Capítulo 9

Y entonces empecé a gritar

Oí una bala chocar contra el marco metálico de la puerta y entonces, con la mano en el punzón de hielo para no clavármelo, me puse a correr como una loca por la húmeda hierba. Afortunadamente, la lluvia había cesado, pero el césped estaba tan empapado y resbaladizo bajo mis inútiles suelas planas que enseguida me di cuenta que no corría lo bastante deprisa. Oí como abrían la puerta de golpe detrás de mí y la voz de Bala gritando:

—¡Quieta ahí o te liquido!

Empecé a correr en zigzag y, en ese momento, empezaron a silbar las balas, calculadamente, a intervalos regulares, como abejas que pasaban zumbando para estrellarse en el suelo. Diez metros más y llegaría al rincón más alejado de las cabañas, donde ya no había luz. Corrí escabulléndome y zigzagueando mientras mi piel se erizaba a la espera de la próxima bala. El cristal de la ventana de la última cabaña tintineó al romperse, pero conseguí doblar la esquina. Mientras penetraba en el bosque empapado, oí cómo ponían en marcha el coche. ¿Para qué lo querían?

Era muy difícil avanzar. Los pinos goteaban y estaban muy juntos, sus ramas se superponían y me desgarraban la piel de los brazos, que tenía cruzados delante de la cara. Estaba oscuro como la boca del lobo y no podía ver ni a un metro delante de mí. Y entonces, de improviso, se hizo la luz y no pude evitar sollozar cuando vi para qué querían el coche, al ver que sus deslumbrantes faros me iluminaban desde el exterior del bosque. Intenté esquivar aquellas inquisitivas luces, mientras oía el ruido del motor en marcha, hasta que finalmente los focos consiguieron localizarme. No tenía espacio para moverme, sólo podía avanzar por donde me permitían los árboles. ¿Cuándo volverían a disparar? Sólo habían penetrado unos treinta metros en el interior del bosque. ¡En cualquier momento volverían a disparar! Mi aliento surgía sollozante de mi garganta. Mi ropa había empezado a desgarrarse y tenía los pies llenos de heridas. Sabía que no podría aguantar mucho más. Tenía que encontrar un árbol grueso e intentar esquivar las luces escondiéndome tras él. Pero ¿por qué no disparaban? Me dirigí con torpeza hacia la derecha y, amparada por un breve momento de oscuridad, caí de rodillas entre las empapadas agujas de los pinos. Había un árbol, exactamente igual que los demás, cuyas chorreantes ramas rozaban el suelo. Me arrastré debajo de ellas, me apoyé en el tronco y esperé a que mi chirriante respiración se calmara.

Entonces oí a uno de ellos que se acercaba en mi busca, no con suavidad, porque eso era imposible, pero sí con firmeza, parándose de vez en cuando para escuchar. El hombre, fuera quien fuera, ya debía de haberse dado cuenta, a causa del silencio, de que yo me había escondido. Si sabía algo sobre rastreo, enseguida vería en qué punto dejaba de haber ramas rotas y tierra pisada. Entonces sólo sería una cuestión de tiempo. Me retorcí hasta situarme detrás del árbol, ocultándome de él, y observé como las luces iluminaban implacables las brillantes y húmedas ramas situadas encima de mi cabeza.

Las pisadas y el chasquido de las ramitas cada vez estaban más cerca. Incluso podía oír la pesada respiración del hombre.

—Sal de ahí, nena —dijo suavemente la voz de Bala desde muy cerca—, o papi te dará una buena zurra. Se acabó jugar al corre-que-te-pillo. Es hora de volver a casa con papi.

El estrecho haz de una linterna empezó a indagar bajo los árboles, con meticulosidad, árbol por árbol. Él sabía que yo estaba sólo a unos metros. De repente, el haz de luz se detuvo y apuntó directamente bajo mi árbol.

—¿Uhu, nena? —dijo Bala suavemente y con complacencia—. ¡Papi te ha encontrado!

¿De veras? Me quedé muy quieta, casi sin respirar.

Se oyó el seco estampido de un único disparo y la bala chocó contra el tronco del árbol, detrás de mí.

—Eso ha sido sólo un aviso, nena. La próxima vez te arranco el piececito.

¡Así que era eso lo que me había delatado!

—De acuerdo —dije, agotada por el pánico—. Saldré. ¡Pero no dispares! —Y me puse torpemente a gatas, mientras pensaba con desesperación: «Buena manera de ir a tu ejecución, Viv».

