Capítulo 11

Cuento antes de acostarse

Me apoyé en el borde seco del fregadero, justo a su lado, para que pudiera hablarme en voz baja… y para estar cerca de él. Rechacé un segundo cigarrillo, él encendió uno y observó durante un rato a los dos criminales a través del espejo. Yo también los miré. Los dos hombres se limitaron a devolvernos la mirada con una hostilidad pasiva, indiferente, que se esparció por la estancia como un gas venenoso. Aquella indiferencia suya y el hecho de que nos vigilaran me dio mala espina. Parecían tan poderosos, tan implacables, como si la suerte estuviera de su lado y tuvieran todo el tiempo del mundo. Pero el tal James Bond no parecía preocupado. Sólo los calibraba, como un jugador de ajedrez. Había en sus ojos una certidumbre sobre su propio poder y superioridad que me inquietó. No había visto a aquellos hombres en acción. Era imposible que supiera de lo que eran capaces; en cualquier momento podían disparar a diestro y siniestro, volarnos la cabeza como si fuera un coco en una barraca de feria, y después tirar nuestros cuerpos al lago con piedras atadas al cuello para que no flotaran. Pero, entonces, James Bond empezó a hablar y yo olvidé mis pesadillas y lo miré a la cara para escucharlo.

—En Inglaterra —dijo—, cuando un hombre, o a veces una mujer, deserta desde otro lado, del lado ruso, con información importante, existe un procedimiento rutinario. Imaginemos que es en Berlín, por ejemplo, una de las rutas que más utilizan los desertores. Para empezar, los llevan al cuartel del Servicio Secreto y los tratan con muchísimo recelo. Lo hacen para comprometer y descubrir a los agentes dobles: gente que finge desertar y que, una vez ha conseguido el visto bueno, empieza a espiarnos desde dentro, por así decirlo, y pasarle todo el material a los rusos. También hay agentes triples: gente que hace lo mismo que los agentes dobles, pero que cambia de opinión y, bajo nuestra supervisión, pasa material secreto falso a los rusos. ¿Comprende? En realidad, sólo es un juego muy complicado. Pero, claro, también lo son la política internacional, la diplomacia y todos los atributos del nacionalismo y el complejo del poder que hay entre los distintos países. Nadie quiere dejar de jugar. Es como un instinto de caza.

—Sí, ya veo. Todo esto le parece muy estúpido a mi generación. Como si jugaran al Stratego. Necesitamos más Jacks Kennedy. Todo esto es asunto de gente vieja. Deberíamos entregar el mundo a los más jóvenes, que no tienen la idea de la guerra metida en el subconsciente. Como si fuera la única solución. Es como pegar a un niño, es muy parecido. Ya no se hace, es algo de la Edad de Piedra.

Él sonrió.

—De hecho, yo estoy de acuerdo, pero no divulgue mis ideas por todas partes o me quedaré sin trabajo. En cualquier caso, una vez el desertor ha pasado por el colador de Berlín, lo meten en un avión hacia Inglaterra y se cierra el trato: tú nos dices todo lo que sabes sobre los emplazamientos de los cohetes rusos y, a cambio, te daremos un nuevo nombre, un pasaporte británico y un escondrijo donde los rusos nunca te encontrarán. Eso es lo que más los asusta, claro, que los rusos vayan a por ellos y los maten. Si están de acuerdo, pueden escoger entre Canadá, Australia, Nueva Zelanda o África. Así que, cuando ya nos han contado todo lo que saben, los enviamos al país que han elegido, y allí un comité de bienvenida a cargo de la policía local, de manera supersecreta, por supuesto, se encarga de ellos y gradualmente se les facilita un trabajo y su integración en la comunidad, como si se tratara de auténticos emigrantes. Normalmente todo va bien. Al principio echan de menos su país y les cuesta instalarse, pero siempre tienen a algún miembro del comité de bienvenida a mano para proporcionarles la ayuda que necesiten.

Bond se detuvo unos segundos para encender otro cigarrillo.

