Dinamita de la Tierra de las Pesadillas
El corazón me dio un vuelco. ¿Quién podía ser? Y entonces me acordé. ¡El cartel de «Habitaciones libres»! Lo había encendido cuando cayó el rayo y me había olvidado de apagar aquel maldito chisme. ¡Qué estúpida! Volvieron a oírse golpes en la puerta. Bueno, tendría que enfrentarme a la situación, disculparme y enviar a aquella gente al lago George. Me dirigí a la puerta, di la vuelta a la llave y la abrí, dejando la cadena puesta.
No había porche. El cartel de «Habitaciones libres» de neón creaba un halo rojo en la cortina de agua que caía y reflejaba sus tonos rojizos en los brillantes chubasqueros negros con capucha de aquellos dos hombres. Detrás de ellos había una berlina negra.
—¿La señorita Michel? —preguntó educadamente el que parecía el jefe.
—Sí, soy yo. Pero me temo que el cartel está encendido por error. El motel está cerrado.
—Claro, claro. Venimos de parte del señor Sanguinetti, de su compañía de seguros. Hemos de hacer un inventario rápido antes de que se lleven las cosas mañana. Llueve mucho, ¿podemos entrar, señorita? Le enseñaremos nuestras credenciales dentro. Hace una noche horrible.
Los miré indecisa, pero la verdad es que casi no podía verles las caras bajo la capucha de los chubasqueros. Lo que decían tenía sentido, aunque no me gustaba.
—Pero los Phancey, los encargados, no me dijeron que vendrían ustedes —dije con nerviosismo.
—Pues deberían haberlo hecho, señorita. Tendré que informar de esto al señor Sanguinetti. —Se volvió hacia el hombre situado detrás de él—. ¿De acuerdo, señor Jones?
El otro hombre reprimió una risita. ¿Por qué se reía?
—Claro, de acuerdo, señor Thomson —volvió a reír.
—Entonces de acuerdo, señorita. ¿Podemos entrar, por favor? Aquí fuera hay una humedad de narices.
—No sé. Me dijeron que no dejara entrar a nadie, pero si vienen de parte del señor Sanguinetti… —Algo nerviosa, quité la cadena y abrí la puerta.
Ellos se colaron dentro, empujándome sin contemplaciones y, uno al lado del otro, contemplaron la habitación. El hombre que había recibido el nombre de «señor Thomson» aspiró fuerte por la nariz. Unos ojos negros pertenecientes a un rostro frío y gris me contemplaron.
—¿Fuma?
—Sí, un poco. ¿Por qué?
—Pensé que estaba usted acompañada.
Apartó mi mano del tirador, cerró la puerta de golpe, le dio la vuelta a la llave y puso la cadena. Los dos hombres se quitaron sus chorreantes chubasqueros y los tiraron de cualquier manera al suelo. Ahora que podía verlos bien, sentí que estaba en peligro.
El «señor Thomson», obviamente el jefe, era alto y delgado, casi esquelético, y su piel tenía ese aspecto gris y opaco del que no sale mucho al exterior. Sus negros ojos se movían lentamente, indiferentes, y sus labios eran finos y morados como una herida sin curar. Cuando hablaba, se veía un reflejo gris metálico en los dientes delanteros, así que pensé que le habían puesto un empaste barato de acero, tal como había oído que hacían en Rusia y en Japón. Tenía las orejas muy planas y pegadas a su cabeza huesuda y cuadrada y a su cabello negro con canas, tan corto que dejaba entrever pedazos de la piel blanquecina de su cráneo. Llevaba una chaqueta negra sin cruzar con hombreras cuadradas, unos pantalones tan ceñidos que se le marcaban los huesos de las rodillas a través de la tela y una camisa gris sin corbata y abotonada hasta arriba. Sus zapatos eran puntiagudos, al estilo italiano, y de ante gris. Tanto los zapatos como la ropa parecían nuevos. Más que un hombre semejaba un temible lagarto, y me daba tanto miedo que se me puso la piel de gallina.
Mientras que este hombre resultaba espeluznante, el otro sólo era desagrable; bajito, de cara redonda, ojos húmedos de un azul muy pálido y labios gruesos. Mostraba una acentuada palidez en la piel y había contraído aquella terrible enfermedad que hace desaparecer el pelo: no tenía cejas, ni pestañas, y la cabeza estaba tan pelada como una bola de billar. Si no hubiera estado tan asustada, incluso me habría dado pena, porque además parecía tener un fuerte resfriado y empezó a sonarse la nariz tan pronto como se quitó el chubasquero. Debajo llevaba una cazadora de cuero negro, unos pantalones mugrientos y un par de aquellas botas mejicanas de piel con correas que llevan en Texas. Parecía un monstruito, de aquellos que les arrancan las alas a las moscas. Deseé con desesperación no haberme vestido con aquella ropa que me daba una terrible apariencia de desnudez.