El hombre estaba allí, con su pálido rostro surcado por una luz amarilla y sombras negras. Su pistola apuntaba a mi estómago. La sacudió hacia un lado.

—Vale. Delante de mí. Y no te pares, o te saldrán raíces en ese precioso culito tuyo.

Humillada, avancé a trompicones entre los árboles hacia los deslumbrantes y lejanos faros del coche. La desesperación y el dolor de la autocompasión me invadieron. ¿Qué había hecho yo para merecerme esto? ¿Por qué Dios me había escogido a mí como víctima de aquellos dos desconocidos? Ahora sí que estarían enfadados. Me harían daño y, más tarde, sin duda me matarían. ¡Pero la policía extraería las balas de mi cuerpo! ¿Qué horrible delito planeaban para que les resultara indiferente dejar pruebas en mi cadáver? Fuera lo que fuera, debían de estar muy seguros de que no habría pruebas. ¡Porque no quedaría nada de mí! ¡Me enterrarían o tirarían mi cuerpo al lago con una piedra atada al cuello!

Salí de entre los árboles. El hombre delgado sacó la cabeza del coche y llamó a Bala.

—Bien. Llévala para allá. Y no seas bruto, eso déjamelo a mí. —Puso la marcha atrás.

Bala se acercó a mí y con su mano libre me acarició con lujuria.

—No —apenas pude decir yo. Ya no me quedaban fuerzas para resistirme.

—Tienes problemas, gatita —dijo él suavemente—. Horror es malo de verdad. Te hará mucho daño. Sólo tienes que decirme «Sí» esta noche y te prometo que seré muy dulce y, a lo mejor, así no te calientan. ¿Qué te parece, nena?

Conseguí hacer acopio de la pizca de espíritu de lucha que me quedaba.

—Prefiero morir a dejar que me toques.

—Vale, corazón. Lo que tú no me des, lo cogeré yo. Me parece que te has ganado una buena noche. ¿Lo pillas? —Me pellizcó con tal saña que me hizo gritar. Rió complacido—. Eso es, nena. ¡Canta! Está bien que empieces a practicar.

La puerta trasera del edificio de recepción estaba abierta; me empujó al interior y después cerró la puerta con llave. La habitación parecía la misma de siempre: las luces resplandecían, la radio emitía una alegre canción para bailar, todo parecía brillante y pulido bajo aquella luz. Pensé en lo feliz que me había sentido en aquella habitación hacía sólo unas pocas horas, en los recuerdos que había rememorado sentada en el sillón, algunos dulces y otros tristes. ¡Qué insignificantes me parecían ahora mis infantiles problemas! Era ridículo hablar de corazones rotos y juventudes perdidas cuando, a la vuelta de la esquina de mi vida, aquellos hombres venían a por mí surgidos de la nada. ¿El cine de Windsor? Era un breve acto de aquella obra, más bien de aquella farsa. ¿Zürich? Era un paraíso. La selva de verdad de la vida y sus monstruos reales raramente aparecen en la vida de un hombre o una mujer cualquiera. Pero siempre están ahí. Das un paso en falso, juegas con la carta equivocada en la partida del Destino, y de repente ahí estás, perdida, perdida en un mundo que no habías llegado a imaginar que existiera, contra el que no tienes armas ni conocimiento alguno. Tampoco brújula.

El hombre llamado Horror se quedó de pie en medio de la habitación, sin hacer nada, relajado, con las manos en los costados. Me miró con ojos indiferentes, alzó la mano derecha y dobló un dedo. Mis pies fríos y doloridos se acercaron a él. Cuando sólo estaba a unos pasos de él, salí del trance. De golpe recordé y mi mano se dirigió a la cinturilla de mis empapados pantalones y palpó el punzón de hielo que llevaba bajo el delantal. Me detuve delante de él. Sin dejar de mirarme a los ojos, su mano derecha se alzó como una serpiente al ataque y me golpeó con el puño a ambos lados de la cara. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero todavía me acordaba de lo que llevaba escondido bajo el pantalón y me encogí como si quisiera evitar el siguiente golpe. Al mismo tiempo, oculta por mi movimiento, mi mano derecha se introdujo en mis pantalones y, cuando me enderecé, me lancé con ímpetu sobre él con intención de darle en la cabeza. El punzón le tocó, pero sólo de refilón y, de repente, alguien me agarró los brazos por detrás y me apartó.

