Capítulo 6

Vete al Oeste, muchacha

A finales de agosto, cuando ocurría todo esto, Zürich estaba todo lo animada que puede estar esta antipática ciudad. El agua clara y helada del lago resplandecía con sus botes y sus esquiadores acuáticos, las playas públicas estaba llenas de bañistas bronceados y la sombría Bahnhofplatz y la Bahnhofstrasse, que es el orgullo de la ciudad, vibraban con los jóvenes mochileros que tenían cuentas pendientes con las montañas. Aquel sano y organizado ambiente de feria me atacaba los nervios y llenaba de angustia el corazón herido. Aquélla era la actitud de Kurt ante la vida: Naturfreude, la existencia sencilla de un simple animal. Él y yo habíamos compartido ese tipo de vida y, en apariencia, había ido bien. Pero el cabello rubio, los ojos claros y el bronceado sólo son una capa gruesa parecida al maquillaje en el rostro de una mujer, sólo otro tipo distinto de barniz. Un pensamiento bastante trillado, en efecto, pero es que tanto Derek el mundano como Kurt el casero me habían defraudado, así que estaba dispuesta a desconfiar de todos los hombres. No es que esperara que Kurt se casara conmigo, o Derek. Sólo había esperado de ellos amabilidad, que se comportaran como «caballeros» —¡qué palabra más estúpida!—, que fueran tiernos conmigo de la misma manera que yo, pensaba, lo había sido con ellos. Claro que éste había sido precisamente el problema. Había sido demasiado tierna, demasiado complaciente. Sentía el deseo de agradar (y de disfrutar, pero sólo como algo secundario) y eso me había convertido en una presa fácil, prescindible. Pues bien, ¡eso se había terminado! A partir de ahora tomaría y no daría. El mundo me había enseñado sus garras y ahora yo le mostraría las mías. Estaba muy verde, pero ya había madurado. Me erguí con orgullo como una buena canadiense (¡por lo menos como una canadiense bastante buena!) y, puesto que hasta entonces había tenido que tragar, decidí que, para variar, ahora sería yo la que repartiría.

El asunto de mi aborto, hablando claro, fue un buen entrenamiento para mi nuevo papel. El recepcionista del hotel me miró con aquellos ojos que lo han visto todo que tienen los recepcionistas y me dijo que el médico del hotel estaba de vacaciones, pero que tenían a otro que era igual de eficiente. (¿Lo sabía él? ¿Se lo imaginaba?) El doctor Süsskind me examinó y me preguntó si tenía suficiente dinero. Cuando le dije que sí, pareció decepcionado. El ginecólogo fue más explícito. Según parece, tenía un chalé y, puesto que los hoteles en Zürich eran tan caros, ¿tal vez me gustaría descansar unos días allí antes de la operación? Le miré con ojos inexpresivos y le dije que el cónsul británico, que era mi tío, me había invitado a pasar la recuperación con su familia y que me gustaría poder ingresar en la clínica sin demora. El propio doctor Süsskind me lo había recomendado y, sin duda, el Herr Doktor Braunschweig conocía al cónsul, ¿verdad?

El truco funcionó. Había actuado con mi nuevo estilo decidido y había planeado la táctica con anterioridad. Sus gafas reflejaron sorpresa. Conseguí todo tipo de fervientes explicaciones y una rápida llamada a la clínica. Sí, desde luego, mañana por la tarde. Sólo tenía que llevar los enseres necesarios para una noche.

Fue tan angustioso mentalmente, pero tan indoloro físicamente como yo esperaba, y tres días más tarde estaba de vuelta en el hotel. Había tomado una decisión. Volví a Inglaterra y me alojé en el nuevo Hotel Ariel, cercano al aeropuerto de Londres, hasta que me hube librado de mis pocas e insignificantes pertenencias y pagado mis facturas. Entonces concerté una cita con el concesionario de Vespa más próximo y fui a visitarlo.

