Aquellos queridos días muertos
Cuando recobré el conocimiento, enseguida recordé dónde estaba y lo que había pasado y me pegué más al suelo, a la espera de un nuevo golpe. Permanecí así durante unos diez minutos, escuchando el rugido de la lluvia y preguntándome si la descarga eléctrica me habría causado algún daño, como una quemadura interna, dejándome incapaz de tener hijos, o si mi pelo se habría vuelto blanco. ¡Tal vez me había quemado el cabello! Me pasé la mano por la cabeza; parecía que todo estaba bien, aunque tenía un chichón en la parte posterior. Con mucho tiento, me moví; no tenía nada roto. No me había hecho nada. La nevera General Electric del rincón volvió a la vida con su vibrante y alegre zumbido y me di cuenta que el mundo seguía girando y que el trueno se había extinguido. Me levanté con dificultad y miré a mi alrededor, esperando ver una escena de caos y destrucción, pero todo estaba igual, tal como lo había «dejado»: el imponente mostrador de recepción, el revistero metálico lleno de libros y revistas, la larga barra de la cafetería, la docena de mesas bien dispuestas con manteles de plástico chillones, de todos los colores, y sus incómodas sillitas metálicas, el recipiente de agua helada y la reluciente cafetera; todo seguía en su sitio, como si tal cosa. Sólo un agujero en la ventana y un charco cada vez más grande de agua en el suelo delataban el holocausto por el que la habitación y yo acabábamos de pasar. ¿Holocausto? ¿De qué estaba hablando? ¡Allí el único holocausto estaba dentro de mi cabeza! En la tormenta, habían caído rayos y truenos y el estampido me había aterrorizado como a una chiquilla. Era una estúpida; había tocado un interruptor eléctrico y ni siquiera pude esperar a que se produjera una pausa entre relámpago y relámpago, sino que escogí el momento en que caía otro rayo y éste me había dejado sin conocimiento. Como castigo tenía un chichón en la cabeza. ¡Lo tenía merecido por ser una miedica tonta e ignorante! ¡Pero un momento! ¡A lo mejor sí que se me había vuelto blanco el cabello! Crucé la habitación con premura para coger mi bolso del mostrador, me metí detrás de la barra de la cafetería y me incliné para mirarme en el alargado espejo situado bajo los estantes. Primero inspeccioné mis ojos, que me devolvieron la mirada, azul, clara e inquisitiva. Las pestañas permanecían en su sitio; las cejas, castañas, todavía seguían al principio de mi frente arrugada y después, sí, ahí estaba la raíz bien definida de mi cabello castaño oscuro, tan normal y tan corriente, que caía para curvarse a derecha e izquierda formando dos grandes ondas.
¡Bien! Saqué el cepillo, me lo pasé por el cabello con brusquedad e impaciencia, volví a guardarlo en el bolso y lo cerré con fuerza.
Según mi reloj, eran casi las siete. Encendí la radio y, con un trozo de cartón sujeto con cinta adhesiva, tapé el cristal roto de la ventana y sequé el charco que se había formado en el suelo con una bayeta y un cubo, mientras oía cómo la WOKO asustaba a sus oyentes con la tormenta: cables del tendido eléctrico que habían caído, el nivel del río Hudson que subía peligrosamente en Glens Falls, un olmo abatido que bloqueaba la carretera 9 en Saratoga Springs y una inundación que amenazaba Mechanicville. Después crucé corriendo el porche que llegaba a las habitaciones de detrás y entré en la mía, la número 9, que estaba situada a la derecha en dirección al lago, y me quité la ropa para darme una ducha fría. Al caer, se me había manchado la camisa de tergal; así que la lavé y la tendí para que se secara.
Ya no me acordaba del castigo que me había inflingido la tormenta y del hecho de haberme portado como una mentecata, y mi corazón volvía a cantar de alegría ante la perspectiva de pasar una velada solitaria y de hacer lo que me viniera en gana al día siguiente. Siguiendo un impulso, me puse la mejor ropa de mi exiguo vestuario: mis pantalones ceñidos de terciopelo negro que tenían una cremallera dorada bastante indecente en el trasero, ya de por sí apretado de manera indecorosa, y sin ni siquiera preocuparme en ponerme un sujetador, me enfundé mi jersey Camelot de hilo dorado con un cuello vuelto y amplio. Me contemplé en el espejo, decidí arremangarme las mangas por encima del codo, deslicé los pies en unas sandalias doradas Ferragamo y emprendí una carrera rápida hasta el edificio de recepción. Con lo que quedaba, después de dos semanas, de mi botella de bourbon de litro Virginia Gentleman sólo podía servirme una copa, así que llené de cubitos uno de los mejores vasos de cristal tallado y los regué con el bourbon, sacudiendo la botella para extraer hasta la última gota. Después arrastré el sillón más cómodo de la recepción hasta situarlo al lado de la radio, puse el transistor, encendí uno de los últimos cinco Parliament que quedaban en la pitillera, bebí un buen trago de bourbon y me acurruqué en el sillón.
