Un pájaro con un ala rota
La lluvia seguía cayendo con fuerza, su virulencia no había disminuido. Las noticias de las ocho, como siempre, relataban caos y desastres: un choque múltiple en la carretera 9, vías inundadas en Schenectady, tráfico colapsado en Troy, previsión de lluvias intensas durante varias horas. Las tormentas, la nieve y los huracanes trastornan absolutamente la vida en Norteamérica. Cuando los coches estadounidenses no pueden circular, la vida se detiene y, si no pueden cumplir sus famosos horarios, cunde el pánico y la gente sufre una especie de ataque de frustración que la lleva a asediar las estaciones de ferrocarril, a colapsar los hilos del telégrafo y a tener los transistores permanentemente encendidos en busca de unas migajas de consuelo. Podía imaginar perfectamente el caos en las carreteras y ciudades y me aferré a mi cómoda soledad.
Mi bebida estaba casi muerta. La mantuve medio viva añadiéndole más hielo, encendí otro cigarrillo y volví a instalarme en mi sillón mientras el locutor anunciaba media hora de jazz Dixieland.
A Kurt no le gustaba el jazz, decía que era decadente. También consiguió que dejara de fumar, de beber, de pintarme los labios y la vida se convirtió en un asunto serio lleno de galerías de arte, conciertos y salas de conferencias. En contraste con mi vida vacía y sin sentido, fue un cambio agradable y me atrevo a decir que el régimen teutónico atraía a la grave seriedad que subyace bajo el carácter canadiense.
La VWZ, Verband Westdeutscher Zeitungen, era una agencia de noticias independiente financiada por una cooperativa de periódicos de la Alemania Occidental que estaba bastante en la línea de Reuters. Kurt Rainer era su primer representante en Londres y, cuando lo conocí, estaba buscando un segundo de a bordo inglés que leyera los periódicos y semanarios en busca de temas de interés para los alemanes, mientras él se dedicaba a las tareas de alta diplomacia y cubría los encargos externos. Aquella noche me llevó a cenar a Schmitdts, en Charlotte Street, y se mostró encantadoramente serio en cuanto a la importancia de su trabajo y lo mucho que significaba para las relaciones angloalemanas. Tenía una constitución fuerte, del tipo de hombre joven acostumbrado a la vida al aire libre, y un pelo rubio y brillante, y unos ojos azules que le hacían parecer más joven de los treinta años que tenía. Me dijo que era de Augsburg, cerca de Munich, hijo único de unos padres, médicos ambos, que habían sido rescatados de un campo de concentración por los norteamericanos. A causa de una delación, fueron arrestados por escuchar la radio aliada y por impedir al joven Kurt unirse a las Juventudes Hitlerianas. Él había estudiado en el Instituto de Munich y en la Universidad; después se dedicó al periodismo y trabajó para el Die Welt, el periódico más importante de la Alemania Occidental, y allí fue escogido para este trabajo en Londres por su buen dominio del inglés. Me preguntó a qué me dedicaba yo, y al día siguiente fui a su oficina de dos habitaciones en Chancery Lane y le mostré algo de mi trabajo. Con su típica minuciosidad, él ya se había informado sobre mí a través de amigos del Club de Prensa y, una semana más tarde, me encontré instalada en la habitación de al lado con los teletipos del Exchange Telegraph y el PA/Reuter repiqueteando junto a mi mesa. Mi sueldo era fantástico, treinta libras a la semana, y pronto empezó a gustarme el trabajo, especialmente manejar el télex con nuestra Zentrale en Hamburgo, y las dos carreras diarias para llegar al cierre de la edición matutina y vespertina de los periódicos alemanes. El hecho de que yo no hablara alemán no era un gran problema, puesto que, aparte del material de Kurt que él mismo pasaba por teléfono, todo mi material pasaba por el télex en inglés y se traducía allí, y los operadores de télex de Hamburgo hablaban el inglés suficiente para charlar conmigo cuando estaba a cargo de la máquina. Era un trabajo bastante mecánico, pero tenía que hacerse con rapidez y exactitud, y era divertido juzgar si lo enviado había tenido éxito o no a través de los recortes alemanes que llegaban unos días más tarde. Pronto Kurt tuvo la suficiente confianza en mí para dejarme sola a cargo de la oficina, donde a menudo se producían pequeñas y excitantes emergencias que yo tenía que resolver, con la emoción de saber que veinte editores en Alemania dependían de que mi actuación fuera rápida y exacta. Todo esto me parecía mucho más importante y de más responsabilidad que escribir trivialidades de barrio en el Clarion, y me gustaba la autoridad de las instrucciones y las decisiones de Kurt en combinación con el aire constante de urgencia que acompaña el trabajo en una agencia de prensa.
