Capítulo 3

El despertar de la primavera

Se tarda mucho tiempo en escribir todas estas cosas, pero sólo unos minutos en recordarlas, así que, cuando desperté de mi estado de ensoñación en el sillón del hotel, la WOKO seguía radiando «Música para besarse» y alguien que podía ser Don Shirley improvisaba sobre Ain’t She Sweet. El hielo de mi vaso se había fundido. Me levanté, me serví algunos cubitos más y regresé para acurrucarme en el sillón y beber pensativa un buen trago de bourbon y encender otro cigarrillo; inmediatamente, volví a encontrarme en aquel interminable verano.

Cuando el último trimestre de Derek finalizó, habíamos intercambiado cuatro cartas. Su primera carta empezaba con un «Queridísima» y acababa «con amor y besos», mientras que yo me había limitado a un «Querido» y «con amor». Las suyas me referían principalmente cuántos puntos había conseguido, y las mías le hablaban de las fiestas a las que había asistido y de las películas y las obras de teatro que había visto. Él iba a pasar el verano en casa y estaba muy ilusionado con un MG de segunda mano que sus padres pensaban regalarle y me preguntaba si querría montar en él. Susan se sorprendió cuando le dije que no iría con ella a Escocia y que me quedaría en el piso, al menos de momento. No le había contado la verdad sobre Derek, y puesto que siempre me levantaba antes que ella, no sabía nada sobre sus cartas. No era propio de mí andarme con secretos, pero guardaba mi «historia de amor» —tal como yo la llamaba— como oro en paño y me parecía tan frágil y, probablemente, tan llena de desilusiones que pensaba que incluso hablar de ella podía traer mala suerte. Por lo que yo sabía, era posible que sólo fuera una más en la extensa lista de las chicas de Derek. Era tan atractivo y magnífico, por lo menos en el colegio, que creía que tenía una larga cola de muchachas de Mayfair, todas vestidas de organdí y con título, a su disposición. Así que simplemente dije que quería buscar un trabajo y que quizá me iría más tarde. Llegado el momento, Susan se marchó al norte. Entonces llegó una quinta carta de Derek en la que me preguntaba si podía ir a Windsor en el tren que salía a las doce de Paddington para encontrarme con él en la estación.

Así empezó nuestra regular y deliciosa rutina. El primer día me esperó en el andén. Los dos nos mostramos bastante tímidos, pero él estaba tan ilusionado con su coche, que enseguida me metió prisa para que corriera a verlo. Era estupendo: negro con una tapicería roja, embellecedores rojos y todo tipo de accesorios propios de coches de carreras, como una correa en el capó, un depósito de gasolina con un enorme tapón y el distintivo del BRDC. Subimos al coche, yo me puse el pañuelo de seda de colores de Derek en la cabeza y el tubo de escape soltó un ruido deliciosamente sexy cuando cruzamos a toda velocidad el semáforo de High Street y giramos por el río. Aquel día llegamos hasta Bray, para presumir de coche, recorrimos los caminos pisando el acelerador a fondo mientras Derek hacía cambios de marcha innecesarios, como si estuviera en una carrera, en las curvas menos pronunciadas. Sentada tan cerca del suelo, incluso yendo a cincuenta, me sentía como si fuera como mínimo a cien por hora; así que al principio me agarré con fuerza al asidero de seguridad del salpicadero y deseé que todo fuera bien. Pero Derek era un buen conductor y empecé a confiar en él y a controlar mis temblores. Me llevó a un lugar increíblemente elegante, el Hotel de París, donde tomamos salmón ahumado, por el que pagó un extra, pollo asado y helado y, después, alquilamos una canoa eléctrica en el embarcadero de al lado. Subimos por el río traqueteando relajadamente y pasamos bajo el puente de Maidenhead hasta encontrar un pequeño estanque, a este lado de Cookham Lock, adonde Derek guió la canoa hasta situarla bajo los árboles. Había traído un gramófono portátil y yo me acerqué tambaleándome hasta su lado de la canoa. Primero nos sentamos y luego nos tumbamos, uno junto al otro, para escuchar los discos y observar a un pajarito que saltaba de aquí para allá en el entramado de ramas que nos cobijaba. Fue una tarde hermosa y soñolienta en que nos besamos, pero no fuimos más lejos, y yo me tranquilicé al ver que Derek no pensaba que yo era una «chica fácil». Al cabo de un rato, nos vimos acosados por los mosquitos y casi volcamos la canoa en nuestro intento de salir del estanque hacia atrás. La corriente nos empujó rápidamente río abajo, donde había muchas más barcas con parejas y familias, pero yo estaba segura de que éramos los que parecíamos más felices y más atractivos. Volvimos con el coche y nos dirigimos a Eton, donde comimos unos huevos revueltos y café en un lugar llamado La Casa de Paja, que Derek ya conocía, y después sugirió que podríamos ir al cine.