Por fin, acabó de sonarse y pareció reparar en mí por primera vez. Me miró de arriba abajo, sonriendo con satisfacción. Después dio una vuelta a mi alrededor, regresó a su sitio y soltó un silbido largo y grave.
—¡Vaya chavala! ¡Échale un ojo a esas tetas! ¡Y con el culo a juego! ¡Ahí es nada, el bombón!
—Ahora no, Bala. Más tarde. En marcha, vete a ver las cabañas. Mientras tanto, la señorita va a prepararnos algo para matar el gusanillo. ¿Cómo quieres los huevos?
El hombre llamado Bala me dirigió una sonrisa torcida.
—Revueltos, nena. Y de secos nada. Como los hacía mi madre, porque si no mi padre la zurraba. En toda la cara, como yo haré contigo. ¡Sí, sí, sí!
Empezó a dar unos pasos de boxeo hacia mí y yo pegué la espalda a la puerta. Simulé estar más asustada de lo que en realidad estaba; cuando se puso a mi alcance, le abofeteé en la cara con todas mis fuerzas y, antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa, salí corriendo hacia una mesa y cogí una de las sillas metálicas y la sostuve con las patas apuntando hacia él.
El hombre delgado soltó una breve risotada.
—Ya está bien, Bala. He dicho que más tarde. Deja en paz a la gatita, tenemos toda la noche para eso. En marcha de una vez.
Los ojos del de la cara redonda y pálida se pusieron rojos de furia. Se frotó la mejilla y su boca esbozó lentamente una sonrisa.
—¿Sabes, nena? Te has ganado una noche de jarana. Y será larga y lenta, una y otra vez. ¿Lo coges?
Los miré a los dos desde detrás de la silla. Por dentro estaba temblando. Aquellos hombres eran dinamita salida de la Tierra de las Pesadillas. De algún modo, conseguí que la voz no me flaqueara.
—¿Quiénes sois? ¿De qué va todo esto? Enseñadme vuestras credenciales. Cuando pase el próximo coche, romperé el cristal y pediré ayuda. Soy canadiense. Hacedme algo y mañana estaréis en un aprieto.
Bala se rió.
—Mañana será otro día. Lo que debe preocuparte es esta noche, nena. —Se dirigió al hombre delgado—. Será mejor que la pongas al tanto, Horror. Así conseguiremos un poco de cooperación.
Horror me miró. Su expresión era fría, indiferente.
—No está bien atizar a Bala, muñeca. Es un chico duro y no le gustan las nenas que no le hacen caso. Piensa que es por culpa de su careto. Está así desde que pasó una temporadita en San Quintín. Una enfermedad nerviosa. ¿Cómo la llaman los matasanos, Bala?
Bala parecía orgulloso. Pronunció con cuidado las palabras en latín.
—Alopecia totalis. Quiere decir sin pelo, ¿sabes? Ni uno. —Señaló su cuerpo—. Ni aquí, ni ahí, ni allí. ¿Qué te parece, gatita?
—Así que Bala se enfada fácil —continuó Horror—. Cree que la sociedad no ha sido justa con él. Si tuvieras su careto, tú también estarías igual. Él es lo que en Troy llamamos un matón. Hay tipos que le pagan para obligar a otros a hacer lo que quieren, ¿lo pillas? Trabaja para el señor Sanguinetti, quien pensó que sería una buena idea que él y yo nos pasáramos por su garito antes de que lleguen los camiones. Al señor Sanguinetti le preocupaba dejar a una muchachita como tú aquí sola por la noche. Así que nos mandó para hacerte compañía. ¿Verdad tú, Bala?
—Claro, ni más ni menos. —Soltó una risita—. Sólo para hacerte compañía, gatita. Para que no se acerquen los lobos. Con unas medidas como las tuyas, seguro que hay veces que necesitas protección y mucha, ¿verdad?
Bajé la silla para apoyarla sobre la mesa.
—Vale, ¿cómo os llamáis? ¿Y qué pasa con las credenciales?
Sólo había una lata de café Maxwell House en el estante, detrás de la barra. De improviso, Bala dio media vuelta y su mano derecha —yo ni siquiera le vi sacar la pistola— disparó. Se oyó el estrépito de un tiro. La lata saltó a un lado y cayó del estante. A media caída, Bala le volvió a dar y provocó una explosión marrón de café. Le siguió un silencio impresionante, roto por el tintineo del último trozo de latón que cayó al suelo. Bala se volvió a mirarme. Tenía las manos vacías. La pistola había desaparecido. Su mirada reflejaba su satisfacción por su puntería.
