Después de pasar muchos meses sin Un Hombre, la burbuja de amor en la que había vivido durante tanto tiempo empezó a desinflarse. No podía seguir viviendo así. Había sido una sodomita tan feliz. Ahora era una sodomita desdichada sin nada más que recuerdos con los que obsesionarme.
Tuve que recoger unas cuantas cosas. Metí ropa que tenía de él en bolsas de plástico y las escondí. Me resistí a olerías una última vez, y al conseguirlo, supe que tendría la fuerza necesaria para seguir adelante. Las escasas notas y fotografías que tenía las escondí en un cajón, junto con la pequeña bolsa de plástico con su vello púbico, el vello de aquel primer corte.
No tiré nada, lo guardé todo. Uno tira las cosas cuando el amor se ha convertido en odio. No era eso lo que me había ocurrido a mí.
Y estaba además la Caja. En mi tocador, rebosante de las pruebas de todo aquello que yo intentaba superar, dejar atrás. Comprendí que necesitaba una caja más grande, y con cerradura. Allí estaba, aguardándome en un anticuario: cuadrada, con bisagras en la tapa, forro de satén rojo y un diminuto candado con llave. En paño de oro. Perfecta. Realicé el traslado, dirigí una última, larga y penetrante mirada, cerré la tapa, eché la llave y luego la guardé. El féretro estaba cerrado, sellado con lágrimas, K–Y y un guiño a quien la encontrase en un futuro.
Este santuario de reliquias sagradas era mi monumento: a la divinidad de mi masoquismo, al gran goce con el que me crucé durante un tiempo tan frecuentemente, a un estado de conciencia al que ya no puedo acceder, a una conexión química que iba más allá de cualquier lógica o razonamiento, a la locura sagrada que tan dichosamente se había filtrado en mi ser. Y bien, ¿dónde podía ponerla? Cerca…, pero no al alcance de la mano. Como el último paquete de un fumador, cerca…, pero no a la vista. Accesible…, pero prohibida.
Al desenamorarme de él, me sentí como un pelícano intentando salir de un vertido de petróleo: tambaleándome, cayéndome, levantándome, intentándolo otra vez. Pero incluso si el ave se libera, sus plumas siguen saturadas, marcadas para siempre. Comprendí que hasta que el dolor de amarlo ya no me interesase, no conseguiría salir adelante. ¿Por qué el dolor era tan interesante? Daba la impresión de que la llave de mi alma estaba enterrada en él. La incomparable enormidad del dolor reclamaba atención.
Buscando consuelo en otras compulsiones, hice muchas listas. Listas de pros y contras. Listas de lo que perdía al perderlo y lo que habría perdido si lo hubiese conservado. Listas de lo que he ganado, lo que he conseguido, de los hombres con los que he salido. Al final no significaron nada esas listas, pero me proporcionaron algo que hacer mientras lloraba. Me di cuenta de que tenía que cambiar para no desearlo. La persona en que me había convertido sólo lo deseaba a él. Tenía que convertirme en otra persona, una vez más.
Así murió mi anterior yo, así lo maté. Pero no se fue sigilosamente en la noche. No, se extinguió rabiosamente con una última ráfaga de dolor abrasador. Un dolor para detener el dolor. Pero quizás el masoquismo nunca se cura, sólo muda de forma. Distintos objetos, distintas manifestaciones. Temí no ser feliz sin mi dolor. Pero debía dirigirlo hacia el exterior; dentro de mí, me impregnaba hasta los tuétanos.
Al cabo de un tiempo, volví a follar con hombres: uno por uno. Ya sin actitud obediente, empecé a decirles cómo hacerlo —«así», «asá»— y ellos me complacían. Después de ser la esclava del rey, era la reina con ellos, difundiendo el mensaje entre mis bufones, incluso cuando cerraba los ojos e imaginaba que eran él. De vez en cuando me daba resultado. Y cuando me daba resultado, era aún peor: las lágrimas se derramaban por mis mejillas mientras ellos pensaban que mi llanto se debía al éxtasis. ¿No es cada aventura, después de la Gran Aventura, sólo otro estado de duelo, prolongado y disfrazado como una forma de continuidad o valentía cuando no las hay?
Pero no permití entrar a ningún otro en mi patio sagrado, y unos cuantos lo intentaron. Ahora era un túnel de desesperación; se había convertido en suelo sagrado, campo de batalla, en ese momento en silencio pero lleno de fantasmas. Si esas paredes hablasen… Supuse que nunca entraría allí nadie más. ¿Cómo podían ganar ese derecho? ¿Quién podía siquiera merecerlo? ¿Quién, en su sano juicio, se atrevería?