El Cine Royalty estaba en Farquhar Street, una de las callejuelas que bajan desde el Castillo hasta la carretera de Ascot. Era un sitio de aspecto ruinoso donde proyectaban dos películas del Oeste, dibujos animados y una especie de noticiario que consistía en mostrar lo realizado por la reina hacía un mes. Me di cuenta inmediatamente de por qué Derek escogió precisamente ese cine cuando pagó doce chelines por un palco. Había uno a cada lado de la sala de proyección, de unos dos metros cuadrados, oscuro y con dos sillas, y, tan pronto nos instalamos, Derek acercó su silla a la mía y empezó a besarme y a tocarme. De entrada pensé: «¡Oh, Dios mío! ¿Es aquí donde las trae?». Pero, transcurridos unos minutos, se puede decir que empecé a derretirme. Sus manos comenzaron a explorarme con demora y ternura, con experiencia, y, de repente, se posaron «ahí». Yo escondí la cara en su hombro y me mordí el labio al sentir aquel delicioso estremecimiento. Después, todo terminó y me sentí inundada por la tristeza, me brotaron las lágrimas de los ojos y mojaron el cuello de su camisa.

Me besó con delicadeza, me susurró que me amaba y que era la chica más maravillosa del mundo. Me enderecé para apartarme de él, me enjugué las lágrimas, intenté ver la película y pensé que había perdido la virginidad, al menos un cierto tipo de virginidad, y que él ya no me respetaría nunca más. Pero llegó el descanso y me compró un helado; puso su brazo en el respaldo de mi asiento y me murmuró que aquél había sido el día más feliz de su vida y que debíamos repetirlo una y otra vez. Me dije que no debía ser tonta, que sólo había sido un toqueteo. Todo el mundo lo hacía y, en cualquier caso, había estado muy bien; por eso no me iba a quedar embarazada. Además, los chicos querían manosear, y si yo no lo hacía, él encontraría otra chica que estuviera dispuesta. Así que, cuando se apagaron las luces de nuevo y sus manos volvieron a tocarme, me pareció normal que se posaran en mis pechos y me sentí excitada. Su respiración se volvió jadeante en mi cuello:

—¡Oh, nena! —dijo con una especie de suspiro prolongado.

Sentí una punzada de emoción; una especie de barrera había desaparecido entre nosotros. Despertaba en mí un sentimiento maternal. Desde aquel momento, nos convertimos en algo más que amigos.

Me llevó en coche a la estación para coger el último tren a Londres y acordamos encontrarnos a la misma hora el sábado siguiente. Él se quedó allí de pie, diciéndome adiós con la mano, hasta que lo perdí de vista bajo las luces amarillas de aquella pequeña y querida estación, y así empezó nuestra verdadera historia de amor. Siempre era igual, sólo cambiaban a veces los lugares adonde íbamos a comer y a merendar: el río, el gramófono, el pequeño palco en el cine, pero a todo eso se le añadía ahora la emoción adicional del contacto físico, y siempre, en la barca, en el coche, en el cine, nuestras manos recorrían el cuerpo del otro con más detenimiento, con más experiencia, mientras aquel verano interminable llegaba a su fin.

