Sin embargo, en ese momento yo establecía otras conexiones.
Cuando me encaré con la morenita aquel día, le pregunté si amaba a Un Hombre. No tenía previsto preguntarlo, pero supongo que quería saberlo. Mejor dicho, ya lo sabía. Pero deseaba, como ella, una confirmación. Mi sadismo (con ella) y mi masoquismo (conmigo) pugnaban por imponerse, quizá más que en cualquier otro momento de mi vida. Sus enormes ojos castaños se llenaron de lágrimas y musitó: «Intento no amarlo». Y en ese momento, mis desesperados intentos de distinguirme y de apartarme de ella se desvanecieron.
A diferencia de ella, yo era demasiado orgullosa para admitir mis celos o permitir que viera mi dolor, pero ahí estaban, tan claros como los de ella. Ya no era distinta de mí: era yo. Y de repente descubrí lo que había estado buscando toda mi vida: la cara detrás del plátano, la cara de una niña aplastada y humillada por el amor. Mis lágrimas resbalaban por sus mejillas. Y era espantoso. Durante varias semanas me obsesionó ese reflejo de mí que nunca había visto antes.
Pero entonces tomé conciencia gradualmente de lo más asombroso. La morenita, al igual que me había pasado a mí, estaba incapacitada, le era imposible actuar por cuenta propia; no era capaz —al menos todavía— de dejar atrás su dolor. Pero yo ya no era incapaz. Podía tomar la decisión por las dos, podía actuar, porque ahora poseía la fortaleza necesaria para abandonar el triángulo, podía como nunca antes. Era una especie de milagro.
Fue un raro regalo el que esa mujer me hizo, la capacidad de llevar a cabo lo que toda mi búsqueda espiritual, en última instancia, no había logrado: la capacidad de romper la cadena del dolor, allí y en ese mismo instante. No sólo para mí, no sólo para mi frágil yo de cuatro años. Al fin y al cabo, éste vivía aún conmigo. Era hora de enjugarle la cara y llevarla a casa.