En la radio, un anuncio canturreaba algo sobre gatos y sobre cuánto les gustaba comer Pussyfoot Prime Liver Meal por encima del fragor regular de la lluvia, cuyo tono se alteraba cuando una ráfaga de viento particularmente fuerte lanzaba el agua como si fuera metralla contra las ventanas y sacudía levemente el edificio. En su interior, todo era tal como lo había imaginado: impermeable, acogedor, alegre y reluciente gracias a las lámparas y el cromo. La WOKO anunció cuarenta minutos de «Música para besarse» y de repente empezaron a sonar los Ink Spots con Someone’s Rockin my Dream Boat, y me encontré nuevamente en el río Támesis, como cinco años atrás, mientras nos deslizábamos en una batea y pasábamos por delante de Kings Eyot, del castillo de Windsor a lo lejos, y Derek remaba con la pértiga mientras yo me encargaba del tocadiscos portátil. Sólo teníamos diez discos, pero, cada vez que ponía el LP de los Ink Spots y el disco llegaba a Dream Boat, Derek siempre me pedía: «Ponlo otra vez, Viv», y yo me arrodillaba para encontrar el punto con la aguja.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, no a causa de Derek, sino por el dulce dolor de un chico y una chica, por el sol, el primer amor con sus melodías, por sus imágenes y sus cartas «Selladas con un beso». Eran lágrimas de sentimiento por la infancia perdida, de autocompasión por el dolor que le sirvió de mortaja, y dejé que dos lágrimas resbalaran por mis mejillas antes de secármelas y decidir que celebraría una pequeña orgía de recuerdos.
Me llamo Vivienne Michel y, en la época en que me encontraba sentada en el Motel Pinos Soñadores recordando, tenía veintitrés años. Mido un metro sesenta y cinco y siempre había pensado que tenía un buen tipo hasta que las chicas inglesas del Astor House me dijeron que mi trasero sobresalía demasiado y que tenía que llevar un sujetador más apretado. Como ya he dicho, tengo los ojos azules y el pelo castaño oscuro y ondulado, y mi ambición es darle algún día un aspecto leonino que me haga parecer más mayor y más atrevida. Me gustan bastante mis pómulos altos, aunque las mismas chicas decían que me daban aspecto de «extranjera», pero tengo la nariz demasiado pequeña y una boca excesivamente grande, que a menudo parece sexy a pesar de que yo no quiera. Tengo un carácter optimista, aunque me gusta creer que también incluye un romántico toque de melancolía, pero soy imprevisible e independiente hasta tal punto que las monjas del convento estaban preocupadas y la señorita Threadgold de Astor House se desesperaba. («Las mujeres deben ser como juncos, Vivienne. Son los hombres los que deben ser como robles y fresnos.»)
Soy francocanadiense. Nací al lado de Quebec, en un lugar pequeño llamado Sainte Famille, en la costa norte de la ile d’Orléans, una gran isla situada como un gran barco hundido en medio del río St. Lawrence a su paso por el estrecho de Quebec. Crecí rodeada por este gran río y, en consecuencia, mis principales aficiones son nadar, pescar, hacer acampada y todo tipo de actividades al aire libre. No recuerdo gran cosa de mis padres —excepto que amaba a mi padre y me llevaba mal con mi madre— porque, cuando tenía ocho años, ambos murieron en un accidente aéreo durante la guerra, cuando se dirigían a Montreal para asistir a una boda. Los tribunales me pusieron bajo la tutela de mi tía viuda, Florence Toussaint, quien se trasladó a nuestra casita y me educó. Nos llevábamos bastante bien y, actualmente, casi puedo decir que la quiero, pero ella era protestante mientras que a mí me habían educado como católica, así que me convertí en víctima de la encarnizada lucha religiosa que era la cruz de un Quebec dominado por los sacerdotes y dividido casi exactamente por la mitad por las dos religiones. Los católicos ganaron la batalla de mi bienestar espiritual y me eduqué en el convento de las ursulinas hasta los quince años. Las monjas eran estrictas y ponían mucho énfasis en la devoción y, en consecuencia, aprendí mucho sobre historia religiosa y su intrincado dogma, aunque yo lo habría cambiado por otras asignaturas que me facultaran para ser algo más que enfermera o monja, y cuando finalmente el ambiente se hizo tan sofocante para mi espíritu que supliqué que me sacaran de allí, mi tía me rescató con mucho gusto de «los papistas» y se decidió que, a los dieciséis años, debería ir a Inglaterra para «pulirme». Esto levantó una gran revuelo local. Las ursulinas no sólo son el centro de la tradición católica en Quebec —el convento era el orgulloso propietario de la calavera de Montcalm y durante dos siglos nunca había habido menos de nueve hermanas arrodilladas rezando, día y noche, ante el altar de la capilla—. Por otra parte, mi familia había representado el bastión más irreductible de los francocanadienses y el hecho de que su hija abandonara dos de sus más preciadas tradiciones de una vez provocó una pequeña conmoción, un escándalo.