Al cabo de un tiempo, Susan se casó y yo me mudé a un piso amueblado en Bloomsbury Square, en el mismo edificio de Kurt. No estaba segura de que eso fuera una buena idea, pero él era tan korrekt y nuestra relación tan kameradschaftlich —palabras que él siempre aplicaba a las situaciones sociales— que pensé que yo debía comportarme, al menos, con la misma sensatez. Fui muy tonta. Además del hecho de que probablemente Kurt malinterpretó que yo aceptara tan rápidamente su sugerencia de mudarme a su edificio, enseguida se volvió normal el paseo juntos, de vuelta a casa desde la oficina. Cada vez con mayor frecuencia cenábamos juntos y, más tarde, para ahorrar dinero, él empezó a traer su tocadiscos a mi casa mientras yo preparaba algo para los dos. Por supuesto, yo me daba cuenta del peligro y me inventé diversos amigos con los que debía pasar la velada, pero eso significaba sentarme sola en un cine después de una cena solitaria, con la molestia de los hombres que intentaban ligar conmigo. Además, Kurt siguió siendo tan korrekt y nuestra relación tan sincera e incluso irreprochable que mis temores acabaron pareciéndome tontos y, cada vez más, empecé a aceptar aquel estilo de vida de camaradas que parecía no sólo totalmente respetable, sino también adulto en su sentido más moderno. Me sentí todavía más segura cuando, después de tres meses de aquella pacífica existencia, Kurt me contó, al volver de una visita a Alemania, que se había comprometido. Ella era una amiga de la infancia llamada Trude y, por lo que me relató, estaban hechos el uno para el otro. Era hija de un catedrático de filosofía de Heidelberg y, en las fotos que él me enseñó, tenía una mirada apacible, un pelo brillante y trenzado y llevaba un pulcro vestido tirolés. Parecía un anuncio viviente de Kinder, Kirche, Küche.
Kurt me involucró hasta el fondo en esta historia, traduciéndome las cartas de Trude, hablando del número de hijos que tendrían y pidiéndome consejos sobre la decoración del piso que habían pensado comprar en Hamburgo, cuando él hubiera terminado sus tres años de trabajo en Londres y ahorrado suficiente dinero para casarse. Yo me convertí en una especie de tía soltera para los dos, y me hubiera parecido ridículo si no hubiera sido todo tan normal y divertido; era como tener dos muñecas enormes para jugar a «papás y mamas». Kurt había planeado minuciosamente incluso su vida sexual, y los detalles que él insistía en compartir conmigo al principio me resultaban embarazosos, pero era tan objetivo al tratar el tema, que acabó pareciéndome muy educativo. En la luna de miel a Venecia (todos los alemanes van a Italia de luna de miel), evidentemente tendrían que hacerlo cada noche, porque, tal como decía Kurt, era muy importante que «el acto» fuera técnicamente perfecto, y para conseguirlo se necesitaba mucha práctica. Con este propósito, cenarían algo ligero, porque un estómago lleno no era lo adecuado, y se retirarían no más tarde de las once de la noche, porque era importante dormir al menos ocho horas «para recargar baterías». Trude, me dijo, carecía de experiencia y tendía a ser kühl en el terreno sexual, en tanto que él era de temperamento apasionado. Así que deberían llevar a cabo muchos juegos sexuales preliminares para elevar el nivel de la pasión de ella al de él. Eso requeriría un cierto autocontrol por parte de él, y en ese punto tenía que ser firme consigo mismo porque, tal como me dijo, era esencial para un matrimonio feliz que los dos miembros de la pareja llegaran al orgasmo al mismo tiempo. Sólo así, la emocionante culminación de Ekstase pertenecería a ambos en igual medida. Después de la luna de miel, dormirían juntos los miércoles y los sábados. Hacerlo más a menudo debilitaría las «baterías» de él y podría disminuir su eficiencia en el Büro. Kurt ilustraba toda esta explicación con una gran profusión de términos científicos de lo más explícito, e incluso con diagramas y dibujos hechos con un tenedor sobre el mantel.
