Capítulo 7

Pasen, pasen

La lluvia seguía cayendo con igual fuerza y su regular tamborileo servía de fondo al gorgoteo de los torrentes que descendían de los canalones situados en las cuatro esquinas del edificio. Yo tenía muchas ganas de acostarme. ¡Qué bien iba a dormir entre las sábanas de la inmaculada cabaña!; aquellas sábanas de percal que aparecían en la publicidad del motel. ¡Cuánto lujo en la camas Elliott Frey, las alfombras especialmente diseñadas por Magee, el aire acondicionado y la televisión Philco, las neveras Icemagic, las mantas acrílicas y los muebles de Simmons Vivant («Nuestros cajones y superficies con un laminado feólico son inmunes a las quemaduras de cigarrillos y a las manchas de bebidas alcohólicas»)! De hecho, todos estos refinamientos, incluidas las cabinas de ducha Acrylite, tazas de inodoro Olsonite Pearlescent y el «papel de baño» Delsey, es decir, papel higiénico («en colores modernos que armonizan con la decoración actual»), serían míos, ¡completamente míos, aquella noche!

A pesar de todos estos deliciosos accesorios, además del maravilloso paisaje, parecía que Pinos Soñadores iba mal, y transcurridas dos semanas desde mi llegada, sólo había dos huéspedes de una sola noche en todo el motel y ni una reserva para los últimos quince días de la temporada.

Aquella tarde, la señora Phancey, una mujer de cabello gris, de mirada amargada y recelosa y una grieta adusta a modo de boca, estaba en el mostrador cuando entré. Me miró con dureza, a mí, una chica sola, con mis pequeñas alforjas, y cuando empujé la Vespa hasta el número 9, me siguió con mi ficha en la mano para asegurarse de que no había escrito un número de matrícula falso. Su marido, Jed, era más afable, pero enseguida comprendí por qué cuando, más tarde, en la cafetería, me rozó el pecho con el dorso de la mano al servirme el café. Al parecer, hacía las veces de manitas y de cocinero de comida rápida, y mientras sus ojos marrones recorrían mi cuerpo como babosas, se quejó en tono plañidero de la cantidad de cosas que había por hacer en el motel a fin de disponerlo todo para el cierre de la temporada, mientras, al mismo tiempo, lo llamaban constantemente y tenía que dejar lo que estaba haciendo para freír huevos para los grupos que estaban de paso. Por lo visto, eran los encargados del propietario, quien vivía en Troy. Un tal señor Sanguinetti.

—Un pez gordo. Tiene muchas propiedades en la carretera de Cohoes, a orillas del río, y El Caballo de Troya, una taberna en la carretera 9, a las afueras de Albany. ¿Tal vez conoce usted ese garito? —Cuando le dije que no, el señor Phancey adoptó una expresión de astucia—. Si algún día tiene ganas de divertirse, vaya al Caballo. Claro que será mejor que no vaya sola. Una chavala guapa como usted podría tener problemas. Después del día 15, cuando cerremos esto, podría llamarme. Mi apellido es Phancey y estoy en la guía. Estaría encantado de acompañarla, y pasar un buen rato.

Le di las gracias, pero le manifesté que sólo estaba de paso, de camino hacia el sur. ¿Podía servirme un par de huevos fritos, sólo por un lado, y bacon?

Pero el señor Phancey no quería dejarme en paz. Mientras yo comía, se sentó a mi mesa y me contó algunas de sus aburridas batallitas, y entre historia e historia, deslizaba preguntas sobre mí y sobre mis planes: quiénes eran mis padres, si no me importaba estar tan lejos de mi casa, si tenía amigos en Estados Unidos, preguntas inocuas, fruto, o eso me pareció, de una curiosidad normal. Después de todo, él tenía unos cuarenta y cinco años, era lo bastante mayor para ser mi padre y, aunque obviamente era un viejo verde, como él había muchos; por otra parte, la señora Phancey no nos quitaba los ojos de encima desde el mostrador, situado en el otro extremo de la estancia.

Por fin, el señor Phancey me dejó sola y se acercó a su mujer. Mientras me fumaba un cigarrillo y terminaba mi segunda taza de café («Invita la casa, señorita, con los saludos de Pinos Soñadores»), los oí hablar en voz baja de algo que, a juzgar por las risitas que soltaban, les parecía muy divertido. Finalmente, la señora Phancey se acercó a mí, chasqueando la lengua con expresión maternal a causa de mis aventureros planes («¡Señor, Señor! ¡Qué cosas hacen las jóvenes de hoy día!»), se sentó a mi lado y, con la expresión más encantadora que pudo adoptar, me sugirió que por qué no me quedaba allí unos días para descansar y ganarme unos cuantos dólares a la vez. Al parecer, su recepcionista se había largado veinticuatro horas antes y, con todo el trabajo de limpiar y ordenar que tenían antes de cerrar la temporada, no podrían ocuparse de la recepción. Tal vez a mí me gustaría trabajar como recepcionista durante las últimas dos semanas, a pensión completa y treinta dólares a la semana.