En mis recuerdos de aquellos días, el sol siempre brilla y los sauces se hunden en el agua azul. Los cisnes se deslizan bajo las sombras de álamos, se dan chapuzones y vuelan rozando el agua mientras el Támesis corre desde Queens Eyot, pasando por Boveney Lock y Coocoo Weir, donde acostumbrábamos a bañarnos, y seguía un buen trecho entre los prados de Brocas hacia el puente de Windsor. Seguramente llovió, debía de haber nubes en nuestros cielos privados, pero si existieron no las recuerdo. Las semanas transcurrieron como el río, chispeantes, luminosas, llenas de encanto.

Y finalmente llegó el último sábado de septiembre. Aunque hasta entonces habíamos ignorado aposta aquel hecho, comenzaba un nuevo capítulo. Susan volvía al piso el lunes, yo tenía la oportunidad de tener un trabajo, y Derek se iba a Oxford. Fingimos que todo seguiría igual. Se lo contaría todo a Susan y algunos fines de semana iría a Oxford o Derek vendría a Londres. No hablamos sobre nuestra relación; era evidente que continuaría. Derek había sugerido vagamente presentarme a sus padres, pero nunca había insistido y, durante nuestros sábados, siempre había cosas mejores que hacer.

Quizá me parecía un poco extraño que Derek no tuviera tiempo para mí durante la semana, pero jugaba mucho al criquet y al tenis y tenía montones de amigos que, según él, eran muy aburridos. No quería involucrarme en aquella parcela de su vida, al menos por el momento. Me sentía feliz de tenerlo sólo para mí durante nuestro día de la semana. No quería compartirlo con un montón de gente que, seguro, me harían sentir intimidada. Así que dejamos muchas cosas en el aire y yo me limité a no pensar en nada más allá del siguiente sábado.

Aquel día, Derek estuvo especialmente cariñoso y, por la tarde, me llevó al Hotel Bridge y nos tomamos tres gin-tonics cada uno, a pesar de que normalmente no bebíamos alcohol. Después insistió en que tomáramos champán con la cena y, cuando llegamos a nuestro cine, los dos estábamos bastante achispados. Yo estaba contenta porque así podía olvidar que, a la mañana siguiente, debía pasar una nueva página y romper con nuestra querida rutina. Pero cuando entramos en nuestro pequeño palco, Derek parecía malhumorado; no me tomó en sus brazos como siempre hacía, sino que se sentó un poco alejado de mí y se puso a fumar y a ver la película. Yo me acerqué a él y le cogí la mano, pero él siguió sentado, sin apartar la mirada de la pantalla. Le pregunté qué le ocurría.

—Quiero hacerlo contigo —dijo, transcurridos unos segundos, con terquedad—. Hasta el final.

Me sentí irritada por la dureza de su tono. Habíamos hablado del tema, claro, pero siempre llegábamos más o menos al acuerdo de que eso llegaría «más tarde». Usé de nuevo los mismos viejos argumentos, pero estaba nerviosa y disgustada. ¿Por qué tenía que estropear nuestra última velada? Contraatacó con furia. Me comportaba como una virgen y una estrecha. Me portaba mal con él. Al fin y al cabo, éramos amantes, así que, ¿por qué no representar bien nuestro papel? Le dije que me daba miedo quedarme embarazada. Él me respondió que no, que tomaría precauciones. Pero ¿por qué ahora?, le pregunté. No podíamos hacerlo allí. Pues claro que sí. Teníamos mucho sitio. Y, además, él quería hacerlo antes de marcharse a Oxford. Sería como… como casarnos.

Pensé en ello atemorizada. Quizá tenía razón. Sería como sellar nuestro amor. Pero tenía miedo. Con voz vacilante le pregunté si tenía una de esas «cosas». Respondió que no, pero que allí cerca había una farmacia que abría toda la noche y que compraría uno. Me besó, se levantó rápidamente y salió del palco.