Las conferencias, porque esto es lo que eran, me convencieron de que Kurt era un amante de una sutileza excepcional, y debo reconocer que me sentía fascinada y bastante envidiosa por las bien reguladas y totalmente higiénicas delicias que esperaban a Trude. Había muchas noches en que deseaba que estas experiencias fueran para mí y que alguien me tocara como, así lo describía Kurt, «un gran violinista toca su instrumento». Fue inevitable, supongo, que en mis sueños fuera Kurt quien se me apareciera en ese papel: era tan seguro, tan amable, tan profundamente comprensivo con las necesidades físicas de una mujer…
Pasaron los meses y el tono y la frecuencia de las cartas de Trude empezaron a cambiar gradualmente. Yo fui la primera en notarlo, pero no dije nada. Cada vez eran más frecuentes e insistentes las quejas sobre la duración del período de espera, los pasajes más tiernos se volvieron más rutinarios, y los placeres de unas vacaciones de verano en Tegernsse, donde Trude había conocido a un «grupo muy alegre», después de una primera descripción eufórica —significativamente en mi opinión—, no volvieron a ser mencionados. Y entonces, después de tres semanas de silencio por parte de Trude, Kurt vino a mi piso una noche con el rostro pálido y las mejillas húmedas de lágrimas. Yo estaba tumbada en el sofá, leyendo, y él se arrodilló a mi lado y hundió la cabeza en mi pecho. Todo había terminado, me dijo entre sollozos. Ella había conocido a otro hombre, en Tegernsse por supuesto, un médico de Munich, un viudo, que le había propuesto matrimonio y ella había aceptado. Un flechazo. Kurt tenía que entender que una cosa como ésa sólo pasaba una vez en la vida de una chica. Debía perdonarla y olvidarla. Ella no era lo bastante buena para él. (¡Ah! ¡Esa frase tan gastada otra vez!) Tenían que seguir siendo amigos. La boda se celebraría el mes siguiente. Kurt debía hacer un esfuerzo y desearle suerte. Adiós, vil Trude.
Los brazos de Kurt me rodearon y me abrazaron con desesperación.
—Ahora sólo te tengo a ti —dijo entre sollozos—. Tienes que ser amable conmigo y consolarme.
Le acaricié el cabello tan maternalmente como pude mientras me preguntaba cómo zafarme de su abrazo, aunque, al mismo tiempo, la desesperación de aquel hombre tan fuerte y su dependencia de mí me ablandaban. Intenté imprimir un tono pragmático en mi voz.
—La verdad, si quieres saber mi opinión, has tenido suerte de librarte de ella. Una chica tan poco constante no habría sido una buena esposa para ti. Hay muchas más chicas y mejores en Alemania. Venga, Kurt —me esforcé en incorporarme—, saldremos a cenar y al cine. Así te olvidarás de todo esto. No sirve de nada llorar por lo que ya no tiene remedio. ¡Venga! —Con un gran esfuerzo, logré soltarme y ambos nos levantamos.
Kurt agachó la cabeza.
—Eres demasiado buena conmigo, Viv. Eres una verdadera amiga cuando hace falta: eine echte Kameradin. Y tienes razón: no debo ser débil. Te avergonzarías de mí y eso no podría soportarlo. —Me dedicó una sonrisa atormentada y se dirigió a la puerta para salir.
Sólo dos semanas más tarde, ya éramos amantes. De alguna manera, fue inevitable. Casi se puede decir que yo ya lo sabía y no hice nada para evitar mi destino. No estaba enamorada de él, pero habíamos intimado tanto en muchos otros aspectos, que necesariamente el siguiente paso tenía que ser acostarnos juntos. En realidad, los detalles fueron bastante aburridos. El esporádico beso de amistad en la mejilla, casi fraternal, se fue acercando cada vez más a mis labios y un día los alcanzó. Hubo una tregua durante la campaña en la que me acostumbré a recibir ese tipo de beso, después llegó el asalto sutil a mis pechos y luego a todo mi cuerpo, todo tan placentero, tan sosegado, tan desprovisto de dramatismo, y finalmente, una noche en mi salón, fue desnudando mi cuerpo poco a poco «porque tengo que ver lo bella que eres», la protesta débil, casi lánguida, y por fin el acto científico que estaba preparado para Trude. ¡Fue tan delicioso, tan reposado, y tan tranquilizadoras las precauciones!… ¡Y Kurt fue tan fuerte y a la vez tierno, y de todo lo que se puede ser haciendo el amor, tan divinamente educado!… Una flor después de cada vez, la habitación aseada después de cada éxtasis de pasión, una estudiada corrección en la oficina y delante de los demás, nunca una palabra altisonante ni una grosería. Era como una sucesión de operaciones exquisitas realizadas por un cirujano con los mejores modales en la cama. Por supuesto, también era todo bastante impersonal, pero eso me gustaba. Era sexo sin ningún compromiso o riesgo, el punto culminante de la rutina diaria que cada vez me dejaba lustrosa y radiante como un gato mimado.