La verdad es que aquellos sesenta dólares, el alojamiento y la comida gratis me vendrían muy bien. Ya había gastado cincuenta dólares de más en mi vorágine turística y eso ayudaría a equilibrar mis cuentas. Los Phancey no me gustaban especialmente, pero me dije que no eran peores que el tipo de gente que esperaba encontrar en mis viajes. Por otro lado, era el primer trabajo que me ofrecían y tenía curiosidad por ver cómo me las arreglaría. Tal vez, además, me darían referencias al final de las dos semanas que podrían serme de ayuda para conseguir otros trabajos en moteles de camino hacia el sur. Así que, después de preguntar educadamente algunas cosas, les dije que era una buena idea. Los Phancey parecieron muy contentos y Millicent, tal como me dijo que la llamara, me enseñó el sistema de registro, me dijo que vigilara a la gente con poco equipaje y grandes coches familiares y me llevó a dar una vuelta rápida por el establecimiento.

El asunto de los coches familiares me abrió los ojos al aspecto más sórdido del negocio de los moteles. Por lo visto, había gente, especialmente parejas jóvenes y recién casados, que estaba montándose una casa, que se registraba en un motel solitario llevando, como mínimo, una maletita a modo de «pasaporte». De hecho, dentro de la maleta sólo había un equipo completo de herramientas de precisión, junto con matrículas falsas para su espacioso coche familiar, aparcado en el cobertizo situado junto a la puerta de su cabaña. Después de encerrarse por dentro y esperar a que se apagaran las luces de las oficinas, la pareja se dedicaba discretamente a tareas como aflojar los tornillos de los sanitarios, comprobar si el aparato de televisión estaba fijo, etc. Cuando la dirección del motel se retiraba para acostarse, la pareja ponía manos a la obra y apilaba ordenadamente sobre la cama las toallas y las cortinas de la ducha, desmontaba las luces, las cabeceras de la cama, las tapas del inodoro e incluso el mismo inodoro, caso de tener conocimientos de fontanería. Por supuesto, los muy pillos trabajaban a oscuras, con pequeñas linternas, y, cuando lo tenían todo listo, hacia las dos de la madrugada, lo llevaban todo al cobertizo sin hacer ruido y lo cargaban en el coche. Por último, enrollaban las alfombras y las usaban a modo de lona, puestas del revés, para cubrir el contenido del coche. Después cambiaban la matrícula y se alejaban silenciosamente con su nuevo dormitorio, preparado para ser montado en su piso sin amueblar, a muchas millas de allí, en otro estado.

Con dos o tres viajes como ése también podían amueblar el salón y el dormitorio de invitados, y ya tenían la casa definitivamente montada. Si contaban con jardín o un porche, unas cuantas incursiones a medianoche en las ricas mansiones con piscina de las afueras les proporcionaban los muebles del jardín, los columpios para los niños, y tal vez incluso el cortacésped y los aspersores.

La señora Phancey dijo que los moteles no tenían manera de defenderse de este tipo de ataques. Todo lo que se podía atornillar estaba atornillado y marcado con el nombre del motel. Su única esperanza era detectar a los merodeadores cuando se registraban y o bien echarlos o quedarse levantados toda la noche con una escopeta. En las ciudades, los moteles tenían otros problemas: prostitutas que montaban allí su chiringuito, asesinos que dejaban cadáveres en las duchas y, de vez en cuando, atracos para conseguir el dinero de la caja. Pero yo no debía preocuparme. Si me olía algo, sólo tenía que llamar a Jed, que podía ser muy duro y que además poseía una escopeta. Y, con este frío consuelo, me dejaron pensando en la cara oscura del negocio hotelero.

Por supuesto, todo fue perfectamente bien y el trabajo no entrañaba dificultad alguna. De hecho, tenía tan pocas cosas que hacer que a menudo me preguntaba por qué los Phancey se habían molestado en contratarme. Pero ambos eran muy gandules y el dinero que me pagaban no era suyo, así que me imaginé que en parte había sido porque Jed pensó que lo tenía fácil para darse un buen revolcón conmigo. Pero tampoco eso era un problema. Sólo tenía que esquivar sus manos y frenarlo con frialdad una vez al día, y asegurar la puerta con una silla bajo el tirador, cuando me iba a la cama, para derrotar a la llave maestra que intentó utilizar en mi segunda noche allí.