Yo me quedé allí sentada con la mirada fija en la pantalla. ¡No podía rechazarle ahora! Él regresaría y todo sería precipitado y horrible en aquel mugriento palco de aquel desastrado cine de barrio, me dolería y él me despreciaría después por haber accedido. Sentí el impulso de levantarme y salir corriendo hacia la estación para tomar el siguiente tren de vuelta a Londres, pero eso lo pondría furioso, lastimaría su vanidad. Yo dejaría de ser una «tía enrollada» y la naturaleza de nuestra relación, basada en que los dos nos «divertíamos», se echaría a perder. Y, al fin y al cabo, ¿era justo impedirle que lo hiciera? Tal vez era cierto que resultaba malo para él no poder hacerlo hasta el final. Y, después de todo, alguna vez tenía que ocurrir. Una no podía escoger el momento perfecto para hacer eso. Por lo visto, ninguna chica disfrutaba en la primera relación. Quizá era mejor terminar de una vez por todas. ¡Cualquier cosa menos verlo enfadado! ¡Cualquier cosa menos echar a perder nuestro amor!

Al abrirse la puerta, un breve rayo de luz penetró desde el vestíbulo y, de repente, él estaba a mi lado, sin aliento y entusiasmado.

—Lo tengo —murmuró—. Una de esas cosas para no tener niños, ya sabes. La farmacéutica se ha quedado tan campante y se ha limitado a pedirme qué tipo quería. Le he dicho que el mejor, claro, y por un momento pensé que iba a preguntarme: «¿Qué talla?». —Rió y me abrazó con fuerza. Yo solté una risita no muy convencida. ¡Tenía que ser una «tía enrollada»! ¡No debía hacer un drama de todo aquello! Ya nadie lo hacía, y si yo me obstinaba, sería todo mucho más embarazoso, especialmente para él.

Fue tan brusco en los preliminares que casi me hizo llorar. Después empujó su silla hasta el fondo del palco y se quitó la chaqueta para tenderla en el suelo de madera. Me tumbé cuando él me lo dijo y se arrodilló a mi lado. Me pidió que apoyara los pies en la barandilla del palco y lo hice, pero estaba tan incómoda y tensa que le dije:

—¡No, Derek! ¡Por favor! ¡Aquí no!

Pero de alguna manera se situó encima de mí, abrazándome con extremada torpeza. Instintivamente, hice todo lo que pude para ayudarle a fin de que, al menos él, obtuviera placer de todo aquello y no se enfadara conmigo después.

¡Y entonces el mundo se hundió encima de nosotros!

—¿Qué narices estáis haciendo en mi cine? ¡Levantaos, marranos! —dijo una voz a nuestras espaldas, mientras un súbito haz de luz amarilla nos iluminaba.

No sé cómo no me desmayé. Derek estaba de pie, blanco como el papel. Me levanté con torpeza, golpeándome con la pared del palco, y me quedé allí quieta, pensando que iba a matarme, que iba a pegarme un tiro.

La negra silueta de la puerta señaló mi bolso, que estaba en el suelo, al lado de mis bragas, tiradas de cualquier manera.

—Recoge eso.

Me incliné rápidamente como si me hubieran golpeado e hice una bola con las bragas para ocultarlas en mi mano.

—¡Y ahora fuera de aquí! —El hombre se quedó allí, casi bloqueando el paso, mientras pasábamos ante él arrastrando los pies, completamente destrozados.

El encargado cerró la puerta del palco con un golpe y se puso delante de nosotros pensando, me imagino, que trataríamos de escapar. Dos o tres personas de las filas de atrás habían salido al vestíbulo. (Todo el público debió de oír la voz del encargado. ¿Lo habrían escuchado las personas sentadas debajo de nosotros, la discusión, la pausa y las instrucciones que me dio Derek? Me estremecí.) La taquillera había salido de la taquilla y dos o tres transeúntes, que estaban mirando el programa, atisbaron el interior debajo de las birriosas luces de colores de la entrada.

El encargado era un hombre rollizo y moreno vestido con un traje estrecho y llevaba una flor en el ojal. Tenía la cara congestionada de rabia y nos miraba de arriba abajo.

