La terapia de los tacones

Al volver a casa, decidí que no encontraría un reemplazo o una continuación en un solo hombre; debía buscar algo totalmente distinto. Puse en marcha este plan cuando me compré unos zapatos nuevos. El par de zapatos adecuados, en el momento adecuado, puede llegar a cambiar realmente la actitud de una mujer. Y éstos no eran unos zapatos cualesquiera. Eran zapatos en los que podía encontrar una identidad nueva. Igual que las zapatillas de punta habían dado forma a los contornos de mi juventud, estos zapatos me guiarían en la vida cuando la sumisión a un hombre ya no era posible. Ya no eran los preciosos, elegantes y vistosos zapatos de tacón de aguja de Manolo Blahnik. Éstos eran zapatones puntiagudos y feos: unos zapatones útiles, prácticos. Ya nada de pantuflas fáciles de desprenderse; éstos llevaban correas y hebillas hasta decir basta. Me gusta calzarme unos zapatos con una buena metáfora donde apoyarme. Zapatillas de ballet, zapatos de buscona, al final todo es sadomasoquismo.

Recibí mucho zapato a cambio de cincuenta dólares. Los llamé mis zapatos «No me jodas». Irónicamente, se parecían mucho a esos zapatos que una se pone para salir en busca de un polvo. Ay, los zapatos con doble sentido…, la clave a la pregunta de Freud «¿Qué quieren las mujeres?»: «Un polvo» pero «¡No me jodas!».

Plataformas negras, de tacón. El pedestal delantero me levantaba la parte anterior de la planta del pie unos ocho centímetros del suelo, y el tacón, ese tacón magníficamente delgado y sin embargo sólido, me levantaba mis buenos quince centímetros. Por último, por primera vez desde que me enfundaba las zapatillas de ballet, me sentí más alta de lo que era en realidad. Pero lo más importante era que mis pies estaban muy por encima del suelo: es el lugar donde me siento mejor tanto en la mente como en el cuerpo. Y en caso de necesidad esos zapatos podían asestar un saludable puntapié.

Mis nuevos zapatos se convirtieron en coraza y armadura en la batalla por una nueva forma de vida. Acabé comprando pares de todos los demás colores: plateados, azul celeste y un rosa chillón. Bien sujetos, estos zapatos cambiaban mi porte por entero. Me convertí en mi propia amazona: Afrodita, Artemisa y Atenea fundidas en una sola. Había nacido Una Mujer.

De la misma estatura que la mayoría de los hombres, ahora era más alta que muchos. Caminaba despacio, con toda la intención, orgullosa, magnífica en mis relucientes armas de tacón alto. La esperanza cobró vida mientras yo miraba alrededor desde mi nueva atalaya. Ya no alzaba la vista; miraba hacia abajo. Ya no era esclava; era ama: el único refugio para una sumisa sin amo. Empecé a llevar los zapatos en casa. Con chándal, en ropa interior, sin ropa interior, para quitar el polvo de un estante, para fregar los platos. Una vez incluso me afeité el coño calzada con ellos sólo para después fregar los platos. Terapia. Y continué enjuagándome el culo cada vez que me bañaba. Un gesto de esperanza en terreno baldío.

Y un día, mientras Leonard Cohen cantaba Dance Me to the End of Love por los altavoces, empecé a mecerme al son de la música —«moviéndome como hacen en Babilonia»— y supe que pronto volvería a bailar con mis zapatos «No me jodas». Estaba curada.

Había saltado al otro lado del abismo. No era tan ancho como creía. Todos esos tratamientos abreviados nunca bastaron para salvar la distancia hasta el otro lado. En realidad, nunca me gustó ser una «Señorita». Demasiado remilgado. En francés mejoraba un poco —«Mademoiselle»—, pero aún se quedaba corto, demasiado poca cosa para mi enormidad en ciernes. Después llegó la oportunidad de ser una «Señora», lo que me pareció horrendo, como mi madre. El problema con todas estas formas es que lo que venía después era siempre el apellido de un hombre: el del padre o el marido. Ahora sólo reconozco tratamientos acordes a una mujer que es dueña de sí misma.

Y en estos momentos, después de recorrer la larga y tortuosa carretera desde la masoquista hasta el ama, ¿qué? ¿Señora? ¿Musa? ¿Y con quién? Quizá con un hombre difícil de amar. Un Hombre no presentaba el menor desafío en ese sentido. Amarlo era muy fácil, demasiado fácil; no amarlo era un infierno. Así que quizá lo contrario: un amor que sea difícil, un abandono que sea fácil. ¿No aprendería yo entonces un poco de tolerancia?

Hace ya tiempo que Un Hombre se fue. Pero ¿estuvo realmente aquí? ¿Habitó realmente en mi culo y en mí? ¿Fue en efecto el amante demonio que vengó mi ira, la erección permanente por la que tan voluntaria y gozosamente me convertí en mártir? ¿O fue el dios de mi propia creación, el dios que siempre deseé pero no pude tener, no pude encontrar? Quizá finalmente hallé un lugar para Él, y Un Hombre entró en mi espacio expectante.

Creo que la ecuación es la siguiente: el sexo sólo puede ser de verdad profundo, sólo puede cambiar de verdad la vida, sólo puede ser de verdad trascendente, si es Dios quien te folla; si amas a tu hombre como si fuera Dios. Pero —y he aquí el punto de fricción que ningún lubrificante puede aliviar— si tu hombre es Dios y cambia tu mundo, entonces estás, por definición, en el centro mismo de tu masoquismo femenino, abierta, dispuesta, vulnerable. Un hombre fue mi dios, pero fue mi último dios. No temo que un hombre pueda volver a ser dios para mí. Quizá sea una suerte para todas nosotras: menos dura será la caída. Pero yo lo lamento con todo mi ser; en último extremo, es la pérdida de mi insistente inocencia. Ha sido un proceso largo, extirparlo a él y excavar mi alma. Ya no vive en mi culo. Ahora yo vivo ahí. Menudo lugar.

He llegado al borde del precipicio. Me he asomado y me he despeñado. Pero ya he vuelto, he vuelto del gran valle de mi masoquismo; he vuelto para prestar testimonio —por mí pero también por vosotras— de mi supervivencia, de mi regreso de un mundo donde la profundidad era lo único que importaba. Si no folláis perseguidas por la muerte, estáis equivocadas. Mientras sea posible sobrevivir al amor, al amor enloquecido, no hay excusa. No hay la menor excusa.

Id. Venid.

Despacio, con resentimiento, he escapado de la esclavitud, aunque no puedo olvidar su libertad. Pero ya no me ciega la obsesión. Ahora reconozco lo que comúnmente se llama realidad, la maldita realidad. A veces incluso vivo en ella, cuando me siento perversa. He sobrellevado la pérdida. La elección es mía. Pero ahora sé qué hacer —y adonde ir— si necesito una dosis de belleza, de sumisión, de alivio, de dicha. Y además conservo la Caja. No sólo contiene su ADN. Contiene mi propia locura: a buen recaudo bajo su tapa dorada.

Pero no necesito abrirla. Tengo la llave.