Los verdaderos hijos e hijas de Quebec forman una sociedad, casi una sociedad secreta, que debe de ser tan poderosa como la camarilla calvinista de Ginebra, y sus iniciados se refieren a ellos mismos con orgullo, hombres y mujeres, como canadiennes. Debajo, muy por debajo de ellos en la escala, están los canadiens, los canadienes protestantes; después vienen les ungíais, término que abarca a todos los inmigrantes de Inglaterra más o menos recientes, y, por último, les américains, un término despectivo. Los canadiennes se sienten muy orgullosos del francés que hablan, aunque en realidad no sea más que un dialecto espúreo, repleto de palabras de más de doscientos años de antigüedad, que los propios franceses ya no entienden y adornado con vocablos ingleses afrancesados; se parece, creo, a la relación del afrikaans con el holandés. El esnobismo y la exclusividad de esta camarilla de Quebec afecta incluso a los franceses que viven en Francia. ¡Los canadiennes se refieren a los habitantes de la madre patria como étrangers! Me he extendido sobre el tema para explicar hasta qué punto el abandono de la fe por parte de una Michel de Sainte Famille era casi un crimen tan execrable como abominar, si eso era posible, de la Mafia en Sicilia, y me dejaron muy claro que, si me iba de las ursulinas y de Quebec, podía decirse que quemaría mis naves en lo concerniente a mis guardianes espirituales y a mi ciudad natal.
Muy sensatamente, mi tía quitó importancia a mis temores ante el subsiguiente ostracismo social —a la mayoría de mis amigos les prohibieron toda relación conmigo—, pero aun así llegué a Inglaterra con el lastre de un sentimiento de culpa y de «diferencia» que, añadido a mi «colonialismo», eran una terrible carga psicológica con que tenía que enfrentarme a un elegante colegio privado para señoritas.
Como la mayoría de establecimientos ingleses de estas características, el Astor House de la señorita Threadgold estaba en la zona de Sunningdale; era un gran edificio victoriano propio de zona rica, cuyos pisos superiores habían sido divididos con paredes de cartón piedra para albergar los dormitorios de veinticinco pares de chicas. Como era una «extranjera», me emparejaron con la otra forastera, una millonaria libanesa con enormes matas de pelo de color cola de ratón en las axilas y una pasión igual de grande por el chocolate y una estrella de cine egipcia llamada Ben Saí’d, cuya deslumbrante fotografía (cabello, ojos, bigote y dentadura destellante) pronto fue a parar al inodoro después que la rompieran las tres chicas más antiguas del Dormitorio Rosa al que estábamos asignadas. De hecho, la muchacha libanesa me salvó, porque era tan horrible, gruñona, apestosa y estaba tan obsesionada por su dinero, que la mayoría de las chicas del colegio se apiadaron de mí y se esforzaron en ser amables. Pero también hubo algunas que me fueron adversas y tuve que sufrir grandes tormentos a causa de mi acento, mis modales en la mesa, que eran considerados groseros, por mi total falta de savoir-faire y, en general, por ser canadiense. Ahora me doy cuenta de que en esa época era demasiado susceptible y tenía el genio muy vivo. Sencillamente no podía aceptar ni la intimidación ni las bromas y, después de dar una paliza a dos o tres de mis torturadoras, otras se les unieron y se lanzaron sobre mí una noche cuando estaba en mi cama y me golpearon, me pellizcaron y me rociaron con agua hasta que me eché a llorar y prometí que nunca más volvería a «luchar como un gato panza arriba». Después de aquello, me fui calmando, establecí una tregua con aquel lugar y, sin muchas ganas, me dispuse a aprender cómo ser una «dama».