—¿Qué te parecen nuestras credenciales, nena? —dijo suavemente.
La nubecilla de humo azulado me envolvió y con ella el olor a cordita. Me temblaban las piernas.
—Qué manera de malgastar el café —dije con ironía, creo—. ¿Y qué pasa con los nombres?
—La señorita tiene razón —dijo el hombre delgado—. ¿Por qué te cargas el café, Bala?… Por eso es por lo que le llaman Bala, porque es muy rápido con las armas. Bala Morant. Yo soy Sol Horowitz y me llaman Horror. Vete a saber por qué. ¿Tú lo sabes, Bala?
Bala soltó una risita.
—A lo mejor es porque un día le diste un susto a algún tipo, Horror. O a lo mejor a toda una panda. Al menos eso me han contado.
Horror no hizo ningún comentario.
—De acuerdo, ¡vámonos! Bala, ya te he dicho que vayas a las cabañas. Reina, tú prepáranos algo para matar el hambre. No metas la nariz, coopera y no te pasará nada. ¿Vale?
Bala me miró con avidez.
—O casi nada, ¿eh, gatita?
Se acercó al tablero de llaves que había detrás del mostrador, las cogió todas y salió por la puerta de atrás. Dejé la silla en el suelo y, con toda la indiferencia que pude reunir pero terriblemente consciente de mis pantalones ceñidos, crucé la habitación y me metí detrás de la barra.
El hombre llamado Horror se acercó con tranquilidad y parsimonia a la mesa de la cafetería más alejada de mí. Separó una de las sillas, le dio la vuelta con una mano y la deslizó entre sus piernas. Se sentó con los brazos cruzados sobre el respaldo, apoyó la barbilla sobre ellos y me observó con una mirada fija e indiferente.
—Yo también los tomaré revueltos, señorita —dijo bajito, tan bajito que casi no le oí—. Y mucho bacon crujiente. Tostadas con mantequilla. ¿Y qué tal un poco de café?
—Miraré cuánto queda.
Me puse a gatas detrás de la barra. La lata tenía cuatro agujeros que la atravesaban. Quedaban unos dedos de café y una gran cantidad esparcida por el suelo. Puse la lata a un lado y recogí todo lo que pude del suelo y lo puse en un plato, sin importarme cuánto polvo recogía. Guardaría el café limpio que quedaba en la lata para mí.
Estuve unos cinco minutos en esa postura, tomándomelo con calma e intentando desesperadamente pensar, planear. Aquellos hombres eran delincuentes y trabajaban para el señor Sanguinetti. Eso era seguro porque o él o los Phancey les habían dado mi nombre. El resto de la historia era mentira. Los habían enviado allí, a pesar de la tormenta, con un propósito. ¿Cuál? Sabían que yo era canadiense, extranjera, y que podía ir tranquilamente a la policía a la mañana siguiente y causarles muchos problemas. El hombre llamado Bala había estado en San Quintín. ¿Y el otro? ¡Pues claro! ¡Por eso tenía un aspecto tan gris y medio muerto! Seguramente él también acababa de salir de la cárcel. En cierto modo, todavía olía a cárcel. Yo podía causarles muchos problemas, decirle a la policía que era periodista, que iba a escribir lo que les pasaba a las chicas que iban solas a Estados Unidos. Pero ¿me creerían? ¡El dichoso letrero! Estaba sola en aquel lugar y, a pesar de eso, lo había dejado encendido. ¿No sería porque buscaba compañía? ¿Por qué me había vestido de una manera tan despampanante si esperaba estar sola? Evité seguir pensando en el tema. No te vayas por las ramas. ¿Qué querían aquellos dos hombres? Tenían un utilitario normal. Si quisieran desvalijar el establecimiento, habrían traído un camión. Tal vez era verdad que los habían mandado para vigilar el lugar y me trataban de aquella manera sólo porque los delincuentes se comportan así. Pero ¿hasta qué punto se pondrían duros? ¿Qué iba a pasarme aquella noche?
Me levanté y empecé a cocinar. Era mejor darles lo que pedían. No debía provocarles para que se metieran conmigo.
El delantal de Jed estaba hecho un ovillo y tirado en un rincón. Lo recogí y me lo até a la cintura. ¿Un arma? Había un punzón de hielo en el cajón de la cubertería y un cuchillo de trinchar grande y afilado. Cogí el punzón y me lo metí bajo la cinturilla del pantalón, por debajo del delantal. El cuchillo lo escondí bajo un trapo, al lado del fregadero. Dejé el cajón de la cubertería abierto y alineé a su lado unos cuantos vasos y copas para lanzarlos. ¿Un poco infantil? Era todo lo que tenía.