Tuvimos algunos huéspedes de paso la primera semana y me encontré con que se esperaba de mí que echara una mano en las tareas domésticas, pero eso tampoco me importaba y, además, el número de clientes empezó a flojear hasta que, ya después del 10 de octubre, no quedó ninguno.

Por lo visto, el 15 de octubre es una especie de fecha mágica en aquel particular mundo del ocio. Todos cierran ese día, a excepción de los locales situados a lo largo de las autopistas. Se supone que ha empezado el invierno y se acerca la temporada de caza. Sin embargo, los cazadores ricos tienen sus propios campamentos y clubes de caza en las montañas, y los pobres llevan los coches a algún merendero y suben a los bosques antes del amanecer para cazar ciervos. En cualquier caso, alrededor del 15 de octubre los turistas desaparecen de la escena y ya no se puede hacer más dinero fácil en los Adirondacks.

A medida que se acercaba el día de cierre, hubo muchas conversaciones telefónicas entre los Phancey y el señor Sanguinetti de Troy, y el día 11, la señora Phancey me dijo, como quien no quiere la cosa, que ella y Jed se irían a Troy el día 13 y que si me importaría quedarme al cargo aquella noche y entregarle las llaves al señor Sanguinetti, quien vendría a cerrar el establecimiento el 14, hacia el mediodía.

Me pareció un arreglo poco claro, eso de dejar a una desconocida a cargo de una propiedad tan valiosa, pero me explicaron que los Phancey se llevarían el dinero en efectivo, el libro de registros y lo que quedara de comida y bebida, y que todo lo que tenía que hacer yo era desconectar la luz y cerrar todo con llave antes de acostarme. Después podría seguir mi camino. Así que les dije que sí, que estaba de acuerdo, y la señora Phancey sonrió abiertamente y comentó que yo era una buena chica; sin embargo, cuando le pedí si podía darme referencias, se mostró muy reservada y dijo que tendría que tratar el asunto con el señor Sanguinetti, pero que ella le comentaría lo servicial que me había mostrado.

Pasaron el último día empaquetando cosas y metiéndolas en el coche hasta que las tiendas y la cafetería estuvieron vacías, a excepción de una buena cantidad de bacon, huevos, café y pan, que dejaron para mí y para los camioneros que pasaran por allí a comer algo.

Aquel último día esperaba que los Phancey fueran amables conmigo. Al fin y al cabo, nos habíamos llevado bastante bien y yo me había desviado de mi camino para serles útil en todo. Pero, curiosamente, se comportaron de manera totalmente opuesta. La señora Phancey me daba órdenes como si yo fuera su asistenta y la lujuria de Jed se volvió más brutal y malintencionada: soltaba groserías incluso cuando su mujer podía oírle e intentaba toquetearme sin disimulo cada vez que se acercaba. No podía entender aquel cambio. Parecía como si ya hubieran logrado lo que querían de mí y ahora pudieran desecharme con desdén e incluso, o eso me parecía, con odio. Me puse tan furiosa que al final le dije a la señora Phancey que me marchaba y que si podía darme mi dinero. Pero ella sólo se echó a reír y dijo «¡Oh, no!», que el señor Sanguinetti me lo daría. No podían arriesgarse a que faltaran cubiertos cuando él viniera a contarlos. Después de esto, y para no tener que verles las caras a la hora de cenar, me preparé unos bocadillos de jamón, me encerré en mi cabaña y recé para que llegara la mañana, para que se fueran. Y, tal como ya he contado, finalmente llegaron las seis de la mañana y vi a aquellos monstruos por última vez.

Ahora tenía ante mí mi última noche en Pinos Soñadores y a la mañana siguiente me iría. Había sido una pequeña experiencia de la vida, no completamente desagradable a pesar de los Phancey, que me había enseñado los detalles de un trabajo que podía servirme de mucho en el futuro. Miré el reloj. Eran las nueve en punto y ahí estaba la agorera WOKO desde Albany con su boletín sobre la tormenta. Los Adirondacks estarían despejados hacia medianoche. Así que, con un poco de suerte, las carreteras estarían secas por la mañana. Fui detrás del mostrador de la cafetería, encendí la cocina eléctrica y preparé tres huevos y seis rebanadas de bacon ahumado con leña de nogal. Tenía mucha hambre.

Y entonces resonaron unos fuertes golpes en la puerta.