Mi gran compensación eran las vacaciones. Me hice amiga de una chica escocesa, Susan Duff, a quien le gustaban las mismas actividades al aire libre que a mí. También era hija única y sus padres estaban encantados de tenerme a mí para que le hiciera compañía, así que pasaba el verano en Escocia y en invierno y primavera, iba a esquiar por toda Europa (Suiza, Austria e Italia). Las dos permanecimos muy unidas durante nuestra estancia en el colegio y celebramos nuestra «puesta de largo» juntas, ocasión para la que la tía Florence mandó quinientas libras a modo de contribución por mi parte a una estúpida fiesta conjunta en el Hotel Hyde Park. También pasamos a formar parte de la misma «lista» y fuimos a la misma sucesión de fiestas igual de absurdas en que los jóvenes, llenos de granos, me parecían groseros y muy poco masculinos, comparados con los canadienses que había conocido. (Aunque puede que estuviera equivocada, porque el que tenía más granos de todos corrió el Grand National aquel año y ¡acabó la carrera!)
Y entonces conocí a Derek.
En aquella época tenía diecisiete años y medio y Susan y yo vivíamos en un pisito de tres habitaciones en Old Church Street, al lado de King’s Road. Era finales de junio y ya no quedaba gran cosa por hacer de nuestra famosa «temporada», así que decidimos celebrar por nuestra cuenta una fiesta para las pocas personas que habíamos conocido y nos habían gustado. La familia que vivía al otro lado del rellano se iba al extranjero de vacaciones y nos dijo que podíamos disponer de su piso a cambio de vigilarlo en su ausencia. Las dos estábamos sin blanca a fuerza de querer «seguir el ritmo de los demás» en todas aquellas fiestas, de manera que cablegrafié a la tía Florence y le saqué cien libras, y como Susan, a su vez, consiguió cincuenta, ambas decidimos hacerlo bien. Invitaríamos a unas treinta personas y pensábamos que sólo vendrían unas veinte. Compramos dieciocho botellas de champán —rosado, porque nos parecía más atrevido—, una lata de caviar de diez libras, dos latas de foie gras bastante baratas, que tenían buen aspecto una vez cortado en láminas, y una serie de cosas sazonadas con ajo en el Soho. Preparamos muchos bocadillos de pan integral con mantequilla de berro y salmón ahumado, añadimos una especie de pasteles y bombones de Navidad —lo que resultó una idea estúpida porque nadie se los comió—, y una vez expuesto todo sobre la puerta desmontada y cubierta con un reluciente mantel para darle aspecto de bufé, parecía una fiesta de adultos de verdad.
La fiesta tuvo mucho éxito, casi demasiado. Vinieron los treinta y algunos de ellos se trajeron a más gente, de manera que estábamos todos apretujados y había invitados sentados en las escaleras e incluso un hombre en el servicio con una chica en las rodillas. El ruido y el calor resultaban espantosos. Quizá no éramos tan carrozas como pensábamos o a lo mejor a la gente le gustaba los carrozas siempre que no intentaran disimular que lo eran. En cualquier caso, nos pasó lo peor que nos podía suceder: ¡nos quedamos sin bebidas! Yo estaba al lado de la mesa cuando algún gracioso se terminó la última botella de champán y gritó con voz ahogada:
—¡Agua! ¡Agua! ¡Nunca volveremos a ver Inglaterra!
—Qué quieres que te diga, no queda nada —dije, sintiéndome bastante estúpida.
—Pues claro que sí —dijo entonces un chico alto que estaba apoyado en la pared—. Te olvidas de la bodega. —Y agarrándome por el brazo, me sacó de la habitación y bajamos las escaleras—. Venga —añadió—. No estropees una gran fiesta. Compraremos más en el bar.
