en poder entrar en ella, y si oía tu pistola, estaba dispuesto a salir a campo través. Pero en algún momento de la noche, seguramente cuando Bala realizaba la inspección de las cabañas de las que me hablaste, abrió un agujero en el tabique situado detrás de tu armario y lo tapó con una lona cubierta de yeso que pudiera cortar con un buen cuchillo. No sé si volvió a poner la piedra suelta en su sitio. En cualquier caso, no tenía por qué hacerlo. Ninguno de los dos tuvimos ocasión de entrar en el cobertizo de la número 8 y tampoco teníamos motivos para ello. Si hubieras estado sola, se habrían encargado de mantenerte alejada de allí. Sea como fuera, lo primero que vi fue la explosión en tu cabaña. Me eché a correr como un loco, cruzando por detrás de los cobertizos, mientras los oía alejarse por delante de la hilera de cabañas, abriendo puertas y tirando bombas en el interior y después cerrándolas para que todo estuviera en el lugar correcto.

Durante todo el relato, Bond había estado echando vistazos de vez en cuando a los tejados de las cabañas.

—Ya han terminado. Tengo que ir a por ellos. ¿Cómo te encuentras, Viv? ¿Te duele algo? ¿Y la cabeza?

—¡Oh, estoy bien! —dije, impaciente—. Pero, James, ¿por qué tienes que ir a por ellos? Deja que se vayan. ¿A quién le importa? Podrían hacerte daño.

—No, querida —dijo él con firmeza—. Casi nos matan a los dos. En cualquier momento pueden volver y advertir que la Vespa no está, y entonces habremos perdido la ventaja del efecto sorpresa. Además, no puedo permitir que se salgan con la suya. Son asesinos. Mañana podrían matar a otra persona —sonrió alegremente—. Además, ¡se han cargado mi camisa!

—De acuerdo, pero déjarme que te ayude —le tendí la mano—. Y tendrás mucho cuidado, ¿verdad? No puedo apañarme sin ti. No quiero volver a estar sola.

Ignoró mi mano y dijo, casi con frialdad:

—No te apoyes en el brazo donde tengo el arma, sé buena chica. Esto es algo que tengo que hacer. Es sólo un trabajo. Y ahora —me dio la Smith and Wesson— ve por los árboles sin hacer ruido hasta el cobertizo número 3. Está oscuro y el viento empuja el fuego hacia el otro lado. Desde allí podrás ver sin que te vean. Si necesito ayuda, sabré donde encontrarte, así que no te muevas. Si te llamo, ven corriendo. Si me pasa algo, bordea el lago y aléjate lo más posible. Después del incendio, mañana habrá mucha policía por aquí y podrás volver y ponerte en contacto con ellos. Te creerán. Si discuten, les dices que llamen a la CIA en Washington y verás mucha acción. Sólo diles quién era yo. Mis atribuciones incluyen un número: una especie de número de identificación. Es el 007. Intenta no olvidarlo.