Su rostro grisáceo tenía una herida en la sien y de ella manaba un hilo de sangre que descendió hacia la barbilla mientras yo lo observaba. Su rostro permaneció impasible. No demostraba dolor, sólo una intensa y terrible resolución y un reflejo rojizo en sus ojos oscuros. El hombre delgado se acercó a mí. Mi mano se abrió y el punzón cayó al suelo. Fue un acto reflejo; como el de un niño que suelta el arma. ¡Me rindo! ¡Me rindo!

Y entonces, muy lentamente, casi como si me acariciara, empezó a golpearme, unas veces con la palma de la mano, otras con el puño, eligiendo siempre el blanco con una crueldad refinada y sensual. Al principio, yo me retorcía, me encogía y soltaba patadas. Después empecé a gritar, mientras las negras cavidades de sus ojos, en aquel rostro gris surcado por la sangre, me observaban y sus manos y puños golpeaban una y otra vez.

Recobré el conocimiento en la ducha de mi cabaña. Yacía desnuda sobre las baldosas y con los restos andrajosos y mugrientos de mi preciosa ropa junto a mí. Bala tenía una cerilla de madera en la boca y estaba apoyado en la pared, con la mano en el grifo de agua fría. Sus ojos parecían ranuras brillantes. Cerró el grifo y, de algún modo, conseguí ponerme de rodillas. Noté que iba a vomitar, pero no me importaba. Era como un animal dócil y gimoteante listo para morir. Sentí náuseas.

Bala se echó a reír; luego se inclinó y me dio unas palmaditas en el trasero.

—Adelante, nena. Lo primero que hace todo el mundo después de una paliza es vomitar. Después te limpias bien, te pones un bonito conjunto y te vas para allá. Como tú has salido corriendo, los huevos se han echado a perder. ¡Sin trucos esta vez! Aunque supongo que ya no te quedan narices para nada. Yo estaré vigilando la cabaña desde la puerta trasera. No te disgustes. No hay sangre y casi ni una herida. Horror tiene buena mano para las tías. Has tenido suerte. Es un poco hippy el tío. Si hubiera estado cabreado de verdad, ahora estaríamos cavando un agujero para ti. Puedes darte con un canto en los dientes, nena. Hasta ahora.

Oí la puerta de la cabaña cerrarse de golpe y entonces mi cuerpo asumió el control.

Tardé una media hora en recuperarme más o menos, mientras, una y otra vez, lo único que deseaba era tumbarme en la cama y dejar que las lágrimas siguieran cayendo hasta que los dos hombres vinieran con sus pistolas a liquidarme. Pero las ganas de vivir volvieron a mí con los gestos familiares de peinarme y de conseguir que mi cuerpo, dolorido y débil a causa del recuerdo de un dolor aún mayor, hiciera lo que yo quería. Lentamente, en el fondo de mi mente surgió la idea de que quizá ya había pasado lo peor. Si no, ¿por qué estaba viva todavía? Por algún motivo, aquellos hombres me querían allí y no fuera de juego. Bala era tan bueno con su pistola que sin duda podría haberme matado cuando intenté escapar. Sus balas se acercaron mucho, pero no sólo pretendían asustarme, ¿querían que me detuviera?

Me puse el mono blanco, Dios sabe que era lo bastante impersonal, y metí mi dinero en uno de los bolsillos, por si acaso. ¿Por si acaso qué? No habría más fugas. Dolorida y débil como un gatito, me arrastré como pude hacia la recepción.

Eran las once. Seguía sin llover y una luna casi llena cruzaba veloz las nubes, iluminando intermitentemente el bosque con su luz blanquecina. Bala estaba en la entrada, apoyado en la puerta y masticando su cerilla. Cuando me acercaba, salió a recibirme.

—¡Ésta es mi niña! Fresca como una lechuga. Un dolorcillo aquí y allí, quizá. Tendrás que dormir tumbada de espaldas después, ¿verdad? Pero es lo que nos vendrá mejor, ¿no, nena?

Al ver que yo no contestaba, me agarró del brazo.

—¡Eh, eh! ¿Dónde están tus modales, gatita? ¿También quieres que nos encarguemos del otro lado? Porque puedo arreglarlo. —Hizo un gesto amenazador con la mano que tenía libre.

—Lo siento. No era mi intención.

—Vale, vale. —Me soltó—. Ahora vuelve a entrar ahí y dedícate a las sartenes. Y no sigas calentándome, ni a mí ni a mi amigo Horror. Mira lo que le has hecho en su bonito careto.