—No le estoy contando nada que los rusos no sepan. El único aspecto secreto de la operación es la dirección de estas personas. Hay un hombre, al que llamaré Boris, que se ha instalado en Canadá, en Toronto. Con él nos tocó la lotería, el gordo de la lotería. Era un importante constructor naval en Kronstadt, de alto nivel en su organización de submarinos nucleares. Huyó a Finlandia y de ahí a Estocolmo. Nosotros lo fuimos a buscar y lo llevamos a Inglaterra. Los rusos casi nunca dicen nada sobre sus desertores; sólo los maldicen y los dejan en paz. Si son importantes, reúnen a su familia y la envían a Siberia… para asustar a los indecisos. Pero con Boris fue distinto. Hicieron un llamamiento general a sus servicios secretos para que lo eliminaran. El azar quiso que una organización llamada SPECTRA se enterara del asunto.

Bond dirigió una dura mirada a los dos hombres sentados en el otro extremo de la estancia. No se habían movido. Seguían sentados allí, observando y esperando. ¿Qué? Bond se volvió de nuevo hacia mí.

—¿No la estoy aburriendo?

—¡Oh, no! Claro que no. Es emocionante. Esta gente de SPECTRA. ¿Es posible que haya leído algo sobre ellos? ¿En los periódicos?

—Seguro que sí. Hace menos de un año hubo aquel asunto de las bombas nucleares robadas. Se llamó «Operación Trueno». ¿Se acuerda? —Me pareció que su mirada se alejaba—. Fue en las Bahamas.

—¡Ah, sí! Claro que me acuerdo. Salió en todos los periódicos. Casi no podía creerlo. Parecía sacado de una novela de intriga. ¿Por qué? ¿Estuvo usted metido en eso?

Bond sonrió.

—De refilón. Pero el hecho es que nunca eliminamos del todo a SPECTRA. El jefe huyó. Era una especie de red de espionaje independiente; se llamaban a sí mismos «La Ejecutiva Especial para el Contraespionaje, Terrorismo, Venganza y Extorsión». Pues bien, aparecían una y otra vez y, como ya le he dicho, se enteraron de que los rusos querían a Boris muerto y, de algún modo, averiguaron su paradero. No me pregunte cómo. Esa gente está demasiado bien enterada para estar tranquilos. Así que se pusieron en contacto con el residente del KGB en París, el jefe local del Servicio Secreto ruso, y se ofrecieron para hacer el trabajo por cien mil libras. Es de suponer que Moscú aceptó, porque poco después Otawa (ya sabe, la famosa Policía Montada) se puso en contacto con nosotros. Tienen un Departamento Especial con el que trabajamos bastante estrechamente en este tipo de temas, y nos informaron que había un hombre de la ex Gestapo en Toronto, un tipo llamado Horst Uhlmann, que se dedicaba a contactar con las bandas de allí, y nos preguntaron si sabíamos algo sobre él. Al parecer, quería cargarse a un extranjero sin identificar y ofrecía cincuenta mil dólares por el trabajo. Atamos cabos y alguno de los tipos brillantes de nuestro bando tuvo la corazonada de que los rusos intentaban atentar contra Boris. Así que —los labios de Bond se curvaron hacia abajo—, me mandaron a mí para que echara un vistazo.

Me sonrió.

—¿Seguro que no prefiere poner la televisión?

—¡Oh, no! Siga, por favor.

—Bueno. Ya sabe que en Toronto han tenido muchos problemas. Siempre ha sido una ciudad dura, pero ahora ha estallado una guerra a lo grande entre bandas y, probablemente, también ha leído que la Policía Montada llegó a recurrir a dos sabuesos de alto nivel del CID, el departamento de investigación criminal de la policía escocesa, para que les echaran una mano. Uno de estos tipos del CID había conseguido infiltrar a un espabilado joven canadiense en Los Mecánicos, que es el nombre de una de las bandas más salvajes de Toronto, con contactos más allá de la frontera con Chicago y Detroit. Fue este joven el que dio el soplo sobre Uhlmann y sobre lo que pretendía. Pues bien, mis colegas de la Montada y yo nos pusimos a trabajar y, para no extenderme, averiguamos que efectivamente Boris era el objetivo y que Los Mecánicos aceptaron hacer el trabajo el jueves pasado, es decir, hace justo una semana. Uhlmann había desaparecido y le perdimos el rastro. Todo lo que pudimos descubrir mediante nuestro hombre en Los Mecánicos fue que había aceptado encabezar el pelotón de ejecución, que consistiría en tres tiradores de alto nivel de la banda. Iba a ser un ataque frontal al piso donde vivía Boris. Nada de florituras. Se limitarían a reventar la puerta a golpe de metralleta, acribillarlo a balazos y salir corriendo. Iba a ser por la noche, justo antes de medianoche, y Los Mecánicos vigilarían el edificio de Boris permanentemente para controlar que él llegaba a casa del trabajo y no volvía a salir.