Mi plan consistía en marcharme sola, por lo menos durante un año, y ver la otra mitad del mundo. Había visto Londres. La vida allí me había golpeado con fuerza en las dos mejillas y me había dejado tocada, pero de pie. Decidí que aquél no era un lugar para mí. No entendía el mundo sofisticado de Derek y no sabía cómo llevar el «amor» moderno, objetivo y frío que Kurt me había ofrecido. Ninguno de estos dos hombres había querido mi corazón, sólo querían mi cuerpo. El hecho de que recurriera a este antiguo argumento de mujer abandonada para explicar mi fracaso para conservar a aquellos dos hombres era, decidí más tarde, una clave más importante para descubrir la razón de mi fracaso que el tema del «corazón». En verdad, yo era demasiado simple para sobrevivir en aquella jungla de asfalto. Resultaba una presa fácil para los depredadores. Todavía era demasiado rematadamente «canadiense» para competir con Europa. ¡Pues muy bien! Si yo era simple, volvería a tierras más simples, pero no a sentarme, deprimirme y vegetar; iría allí a explorar, a buscar aventuras. Pasaría el otoño viajando por Norteamérica, pagándome el viaje con un trabajo de camarera, canguro o recepcionista, hasta que llegara a Florida, donde trabajaría como periodista y me tumbaría al sol hasta la primavera. Y entonces volvería a pensar.

Una vez decidida, los detalles de mi plan absorbieron mi atención y me alejaron de mi desdicha, o por lo menos la mantuvieron a raya, y anestesiaron mis sentimientos de pecado, vergüenza y fracaso. Fui a la Asociación Americana del Automóvil en el Pall Mall, me agencié los mapas que necesitaba y me informé sobre el transporte. Los precios de los coches de segunda mano en Norteamérica eran demasiado elevados, así como los gastos de mantenimiento, y de repente me enamoré de la idea de viajar en una escúter. De entrada, la idea de ir por las inmensas autopistas transcontinentales con un trasto tan pequeño parecía ridícula, pero la ilusión de estar al aire libre, de hacer cien kilómetros con cinco litros de gasolina, de no tener que preocuparme por garajes, de viajar ligera y, admitámoslo, de causar más o menos sensación dondequiera que fuera, acabó de decidirme y el vendedor de Hammersmith hizo el resto.

Sabía algo de motores, todo niño norteamericano crece sabiendo algo sobre motores, y sopesé los atractivos del pequeño modelo de 125 cc y del 150 cc Gran Sport, más sólido y rápido. Obviamente, me decanté por el modelo deportivo con su maravillosa aceleración y una velocidad máxima de sesenta. Con cinco litros de gasolina, sólo podría recorrer unos ochenta kilómetros, mientras que con la pequeña podía llegar a cien, pero me dije que la gasolina era barata en Norteamérica y que necesitaba velocidad si no quería tardar meses en llegar al sur. El vendedor estaba entusiasmado. Me hizo notar que si hacía mal tiempo o me cansaba, sólo tenía que meter la moto en el tren. Podía conseguir una reducción de unas treinta libras en el impuesto sobre la venta de las ciento noventa que costaba si la entregaba directamente en un barco que zarpaba hacia Canadá diez días después. Con eso tendría dinero extra para gastar en accesorios de lujo y recambios. No necesitaba que me insistiera. Di un par de vueltas por el cinturón con el vendedor sentado detrás y me pareció que la Vespa era ligera como un pájaro y tan fácil de llevar como una bicicleta. Así que me la quedé, compré una funda de piel de leopardo para el asiento y la rueda de recambio, protectores para las ruedas de lujo, como los de los coches de carreras, un retrovisor, un portaequipajes, unas bolsas blancas a modo de alforjas que hacían juego con el acabado plateado de la carrocería, un parabrisas deportivo de plexiglás y un casco protector blanco que me hacía sentir como Pat Moss. El vendedor me dio algunas buenas ideas sobre ropa y me fui a una tienda y compré un mono blanco lleno de cremalleras, gafas protectoras con los bordes forrados de suave piel y un par de guantes de moto forrados de cabritilla negra muy elegantes. Después me senté en el hotel rodeada de mapas y planifiqué la primera etapa del viaje desde Quebec. Hice una reserva en el vuelo más barato de TransCanada a Montreal, envié un cable a la tía Florence y, en la soleada mañana del día 1 de septiembre, me marché.

Fue extraño y bonito volver después de seis años. Mi tía me dijo que casi no me reconocía y yo me sentí verdaderamente sorprendida por Quebec. Cuando me fui, la fortaleza me había parecido inmensa y majestuosa. Ahora la veía como una casa de juguete grande como las de Disneylandia. Lo que antes para mí era impresionante, ahora me parecía, con cierta irreverencia, hecho de cartón piedra. Y las titánicas batallas entre los credos, que una vez pensé que estaban a punto de aplastarme, y los profundos cismas entre los canadiennes y el resto, quedaban ahora reducidos, desde mi nueva perspectiva, a peleas pueblerinas. Medio avergonzada, empecé a sentir desprecio por el provincianismo chillón de la ciudad, por los palurdos que vivían en ella y por el ambiente eternamente impregnado de esnobismo y mentalidad pequeñoburguesa. No era de extrañar que siendo producto de todo aquello, estuviera tan mal preparada para el ancho mundo que había fuera de allí. El milagro era que hubiera sobrevivido a él.