El hombre delgado estaba sentado en la misma mesa que antes. El botiquín de primeros auxilios de la recepción estaba abierto delante de él, y tenía un gran trozo de esparadrapo pegado a la sien derecha. Le dirigí una mirada rápida y temerosa y me fui detrás de la barra. Bala se acercó a la mesa, se sentó y los dos empezaron a hablar en voz baja, mirándome de vez en cuando.

Preparar huevos y café hizo que me sintiera hambrienta. No lograba entenderlo. Desde la aparición de aquellos dos hombres, había estado tan tensa y asustada que no habría podido tragar ni una taza de café. Por supuesto, tenía el estómago vacío a causa de los vómitos, pero, curiosamente —y para mi vergüenza—, la paliza que había recibido consiguió relajarme de alguna manera misteriosa. El dolor, al ser mucho mayor que la tensión de esperar recibir una paliza, había aplacado mi nerviosismo y ahora sentía un curioso foco de calor y tranquilidad en mi cuerpo. Todavía estaba asustada, incluso aterrorizada, pero de una manera más dócil, más fatalista. Al mismo tiempo, mi cuerpo decía que tenía hambre, quería recuperar las fuerzas, quería vivir.

Así que también preparé huevos, café y tostadas con mantequilla para mí. Después de llevarles su comida, me senté detrás de la barra, fuera de su vista, y me comí la mía; cuando terminé, encendí un cigarrillo casi con toda tranquilidad. En el mismo momento de encenderlo supe que era una estupidez. Atraería su atención hacia mí. Peor aún, les demostraría que ya me había recuperado, que era el momento de volver a atormentarme. Pero la comida y el simple acto de consumirla, de echar sal y pimienta a los huevos y azúcar al café, fue algo casi embriagador. Formaba parte de mi antigua vida, de la de antes de que llegaran aquellos hombres, hacía ya mil años. Cada bocado, de huevos, de bacon, de tostada con mantequilla, era un acto exquisito que se adueñaba de mis sentidos. Ahora ya sabía qué era tomar comida de extranjís en la cárcel, ser un prisionero de guerra y recibir un paquete de casa, encontrar agua en un desierto, que te dieran una bebida caliente después de ser rescatado del agua. El simple acto de vivir, ¡qué bello era! Si salía de ésta, nunca lo olvidaría. Estaría agradecida por cada nueva bocanada de aire al respirar, por cada comida que recibiera; cada noche sentiría el roce fresco de las sábanas, la tranquilidad de una cama detrás de una puerta cerrada con llave. ¿Por qué nunca me había dado cuenta antes? ¿Por qué mis padres, mi religión perdida, no me lo habían enseñado nunca? En cualquier caso, ahora lo sabía. Lo había averiguado yo sola. El amor por la vida nace de la constatación de la muerte, del terror que provoca. Nada le hace a uno sentirse tan agradecido a la vida como las oscuras alas de la muerte.

Aquellos pensamientos febriles surgieron de la embriaguez que provocó en mí la comida y el hecho de consumirla detrás de la barricada del mostrador. Durante unos momentos, volví a mi antigua vida. Por eso, para aferrarme a ese momento, encendí alegremente un cigarrillo.

Tal vez un minuto más tarde, el farfulleo de las voces cesó. Por encima de los Cuentos de los bosques de Viena que emitía la radio, oí que arrastraban una silla y sentí pánico. Apagué el cigarrillo en el poso de mi café, me levanté y empecé a abrir con rapidez los grifos y a hacer ruido con los platos en el fregadero. No miré, pero vi que Bala cruzaba la habitación. Se acercó al mostrador y se apoyó en él. Yo levanté la mirada como si estuviera sorprendida. Todavía tenía la cerilla entre los gruesos labios de su boca ovalada y se la pasaba de un lado a otro. Llevaba una caja de Kleenex que dejó encima de la barra. Agarró un puñado de pañuelos, se sonó la nariz con ellos y luego los tiró al suelo.

—Por tu culpa he pillado un catarro, gatita —dijo en tono amable—. Por haberme hecho correr por el bosque. Este problema mío, la alopecia esta que me deja sin pelo, ¿sabes qué hace? Pues me deja también sin los pelos de la nariz. Ni uno. ¿Y sabes qué pasa? Pues que mi nariz gotea mucho cuando me resfrío. Me has hecho pillar un resfriado, gatita, y eso quiere decir una caja de pañuelos cada veinticuatro horas. O quizá más. ¿A que no se te había ocurrido? ¿A que nunca piensas en la gente que no tiene pelos en la napia? ¡Aaah! —Su mirada sin pestañas adquirió una súbita expresión de enfado—. Todas las titis sois iguales. Sólo pensáis en vosotras mismas. ¡Y los tíos con problemas que se vayan al cuerno! Sólo os interesan los tíos buenos.