»Pues bien, además de proteger a Boris, mi trabajo consistía principalmente en atrapar al tal Horst Uhlmann, porque ya sabíamos casi a ciencia cierta que era un hombre de SPECTRA, y una de mis misiones es ir detrás de esta gente. Por supuesto, no podíamos dejar que Boris corriera peligro, pero si lo llevábamos a un lugar seguro, no habría atentado contra su vida y tampoco Uhlmann. Así que me vi obligado a hacer una sugerencia de lo más desagradable, por lo menos para mí. —Bond sonrió con tristeza—. Viendo sus fotografías, había notado que había un parecido superficial entre Boris y yo: era más o menos de mi edad, altura, moreno y sin barba. Así que lo estuve observando desde un coche patrulla camuflado, y me fijé en cómo andaba y en la ropa que llevaba. Después sugerí que nos lleváramos a Boris el día antes del atentado y yo ocuparía su lugar en el camino de vuelta a su casa.

—No hubiera debido arriesgarse tanto —no pude evitar decir con ansiedad—. Imagínese que llegan a cambiar de plan, que deciden hacerlo cuando usted bajaba por la calle o con una bomba de relojería o algo así.

Él se encogió de hombros.

—Ya pensamos en eso. Era un riesgo calculado y para eso me pagan —sonrió—. En cualquier caso, aquí estoy. Pero el paseo por aquella calle no fue nada agradable y me alegré de poder entrar en el edificio. Los de la Montada se habían apostado en el piso situado delante del de Boris y yo sabía que no me pasaría nada, que sólo tenía que hacer de cebo mientras los demás pescaban al pez. Podría haberme quedado fuera del piso, escondido en cualquier lugar del edificio hasta que todo hubiera terminado, pero tenía la corazonada de que el cebo había de ser auténtico, y acerté, porque a las once sonó el teléfono y una voz de hombre preguntó: «¿Está el señor Boris?», usando su nombre falso. Yo respondí: «Sí, ¿quién es?», intentando poner acento extranjero, y el hombre dijo: «Gracias. Le llamo de la Guía Telefónica. Estamos comprobando los números de su distrito. Buenas noches». Le di también las buenas noches y agradecí a mi buena estrella haber estado allí para coger aquella llamada falsa, cuyo único fin era saber si Boris estaba en casa.

»La última hora fue de gran tensión. Iba a haber muchos tiros y, probablemente, muchos muertos, y a nadie le gusta esa perspectiva aunque no crea que le van a dar a él. Yo tenía un par de armas de las que dejan seco a cualquiera, y a las doce menos diez ocupé mi posición a la derecha de la puerta y me preparé para el caso de que Uhlmann o alguno de sus secuaces consiguieran abrirse paso hasta allí, a pesar de los de la Montada. A decir verdad, a medida que pasaban los minutos y me imaginaba acercándose por la calle el coche de los asesinos, a aquellos hombres saliendo en tropel del automóvil y subiendo las escaleras sin hacer ruido, deseé haber aceptado el ofrecimiento de la Montada de que uno de sus hombres compartiera conmigo aquella vigilia, como ellos lo llamaban. Pero es que habría sido un téte-á-téte de cinco horas y, además de no saber de qué hablaríamos durante tanto tiempo, siempre he preferido trabajar solo. Yo soy así. Bueno, los minutos y los segundos fueron pasando y, justo a la hora convenida, a las doce menos cinco, oí las pisadas presurosas de unas suelas de goma y, entonces, se armó la gorda.

Bond hizo una pausa. Se pasó la mano por la cara. Con ese gesto parecía como si quisiera aclararse las ideas o borrar algún recuerdo de su mente. Después encendió otro cigarrillo y siguió hablando.