Me cuidé de ocultar estos pensamientos a mi tía, aunque sospecho que ella estaba igual de sorprendida e incluso asustada, ante la pátina que mi «acabado» en Europa me había dado. Debió de encontrarme demasiado urbana, por mucho que yo me sintiera simple y desgarbada por dentro, porque me sometió a un interrogatorio para descubrir hasta qué punto era sólida la pátina, hasta qué punto la vida ajetreada que seguramente había llevado me había estropeado. Si hubiera sabido la verdad, se habría desmayado y tuve la precaución de decirle que, aunque había habido algún coqueteo, volvía incólume y con el corazón entero de las impúdicas ciudades del otro lado del océano. Pude decirle sin faltar a la verdad que ningún lord, ni siquiera ningún plebeyo, se me había declarado y que no había dejado ningún novio allí. Me parece que no me creyó. Elogió mucho mi aspecto; me había convertido en une belle filie. Según parece, había adquirido beaucoup de tempérament —un eufemismo francés para sex appeal— o, por lo menos, tenía esa apariencia, y le parecía increíble que a los veintitrés años no hubiera un hombre en mi vida. Mis planes la horrorizaron y me pintó un lúgubre panorama de los peligros que me esperaban en la carretera. América estaba llena de delincuentes. Acabaría tirada en cualquier carretera y ravagé. Además, no era propio de una dama viajar en una escúter. Esperaba que al menos viajara montada a sentadillas. Le expliqué que mi Vespa era una máquina de lo más respetable, y cuando fui a Montreal y, entusiasmada por cada kilómetro del recorrido, volví a la casa vestida con toda la parafernalia, mi tía se sintió más tranquila y comentó, vacilante, que conseguiría faire sensation.

El 15 de septiembre saqué mil dólares en cheques de viaje American Express de mi reducida cuenta bancaria, llené mis alforjas de manera científica con lo que pensé que era un vestuario mínimo, me despedí de tía Florence con un beso y salí hacia St. Lawrence por la carretera 2.

La carretera 2, que bajaba desde Quebec hacia Montreal, podría ser una de las rutas más bellas del mundo si no fuera por los montones de chalés y casetas de baño que han proliferado a lo largo de ella desde la guerra. Bordea exactamente el gran río, siguiendo la orilla norte, y yo la conocía muy bien gracias a las excursiones que hacía para ir a bañarme cuando era niña. Sin embargo, desde entonces habían abierto el Canal de St. Lawrence, y ahora el flujo constante de grandes barcos con motores ruidosos y silbatos y sirenas penetrantes añadían un nuevo aliciente.

La Vespa avanzaba ronroneando a unos sesenta por hora. Yo había decidido mantenerme en una media diaria de entre doscientos y doscientos cincuenta kilómetros, unas seis horas de moto, pero no tenía la intención de estar atada a un plan fijo. Quería verlo todo. Si había alguna carretera secundaria que me llamara la atención, la seguiría, y si llegaba a algún lugar bonito o interesante, me pararía y le echaría un vistazo.

Un buen invento del Canadá y de la parte norte de Estados Unidos es el merendero: un claro en un bosque o al lado de un lago o de un río con muchos bancos y mesas de madera de aspecto rústico, aislados y escondidos entre árboles para disfrutar de más intimidad. Yo me proponía usarlos para mi almuerzo diario cuando no lloviera y no comprar comida cara en las tiendas, sino prepararme bocadillos de huevos y bacon antes de marcharme del motel donde pasara la noche. Esto, junto con fruta y un termo de café, sería mi almuerzo y me recuperaría por la noche con una buena cena. Había previsto un gasto diario de quince dólares. En la mayoría de moteles, la habitación individual cuesta ocho dólares, pero a eso hay que añadir los impuestos estatales; así que aumenté el presupuesto a nueve dólares, más café y un bollo para desayunar. La gasolina no me costaría más de un dólar al día, así que me quedarían cinco para almorzar y cenar, alguna bebida de vez en cuando y los pocos cigarrillos que fumaba. Quería intentar ceñirme a este presupuesto. El mapa de carreteras Esso y las guías AAA que tenía incluían innumerables sitios para visitar, una vez cruzada la frontera —podía cruzar el territorio indio de Fenimore Cooper y después los escenarios de las grandes batallas de la Revolución Americana, por ejemplo—, cuya entrada costaba más o menos un dólar. Sin embargo, pensé que ya me las apañaría y que, si algún día no lo conseguía, otros días comería menos.