De vez en cuando echaba una ojeada al otro lado de la habitación. El hombre delgado no apartaba los ojos de mí, unos ojos avezados al crimen y a sus consecuencias, conscientes de lo que yo pensaba, de las defensas que estaba preparando. Lo intuí, pero seguí con mis pequeños preparativos pensando, tal como había hecho en el colegio inglés: «Cuando quieran hacerme daño, y sé que lo harán, yo también tengo que hacerles daño. Cuando me ataquen, me violen, me maten, no debo ponérselo fácil».
¿Violarme? ¿Matarme? ¿Qué es lo que de verdad pensaba que iba a pasarme? Lo ignoraba. Sólo sabía que tenía problemas serios. Las expresiones en los rostros de aquellos hombres así lo indicaban: una expresión indiferente y la otra ávida. Los dos la tenían tomada conmigo. ¿Por qué? No lo sabía. Pero estaba absolutamente segura de que así era.
Ya había cascado ocho huevos en un bol y los había batido suavemente con un tenedor. La gran porción de mantequilla ya se había derretido en el cazo. A su lado, en la sartén, el bacon empezaba a chisporrotear. Vertí los huevos en el cazo y empecé a removerlos. Mientras mis manos se concentraban, mi mente estaba ocupada buscando maneras de escapar. Todo dependía de si el tal Bala, cuando volviera de su inspección, se acordaba de cerrar con llave la puerta trasera. Si no lo hacía, yo podría salir corriendo por allí. Estaba claro que no podría usar la Vespa. No la había puesto en marcha desde hacía una semana. Perdería demasiado tiempo dándole al acelerador y al pedal de arranque tres veces para que arrancara con aquel frío. Tendría que dejar allí todas mis cosas, mi preciado dinero, y huir como una liebre hacia la izquierda o hacia la derecha, rodear las cabañas más apartadas y meterme entre los árboles. No correría hacia la derecha. Detrás de las cabañas estaba el lago y eso cortaría mi huida. Correría hacia la izquierda. Allí no había nada, sólo kilómetros de árboles. A sólo unos metros de la puerta, ya estaría calada hasta los huesos y muerta de frío para el resto de la noche. Mis pies, calzados con aquellas estúpidas sandalias, acabarían hechos trizas. Y además podía perderme. Pero tendría que arreglármelas a pesar de esos problemas. Lo que contaba era huir de aquellos hombres. Era lo más importante.
Los huevos ya estaban hechos; los saqué, todavía blandos, y los puse en un plato con el bacon al lado. Saqué las tostadas del tostador y las amontoné encima de un plato, junto a una pastilla de mantequilla, todavía envuelta en el papel, y lo coloqué todo en una bandeja. Me encantó ver la nube de polvo que se levantaba al verter el agua hirviendo en el café y deseé que se les atragantara. Salí de detrás de la barra con la bandeja en las manos y, sintiéndome más respetable gracias al delantal, la llevé a la mesa donde estaba sentado el hombre delgado.
Mientras la dejaba allí encima, oí abrirse la puerta trasera y después un portazo. No había oído el chasquido de la llave. Le eché una ojeada rápida. Bala tenía las manos vacías. Mi corazón empezó a palpitar desenfrenadamente. Bala se acercó a la mesa mientras yo vaciaba la bandeja. Le echó un vistazo a la comida y, con un movimiento rápido, se pegó a mi espalda cogiéndome por la cintura y arrimando su horrible rostro a mi cuello.
—Igual como los hacía mi madre, nena. ¿Qué tal si nos arrejuntamos? Si jodes igual que cocinas, eres la chica de mis sueños. ¿Qué me dices, gatita? ¿Hay trato?
Yo tenía la cafetera en la mano, pero, justo cuando iba a derramar su hirviente contenido por encima de mi hombro, Horror se dio cuenta de mis intenciones.
—Déjala en paz, Bala —dijo con brusquedad—. He dicho que más tarde. —Sus palabras resonaron como un latigazo e, inmediatamente, Bala me soltó. El hombre delgado añadió—: Por poco no te chamusca los huevos. Tendrás que vigilar a esta tía. Deja de hacer el imbécil y siéntate. Tenemos trabajo.
La expresión de Bala adoptó un aire bravucón, pero también obediente.
—¡Ten piedad, colega! Quiero catar a esta gatita. ¡Y ya! —Pero cogió una silla y se sentó, mientras yo me alejaba rápidamente.
El voluminoso transistor estaba encima de un pedestal, cerca de la puerta. Había estado radiando música todo el tiempo, aunque no me había dado cuenta de ello. Me acerqué al aparato, jugueteé con el sintonizador y subí el volumen. Los dos hombres estaban hablando entre ellos en voz baja y se oía el ruido de los cubiertos. ¡Ahora o nunca! Calculé la distancia hasta la puerta y salí disparada hacia la izquierda.