—Oí que el teniente a cargo del grupo de la policía gritaba: «¡Policía! ¡Atrapadlos!» Y luego se oyó una mezcla de disparos y ráfagas de sulfatadora —sonrió—, perdón, de metralleta, y alguien gritó. Entonces el teniente exclamó: «¡Cogedlo!», y, a continuación, la cerradura voló por los aires junto a mí y un hombre entró en tromba. Sostenía una metralleta humeante contra la cadera, que es la manera correcta de sujetarla, y se volvió a izquierda y derecha buscando a Boris. Yo sabía que era Uhlmann, el antiguo miembro de la Gestapo. En este tipo de trabajo, uno debe aprender a reconocer a un alemán, o a un ruso, y a éste lo tenía a tiro. Disparé apuntando a su arma, que le cayó de las manos. Pero él fue muy rápido. Saltó detrás de la puerta abierta. Aquella puerta sólo era una delgada lámina de madera. No iba a arriesgarme, porque él podía tener otra arma y disparar primero; así que disparé en zigzag a través de la puerta con las rodillas ligeramente dobladas. Y menos mal que lo hice así, porque él a su vez disparó una ráfaga que casi me peina con raya cuando mis rodillas estaban a punto de tocar el suelo. Dos de mis disparos le habían alcanzado, en el hombro y la cadera derechos; cayó detrás de la puerta y se quedó quieto.

»Los restos de la batalla que tenía lugar en el exterior se habían desplazado escaleras abajo a la caza de los pistoleros, pero un policía herido apareció súbitamente a gatas en la entrada de la habitación para ayudarme. Preguntó: “¿Le echo una mano, amigo?”, y Uhlmann disparó a aquella voz a través de la puerta y, bueno, mató a aquel hombre. Pero eso me permitió saber a qué altura estaba el arma de Uhlmann y disparé casi al mismo tiempo que él; después salí corriendo hacia el centro de la habitación para rematarlo si era necesario. Pero no lo fue. Todavía estaba vivo; y cuando los restantes policías volvieron a subir, lo llevamos abajo, lo metimos en una ambulancia e intentamos conseguir que hablara en el hospital. Pero no lo hizo (el entrenamiento de la Gestapo y SPECTRA es muy bueno), y murió a la mañana siguiente.

Bond me miró a los ojos, pero sin verme.

—Nosotros perdimos a dos hombres y otro fue herido —dijo—. Ellos tuvieron dos bajas: el alemán y uno de su pandilla; el resto no durará mucho. El campo de batalla no era un panorama agradable y, bueno —su rostro adquirió una expresión de cansancio—, ya he visto cosas así demasiadas veces. Una vez hechas las distintas autopsias, yo sólo quería largarme. Mis superiores, y la Policía Montada los apoyó, querían que informara de todo el asunto a Washington, a nuestros homólogos estadounidenses, para que nos ayudaran a eliminar la rama americana de la banda de Los Mecánicos. Los Mecánicos habían sufrido un serio revés y el Departamento Especial de la Montada creyó que sería una buena idea seguirles la pista antes de que tuvieran tiempo de recuperarse. Dije que de acuerdo, pero que me gustaría ir en coche y no que me metieran en un avión o en un tren. Me lo permitieron con la condición de que no tardara más de tres días. Así que alquilé ese coche y salí esta mañana al amanecer. Todo iba bien y avanzaba a una buena velocidad cuando me vi rodeado por una puñetera tempestad, supongo que los restos de la que sufrió usted. Quería llegar al lago George para pasar la noche allí, pero parecía un sitio tan horrible que, cuando vi un cartel en una carretera secundaria con un anuncio de este motel, decidí arriesgarme. —Me sonrió y pareció que volvía a animarse—. Tal vez algo me dijo que usted estaba al final del camino y que tenía problemas. En cualquier caso, tuve un reventón a un kilómetro de distancia y aquí estoy. —Volvió a sonreír y puso su mano sobre la mía—. ¡Es curioso cómo ocurren estas cosas!

—Pero debe de estar usted absolutamente agotado después de conducir tanto.

—Tengo algo para estos casos. Sea una buena chica y prepáreme otra taza de café.

Mientras yo preparaba la cafetera, él abrió su maletín y sacó un frasquito de pastillas blancas. Se metió dos en la boca y, cuando yo le serví el café, se las tragó.

—Benzedrina. Esto me mantendrá despierto toda la noche. Ya dormiré mañana. —Su mirada se dirigió al espejo—. Vaya, aquí vienen. —Me dirigió una sonrisa para darme valor—. No se preocupe y váyase a dormir. Me encargaré de que no tenga problemas.

La música de la radio se fue apagando y la señal horaria dio las doce de la noche.