Así que bajamos al bar y compramos dos botellas de ginebra y un montón de refrescos de limón, y puesto que él insistió en pagar la ginebra, yo pagué las limonadas. Estaba un poco achispado, pero no resultaba desagradable, y me contó que había estado en otra fiesta antes de asistir a la nuestra y que lo había traído una pareja llamada Norman, amiga de Susan. Me dijo que se llamaba Derek Mallaby, pero no le hice mucho caso porque estaba ansiosa por volver a la fiesta con las bebidas. Cuando subíamos las escaleras nos recibieron con vítores, pero, en realidad, la fiesta ya había superado su punto culminante y, a partir de ese momento, la gente empezó a irse hasta que no quedó nadie más que el grupito consabido de amigos íntimos e individuos que no tenían ningún sitio adonde ir a cenar. También éstos terminaron por marcharse, incluidos los Norman, que parecían muy amables y le dijeron a Derek que dejarían la llave bajo el felpudo, y Susan sugirió que podíamos ir al Popotte de enfrente, un sitio que no me gustaba mucho; pero cuando Derek Mallaby se acercó, me levantó el mechón de pelo que cubría mi oído y me susurró con voz ronca si quería ir a dar una vuelta con él, yo dije que sí, sobre todo porque era alto y se había hecho cargo de la situación cuando me encontraba en un aprieto.
Así que salimos al aire cálido y nocturno de la calle, dejando atrás el espantoso campo de batalla posterior a la fiesta, y, mientras Susan y sus amigos se alejaban, nosotros cogimos un taxi en King’s Road. Derek me hizo cruzar Londres hasta un restaurante italiano llamado El Bambú, cerca de Tottenham Court Road, donde comimos espaguetis a la boloñesa y bebimos una botella de Beaujolais instantáneo, tal como él lo llamaba, que mandó traer. Fue él quien bebió la mayor parte del Beaujolais y me contó que vivía cerca de Windsor, que tenía casi dieciocho años, que estaba estudiando el último trimestre del curso, que formaba parte del equipo de criquet y que le habían concedido un permiso de veinticuatro horas en Londres para que fuera a ver a los abogados de una tía suya que había muerto y le había dejado algún dinero. Sus padres habían pasado el día con él y habían ido a ver al MCC jugar contra el Kent en Lords. Después ellos regresaron a Windsor y le dejaron con los Norman. Se suponía que él iría al teatro y luego a casa a dormir, pero se celebraba aquella otra fiesta y después la mía, y que qué me parecía ir al 400.
Naturalmente, estaba encantada. El 400 es el club nocturno más de moda en Londres y yo nunca había pasado de las tabernas de Chelsea. Le conté algo sobre mí e hice que Astor House pareciera divertido y resultó que era muy fácil hablar con él, y cuando nos trajeron la cuenta, él sabía perfectamente cuánta propina tenía que dejar y me pareció que era muy adulto para estar todavía en el colegio, pero, claro, se supone que las escuelas privadas inglesas hacen que la gente crezca muy deprisa y les enseñan a comportarse. En el taxi me cogió la mano, y me figuré que estaba bien. Parecía que ya lo conocían en el 400, sumido en una oscuridad deliciosa; pidió dos gin-tonics y nos dejaron media botella de ginebra en la mesa que, aparentemente, era suya, de la última vez que había estado allí. El conjunto de Maurice Smart sonaba con la suavidad de la vaselina y, cuando nos pusimos a bailar, nos amoldamos a la perfección y sus pasos se ajustaban a los míos; me estaba divirtiendo de verdad. Empecé a ser consciente de la manera en que su cabello negro le cubría las sienes y cómo sonreía, no sólo con la boca, sino con los ojos. Nos quedamos allí hasta las cuatro de la madrugada, y cuando nos terminamos la ginebra y salimos a la calle, tuve que agarrarme a él. Llamó un taxi y me pareció normal que me tomara en sus brazos y que me besara y que yo respondiera a su beso. Después de quitar su mano de mi pecho dos veces, me pareció que hacerlo una tercera vez era de mojigata, pero cuando bajó la mano y quiso meterla bajo mi falda, no se lo permití, y cuando cogió mi mano para que yo lo tocara, tampoco me presté a ello, aunque todo mi cuerpo ardía por el deseo de hacerlo. Entonces, gracias a Dios, nos encontramos delante de mi casa, él salió del taxi y me acompañó hasta la puerta y me dijo que volveríamos a vernos y que me escribiría. Cuando nos besamos para despedirnos, él deslizó su mano por mi espalda y me apretó el trasero con fuerza; cuando su taxi desapareció por la esquina, todavía podía sentir su mano allí. Al deslizarme en la cama, me miré en el espejo del lavabo y vi que mi cara y mis ojos estaban radiantes, como si una luz los iluminara desde dentro, aunque probablemente la mayor parte de ese brillo tenía su origen en la ginebra.
«¡Oh, Dios mío! —pensé—. ¡Estoy enamorada!»