El buda de la puerta de atrás

La pérdida continuó, insufrible e implacable, y los otros hombres no hicieron más que agravarla. Necesitaba ayuda. Desesperadamente. La paz de espíritu era un concepto intelectual remoto. Lloraba a diario. Por fin había sufrido lo suficiente. Lo suficiente para decir «Basta». Tenía la dignidad hecha añicos. En un esfuerzo por sacudirme la autocompasión, me apunté a un retiro de dos semanas con mil setecientos budistas en un rincón perdido de Inglaterra, a ocho mil kilómetros de distancia. Para alejarme del lugar donde él se hallaba. Fue como arrancarme la carne para escapar de sus garras, Libre, no tenía piel. Como una víctima de quemaduras.

Los budistas a los que conocí, francamente adorables, me acogieron en su mundo sin juzgarme pese a que yo debía de estar allí sólo para un apaño en mi momento de desesperación. Pero incluso la sabiduría de un apaño, si es budista, puede perdurar mucho después de que el ego haya vuelto a hacer pie. Así, mientras ellos meditaban sobre la paz para todos, yo meditaba sobre la paz para mí, sintiéndome como una niña entre ellos.

Todas las personas a las que conocí en el retiro, todos desconocidos, me preguntaban con sincero interés cómo estaba. Y yo se lo decía. Uno tras otro respondían con una amplia sonrisa a mi historia de amor perdido. «¡Ah! Pero eres muy afortunada», dijo un hombre, radiante. «¡Muy afortunada!». Casi parecía envidiarme. La explicación: toda experiencia de gran dolor libera karma negativo, y esa liberación no es más que una purificación, una manera de despejar el camino hacia el nirvana.

Bueno, si bien el nirvana sin Un Hombre en mi culo parecía una perspectiva muy remota, yo me había convertido en lo único que antes no era: una persona predispuesta. Predispuesta a contemplar la posibilidad de cordura sin él, igual que durante tres años había estado predispuesta a contemplar la posibilidad de entregarme a él sólo una tarde, y ya veis adonde me ha llevado eso. Uno a uno, una y otra vez, mis nuevos amigos budistas se regocijaron de mi gran tristeza…, hasta que por fin cesaron las lágrimas. Simplemente se agotaron.

Había un joven inglés, también en el retiro, que se alojaba en mi pensión en el pueblo cercano. Cada mañana en el desayuno me sonreía mientras comíamos huevos escalfados con tostadas en los extremos opuestos de la mesa. Al final, empezamos a hablar. Él era un devoto budista desde hacía ocho años, pese a que tenía sólo veinticuatro. Incluso vivía en un centro budista del norte de Inglaterra, donde estaba a punto de terminar sus estudios universitarios. Alto, de piel muy blanca, labios rojos y carnosos y una melena de pelo negro y rizado, era guapísimo; me recordaba a san Juan Bautista, a quien Salomé tanto amó. Era también de una amabilidad infinita, de una palidez extraordinaria y más dulce que la miel. Y, supuse, monacal, dada su devoción budista. Al fin y al cabo, lo único que yo no esperaba en un retiro budista era el sexo hedonista. Pues me equivocaba. Para esos picaros y maravillosos budistas, el sexo no tenía nada de malo, siempre y cuando nadie sufriese y todos los karmas se alineasen como era debido. Obviamente con más experiencia en esto que yo, él inició nuestro alineamiento.

Cuando le dije que me marchaba al día siguiente, propuso que nos viéramos después de la meditación de esa noche. No recuerdo cómo expresó exactamente la proposición —no era una cena ni una película, ni siquiera una cita—, pero acabó en mi acogedora habitación con cortinas de Laura Ashley, dos estrechas camas individuales, bolsas de té y un hervidor eléctrico. Fuera, huelga decir, llovía.

El hermoso budista byroniano no sólo me folló regiamente en esa última noche en el retiro, sino que también realizó una clase especial de intervención quirúrgica cuya utilidad yo sólo había contemplado vagamente. Se convirtió en el segundo hombre que me folló por el culo en mi vida. Con delicadeza, con desenfreno, con avidez, como un budista. Fue extraordinario. El sexo, sí; era tan capaz, tan joven, tan dispuesto… y enseguida dispuesto otra vez. Pero lo más asombroso fue el hecho mismo de que ocurriese, de que yo lo permitiese cuando otros lo habían intentado en vano. Pero cuando lo pidió, miré aquellos ojos beatíficamente sexys y vi que podía ser él. El que era lo bastante amable.

Fue como ser vacunada contra la misma enfermedad que se me había contagiado hacía tiempo. Un Hombre fue el Primer Hombre, fue el Mejor Hombre, pero ya no era el Único Hombre. Se había roto el hechizo. Buda había encontrado el camino a mi jardín trasero. Y pensar que Dios, ese taimado demonio, me había mandado a un san Juan Bautista del budismo para enseñarme el camino de salida del infierno. O al menos a romper el sello que me ataba a otro pero nunca a mí misma.

¿Cómo se desprende una de lo mejor que ha conocido con la esperanza de conseguir algo mejor aún? Con un acto de fe demencial, ilógico. Me marché a la mañana siguiente a primera hora, dichosa por primera vez en mucho tiempo.

Era hora de ir de compras.