—¡Sois unos marranos! —Se dirigió a mí—. Ya te había visto por aquí antes. Eres peor que una vulgar prostituta. A lo mejor llamo a la policía. Por exhibicionismo y escándalo público. —Esas palabras imponentes salían con facilidad de su boca. Seguro que las había usado con anterioridad y a menudo en aquel antro de mala muerte y de oscura intimidad—. Nombres, por favor.

Sacó una libreta del bolsillo y chupó la mina del lápiz.

—Umm, James Grant (Cary Grant era el protagonista de la película) —dijo Derek tartamudeando—. Esto… Acacia Road, 24, Nettlebed.

El encargado levantó la vista.

—No hay ninguna Acacia Road en Nettlebed. Sólo la de Henley-Oxford.

—Sí la hay —dijo Derek obstinadamente—. Hacia el final. —Y añadió con un hilo de voz—: Es muy pequeña.

—¿Y tú? —Se volvió hacia mí con suspicacia.

Yo tenía la boca seca. Tragué saliva.

—Señorita Thompson. Audrey Thompson. Thomas —¡estuve a punto de volver a decir Thompson!— Road, 24 (me di cuenta que era el mismo número que había dicho Derek, pero no se me ocurría ningún otro), Londres.

—¿Distrito?

No entendía lo que me decía y le miré desesperada.

—Distrito postal —dijo él con impaciencia.

Me acordé de Chelsea.

—S.W.6 —dije con voz débil.

El encargado cerró la libreta con brusquedad.

—De acuerdo. Fuera de aquí los dos. —Señaló la calle y nos alejamos con nerviosismo, pero él nos siguió, apuntado hacia la salida con su índice—. ¡Y no volváis nunca más a mi local! ¡Os conozco! Si aparecéis de nuevo por aquí, ¡llamaré a la policía!

Su mirada burlona y acusadora nos siguió. Cogí el brazo de Derek (¿por qué no cogió él el mío?) y salimos por debajo de aquellas horribles luces brillantes y nos fuimos instintivamente hacia la derecha y cuesta abajo para poder andar más deprisa. No nos detuvimos hasta que llegamos a una calle lateral y, lentamente, emprendimos el camino de vuelta al coche, que estaba aparcado más arriba del cine.

Derek no dijo ni una palabra hasta que estuvimos cerca del automóvil.

—No quiero que vean la matrícula —dijo entonces en tono pragmático—. Voy a buscarlo y te recojo delante de Fullers, en Windsor Hill, dentro de unos diez minutos. —Se soltó de mi brazo y se alejó por la calle.

Yo me quedé allí y, mientras se alejaba, observé su figura alta y elegante que volvía a ser orgullosa y erguida. Después di media vuelta y regresé a la calle que subía paralela a Farquhar Street hacia el Castillo.

De repente me di cuenta que todavía llevaba las bragas arrugadas en la mano y las metí en el bolso. Al abrirlo, pensé en el aspecto que debía de tener. Me paré bajo una farola y saqué un espejito. Mostraba un aspecto horrible. Mi rostro estaba tan pálido que casi parecía verdoso y mi mirada era la de un animal acorralado. Tenía los cabellos de punta por atrás, tras haberme despeinado cuando estaba en el suelo, y se me había corrido el carmín por los besos de Derek. Sentí un escalofrío. «¡Marranos!» ¡Qué gran verdad! Me sentía toda sucia, degradada, pecaminosa. ¿Qué nos ocurriría? Sin duda alguien nos recordaría de aquel día o de otros sábados. Alguien recordaría el número de matrícula de Derek, algún niño que coleccionara matrículas de coche. Siempre había algún entrometido en la escena del delito. ¿Delito? Sí, claro que lo era, uno de los peores en la puritana Inglaterra: sexo, desnudez, exhibicionismo. Me imaginé lo que el encargado había visto cuando Derek se apartó de mí. ¡Uf! Me estremecí de asco. Pero Derek debía de estar esperándome. Con un gesto automático, mis manos adecentaron mi rostro y le eché un último vistazo. Era todo lo que podía hacer. Subí por la calle corriendo y giré en Windsor Hill, sin separarme de la pared, pensando que la gente se giraría y me señalaría.

—¡Mírala! ¡Es ella! ¡Marrana!