—Lamento que tengas problemas —dije en voz baja, amparada por el sonido de la radio—. ¿Por qué no lamentas tú los míos? —Hablaba con rapidez y energía—. ¿Por qué habéis venido vosotros dos y me habéis zurrado? ¿Qué os he hecho? ¿Por qué no me dejáis marchar? Si lo hacéis, os prometo que no diré una palabra a nadie. Tengo poco dinero, pero podría daros una parte. Digamos unos doscientos dólares. No puedo daros más. Tengo que llegar hasta Florida con lo que me quede. Por favor, ¿por qué no me dejáis marchar?

Bala soltó una risotada. Se volvió y llamó al hombre delgado.

—¡Eh! Tráete el paño de lágrimas, Horror. Esta tía dice que nos dará un par de cientos si dejamos que se largue.

El hombre delgado se encogió levemente de hombros, pero no hizo ningún comentario. Bala se volvió otra vez para mirarme. Su mirada era dura y despiadada.

—A ver si espabilas, gatita —dijo—. Tú estás en esta función y, además, tienes un papel estelar. Deberías estar encantada de despertar tanto interés en dos tipos importantes y ocupados como Horror y yo, y también en un pez gordo como el señor Sanguinetti.

—¿Qué función? ¿Para qué me queréis?

—Ya espabilarás por la mañana —cortó Bala con indiferencia—. Mientras, ¿por qué no cierras el pico un rato? Tanta cháchara me está matando. Quiero algo de acción. Mira qué musiquita tocan. ¿Qué te parece si nos marcamos un baile? Le ofreceremos a Horror un buen espectáculo. Después podemos irnos al catre y darle alegría al cuerpo. Venga, pollita.

Tendió los brazos hacia mí, chasqueando los dedos al ritmo de la música y esbozando unos rápidos pasos de baile.

—Lo siento. Estoy cansada.

Bala volvió a acercarse a la barra.

—¡Vaya morro! ¡A mí no me vengas con esas chorradas, putita! —dijo con furia—. Yo sí que te daré motivos para estar cansada.

De pronto, sacó una pequeña porra de piel negra y dio un golpe sordo sobre la barra, que dejó una profunda abolladura en la fórmica. Empezó a aproximarse cautelosamente al extremo de la barra, canturreando y sin apartar su mirada de la mía. Retrocedí hasta el rincón más alejado. Aquél sería mi último movimiento. De algún modo, tenía que hacerle daño antes de caer. Mi mano buscó el cajón abierto de los cubiertos y, en un único y súbito gesto, se introdujo en él y arrojó su contenido. No pudo agacharse con suficiente rapidez y una lluvia plateada de cuchillos y tenedores se dirigió hacia su cabeza. Se protegió el rostro con la mano y retrocedió entre maldiciones. Arrojé algunos más y después otros, pero sólo conseguí que se estrellaran inofensivamente alrededor de su cabeza inclinada. El hombre delgado se había levantado y cruzaba con rapidez la habitación. Yo cogí el cuchillo de trinchar para clavárselo a Bala, pero él me vio venir y me esquivó detrás de una mesa. Sin prisa, Horror se quitó la chaqueta y envolvió con ella su brazo izquierdo; entonces ambos cogieron sillas, y con las patas hacia mí como si fueran los cuernos de un toro, cargaron contra mí desde ambos lados. Yo intenté herir a uno de ellos en un brazo sin mucho éxito; el otro hizo caer el cuchillo de mi mano, y sólo pude retroceder para volver detrás de la barra.

Sin dejar la silla, Bala fue detrás de mí, y mientras me enfrentaba a él, con una bandeja en cada mano, el hombre delgado se inclinó con un rápido movimiento sobre la barra y me cogió del cabello. Lancé las bandejas hacia los lados, pero sólo conseguí que cayeran al suelo con gran estrépito. Horror me sujetó la cabeza inclinada sobre la superficie de la barra y Bala se acercó a mí.

—Vale, Horror. Suéltala y déjamela a mí.

Sentí que me rodeaba con sus fuertes brazos, estrujándome, y que pegaba su rostro al mío para besarme con brutalidad, mientras con la mano cogía la cremallera y la bajaba desde el cuello hasta la cintura.

Y entonces se oyó el agudo sonido de una bocina delante de la puerta principal y todos nos quedamos inmóviles.