Debería haberme dado cuenta, o haber adivinado, que, al menos para las aficionadas en oposición a las prostitutas, no existe el amor físico sin implicaciones emocionales, por lo menos a largo plazo. La intimidad física está a medio camino del amor, y la esclavitud constituye la otra mitad. Sin duda, mi mente y la mayoría de mis instintos no se implicaban en nuestra relación. Estaban adormecidos, felizmente adormecidos. Pero mis días y mis noches estaban tan llenos de ese hombre, dependía tanto de él en tantas cosas durante las veinticuatro horas del día, que habría sido casi inhumano si no me hubiera enamorado en cierta forma de él. Me repetía a mí misma que no tenía sentido del humor, que era impersonal, enemigo de la diversión, envarado y, además, increíblemente alemán, pero eso no cambiaba el hecho de que yo esperaba oír sus pasos en la escalera, adoraba la calidez y la autoridad de su cuerpo y era feliz a toda hora cocinando, cosiendo y trabajando para él.
Reconocía que me estaba convirtiendo en un vegetal, en una dócil Hausfrau, y que en mi mente siempre andaba seis pasos detrás de él por la calle, como una especie de porteador indígena, pero también tenía que admitir que me sentía feliz, satisfecha y despreocupada, y que en realidad no deseaba otro tipo de vida. Había momentos en que quería romper con aquel ciclo ordenado y apacible de los días, gritar y cantar y, en general, armar jaleo, pero me decía a mí misma que aquellos impulsos eran básicamente antisociales, poco femeninos, caóticos y psicológicamente desequilibrados. Kurt me hacía entender estas cosas. Para él, la simetría, un tempo regular, el objeto correcto en el lugar preciso, la voz tranquila, las opiniones mesuradas, amor los miércoles y los sábados (¡después de una cena ligera!), eran el camino a la felicidad y nos alejaba de lo que él describía como «el síndrome anárquico», es decir, fumar y beber, el fenobarbital, el jazz, el sexo promiscuo, los coches rápidos, la delgadez, los negros y sus nuevas repúblicas, la homosexualidad, la abolición de la pena de muerte, y era una invitación para otro tipo de desviaciones de lo que él llamaba Naturmenschlichkeit o, para decirlo más largo pero no más claro, un modo de vida parecido al de las hormigas y las abejas. Pues a mí me parecía bien. Me educaron en un estilo de vida sencillo y me sentía muy feliz de volver a él después de mi breve incursión en los ruidosos circuitos de los pubs de Chelsea y el periodismo chapucero, sin olvidar mi dramática historia con Derek, y sin darme cuenta me enamoré de alguna forma de Kurt.
Y entonces, inevitablemente, ocurrió.
Poco después de empezar a hacer el amor regularmente, Kurt me había llevado a ver a una doctora de toda confianza que me dio una sencilla conferencia sobre anticonceptivos y me proveyó de lo necesario. Sin embargo, me advirtió que incluso estas precauciones podían fallar. Y así fue. Al principio, esperando que no fuera nada, no se lo conté a Kurt, pero después, por diversas razones —no quería guardar aquel secreto para mí sola, la débil esperanza de que se pusiera contento y me pidiera que me casara con él, y un miedo auténtico a mi situación—, se lo expliqué. No tenía ni idea de cuál sería su reacción, pero, desde luego, esperaba ternura, comprensión y, por lo menos, una muestra de amor. Estábamos los dos delante de la puerta de mi habitación, preparándonos para darnos las buenas noches. Yo no llevaba nada encima, mientras que él iba vestido de pies a cabeza. Cuando acabé de contárselo, se liberó sin decir nada de mis brazos que le rodeaban el cuello, miró mi cuerpo de arriba abajo con algo que sólo puedo definir como una mezcla de ira y desprecio, y se dirigió a la puerta. Con la mano en el tirador, me miró con frialdad a los ojos y dijo solamente en voz muy baja:
—¿Y…?
Salió de la habitación, cerrando la puerta sin hacer el menor ruido.
Yo me senté en la cama y me quedé mirando la pared. ¿Qué había hecho? ¿Había dicho algo malo? ¿Qué significaba el comportamiento de Kurt? Y, agotada por la inquietud, me acosté y lloré hasta dormirme.