La Vespa era mucho más estable de lo que esperaba y extremadamente fácil de conducir. A medida que mejoraba mi dominio del cambio de marchas manual, empecé a conducir de verdad aquel aparato en lugar de ir montada en él. La aceleración, hasta sesenta en veinte segundos, era suficientemente buena para dar un susto al típico utilitario americano y subía por los puertos como un pájaro, mientras el tubo de escape ronroneaba plácidamente bajo mi trasero. Por supuesto, tuve que aguantar muchos silbidos de admiración por parte de los jóvenes y sonrisas y saludos con la mano por parte de los viejos, pero me temo que en el fondo disfruté de la sensación que causaba, tal como mi tía había pronosticado, y sonreía con más o menos dulzura a todos sin excepción. Los arcenes de la mayoría de las carreteras de Norteamérica son bastante malos y yo había temido que los coches empujaran a un lado mi pequeño escúter y que tuviera que lidiar constantemente con los baches, pero supongo que parecía tan pequeña y frágil, que los demás conductores se mantenían a distancia y, habitualmente, tenía todo el carril de la derecha de la autopista para mí sola.

Las cosas me fueron tan bien aquel primer día que logré pasar Montreal antes del anochecer y recorrer veinte kilómetros más por la carretera 9 que, a la mañana siguiente, me llevaría a la frontera con el estado de Nueva York. Me alojé en un lugar llamado Motel Sendero Sur, donde me trataron como si yo fuera Amelia Earhart o Amy Mollison —una práctica muy agradable a la que acabé acostumbrándome—, y después de una comida muy satisfactoria en la cafetería y de aceptar tímidamente la invitación a una copa del propietario, me fui a la cama sintiéndome ilusionada y feliz. Había sido un día largo y maravilloso. La Vespa era como un sueño y mi plan iba sobre ruedas.

Había tardado un día en hacer los primeros doscientos kilómetros y empleé casi dos semanas en recorrer los siguientes doscientos cincuenta. La explicación es muy sencilla. Una vez en la frontera, empecé a dar vueltas por los Adirondacks como si disfrutara de unas vacaciones de verano tardías. No entraré en detalles porque esto no es un documental sobre viajes, pero casi no hubo fuerte antiguo, museo, cascada, cueva o montaña que yo no visitara, sin mencionar las «Tierras de cuento», las «Ciudades de Aventuras» y las falsas «Reservas indias» que ingresaron el dólar de mi entrada. Se puede decir que me dediqué a una vorágine de recorridos turísticos debido en parte a una curiosidad verdadera, pero, sobre todo, para retrasar el día en que tendría que alejarme de aquellos lagos, ríos y bosques y salir volando hacia el sur, hacia el cruel El Dorado de las superautopistas, los puestos de perritos calientes y las luces de neón.

Fue al final de estas dos semanas cuando fui a parar al lago George, el espantoso centro turístico de los Adirondacks que había logrado convertir la historia, los bosques y la fauna salvaje en una especie de garito. A excepción del impresionante fuerte vallado y los inofensivos barcos de vapor que hacen el recorrido de ida y vuelta a Fort Ticonderoga, el resto es una pesadilla chapucera de Bambis, setas venenosas y gnomos de hormigón, puestos de comida de mala muerte que venden «Hamburguesas Gran Jefe» y «Algodón de azúcar Minnehaha» y «Atracciones» como la «Tierra de animales» («Los visitantes pueden coger y fotografiar a los chimpancés disfrazados»), el «Pueblo con lámparas de gas» («Auténticas lámparas de gas de 1890») y la «Ciudad histórica de Estados Unidos», una espantosa pesadilla en miniatura que no es necesario que describa. En este punto, me alejé de la horrible y abarrotada ruta en que se había convertido la carretera 9 y cogí una polvorienta carretera secundaria a través del bosque que me llevaría al Motel Pinos Soñadores y al sillón en que estaba sentada recordando exactamente cómo había llegado hasta allí.