Tenía razón al llorar. A la mañana siguiente, cuando fui a buscarle abajo para nuestro habitual paseo hasta la oficina, él ya se había ido. Al llegar a la oficina, la puerta que comunicaba su despacho con el mío estaba cerrada y cuando, pasado un cuarto de hora más o menos, abrió la puerta y dijo que teníamos que hablar, la expresión de su rostro era fría como el hielo. Entré en su despacho y me senté al otro lado de su mesa: como una empleada cualquiera que es entrevistada por su jefe o, en mi caso, que acaba siendo despedida.
El mensaje de su discurso, recitado en un tono pragmático e impersonal, era el siguiente: en una relación de camaradería como la que nosotros habíamos tenido y que, por cierto, había sido extremadamente placentera, era esencial que todo funcionara sin problemas y de manera ordenada. Habíamos (sí, «habíamos») sido buenos amigos, pero seguro que yo estaría de acuerdo en que nunca se había hablado de matrimonio, ni de nada más permanente que un arreglo satisfactorio entre colegas (¡otra vez!). Sin duda había sido una relación de lo más agradable, pero ahora, por culpa de una de las partes (¡sólo mía, supongo!), había pasado aquello y debíamos encontrar una solución radical para un problema que contenía elementos embarazosos e incluso peligrosos para nuestros caminos en la vida. El matrimonio —aunque él tenía la más alta opinión sobre mis cualidades y, especialmente, sobre mi belleza física— estaba fuera de lugar. Además de otras consideraciones, él había heredado unas convicciones muy firmes sobre las parejas mixtas (¡Heil Hitler!) y, cuando se casara, sería con alguien de raza teutónica.
En consecuencia, y lamentándolo profundamente, había tomado algunas decisiones. La más importante era que yo debía someterme a una intervención inmediatamente. Tres meses ya era un retraso demasiado largo. Sería algo sencillo. Iría en avión a Zürich y me quedaría en uno de los hoteles cercanos al Hauptbahnhof. Cualquier taxista podría llevarme desde el aeropuerto. Preguntaría al recepcionista el nombre del médico del hotel —hay excelentes médicos en Zürich— y le consultaría el problema. Él entendería la situación; todos los médicos suizos la entendían. Él me sugeriría que mi tensión arterial era demasiado alta o demasiado baja, o que mis nervios no estaban en el estado adecuado para soportar la tensión de un embarazo. Hablaría con un ginecólogo —hay ginecólogos buenísimos en Zürich— al que yo iría a ver para que confirmara lo que había dicho el médico y firmara el papel a tal efecto. El mismo ginecólogo haría una reserva en una clínica y todo el asunto quedaría resuelto en una semana. La discreción sería total. Este procedimiento era absolutamente legal en Suiza y yo ni siquiera tendría que mostrar mi pasaporte. Podría dar el nombre que quisiera, un nombre de casada, naturalmente. Sin embargo, era algo caro, tal vez cien o incluso ciento cincuenta libras. Él también se había encargado de eso. Abrió un cajón de su escritorio, sacó un sobre y lo deslizó a través de la mesa. Era razonable, después de casi dos años de excelentes servicios, que yo recibiera un mes de sueldo en lugar de una nota de despido. Allí había ciento veinte libras. Se había tomado la libertad de añadir de su propio bolsillo cincuenta libras más para el billete de avión, en clase turista, y dejar algo para los imprevistos. La suma total estaba en marcos alemanes para evitar cualquier problema en el cambio de divisa.
Kurt sonrió con vacilación, esperando mi agradecimiento y mis felicitaciones por su eficiencia y generosidad. Debió de sentirse desconcertado por la expresión de horror que apareció en mi rostro porque se apresuró a seguir hablando. Sobre todo, yo no debía preocuparme. Estos desafortunados incidentes ocurren en la vida. Son dolorosos y nada agradables. Él mismo se sentía muy disgustado de que una relación tan satisfactoria, una de las más satisfactorias según su experiencia, llegara a su fin. Pero, claro, así debía ser. Finalmente, añadió que esperaba que yo lo comprendiera.
Asentí con la cabeza y me levanté. Cogí el sobre, eché una última mirada a aquel cabello dorado, a aquella boca que había amado, a sus fuertes espaldas y, al sentir que iba a echarme a llorar, salí rápidamente de la habitación y cerré la puerta detrás de mí sin hacer ruido.
Antes de conocer a Kurt, yo era un pájaro con el ala rota. Ahora me habían herido en la otra.